El mundo de María Victoria Atencia en la poesía española
por María Ángeles Pérez López

EN la poesía española contemporánea, la voz de las autoras es muy notable. La malagueña María Victoria Atencia (1931) ha enriquecido la tradición que los poetas de la revista Caracola, el grupo «Cántico» o más tarde los novísimos conformaron para la poesía de nuestro país incorporando acentos propios de raíz clásica y a la vez moderna, y una mirada sobre el sujeto femenino profundamente personal.

El mundo de M. V., publicado en 1978 por ínsula, marca un hito en la producción de la autora. En el título, la presencia del nombre propio configura un sujeto plenamente consciente de sí que ya en Marta & María (Málaga, Dardo, 1976) había dado un salto definitivo, según señala Clara Janés[1], una de sus grandes estudiosas.

Sus primeros libros se remontan al año 1961: Arte y parte, editado por Adonais, se abre con el extraordinario soneto «Sazón», donde ya el primer cuarteto establecía la intensidad del lenguaje en la plena conciencia del yo: «Ya está todo en sazón. Me siento hecha,/ me conozco mujer y clavo al suelo/ profunda la raíz, y tiendo en vuelo/ la rama, cierta en ti, de su cosecha»; y Cañada de los Ingleses (Málaga, Cuadernos de María Cristina), recorrido por niños y muchachas a las que acompaña el canto elegiaco.

Sin embargo, será con Marta & María donde se produce el salto hacia una madurez poética extraordinaria. Han pasado 15 años desde Arte y parte, apenas interrumpidos por algunas traducciones de Rilke o Marcial. Con anterioridad, Atencia había publicado Tierra mojada (Málaga, pardo, 1953), que relegará por considerarlo mero tanteo de la voz. En Marta & María, editado por Rafael León, las dos hermanas de Lázaro se ven confrontadas por su distinta actitud hacia Jesús y en ágil sucesión de alejandrinos y heptasílabos concluye el poema homónimo afirmando que «solo amor cuenta»: «De poco o nada sirven, fuera de tus razones,/ la casa y sus quehaceres, la cocina y el huerto./ Eres todo mi ocio:/ qué importa que mi hermana o los demás murmuren,/ si en mi defensa sales, ya que solo amor cuenta». Junto a la belleza del poema en la extrema perfección de su forma, la rotundidad en la defensa del amor parece convertirse en poética de la luz, hacia su altura. Los elementos religiosos, presentes a lo largo de toda su obra, cobran aquí fuerza singular por constituir un espacio poético que se anuda a la tradición pero halla dicciones propias, en particular la defensa de la belleza que concilia los ámbitos cotidianos y más cultos: «Resquebrajado el barro, sin lañas ni remiendos,/ déjame una prestancia que demore a la muerte», alejandrinos de «Si la belleza», del mismo libro.

Tras Los sueños, publicado en 1976 en edición no venal por Dardo, El mundo de M. V. se abre con una primera parte titulada «Tiempo para tejer, tiempo para destejer» que remite a la mítica figura de Penélope y la frecuentísima asociación entre mujer e hilatura, porque hay en la autora una delicada y constante presencia del mundo femenino, aquel que se escribe en primera persona y convoca con frecuencia el propio nombre, como ocurrirá en el poema «Victoria» de Trances de Nuestra Señora (Madrid, Hiperión, 1986) o en «El viento», de Las contemplaciones (Barcelona, Tusquets, 1997) -«No queda sino tiempo, Victoria Atencia; tiempo./ No queda tiempo. Queda todo el tiempo»-. De ahí la delicada articulación que se establece entre la persona y el yo poético: en el poema inaugural de El mundo de M. V. se afirma que «este mundo es el mío. Entreabro/ la puerta de su ficción...», pero hacia su final, el poema «Godiva en blue jean» reclama la presencia de la verdad y, con ella, una épica de lo menor que da certeza a la figura:

«Cuando sobrepasemos la raya que separa

la tarde de la noche, pondremos un caballo

a la puerta del sueño y, tal lady Godiva,

puesto que así lo quieres, pasearé mi cuerpo

-los postigos cerrados- por la ciudad en vela...

No, no es eso, no es eso; mi poema no es eso.

Solo lo cierto cuenta.

Saldré de pantalón vaquero (hacia las nueve

de la mañana), blusa del «Long Play» y el cesto

de esparto de Guadix (aunque me araña a veces

las rodillas). Y luego, de vuelta del mercado,

repartiré en la casa amor y pan y fruta».

