Después de tantos años |
El 21 de Abril de 1975 Sideth Prak estaba de pie ante la puerta de su cabaña con la mano extendida sobre los ojos para que el sol no le impidiese ver. Lo que estaba observando era una columna de hombres que caminaban calle arriba, con las manos atadas a la espalda y la cabeza gacha, como si las nubes de polvo rojizo que iban levantando sus pies renuentes al avance constituyesen el único suceso que les interesase aún en el mundo. Aquí y allá, a los flancos de la columna, Sideth Prak distinguía los uniformes de los jemeres rojos encargados de llevar a los prisioneros a su destino final. Apenas eran un puñado de guardias armados. Sideth Prak pensó que si los hombres levantasen la cabeza se darían cuenta de que su destino no era inevitable. Pero no se atrevió a indicárselo. La columna avanzaba muy lentamente a pesar de que los jemeres rojos espoleaban a culatazos a cada prisionero que se rezagaba. Sideth Prak aguardó en la misma postura, con la mano ocultando sus ojos al sol y a la vista de los demás, pues no quería que la viesen llorar: una lágrima a destiempo podía ser considerada un acto de traición. Cuando el rostro que esperaba -o, más bien, temía- desfiló ante su mirada, tuvo que contener el temblor de sus labios mediante un mordisco brutal. Aunque a ella misma le pareció injusto sentir tal cosa, un borbotón de rencor contra Kam Nol sacudió su estómago. Sintió deseos de acercarse a él, levantarle el rostro humillado de un firme tirón de los cabellos, limpiarle las mejillas de barro y conducirle ante uno de los guardias. Luego, suavemente, le empujaría hacia la bayoneta ávida. Después podría derramarse en lágrimas sobre su cadáver, lavar con su propio cabello la sangre del pecho, implorar venganza a Maheshvara y obtener, como castigo ineludible para tal infracción, la muerte junto a su amado. Sería mil veces mejor que pasar el resto de su vida esperando noticias de Kam Nol, que levantarse cada mañana con el vientre encogido de angustia hasta asomarse por la ventana y ver el camino tan vacío como de costumbre. Cuando la reata de delincuentes -Kam Nol era sin duda uno a ojos de los triunfadores, ya que no sólo llevaba gafas, sino que sabía leer, escribir e incluso realizar complicadas operaciones de cálculo- había ya desaparecido de su vista Sideth Prak entró en la cabaña. Sideth Prak tampoco se quedaría mucho tiempo en Phnom Penh. Consciente de que los jemeres rojos no se iban a ver satisfechos con el asesinato o la deportación a los campos de trabajo de los intelectuales, militares y policías, sino que continuarían depurando el país de todos aquellos que habían contribuido de alguna manera a mantener el régimen, podrido hasta la raíz, del general Nol, decidió huir sola, tras intentar vanamente convencer a su padre, un antiguo funcionario de Hacienda, de que la fuga ofrecía la única oportunidad de supervivencia. Tuvo una suerte inmensa durante su huida. A pesar de haber sido asaltada tres veces en el camino -la primera por un barquero que le robó sus escasas pertenencias y la violó, las otras dos por patrullas de soldados vietnamitas que, tras violarla repetidas veces, la dejaron inexplicablemente con vida- sólo tardó dos semanas en alcanzar sana y salva la bahía de Kompong. A pesar de no tener dinero, consiguió que la admitiesen en un barco que se dirigía primero a Puerto Princesa y luego a Manila, donde, para cobrarse el precio del pasaje, el capitán la vendió al dueño de un burdel. La suerte continuó acompañándola tras su llegada a Manila. Apenas llevaba dos meses trabajando como prostituta, cuando le sucedió algo que a otras tardaba años en llegarles, o que no les llegaba jamás: un marine americano se enamoró de ella. Así Sideth Prak fue recomprada a su patrón e internada en una escuela para futuras esposas de soldados estadounidenses, donde aprendió el inglés, los modales, las artes culinarias y la sumisión imprescindibles para convertirse en la esposa de un ciudadano norteamericano. Un año más tarde, volaba a bordo de un avión militar con rumbo al paraíso del que su marido, el cabo John Heartfield, no cesaba de contar maravillas: «Carson City, in the State of Nevada, in the United States of America». Si el cabo John Heartfield hubiese sido mutilado en combate, las cosas no habrían ido tan mal. Habría recibido una medalla y una pensión del Gobierno