Escritura femenina y escritura autobiográfica en el poemario A mi madre, de Rosalía de Castro ensayo de María Elena Ojea Fernández UNED (Ourense)
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RESUMEN: En el poemario A mi madre el yo lírico ofrece un oscuro retrato de su realidad vital. Castro escribe sobre sí misma en un claro ejemplo de escritura femenina y rememora un pasado doloroso donde emerge con voz propia la figura de la madre ausente. La hija le rinde homenaje con generosidad y comprensión, esforzándose por hallar la palabra justa con la que transmitir el pesar de su experiencia personal. A nuestro juicio, la autora se vale de una escritura subjetiva para portar como presente todo lo acontecido en un pasado en el que se mezcla la soledad de la infancia con el sueño del refugio materno, entendido éste como ese espacio cerrado que protege de lo desconocido y donde se guarda la memoria subjetiva. Este temprano poe-mario presenta ya una idea que será clave en la obra de Rosalía, y que responde al subjetivismo extremo que la condujo a un perpetuo y radical desasosiego. PALABRAS CLAVE Madre, ausencia, dolor, escritura femenina, reivindicación. ABSTRACT: Rosalía de Castro’ s A mi madre is a poem where the lyric self offers a dark portrait of her life. Castro writes about herself in a perfect example of feminine writing and rescues a painful past in which the figure of an absent mother arises. The Mother is an enclosed space that provides pro-tection from the unknown and where subjective memory is preserved. The poet pays tribute to her mother’ s memory through understanding and generosity. Rosalía strives after the right word to convey the sorrow of her personal experience. We believe that the writer uses a subjective approach bringing to the present what happened in a past in which a lonely childhood and the dream of a maternal shelter are interwoven. This early poem shows an idea which will be the key in the works of Rosalía, in other words, an extreme subjecti-vism that leads her to a perpetual suffering. KEYWORDS: Mother, absence, pain, feminine writing, vindication. Introducción La obra de Rosalía de Castro se hace eco de un doloroso sentir que por veces hace que olvidemos la ternura de las relaciones amorosas o la visión estética de un paisaje que inunda la mayor parte de sus versos. Rosalía cultivó tanto la prosa como el verso, pero fue en el género lírico donde reveló sus sentimientos más íntimos. Gómez de Avellaneda afirmaba que lo lírico estaba unido a la voz femenina (Kirkpatrick, 1991: 174) y en el poemario en castellano A mi madre, la omnipresencia de lo materno deja patente el alcance autobiográfico de la escritura. Aunque la fatalidad sea en Castro casi un tópico, percibimos en esta elegía el lirismo sublime de los grandes poetas. Cuando nuestra autora rememora lo que se ha desvanecido, un agresivo reproche se revuelve contra el dominio implacable de la muerte. La visión de la casa vacía nos permite meditar acerca de la complejidad de una existencia golpeada por la adversidad. Los objetos inanimados se subliman en un poemario cuyo lenguaje refleja la atormentada subjetividad de su autora. Rosalía toma la palabra, se rebela y expande su pensamiento de dentro hacia fuera. Al contrario de lo que sucede en las Coplas de Manrique donde la muerte es vista con serenidad, aquí la ausencia se ocupa de subrayar la angustia que consume a la poetisa. Rosalía empieza a saber lo que es la soledad cuando repara en la inexistencia de su realidad. La madre, el ángel cuyas alas «me cobijaban» ya no está. La pérdida se traduce en llanto interminable: «Hora mis mejillas bañan/ bañan la tierra que piso/ y en su amargura me empapan, / mas nadie viene, ángel mío/ ¡ay!, nadie viene a enjuagarlas» (A mi madre, 1993: 480). La ausencia sugiere la nada, origen de la profunda nostalgia que empapa su poesía. La adjetivación expresiva «solitaria puerta», «cerrada ventana», «enlutado vestido», «muda pared» resalta una incurable desazón. El yo poético se identifica con el mundo que lo rodea: «Mas hay un lugar vacío/ tras la cerrada ventana, / y un enlutado vestido/ que cual desgajada rama/ prende en la muda pared/ cubierto de gasas blancas. /» (A mi madre, 480). El sujeto lírico es una voz amenazada por el miedo a lo impenetrable. Su corazón está tan oprimido que parece que una fuerza imperiosa lo desestabilizara: «Yo ni lloro, ni canto, ni me quejo, / mas en mi seno recogida guardo/ la hiel del corazón» (A mi madre, 482). El poema muestra a una mujer encerrada en dos colores: el blanco (palidez de la muerte) y el negro (el duelo). Nuestra autora concibe la muerte como un infortunio tan terrible que solo cabe recurrir a la fe, de ahí su sentida invocación a la Virgen de las Mercedes: «Tengo otra madre en lo alto... / ¡por eso no me he muerto!