El heptasñabo en su soledad rotunda, «Solo lo cierto cuenta», como siamés del aquel otro heptasílabo «ya que solo amor cuenta», da pie al trazado sutil de haces de significado en que amor y certeza son espejo y reflejo a la vez. De ahí también una aguda reflexión de Atencia publicada en 2009 en la que ha afirmado: «Creo que toda la escritura de quien escribe es siempre un modo de autobiografía, aunque pueda aparentar otros géneros. Escribimos y, al hacerlo, hablamos de nosotros mismos o hablamos de los demás “según nosotros”. Y no sé si eso es un modo de entrega o de apropiación; un modo de enajenación o de ensimismamiento»[2].

En su siguiente libro, El coleccionista (Sevilla, Calle del Aire, 1979), la autora ofrece poemas muy breves en los que destacan ciertos elementos culturalistas que se vinculan a la estética novísima: pinceladas de viajes a Italia o Francia, con especial énfasis en Venecia, y numerosos poemas dedicados a la escultura («Pietá Rondanini», «Venus de Milo», «Samotracia», la serie de «Capillas mediceas») y la pintura, entre los que sobresale el espléndido «Homenaje a Tur-ner». Como advertía Pablo García Baena, en este libro «el lenguaje se ha hecho a la vez más rico y más desnudo. Nada falta ni sobra en esos intocables mármoles brevísimos»[3]. Y si pareciera que el recorrido es el del contemplativo del arte, en realidad, continúa el poeta cordobés, «el verdadero coleccionista es el lector, el conocedor que va encontrando la emoción vivida página a página en un correlato sensorial, como huella del polvillo áureo de la mariposa, mientras alumbra -momentánea- la tea del poema»[4].

La vinculación al arte, con un notable conjunto de écfrasis en su obra, moviliza también un diestro manejo de la palabra a través de frecuentes aliteraciones, paranomasias, hipérbatos y encabalgamientos (a veces tan osados como «la dócil/ animal doblegada a la caricia», de Las contemplaciones), que acentúan los aspectos sensoriales y dan cuenta de la riqueza tropológlca del verso. En ese sentido, aunque Atencia pertenece cronológicamente a la llamada segunda generación de posguerra o del 50, el tiempo transcurrido de sus primeros libros a Marta & María y los aspectos culturalistas señalados la relacionan con la poética novísima. Guillermo Carnero, cuyos versos encabezan Marta & María, será además uno de sus grandes lectores, y quien prologó una recopilación de su obra: Ex libris, publicada por Visor en 1984, y la antología Como las cosas claman (Sevilla, Renacimiento, 2011).

También en 1984, Compás binario -editado por Hiperión- y Paulina o el libro de las aguas -que edita Trieste- prolongan la senda de diálogo con otras artes (la música, especialmente, en poemas como «Mahler», «Juan Sebastián Bach» o «Shostakovich» de Compás binario; la escultura en «Esclavo agonizante» y «Piedad Rondanini» -que regresa a la Pietá que inspiró uno de sus poemas anteriores-de Paulina o la pintura en los «Caprichos» de Compásy «Retrato de unajoven dormida», de Paulina) y, desde luego, con la poesía: «Jorge Manrique», de Compás binario, brinda una prodigiosa recreación intertextual en que la conocida metáfora manriqueña despliega la posibilidad de abrirse en alas de luz y sombra: «A esa luz que nos crea y nos destruye a un tiempo,/ bajan desde sus nidos a abrevar las palomas:/ abaten en la orilla su cuello hasta las aguas/ y lo yerguen, y el río que se lleva su imagen/ viene a dar en la mar, en tanto que ellas vuelan/ desnudas ya de sombra, hacia sus columbarios».

Por su parte, Trances de Nuestra Señora aborda el tema de la maternidad, y al hacerlo revela la cohesión de una mitología del cuerpo femenino que se va haciendo propia: la mujer madre, dadora de vida, tierra para la germinación, es árbol que en sus yemas, flores y frutos apuesta decididamente por la vida y su urgencia. En su obra, la luz salta en caños al igual que los hijos del cuerpo. La maternidad ya había aparecido en tanto condición central en poemas como «El amor» y «Réquiem por unajoven madre» de Cañada de los Ingleses; «La madre de Héctor» de El coleccionista -que concluye en el excepcional «Incendio tras incendio, el cuerpo prevalece»-; «Hija y madre» del mismo libro o «La señal» de Paulina, donde aflora de modo metafórico la idea del fruto, de la entrega, del regalo concedido de un cuerpo a otro -«vivo, pues engendré belleza», aquella que encarnan los hijos y el poema y a la que se llega, no obstante, cuando se cumple el solsticio «de plenitud herida» (en el poema «Plenitud» de Trances)-. La iconografía mariana en su aspecto contemplativo es retomada por Atencia para proponer una de las constantes de su obra: la visitación de aquellas encamaciones de lo femenino en los textos bíblicos (Marta, María, la Virgen madre). Plenitud y gracia son términos recurrentes en la autora. De ahí cierta estaticidad, de ahí que apenas se oiga en su obra el sonido dolorido de la historia. María Zambrano, al prologar los Trances de Nuestra Señora había escrito: «No hay tránsito, no hay transición: en estos trances están ya el futuro y el pasado, asumidos en el presente de la palabra. Todo en esta poesía es presente, todo: no hay eterno retorno».[5]. Pasado bíblico que se reactualiza a partir de la polisemia del nombre de la autora, al tiempo nombre propio y común que en su conjunción da verdad al poema e imanta hacia sí la palabra amor:

                     Victoria

«Estaba abierto el cielo y mi hijo en mis brazos,

tan indefenso y tierno y aterido y fragante

que lo sentí una obra solo mía, victoria

de un cuerpo paso a paso ofrecido a su cuerpo.

Lo envolví con mi aliento y él tuvo el soplo tibio

en el que una paloma se sostenía en vuelo».

En los años siguientes, su producción se hace mucho más prolífica: De la llama en que arde (Madrid, Visor, 1988), La pared contigua (Madrid, Hiperión, 1989), La intrusa (Sevilla, Renacimiento, 1992) y El puente (Valencia, Pre-Textos, 1992) ven la luz en un lapso de tan solo cinco años. En ellos se afianzan líneas ya exploradas, en particular un rico entramado de relaciones literarias e interartísticas, como ocurre en «La música» de La pared contigua: «Volveré a tus estancias, padre Haendel» o en «The London virtuosi» (De la llama); la que la lleva a diversos lugares de los que deja, a modo de feliz registro, breves anotaciones que sobresalen por su refinamiento rítmico, como en «La Gran Muralla» de La pared contigua o en el libro El puente, dedicado a la ciudad de Praga; y por último la que ahonda en el vínculo que va estableciendo con títulos, tonos y temas anteriores. Así, «La señal» brinda el título al poema ya citado de Paulina o el libro de las aguas, a otro de La pared contigua y al volumen La señal (1961-1989), que recoge su obra desde Marta & María a La pared contigua, con un apartado final de «Primeros poemas».

Es notable, en ese sentido, la cohesión del conjunto de la obra de Atencia, a pesar de los saltos y matizaciones que va manifestando la voz poética. En una deliciosa conversación telefónica que concedió a Radio Universidad de Salamanca el 27 de mayo de 2014, le preguntábamos la periodista y yo cuál consideraba su poema preferido. «Epitafio para una muchacha», de Cañada de los Ingleses, fue la respuesta:

«Porque te fue negado el tiempo de la dicha

tu corazón descansa tan ajeno a las rosas.

Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico

y la tierra no supo lo firme de tu paso.

 

Aquí empieza tu siembra y acaba juntamente

-tal se entierra a un vencido al final del combate-,

donde el agua en noviembre calará tu ternura

y el ladrido de un perro tenga voz de presagio.

 

Quieta tu vida toda al tacto de la muerte,

que a las semillas puede y cercena los brotes,

te quedaste en capullo sin abrir, y ya nunca

sabrás el estallido floral de primavera».

En el temprano texto, construido en alejandrinos que la autora tiende a disponer en heptasñabos cuando los manuscribe, se advierte la profunda raíz rítmica de su obra y un deje compasivo que en su agudeza hace visible la herida de existir.

De ese modo su proyecto estético, construido con gran perfección formal a lo largo de al menos cinco décadas, sobrecoge por la fidelidad extrema de la voz a un mundo que estaba ya, en sazón, a pesar de la juventud de la autora, en tanto que clave inaugural de relación con la poesía. Su condición, a la vez estelar y terrenal, es la de quien trae de los libros la dicción clásica y del mercado amor, pan y fruta.

En esa conjunción de fuerzas antagónicas y necesariamente complementarias, a menudo marcadas por un ritmo binario, una de sus obras centrales será Las contemplaciones, que obtuvo en 1998 el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Andalucía de la Crítica, y al que pertenece el poema «Nadadora»:

                            Nadadora

«Distintas aguas son

de las que se rompieron para que yo naciera

estas aguas que rompo prorrumpiendo

en un hilo de aéreas, gruesas cuentas

de vidrio al sumergirme,

tácita invitación para que alguien me saque

tirándome del pelo o las agallas

con un gusto nipón por el pescado crudo».

