… una vara de avellano me dejó en herencia doña Petra la Maga.
Cuando la conocí, iba yo de acá para allá con una familia de titiriteros y malabaristas que recorrían el mundo, y, cuando llegamos al pueblo de Igeria y actuamos bajo unos toldos enormes y rotos que levantamos entre todos en medio de la plaza, al dar volteretas y saltos me caí y me rompí la pierna izquierda, pero, entonces, la gente que asistía al espectáculo, en un abrir y cerrar de ojos me cogió y me llevó en volandas a casa de la Maga. Arreglaba la Maga retorcimientos, roturas, retortijones y desvencijamientos, amén de toda clase de desmayos, dolores de estómago y malestares de tripas, al tiempo que mal de ojo y óbices indescifrables de amor. Recuerdo que cuando la vi con un palo alto y bifurcado en la mano, creí que me daría con él por haberme caído de la silla malabar y exigiría su dinero. Pero no, y tras hacerme un daño enorme mientras me hacía morder una piedra blanca que casi no me cabía en la boca, fue entablillándome la pierna y atándomela con trapos y vendas que parecían no tener fin.
Dada la circunstancia de mi evidente inutilidad para el trabajo, los saltimbanquis dijeron que adónde iban a llevarme así, y enseguida achacaron la caída a los seis dedos con que había nacido en mi pie izquierdo, pues decían que no guardaba bien el equilibrio en el aire para coger con los dientes un puntal y una pelota y luego darle vueltas y vueltas sin parar mientras sonara el tambor y la gente me aplaudiera. Además añadieron que era una niña delgada y birria. “Es mocosa, delgada y birria” añadieron además.
Fue entonces cuando como un puchero roto me quedé con la Maga. Al preguntarles ella quien era yo, le dijeron que nadie, que me habían encontrado de noche por un camino y que no se acordaban de dónde ni cuándo. Al salir se volvieron para decirle “ah, se llama Perropezcuín, así le pusimos”. Y abriendo de un tirón la puerta hasta atrás se marcharon.
Pero, eso sí, la curación de mi pierna sin embargo fue un milagro, por lo que a los pocos días introducía yo los dedos en la boca y lanzaba mi silbido preferido, largo y delgado, que oían los perros y venían volando por todas las calles, las veredas y los atajos, o bien bajaba al río y me entretenía hablando con los peces, y mientras ellos me seguían por la orilla mirándome y saltando, yo les preguntaba acerca de los misterios del agua y de los tesoros escondidos en las profundidades. Me hice fuerte y decidida. Un día, que iba yo echándoles migas de pan y me quedé dormida a la orilla, al despertar hallé collares de conchas y muchos caramelos dentro de mi cesto. Me gustó mucho el regalo de caramelos, podía llevarlos a la escuela y regalarlos y tirarlos a la rebatina en el recreo. Sería muy, pero muy divertido y estupendo. Yo creo que por eso, a partir de aquel día siempre me dejaban un puñadito dulcísimo en el cesto.
Doña Petra la Maga era muy mayor y, más que hablar, miraba, pero desde el primer día ella y yo congeniamos bien. Cuando le dije que hablaba con los peces y también los perros no lo dudó ni se rió de mí, ni tampoco me recriminó. Recuerdo bien que, después de mirarme con detenimiento y quedarse pensativa, me animó a investigar los secretos de las cosas y me proporcionó libros que hablaban de la ciencia del ser y de los misterios de la tierra y el cielo. No tengo en la memoria cuándo aprendí a leer, pero sí que por esos días me entretenía entusiasmada en buscar artificios y laberintos escondidos en las letras, u orificios secretos por donde poder colarme y penetrar en la verdad.
Dieciocho meses estuve con doña Petra la Maga y fue un tiempo hermoso. Ahora sé que fue allí se fraguaron hechos preciosos de mi vida junto a este leve dolor que tengo porque tal vez no supe hacerla más feliz. Tendría doña Petra en ese tiempo cerca de ochenta años y, aparte de 6 gallinas y 3 gatos, en la casa no había otra cosa que libros viejos como los citados y otros que enseñaban cómo sacar y ajustar resbalones y quebrantos del cuerpo y el alma de cualquier bicho viviente. Cuando trataba los desequilibrios siempre tenía la vara en la mano, y, si la dejaba, volvía a cogerla y la tanteaba repetidamente como gran maga, y siempre muy callada y sin dar explicaciones. La primera lección que me dio fue que, además de encontrar agua, la vara le ayudaba a sostenerse y concentrarse, pero todos se preguntaban cómo una vara semejante podría obrar prodigios si no fuera por los alcances propios de su dueña.