estadounidense. Pero de su estancia en Asia no le habían quedado más secuelas que un insomnio tenaz y una propensión excesiva a la bebida, por lo que cuando perdió su trabajo de conductor de autobús escolar, la familia Heartfield se quedó sin ninguna fuente de ingresos. Consecuentemente, Sideth Prak comenzó a buscar un empleo. Por las mañanas iba a comprar el periódico nada más salir de la imprenta para leer las ofertas de trabajo. Cuando regresaba a casa tras un día entero de recorrer la ciudad ofreciéndose como mujer de la limpieza, encargada de urinarios, cocinera, camarera, vendedora a domicilio y otro sinfín de actividades para las que se consideraba capacitada, lo primero que escuchaba eran los gritos enronquecidos por el tabaco y la ginebra del ex-cabo John Heartfield, quien se quejaba amargamente de que la cena no estuviese preparada o la llamaba puta, interrogándola por sus andanzas y por los supuestos amantes que había ido a visitar. Cada noche, antes de acostarse, Sideth Prak se encerraba con cerrojo en el cuarto de baño y se daba pausadamente bofetadas ante el espejo para demostrarse que no estaba al borde de sus fuerzas, que podía resistir mucho más de lo que sufría. Era capaz de golpearse durante varios minutos sin que se le humedeciesen los ojos. La suerte, que nunca la abandonó en los momentos más críticos, quiso que Sideth Prak encontrase un empleo en un café situado al borde de una carretera no muy transitada: sus tareas consistirían en limpiar el local y ayudar en el servicio de las mesas. El dueño, una persona honrada, jamás le puso una mano encima y le pagaba religiosamente lo acordado, todos los sábados a la una de la mañana, hora a la que Sideth Prak terminaba su trabajo semanal. Sin que lo supiese su marido, comenzó a ahorrar una parte de su sueldo con la secreta esperanza de poder comprarse un billete de regreso a Phnom Penh el día que el príncipe Sihanouk, representante de Maheshvara en la tierra y por tanto seguro candidato a la victoria final, volviese a ocupar el trono jemer. Había calculado que, si conseguía ahorrar un dólar a la semana, podría regresar a su país en menos de diez años. Dos dólares a la semana significarían solamente cinco años escasos de espera. Como su sueldo jamás le permitiría ahorrar tres dólares semanales, renunció a sacar cuentas más optimistas. Cinco o seis años se pasarían volando. La única dificultad era que John Heartfield había rasgado su pasaporte poco después de aterrizar en Carson City. Debido a una salud deficiente, que la obligó a gastar en medicamentos parte de sus ahorros, pues el veterano Heartfield se negaba en redondo a financiar la hipocondría de su mujer, Sideth Prak, tras tres años de trabajo en la cafetería, tan sólo había conseguido ahorrar diecinueve dólares, por lo que una mañana, antes de ir a trabajar, se compró unas medias de seda y un lápiz de labios, trocando dichos objetos por el cada vez más difuminado sueño del regreso. Desde ese día, salía de casa con unas medias de seda bajo los vaqueros y se pintaba tenuemente los labios nada más subir al autobús que la llevaba al trabajo. John Heartfield jamás descubrió la existencia de tal lujo. John Heartfield, para bien o para mal, sobrevivió una angina de pecho. Su respiración silbante comenzó a ser una auténtica tortura para Sideth Prak, sobre todo durante las noches. Insomne, aterrado por alucinaciones que le devolvían al horror de la guerra en la selva y por una intensa premonición de la muerte, Heartfield pasaba horas sentado, con la almohada entre los brazos, luchando por encontrar el aire que exigían sus pulmones contraídos por el miedo. Sideth Prak solía vigilar el tembloroso perfil en la penumbra sin decir una palabra. Temía que el demonio que se había apoderado de su marido se ensañase con ella si llegaba a descubrirla. Sideth Prak, desde su llegada a América, engordó más de diecisiete kilogramos. Le salieron voluminosas varices en las piernas y se le quedó una tendinitis crónica en los antebrazos, probablemente por causa del peso de las bandejas. Hizo el amor en nueve ocasiones, tres de ellas a la fuerza. No tuvo hijos, por lo que dio repetidas veces las gracias a Kali. Sideth Prak llegó a hacer amistad con la cajera del café. Era una rubia muy alta, algo hombruna, dotada de un humor tirando a amargo que no siempre sabía entender Sideth Prak; sin embargo, le