Quien ha sido excelente nadadora da cuenta de la suma de contrarios que puede ser el poema: cultura y naturaleza, lo crudo y lo cocido, habría dicho Lévi-Strauss. Aquí lo que está crudo es el pescado, el cuerpo hecho naturaleza de la poeta, que ya no solo respira por sus pulmones sino también por sus agallas, al tiempo que la referencia a las distintas aguas (la de la bolsa amniótica durante el trabajo del parto, aquella del mito en la que emerge Venus) apunta a la elegante y sencilla unión de los contrarios en la que escribir es también romper esa página líquida, atravesarla con sílabas que despiertan el hilo de aéreas, gruesas cuentas de vidrio al sumergirse.

La bellísima imagen de la estaticidad del agua vuelta dinamismo, hilo que se desprende del suntuoso tejido del mar para mostrar sus lágrimas de agua como cuentas de un collar que adorna el cuello de la poeta y a la vez salta al aire. Los dijes más valiosos porque traen en la solidez del vidrio un corazón o almendra cuyas moléculas, moviéndose libremente pero sin alterar su volumen, conforman el estado de lo líquido. Agua rota, hilo que salta y cose de nuevo lo humano a su condición primera, resolución del exilio de aquella tierra húmeda perdida tras el mandato del parto, mientras se dilata, dolorosa pero armónicamente, el útero del lenguaje. Lo imposible de unirse que los grandes poetas resuelven en la paradoja que puede ser el poema, como aquí.

En ese mismo mandato de la escritura, sus siguientes libros (El hueco-Barcelona, Tusquets, 2003-, De pérdidas y adiases -Valencia, PreTextos, 2005- y El umbral -Valencia, Pre-Textos, 2011-) profundizan y ahondan en esas líneas, depurándolas cada vez más. Con anterioridad, A orillas del Ems[6] (1997) había ampliado su dimensión viajera. Ahora, El hueco sobrecogerá por su título como lo había hecho anteriormente La intrusa. En él va haciéndose palpable una percepción cada vez más afinada y depurada de la ausencia, de la levedad y fragilidad humana. La vocación serenísima de la autora, cantada en su momento excelsamente por Vicente Aleixandre[7] y Jorge Guillén[8], va abriéndose paulatinamente a la herida (siempre delicada, pero no por ello menos presente) de vivir. «Reptil de soledades, se despereza el alma», escribe en el poema «Campana de cristal» con el que abre el libro, y la inquietante metáfora va deslizándose a lo largo de El hueco como si las figuraciones de la sombra horadaran muros y certezas: «Está ya todo a punto: la casa de deshace./ Se me erizan escamas. La resina. La crema limpiadora./ La araucaria. La ardilla. Mi sueño insoportable», leemos en «La casa».

Por su parte, De pérdidas y adioses y El umbral, desde sus mismos títulos, van señalando la frontera del tiempo y de la muerte, la condición elegiaca que suena como acorde repetido del vivir. Fluir y permanecer, perder pie y ganar vida en la lucidez delicada pero ya extrema (paradoja posible) de quien apuesta por decir «hasta donde el silencio/ no me llene la boca de alfileres» (De pérdidas y adioses) ya que «la vida urge» (El umbral). Libros de mayor hermetismo y de honda espiritualidad que dan cuenta de la cercanía del umbral y la vocación de altura en la poeta, como la palmera que crece siempre hacia la luz, como su permanente pasión por el vuelo. En su conjunto, la obra de Atencia, de gran esplendor formal en su contención a veces extrema, ha merecido notables reconocimientos: Bienal Luis de Góngora en 2000, Federico García Lorca en 2010, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2014, Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2016.

La apuesta introspectiva por la vida, capturada en formas breves que dialogan con la más alta cultura, en especial con Rilke y la Generación del 27, se vuelve rezo en una de sus oraciones laicas, el sobrecogedor «Ensayo general» de Las contemplaciones:

                   Ensayo general

«Bendita seas, discordia constante, vida. El pomo

de las puertas y su tacto usual

pueden no dar acceso a un templo vivo: restos

de historias somos

-o restos de edición- que se contrastan

y campan con su exceso de recuerdo y poder.

 

Cuando mis manos colmen con anillos

su hueco de ternura y acciones no cumplidas,

bendita seas, discordia constante, vida, huera

transigencia

y ensayo general de soledades».