Recuerdo que un día me la dejó tocar y, viendo mi entusiasmo, con tres o cuatro gestos me animó a que practicara con ella cuanto quisiera. Y yo, loca de contenta, empecé a practicar. Y cogía la vara como si cogiera el mundo, y con el peso del mundo las manos me temblaban. Con esta ilusión salí al campo una mañana y convoqué no a los perros ni a los peces, cosa por demás fácil para mí, sino a los milanos que divisé volando muy altos, dando vueltas en el cielo. ¿ Podéis imaginaros cuál sería mi sorpresa cuando los vi bajar, y bajar y bajar hasta posarse en el suelo y haciendo gric-gric-gric a mi alrededor como si me conocieran y esperaran mis órdenes ? No quería volver a casa. Quería quedarme allí y probar y seguir probando con aquella rama de avellano. Y descubrí que si lo tomaba a distintas alturas y lo orientaba con distintos ángulos y ejercía con los dedos presiones diferentes, así era el poder que yo obtenía de él y así eran los prodigios conseguidos.
Mi alma estaba loca y atónita, así es que, un día, tras cavilar y meditarlo mucho, decidí investigar todo su poder y me dirigí a las demás aves y pájaros. No se me olvidarán dos águilas reales bajando de la montaña a posarse a mis pies, o cuando logré enviar de un lado a otro bandadas de gorriones que abarrotaban el aire, y la gente, asombrada, no podía explicarse cómo habría tantos ni de dónde podrían salir tan de repente. Yo me moría de gozo y de risa.
A veces me dolía la cabeza, pero yo me empeñaba y leía y leía, leía y practicaba sin cesar, siguiendo los consejos de la Maga. Aparte de la escuela, de echar el grano a las gallinas y algunos recados que doña Petra me encargaba, me otorgaba tanta libertad para que experimentara en las cosas secretas, que yo lo sentía como una sensación extraordinaria y maravillosa.
Una tarde, estaba yo sentada en el tronco de un árbol tirado en el medio del bosque y, al darme cuenta de que poco a poco se había ido haciendo un silencio muy grande, me levanté con miedo y miré a uno y otro lado, y arriba y abajo, pues tampoco se veían volar los pájaros y hasta el runrún de los insectos había desaparecido… Todo estaba quieto y me revolví alarmada. ¿ Qué pasará ? me dije ¿ Qué habré hecho mal ? temí. E inmediatamente oí a lo lejos que alguien me llamaba ¡ Perropezcuín, Perropezcuín ! Eran dos de mis amigos de la escuela, y, cuando llegaron, con sofoco me dijeron “la Maga se va a morir, se va a morir, Perropezcuín”.
La habían encontrado desvanecida en el corral, junto al brocal del pozo, y aunque los tres volvimos corriendo sin detenernos, supe en aquel mismo instante que la muerte se había detenido en nuestra casa y que la propia Maga lo sabía también. Nunca he podido olvidar la luz sus ojos cuando llegué y la vi recostada en su sillón de paja blanca, rodeada por el médico de Igeria y por los que había sanado de quiebras y desarreglos de la vida. Me acerqué y quise entregarle con discreción la vara, pero ella, con un leve gesto, me detuvo, me la puso de nuevo en la mano y me la apretó. Entonces decidí en secreto que conservaría la vara y su poder, y que no descansaría hasta encontrar todos y cada uno de sus misterios.
Triste, los días siguientes no me alejé mucho de la casa. Doña Petra se movía despacio de un lado a otro y aquí y allá se sentaba, se tocaba los dedos de las manos como si estuviera contando y se quedaba abstraída, como si se mirara y viera por dentro cosas invisibles. En esos días, yo, por si acaso, andaba pendiente y con mil ojos, y sólo por dos veces me llamó para decirme algo. Una me dijo que ya era hora, que debería elegir un nombre adecuado y bonito y ponérmelo, porque llamarse con nombre de persona era muy importante. Yo le dije que no me importaba, que Perropezcuín era suficiente y que además estaba acostumbrada y me gustaba. En cambio, ahora, me encantaría que supiera el nombre que adopté, pero no encuentro a la Maga por ninguna parte, ni tampoco encuentro a los demás espíritus.