/» (A mi madre, 470). Resulta significativa la extrema sensibilidad ante el dolor. Quizá el estigma de la madre soltera y de la hija natural fue un peso difícil de sobrellevar para Rosalía y su madre. De ahí los versos: «Cuando una madre muere, / debiera un hijo morir» (A mi madre, 469). La singularidad de su actitud dibuja la imagen de una mujer oscura como ese cielo sin luz que cubre de luto las estrellas y el suelo (A mi madre, 472). Su sufrimiento por el único ser que compartía su infortunio la hace caminar al filo de la locura: « ¿Cómo he de dormir.? Locura fuera» (A mi madre, 473). El afecto obsesivo por su progenitora podría explicarse como el «cariño apasionado de las hijas naturales hacia su madre» (Mayoral, 1969). La autora hace tal demostración de afecto filial que la duda parece no tener cabida. La madre se hace presente a través del lamento de una hija que sabe que la muerte ha arrebatado la posibilidad de recuperar el tiempo perdido. Rosalía se retrata en estos versos como un ser al que la implacable dureza de la soledad ha vuelto insignificante. La añoranza de la compañía materna se transforma en febril tormento y el lector presencia la representación de los sentimientos íntimos del yo lírico con la firme convicción de que se le cuenta toda la verdad. Sin embargo, el extraordinario cariño de la escritora hacia su madre puede parecer exagerado a quien conozca los datos de su biografía (Mayoral, 1969). María Rosalía Rita de Castro nace el 24 de febrero de 1837 en Santiago de Com-postela. En su partida de nacimiento figura como hija de padres incógnitos. Se hace constar que no va a la Inclusa porque se la lleva consigo una mujer que actúa como madrina de bautismo y que responde al nombre de Francisca Martínez. El misterio que rodea su nacimiento viene impuesto por la condición de hija de soltera y por las circunstancias de los padres. Su madre es María Teresa de la Cruz de Castro y Abadía, de hidalga familia del pazo de Arretén, y su padre, don José Martínez Viojo, es presbítero en la catedral de Santiago. Como la madre se desentiende de ella en su primera infancia, la pequeña Rosalía queda hasta fecha no concreta bajo el cuidado de la familia del padre. A este respecto, es importante la carta que Luis Tobío (primo paterno de la autora) envía al estudioso Fermín Bouza-Brey, en la que tilda a María Teresa de Castro de madre «desnaturalizada» (Albert Robatto, 1995: 131). Sin embargo, hacia 1850 madre e hija están juntas en Santiago, donde la futura poetisa recibe la educación propia de una joven burguesa. Benito Varela Jácome no especifica el tipo de instrucción que pudo recibir, pero de acuerdo con Fermín Bouza-Brey, sospecha que estudio música y dibujo y que ya en esa época manifestó inquietudes literarias (Castro, 1982: 11). En 1856 se traslada a Madrid por asuntos familiares y se aloja con una prima de su madre. En 1858 contrae matrimonio con Manuel Murguía sin que doña María Teresa asista a la boda. Durante varios años reside fuera de Galicia siguiendo siempre a su marido en sus diversos cargos políticos. En 1870 Murguía es nombrado Jefe del Archivo de Galicia y Rosalía vuelve a su tierra de la que ya no saldrá. Su producción literaria comienza en 1857 con el volumen lírico La flor y termina en 1884 con En las orillas del Sar. En medio quedan varias novelas de corte romántico como La hija del mar (1859), Ruinas (1866) o El caballero de las botas azules (1867). El año 1863 es especialmente significativo; es el año en que se publica el poemario A mi madre y también Cantares gallegos, su primer libro en lengua vernácula. Después de un silencio de trece