agradaba conversar con ella y acompañarla discretamente en las explosivas carcajadas en que la cajera gustaba de extraviarse a cada momento. Sobre todo se reía cuando hablaba sobre los hombres. Aunque a menudo sacaron el tema del dinero y lo que se podía comprar con él, Sideth Prak nunca reveló su secreto a la cajera, probablemente por miedo a sus risas. Un día, la cajera dejó el empleo para casarse con un camionero taciturno que acostumbraba a recalar en el café. Una semana más tarde, Sideth Prak recibió una postal desde las cataratas del Niágara, que llevaría durante meses en el bolso. Acabó por perderla. Debido a una subida de alquiler, los Heartfield se vieron obligados a trasladarse a otra vivienda. Constaba de una cocina, un comedor dormitorio y, en el rellano de la escalera, un cuarto de baño. Pero era más luminosa que la anterior, lo que alegró a Sideth Prak. Los domingos, el matrimonio Heartfield acudía a la iglesia. El día que Sideth Prak cumplió cuarenta y nueve años sucedió algo extraordinario. Era ya casi hora de cerrar, por lo que había pocos clientes en el café. Sideth Prak estaba limpiando una mesa que acababa de quedarse vacía, cuando oyó a sus espaldas las voces de unos clientes rezagados que estaban entrando en el local. Primero oyó una voz de mujer; era una voz desagradable, que se interrumpía regularmente para dejar salida a una carcajada de alguna manera soez. Luego la voz de un hombre mayor con acento de Texas. Sideth Prak, sin volverse a mirar a los recién llegados, supuso que se trataba de una prostituta y algún viajante de comercio que preferían pasar los últimos minutos en un café, en lugar de encerrarse ya en la mezquina habitación de hotel. Pero tuvo que cambiar de opinión, porque entre las dos voces surgió una nueva, que, a pesar de los años transcurridos y de hablar un idioma diferente al que siempre había escuchado de sus labios, acabó por reconocer. Sin darse la vuelta, observó a Kam Nol en el espejo situado encima de la barra. Se trataba de un hombre grueso, con una calva generosa, que se movía lentamente, como si estuviese al borde de sus fuerzas. El otro hombre le dio una palmada en la espalda, que Kam Nol aceptó con resignación. Sideth Prak se apresuró a entrar en la cocina. Pidió al pinche que saliese él a atender a los últimos clientes, porque ella no se encontraba bien. Aguardó en la cocina hasta que el chico volvió y le anunció que ya se habían ido todos. Evitó hacerse preguntas; no le interesaba saber cómo Kam Nol se habría librado de la ejecución ni cómo había ido a parar a Estados Unidos. Por una vez, regresó a su casa sin poner las mesas para el día siguiente. Como de costumbre, se encerró en el cuarto de baño, pero no se golpeó, porque no era capaz de distinguir bien su imagen en el espejo. Tenía la impresión de encontrarse dentro de un montón de polvo. Intentó decirse algo, para darse ánimos, pero solo le salieron dos bocanadas resecas. Al toser sintió una punzada en el pecho. Se sentó en el retrete, con los pantalones y las medias de seda bajadas y se pintó los labios mientras orinaba. Pensó que el pasado, en el fondo, no tenía la menor importancia. Que lo terrible era el futuro, los años que aún le quedaban por vivir. El autor: José Ovejero (Madrid, España, 1958). Licenciado en Geografía e Historia. Ha vivido varios años en Alemania y vive en la actualidad en Madrid y Bruselas. Ha publicado las novelas Huir de Palermo (1999), Añoranza de Héroe (2002), Un mal año para Miki (2003) y Las Vidas Ajenas (2006, Premio Primavera de Novela); los libros de relatos Cuentos para salvarnos a todos (1996), Qué raros son los hombres (2000) y Mujeres que viajan solas (2004); los libros de poesía El Estado de la Nación (2002) y Biografía del Explorador (2003, Premio Ciudad de Irún 1993); el ensayo Bruselas (2002); y el libro de viajes China para hipocondríacos (1998, Premio Grandes Viajeros). Sus artículos y relatos han aparecido en diferentes periódicos y revistas, tanto en España como en el extranjero. Página personal: http://www.ovejero.info |
Narración de José Ovejero
Publicado, originalmente, en: Narrativas - Revista de narrativa contemporánea en castellano Número 05 Abril–Junio 2007
Link del texto: https://www.revistanarrativas.com/sumario05.htm
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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