La segunda vez que me llamó fue para decirme que la vara de avellano me protegería siempre, pero que sin embargo nunca me protegería el corazón, y que ello debería que correr de mi cuenta. Después de tantísimos años, recuerdo que entonces, me toqué el pecho con inquietud. y que lo primero que pensé hacer para protegerme el corazón fue ponerme una piedra o un hierro delante, atados al cuello y nada más.
De cualquier manera, aunque no sabía que haría cuando la Maga se fuera, no cejé en mi empeño. Por estos días, mientras me buscaba un nombre y me ponía cartones y latas colgando, no me separé de la vara ni un momento por si podía hablar con ella y darme una respuesta sabia que salvara a la Maga. Me sentaba en el huerto o caminaba de un lado para otro con ella en la mano, dirigiéndola al aire y a las cosas. Tal era mi ansiedad, que empecé a hablarle y la vara parecía que adentrase en mí y las dos fuésemos la misma cosa, pues yo oía por dentro la vara con mi propia voz.
Una vez, un poco antes del atardecer, en que me la puse delante de los ojos muy cerca, muy cerca, la miré tanto, tanto, que todo se me abrió de repente hasta las nubes y pude ver al mismo espíritu que enviaba a todos los avellanos. Y me acuerdo que estuvimos hablando no con palabras sino con el sentimiento. Fue tanta mi alegría que enseguida me puse a contárselo a todos los espíritus que conocía, y que al contárselo todos sonrieron y me fueron dejando en mi cesto y en mis zapatillas maíces, chufas riquísimas y caramelillos. Me encontraba tan feliz viéndolos y a la vez comiendo golosinas, que demoré mucho entrar en casa, de modo que, cuando lo hice, anocheciendo ya, llamé con cuidado para contarle enseguida mi descubrimiento a la Maga, sin embargo nadie me contestó. Volví a intentarlo y tampoco. Intuí lo sucedido y fui directamente a su cuarto. La encontré sobre el edredón de la cama, cerrados los ojos y entrecruzados los dedos de las manos, con esa expresión dulce de los que esperan toda la vida a alguien o a algo para despedirse así.
.- ¡ Perropezcuín, Perropezcuín ! ¿ qué vas a hacer ahora ? - me preguntaban con conmiseración y el entrecejo fruncido los compañeros de la escuela, justo cuando iba a dar comienzo el entierro de la Maga.
.- ¡ Pues seguir…! - les contestaba yo encogiéndome de hombros y sin demasiada convicción, quizá tan sólo por decirles algo.
Aquella misma noche me acosté sola en la casa. Y aunque acostumbrada a ver y conversar con los espíritus, sí sentí miedo cuando oí pisadas y alborotarse las gallinas, removerse objetos y salir chirridos de los goznes de las puertas. Me quedé quieta escuchando, escuchando quieta quieta sin alentar. Pensé de todos modos que, si alguien me robaba la vara, mal sería que no pudiera ejercer los poderes o encontrar otra nueva. También me dije “mal será que me maten ” y sentí un escalofrío. Y, llena de miedo, me tapé la cabeza y me abandoné a la suerte.
Pero los ladrones no cejaron en su búsqueda. Al cabo de poco rato penetraron en mi cuarto y, sin permiso ni contemplaciones me sacaron de la cama, me cogieron y zarandearon preguntándome dónde y dónde tenía guardado el palo de la Maga, que se lo dijera o me mataban. Me hacían daño y me entró mucho miedo, pero aunque me abofeteaban y tiraban del pelo, yo nada, pues la vara, que al acostarme había dejado apoyada en la pared, junto a la cama, había desaparecido sin saber cómo. Me estrujaron la nariz y me apretaron la garganta y no podía ni respirar, a la vez me daban bamboleones de acá para allá exigiéndome que hablara pronto y que les dijera la verdad. Yo no quería más que aire y seguir viva, urgente, urgentemente, pues las manos de aquellos hombres eran tan despiadadas y grandes que podían acabar conmigo en un instante, de un soplo, en un santiamén Jesús. Y cuando estaba a punto de morir asfixiada, di un grito y llamé desesperada al espíritu amigo más cercano que tenía para que me ayudara, el de las gallinas. E imagínense ustedes cuál no sería el espanto de los hombres ladrones al verse acometidos y asaltados en la oscuridad de la noche por un infierno de gallinas locas y desaforadas que les picaban en la cabeza y por todas partes y en medio de un bullicio atronador. Presos del pánico salieron los ladrones tropezando y dándose golpes contra las puertas y paredes cual almas que persiguiera el propio diablo.