años, en 1880 ve la luz Follas novas, la obra que abre la lengua gallega a una nueva estética y a una nueva sensibilidad. Muere en Padrón el 15 de julio de 1885 después de haber mandado destruir sus manuscritos. La crítica literaria coincide en subrayar la huella que dejó en la escritora la oscuridad de su nacimiento y sus primeros años. Era hija natural y, además, hija de un sacerdote. Una niña huérfana, asistida en un primer momento por sus tías paternas, y no precisamente por la familia, de su madre. Sospechamos que cuando los rumores de escándalo se disiparon se permitió doña María Teresa hacerse cargo de su hija. Si el entorno biográfico constituye en su obra un lugar común, muchas veces ese mismo entorno nos confunde. En A mi madre, la vehemencia del yo poético nos hace dudar hasta qué punto el material autobiográfico se corresponde con la realidad. Cierto es que la sociedad rechazaba los nacimientos ilegítimos, pero el mayor rechazo pudo proceder de su propia familia. A la discriminación motivada por su nacimiento, habría que añadir luego la pérdida de dos de sus hijos, desgracias que minaron su frágil salud. Todo ello provocaría el hondo pesar que se percibe en la mayor parte de sus versos. Universo interior y exterior en A mi madre El entorno geográfico se antoja revelador en los versos de Castro. El paisaje -como recuerda Kirkpatrick- no es solo un reflejo del yo, sino que «borra las distinciones entre el universo interior y el exterior, en tanto que éste manifiesta los síntomas de dolor que experimenta la poeta» (Antología, 1992:44). La naturaleza que emerge es sombría como el pensamiento de quien la contempla. El sol está turbio, mustias las flores, secas las hojas, errantes, fugitivas y misteriosas las nubes, enojada la mar, profunda la oscuridad. La tormenta, que tiene la «voz ronca», pronto se transforma en huracán cuyo «áspero silbido» semeja el «silbido feroz» de una serpiente (A mi madre, 472). La naturaleza se torna acechante y peligrosa para «un pájaro sin nido». La madre se ha ido y en su regazo amoroso no puede cobijarse la hija. Las manifestaciones anímicas de Rosalía son la marca distintiva de su autenticidad intelectual y de cómo es distinta la psicología afectiva en los hombres y en las mujeres (García Negro, 2014:98). La orfandad del pájaro representa la vulnerabilidad de un sujeto lírico que expresa sus emociones a través del lenguaje de la naturaleza. Su discurso poético aúna delicadeza y tensión. En A mi madre, subyace una rabia acusadora no tan enérgica como en Cantares gallegos o Follas Novas, pero igualmente explícita. La emoción con que Rosalía habla de su madre no oculta su aspereza contra el orden patriarcal. Castro fue una escritora con vocación y oficio, pero es probable que la escritura fuese para ella una terapia que a duras penas alivió el peso de su existencia. La madre es un ser sin voz, solo presente en el dolor de una hija que busca en el vínculo materno el remedio a su desolación. Y es que en la literatura femenina existe un lazo especial con la madre como fuente y origen de esa voz que se escucha en todos los textos escritos por mujeres (Moi, 1995: 123). La desesperación de Rosa en Flavio (1993: 329) cuando abraza los pies helados de su progenitora: «Dejadme estar por última vez al lado de mi madre. ¡Madre mía., ya nunca, nunca más volveré a veros en este mundo!», personifica el desconsuelo ante lo irremplazable, porque mientras el hombre se enfrenta a la madre, la mujer no lo hace (o apenas lo hace) y «siempre está próxima a ella como fuente de bien» (Moi, 1995:124). No obstante, el uso abusivo del desgarro emocional (March, 1994: 159) tiene un énfasis tan exaltado que a veces la seriedad del tono se pierde, e intuimos un halo perturbador en la aparente mansedumbre del yo poético. Y es que nada en Rosalía es sencillo. Demasiadas veces fue presentada como una mujer doliente. Demasiadas veces ha suscitado su persona una sacudida motivada por la lástima. Pero la autora gallega fue en realidad un sujeto rebelde. Su obra da buena fe de este supuesto: «La obra de Rosalía es hija de una sucesión de rupturas y transgresiones, siendo la primera y principal aquella que la hace insumisa respecto a la permisibili-dad