Bendecir la vida, que es discordia constante. La poeta sutura, de un modo muy delicado y personal, la herida del amor o del vivir, el golpe que lacera en su levísima presencia, ese «golpe de la ternura» que establece una poética donde está, sutilísima, la amenaza de la herida, al tiempo que se da su restitución. En sus versos, «inciertas margaritas mullen el campo a golpes» («San Juan» de Marta & María), mientras la niña que fue patea, blandamente, el animal regazo de las mujeres de la casa («Mujeres de la casa», del mismo libro). Un jarro roto duele, resquebrajado, aunque la belleza deba ceder en su frescura («Si la belleza...»). Una flor, caída en la calle, manifiesta su intensa orfandad, la desolación de la hermosura así golpeada, al tiempo que en «9,30», «Las palomas alcanzan/ a golpear mis párpados» (de El coleccionista).

Plenitud en la carencia, me atrevería a llamarla, a partir de ese verso suyo prodigioso: «Sobre esta carencia, plenitud será vida», en el poema «Testimonio» de Marta & María. En «Diego de Siloé» de El coleccionista: «Cuando acabe/ yo misma, mi carencia no abarcará esta casa». Y en «Villa d’Este», de Paulina, «Carencia es plenitud. Me doblego a su gracia».

El poema de Atencia, admirablemente construido, a menudo se abre, en un momento dado, a lo temible, que ladra como en el poema «Al sur», del mismo libro, donde de pronto, en la tarde sola, «un gran perro acosado ladra en el ascensor». O como en «La tinta, el curso azul» de El umbral, donde se nombra a sí misma antes de ser «el huésped que me acosa». Versos que en su perfección extrema, de un modo inasible pero real, ofrecen su dolor.

Uno de sus recursos más frecuentes es, por tanto, nombrar lo contrario, que en su contraste intenso, sin embargo, golpea con levedad: si el oxímoron es tropo recurrente (la «acre desolación gloriosa» de la muerte —El hueco-) y la antítesis igualmente privilegiada («si duermes a la vida,/ si vives en la muerte» en «Retrato de una joven dormida»), hay en ella un modo solo suyo de decir y decirse, porque la violencia del choque de contrarios sin embargo es un golpe dulcísimo, caricia que guarda una herida casi ingrávida en cuya levedad está el consuelo. Por ello se doblega «la inútil/ suavidad de los pétalos», por ello se nos anticipa fieramente «un solo y mismo trance» (en «Cuestiones naturales» y «Las anticipaciones», De pérdidas y adioses). Por esa luz herida que la dispone y lleva («Algo de T. S. Eliot» en La intrusa), la poeta «acata la gracia» («La chimenea» en De la llama) y nombra herido hueco «mi corazón fluvial y sus despojos» («Praga», de El puente).

María Victoria Atencia escribe levemente, sin rastro apenas de sangre, sobre un papel «herido de punciones» («De pérdidas y adioses»). Cose, con «agujas de hielo» y «flor carnal» (El coleccionista), el verso al poema. En las formas de la serenidad, la clasicidad, la espiritualidad y el viaje señaladas por Juan Antonio González Iglesias en su prólogo a El fruto de mi voz[9] —la antología editada con motivo del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana-, late, profunda, generosa, tierna y terrible, la «plenitud herida». A ella nos acogemos.

Notas:

[1] «Prólogo» a María Victoria Atencia: La señal (1961-1989), ed. de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento, 1990, pp. V-XXXVlll.

 

[2] «Prefacio» a Campanas con Claude Esteban, Málaga, Las Musarañas, 2009, p. 8.

 

[3] «María Victoria Atencia y El coleccionista», Lectivo, Jerez de la Frontera, Fin de siglo, 1983, p. 114. Se ha publicado recientemente como «Una colección de rigor y belleza», en María Victoria Atencia: reina blanca de nuestra poesía, Málaga, Centro Andaluz de las Letras, 2014, pp. 91-95.

 

[4] Ibíd., p. 115.

 

[5] «El reposo de la luz», prólogo a María Victoria Atencia: Trances de nuestra Señora, Madrid, Hiperión, 1986, pp. 9-10.

 

[6] En «El vuelo», número monográfico de Litoral, 213-214 (1997).

 

[7] Vicente Aleixandre: «Unas palabras», preliminar a María Victoria Atencia: Ex libris, prólogo de Guillermo Carnero, Madrid, Visor, 1984, pp. 7-8.

 

[8] Jorge Guillén: «Poema», en María Victoria Atencia: Venezia Serenissima, Málaga, Nuevos cuadernos de poesía, 1978.

 

[9] El fruto de mi voz. Antología, ed. y selec. de Juan Antonio González Iglesias, bio-bibl. de Antonio Pórtela Lopa, Universidad de Salamanca-Patrimonio Nacional, 2014.

 

por María Ángeles Pérez López

 

Publicado, originalmente, en: Revista Cultural TURIA Número 117-118

Link del texto: https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/revista-cultural-turia-numero-117-118.html

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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