Pero, vuelta la calma, y en la serenidad de la noche, lo había decidido ya debía marcharme, me lo pedía el corazón. ¿ Y adónde… ? No lo sabía. Por la mañana, me entretuve pensándolo mientras colocaba cada cosa caída en su sitio y abría la puerta de la calle para que mis queridas salvadoras pudieran salir y vivir en libertad. Después de mirarlo todo por última vez, me dispuse a abandonar la única casa que recordaba en mi vida. Pero cuando me asomé a la calle y estaba a punto de marcharme, con pasos torpes y pidiendo limosna, llegó un pobre con mucha calamidad en la cara y andrajos por el cuerpo. Y, oh asombro y desventura mía, el pobre llevaba sobre el hombro mi vara, y colgando de la horquilla de la vara un zurrón lleno de manchas y mugres, un zurrón paupérrimo, largo y muy flaco. Sorprendida y enfadada me puse delante de él a mirarlo con los brazos en jarras. Así que, al pedirme una limosnita por la caridad de Dios, le dije sin más:
.- ¡ Sí, señor pobre, pero esa es mi vara…!
Él, mirando de hito en hito a la vara sobre su hombro y a mí, se detuvo aturdido sin saber qué decir. Hasta que con voz quejumbrosa, dijo:
.- … pero si me la quitas no podré seguir… - señalando con ella el camino y sus piernas – no podré andar…
¡ Ahhh… ! – exclamé colérica y con desazón cruzando los brazos y apretándome los labios llena de desconcierto. Al fin, meneando la cabeza, terminé por decirle:
.- Si es así…, claro, te la puedes quedar - y sin más tertulia salimos mirándonos de reojo, uno para arriba y otro para abajo.
Pero cuando apenas me había alejado unos pasos, instintivamente me detuve, me volví y, echándome a reír, se me alivió el corazón, pues el zurrón pringoso del pobre, y sin que él lo advirtiera, iba creciendo y creciendo de aquellas cosas que los espíritus de las abejas y las manzanas dulces y rojas le iban poniendo dentro, como a mí cuando solían ponerme caramelos en los bolsillos, en los zapatos y en los cestos.
Ya, a distancia, calle abajo, empecé a oír la algarabía de mis compañeros de la escuela en el recreo. Pero no llegué hasta allí, ya que dos o tres venían corriendo, corriendo, con mi vara de avellano en alto.
.- … estaba puesta sobre la pared de la escuela, Perropezcuín. Veníamos a traértela… - me dijeron entrecortados y con poco aliento.
.- Sí, es ella. Gracias, gracias, muchas gracias – les dije cogiéndola con cariño - Pero ¿ seguro que estaba allí… ? Mira, no me mientas ¿ eh ? que si no… - le dije desconcertada y amenazante a Jóse.
.- Te juro que es verdad, Perropezcuín, éstos la vieron, estaba allí, fijada en la pared ella sola cuando la cogimos.
Temí que pudiera ser otra parecida, pero, al tocarla, sentí un impacto inmenso de alegría. Era cuando todavía no había descubierto la capacidad que tenía mi vara para desaparecer y ayudarme en casos de peligro.
Al advertir Jóse, Luci y Chema que retomaba el paso para marcharme de Igeria, visiblemente preocupados me preguntaron:
.- Oye, Perropezcuín ¿ y adónde vas ahora, sin padres ni nada… ?
.- Pues por ahí…, por ahí adelante, a seguir… – les dije extendiendo el brazo y señalando con la vara lo desconocido.
Ya, lejos, cuando volví la cabeza, aún me miraban, todavía se encontraban en el mismo sitio.