Mientras he estado esperando en la estación de Atocha para ir a Sevilla, y dentro de ese hormigueo, de esa leve sensación de incertidumbre que tintinea a lo largo de los momentos previos a un viaje en soledad, he recordado que, hace escasamente poco más de un rato, entraba yo contento con mis muertes de hombre a cuestas por las puertas inciertas de éste nuevo año.
… han pasado escasas horas desde que dieron las 12 campanadas en todas las gargantas y carillones y esferas del tiempo postmoderno y yo adelante. Por mis intimidades parecen crujir entablamentos de memoria, deseos consumidos y pensamientos yermos, sin distinguir muy bien el qué ni el dónde de la pérdida del ser, no consigo discernir debidamente el tropel, el acabamiento y ruido con que pululan en mi existencia del nuevo año los legajos donde, durante tanto tiempo atrás, he venido escribiendo la vida.
… aún siento a través de las horas el dolor reciente de los huesos viejos, aunque también - y por qué no decirlo - late en mí un ánimo desusado y trepidante, que aunque lo achaque a disposiciones y necesidades renovadas del espíritu para luchar frente a lo desconocido, no es menos cierto que me hace renacer y eleva. Sin duda, sin duda encubre este viaje un modo de huida mirando para atrás; sin embargo, al hacerlo, me doy cuenta de que la intuición me empuja, de que a medida que me lanza hacia adelante absorbo su tibieza, de que un soplo de vitalidad corre por mi piel y expresa su proximidad. Entonces, ahora mismo, logro inspirar hondo y con placer. Es, lo reconozco, un descanso breve tras el desempeño de un pasado concluido, el cual, y aún, oigo gemir por todas partes derrumbándoseme, pero dándome a la vez ese hálito de luz que desahoga y hasta opera el milagro de hacer creer que horas y días subsiguientes han de recibir su ser con otra propiedad, otro talante, e incluso ser recibidos con cierta gratitud. Porque, en ocasiones, queda el ser tan solo y niño, tan sometido al desamparo ante los tiempos desconocidos, que bien pudiera creerse que en estos lapsos se nos trasluce el corazón, o que van los pensamientos delante de los pasos cual heraldos descreídos de lo que se pretende apartar de sí. Pero yo no quería más que desenraizar el siglo, quemar un amasijo de dolor y elevar al cielo un rastro exiguo de gratitud. Por lo que, según llega el tiempo y yo entro y avanzo por él, mayores desgarros se definen en mí, mayores trozos, mayores derrames y pináculos de hombre acaban por rompérseme y caerse por doquier. He llegado a vislumbrar tal fragilidad, que temo simplemente toser o mirar demasiado lejos, caer por fin del todo al suelo, y definitivamente quedar al inicio del año y al final de la vida. Creedme, son momentos en que acude y no tiene reparos la tristeza, la cual, mala madre o puta hambrienta, se apodera de la soledad, desarma el corazón, y con impiedad acomete ése limpio desguarnecimiento en que a menudo solemos cobijarnos frente al mundo. Entonces nos dolemos y nos hacemos mujeres u hombres. Por tanto, tomo aliento y, alta la cabeza, iré rememorando el año viejo con rigor. Y si bien era verdad que había cortado de raíz las claves de sus últimas horas, no, no todo era pesar, por lo que, al evitar conscientemente la nostalgia, evité también no sólo el arrepentimiento de tener que morir de él, sino la desazón que inflige en tales circunstancias el sentimiento desmedido de la brevedad.
Yendo un poco más allá del año concluido, aún aparecen y se adentran en mí hechos universales por primera vez sin parangón: la posible destitución del Presidente de EE.UU y la detención simultánea, con petición de extradición, de Pinochet. Ante ello, y tomando con decisión un suceso del mundo que nos salve de algo – llego a comprender que también allí he muerto yo ¡ Cómo – me he dicho repetidamente – no habré abierto los ojos… ! Y de pronto, como en un zarpazo, a través del proceso a Clinton decíamos todos al unísono que a cualquier poderoso no sólo podíamos y debíamos exigirle dar razón y cuenta de sus actos, sino de que podíamos despojarlo del investimiento y demás dignidades que conlleva el poder electo hasta ser reducido al credo inasible de la privacidad. No obstante me inquirí entonces ¿ habrá causa suficiente ? Muchos se dijeron y preguntaron ¿ existirá, por parte de quien engaña o miente alguna vez, garantía de veracidad frente al futuro ? Y quien engaña o miente tocante a pequeñas cosas y cuestiones privadas ¿ nos ofrecerá igualmente solvencia de que actuará rectamente en cuestiones de importancia y, por tanto, en el desempeño de funciones públicas ? ¿ … y si Mónica Lewinski hubiera sido una moderna Mata-Hari, o, por ejemplo, una radical cubana ? El señor Clinton - cual Ortega es probable que nos volviera a señalar - se encontraba revestido de la circunstancia especialísima de ser presidente del país más poderoso del planeta. Y yo digo que, siendo así, debía pedírsele por tanto un comportamiento mucho más exigente que a cualquier ciudadano, pues que mucha era la responsabilidad asumida en su virtud. ¿ Dónde, sino en su dirección, se encontraba condensada la confianza otorgada por los hombres y mujeres norteamericanos ? No lo destituyeron. Seguro que los hombres-mujeres senadores, a quienes competía hacerlo, han creído saber por qué no debieron hacerlo. … pero atrás quedaban ya mis tesis ancestrales acerca de la invulnerabilidad e impunidad de hecho respecto de nuestros altos dignatarios públicos. Esta muerte mía - digo - simultánea y global también, me traía una visión íntima de la ley y sus posibilidades dinámicas.
… y de forma similar acontecía con Pinochet. Puedo recomponer todavía en la memoria imágenes de estudiantes en manifestaciones por España contra el dictador en los altos setenta, tras los vacíos habidos en los medios durante los años del rigor. Sin embargo, tras mejorar la información a partir de 1975, con atisbos ciertos del inminente proceso democrático, los españoles empezamos a disponer de trampolines - trenes y periódicos - desde donde asaltar el mundo y tomar la libertad. De todos modos, y una vez pasado tanto tiempo, héteme aquí que, inesperadamente, cuando todos creíamos, digo, que el dictador chileno acabaría en su cama y tan campante sus días de enemigo de la libertad, desde Londres nos llega la asombrosa noticia de su detención. Pero ¿ cómo, por qué, quién puede, quién lo ordena, quién lo hace ? Así conocimos que la orden judicial partía de un juez español, quien osaba a un tiempo solicitar su extradición. Supongo sobradamente instruido al lector acerca de la imputación de cargos, así como de los juicios habidos y los recursos consiguientes. No hace al caso más. La importancia radicaba, y radica, no sólo en el acontecimiento en sí con su implícita posibilidad real, sino también en el enorme cambio que con él se produce en la conciencia mundial acerca de la inmunidad y, por ende, de la impunidad, pues aparece un concepto de justicia para determinados delitos que podrían ser invocados en el futuro y desde cualquier rincón del mundo en función del bien común (¿ recaerá por fin sobre el Tribunal Penal Internacional ?) Y aún más hondo es su significado: el inmenso debate de ideas y postulados que sobre este tema, junto al citado caso Lewinski, se ha producido y produce en todos los medios de comunicación y en todas las escalas sociales. Estoy seguro de que, con todo ello, junto al nuevo concepto de guerra preventiva, ha nacido un tímido pero seguro reconocimiento de propiedad colectiva universal, la que coloca al individuo cual asiento básico y participativo, dado que por primera vez venimos a obtener conciencia de cuerpo mundial y único.
Y como si en el mundo real tuviesen lugar paralelismos inexplicables ¿ qué decir de Kósovo, de Serbia, de Milosevic, qué de Timor, de Afganistán, de Irak, qué, qué de una posición respecto de la guerra tan planetariamente dividida, qué de esta Europa de repente incierta y afligida ? Pues bien, estas son otras muchas de mis muertes, otros muchos de mis resquebrajamientos, de mis derrumbes necesarios porque ya son verdades consumadas, y sigo - soy consciente de ello - en busca de otras y otras muchas muertes con sus consiguientes y duras resurrecciones.
He venido pronto y solo a la estación. El día levanta mechones blanquecinos que deambulan lentos y muy altos; hay bandadas de golondrinas y vencejos que se empeñan en dibujar aún el don y gracia de la tarde por el cielo de Madrid.
Pensando en todo esto se agranda la tristeza (no olvidaré fácilmente Sbrenica; fuera, pues, vida y documentos, y casa y tiempo y patria, fuera el otro, el que es capaz de mirarme así, de amarme, pues ése, ése es el que me hacer sentir hombre cuando lo mato; oh atrocidad de los siglos, ah, hombre mío ¿ tanta oscuridad nos ocupaba, tan irredentos estábamos de nosotros mismos sobre la tierra, tanto nos odiábamos para esto ?)
Ante el trasiego continuo de la tarde miro el reloj, dejo, pues, mientras espero sobre el mostrador la taza de café, y salgo al andén. En el ambiente de la estación hay un nuevo sabor, hay un regusto a enjambre y a cereza temprana en este término de junio, y, en lo alto, un presagio a huida instintiva, a renacimiento secreto. Me preguntó por qué será, pues, de pronto, vuelta la vista atrás, desaparecen los años, unos con otros se amalgaman y se alteran las fechas, se diluyen los motivos, y sólo quedan los viejos trenes de carbón y tabla silbando desesperadamente por el loco erial de niño y de olvido. Son trenes correos y mixtos que a mí me parecían que vinieran del otro lado del mundo con sus máquinas desaforadas echando chispas, con maquinistas tremendos y bielas como patas de cínifes inmensos, y todo con esa magnitud descomunal que tanto amaban los niños labradores de la dictadura con un poco de tiña, raquitismo y esplendor en los ojos.
No se me olvidará en estos trenes aquella estampa de los hombres del tricornio que viajaban en ellos por parejas, con fusiles en las manos y sentados frente a frente. Nítidamente recuerdo sus bigotes simétricos y uniformes verdes, el sudor cayéndoles por sus rostros impasibles mientras con los ojos devoraban el trasluz del cristal; los recordaré siempre con las armas en las manos, apoyadas las culatas sobre el suelo del vagón; yo solía viajar en el tren con mi abuelo, quien al verlos, con voz queda decía ¡ buen día ! luego se sentaba, y yo me sentaba junto a él.
… y aquellos trenes, o mejor el mío, el tren de que hablo, que a lo lejos simulaba una serpiente gigantesca con dos cajas de zapatos en la cola, con sus asientos de tablas claveteadas y desvencijadas, con tornillos que se removían y rodaban por el suelo y balancines que aullaban como viejas matracas o lobos hambrientos al abrir las puertas, aquel tren, digo, aún lo veo enfrentarse con un cerro y su cuesta imponente. Y nunca subía. Tras repetir y repetir el intento con esfuerzos sobrehumanos de tren y atronar el alma de los viajeros con el trac-trac-trac de las bielas, y llenar el mundo con hollín y con humo, porque parecía que de un momento a otro todo en él fuera a abrirse y desencajarse, entonces, y allá arriba, en el punto álgido, en la cima pura, iba y disipaba absolutamente su cuerpo en mil suspiros hasta simular desvencijarse y desfallecer, para ya, y como abatido y absolutamente derrengado, muerto, abandonarse cuesta abajo al peso insensible de sus trozos de hierro y hojalata sin más.
No hay como el conocimiento para eludir un tanto el dolor, sin duda; o trocar éste en alegría para ayudar a aquel tren mixto a exhalar el último clamor para coronar la cima y vencer. Es solamente un escalofriante y nítido recuerdo del Far West de España, de aquellas distancias inacabables por los primeros y exiguos raíles por que de niño discurrió mi corazón.
En este vuelo lejano y profundo de trenes, me asaltan, cómo no, los preciosos y fugaces viajes con que alguna vez rescato retazos de mi juventud, la misma de la que en un poema dije que se me iba perdiendo por los mediodías de otra edad. Sólo a fuerza de aquella fuerza puedo asimismo recordar viajes interminables e inolvidables a su vez (¿ se concibe a tres amigos contando chistes durante ocho horas consecutivas sin cesar ? ¿ y abarrotado el departamento y el pasillo de cuerpos apretados, de cabezas, de extremos de cabezas, de narices, de orejas y de ojos enteros y a trozos por doquier ? Eran la tragedia, la desgracia y la alegría desproporcionadas, no más que lo que emanaba de las profundidades de España. Y aunque el tren-correo tardaría en llegar desde Zamora a su destino doce horas, él, el tren, nunca nos oyó, ni dirimió por ello su marcha al detenerse en todas y en cada una de las estaciones y apeaderos, ni al traquetear sin pausa mientras se acercaba lenta, lentamente a la Estación del Norte (Príncipe Pío) del Madrid de aquel año de 1964.
Por aquel entonces – y de los dos expresos modernos y nocturnos que se dirigían desde Madrid a La Coruña y a Vigo – habría de obtener yo las mejores contiendas de trenes y su felicidad. Con todo, estábamos en plena década prodigiosa y entonces no lo sabíamos. Ya ven. Llenaban el mundo de canciones y música extraña Los Beatles y los españoles nos dedicábamos a ligar con las suecas y a jugar a Casanovas por playas y trenes. Era cuando podíamos sentirnos - más que tipos como Ernest Borgine y Lee Marvin en aquel tren de “El Emperador del Norte” - espías especiales en el Orient Exprés que, con toda precisión y lujo de detalles, tenía a bien describirnos meticulosamente Ágatha Christie. Qué cosas, me digo mientras contemplo esta vía de silencio por la que dentro de un momento he de llegar como en un vuelo a Sevilla. Realmente a Renfe, a nuestra Red Nacional de Ferrocarriles Españoles, se le ha adentrado la modernidad, la originalidad y la elegancia. No sólo ha puesto en el norte trenes exquisitos como el Transcantábrico, o el remozado Tren de La Robla, con que disfrutar del paraje de ríos, de la montaña y el mar, pues que en el sur ha puesto el Al Ándalus, con que descubrir inefables bellezas en las tierras-lumbre de los Abderramanes y Almanzores. Y aunque bien creí una vez que después del Talgo no habría más trenes importantes, me había equivocado.
Hace cuarenta minutos que viajo en el Ave a una velocidad increíble, con un deslizamiento metafísico y unos servicios exactos y puntuales ¿ Puntuales, puntuales…? me pregunto; pero si lo hago con susto me lo confirmo con gozo. Y lo creo, y lo asumo, y cuando cruzamos Toledo no estoy sólo en Toledo y luego entorno los ojos, y mirándome los riesgos de la conciencia he de admitir que, después de tantas, ésta de que hablo es una muerte más, aquella que se ha llevado en mí la impostura añeja de la impuntualidad, sobreseída para siempre. Y de nuevo, mientras vuelvo a imaginar comparativamente el traqueteo del tren de carbón a lo largo y ancho de los campos de España con los hombres antiguos de la hoz, las polainas y los dediles al hombro, soy capaz de voltear con rapidez a este instante y colmarme con un inusitado e implacable placer, cual es el de oficiar la apertura serena hacia los misterios de esta resurrección mía de hoy, la cual, emergiendo de dentro, nadie a mi alrededor puede descubrir, ni siquiera mis vecinos de enfrente, que cansados de mirar mi muerte les entra sueño, entornan los ojos, y se dejan llevar por una suerte de laxitud y abandono mientras ocurre, sin bullicio ni alteración alguna, el hecho increíble de éste nuevo y bullicioso nacimiento del que les estoy dando noticia, desde el mismo corazón del Ave. |