admitida, para su género» (García Negro, 2006: 350). En sus versos late la furia y el inconformismo, amén de un cierto pesimismo radical que envuelve como signo distintivo la subjetividad de un temperamento único. Su paisaje interior está ensombrecido por la luz negra de una cólera que estalla violentamente. La muerte («Todo para nosotras acabó», pág. 471) ha impedido recuperar el tiempo perdido y con ello la demostración de afecto recíproco. La madre aparece como ese otro que firma el discurso del yo (Vilches-Norat, 2003), mientras su hija conjura desde el presente los acontecimientos pasados. La escritura autobiográfica se convierte en escritura del luto; anuncia la muerte cuando intenta subjetivar al otro[1] en el yo, siendo que, en A mi madre, ese yo es víctima de una existencia atormentada. La «dulce madre», que mora y pena en un lecho más hondo que una «caverna oscura», es el destinatario de un diálogo a través del cual el sujeto se cuenta a sí mismo su propio discurso. El yo poético asume su dolor y llora el destino de la mujer recluida en el abismo de las sombras: « ¡Ah!, de dolientes sauces rodeada, / de húmeda yerba y ásperas ortigas: /¡cual serás, madre, en tu dormir turbada,/ por vagarosas sombras enemigas!» (A mi madre, 473). La escritora sufre por su madre, abandonada y sola en las cuevas laberínticas del Hades. Es el suyo un tormento sin fin, víctima de un orden que previamente la confinó en una cueva-tumba sin redención posible (Gilbert-Gubar, 1998: 106). La casa, refugio de la hija, ha quedado hecha añicos, yerma, silenciosa, como si nada tuviera sentido: «En la solitaria puerta/ no hay nadie... ¡nadie me aguarda!/ ¡ni el menor paso se siente/ en las desiertas estancias!» (A mi madre, 480). La casa es un espacio cerrado que protege del exterior, pero también es el lugar donde habita la memoria subjetiva (Fuentes Rivera, 2010:4). Y para Castro la memoria reside en un lugar vacío, tras una ventana cerrada donde un «enlutado vestido» pende en la «muda pared» como recuerdo visible de una mujer que ha apagado su voz, pero cuya sombra acompaña permanentemente a su hija. La huella de la madre fantasma es la silueta de un interrogante que exige una respuesta. El texto reclama un estudio desde el contexto biográfico de la autora, pues en su pesadumbre vislumbramos el disgusto por la intransigencia de la cultura patriarcal. Rosalía alza la voz desde lo más profundo para descubrirnos su atormentada intimidad. Su amor filial logra restaurar el respeto que la madre-difunta no disfrutó en vida. Sus versos, al igual que otros textos escritos por mujeres son: ... portadores de otras sensaciones, otro cuerpo, otra arqueología psíquica, otra metafísica, otros deseos, otros sueños, y posiblemente otra percepción del idioma, de las formas literarias, de los mitos que configuran el pensamiento occidental: en una palabra, de otra subjetividad (Mekouar-Hertzberg, 2014: 14). La obra de Rosalía de Castro ha sido interpretada desde la vivencia do-lorosa y la angustiosa conciencia del sentir (Albert Robatto, 1995: 17). Las experiencias personales de la escritora gallega salen a la luz en este temprano poemario, en el que descubrimos una escritura íntima y femenina que tiñe de lírico desencanto sus propias vivencias. El desaliento que padeció toda su vida se sintetiza en la frase: «Todo para nosotras acabó». Llama la atención el uso del indefinido como identificador total de la nada. La experiencia traumática de la infancia bien pudo sellar una voz poética que percibe el mundo con tanto espanto que parece ir de bruces al aniquilamiento vital (Albert Robatto, 1995: 49). La desaparición física de la madre se interpreta como la llama encendida de una ausencia radical: «Nunca permita Dios que yo te olvide» (A mi madre, 474). Hay dolor, pero también reivindicación y orgullo hacia la mujer cuya amarga intimidad resumen magníficamente estos versos: Mas tú que tanto has amado, tú que tanto has padecido, tú que nunca has ofendido y que siempre has perdonado. (A mi madre, 478) La grandeza de aquella que ha sido capaz de perdonar produce en su hija una mayor zozobra al comprobar la ingratitud que ha soportado. De ahí su tristeza y su aislamiento. Y es que la soledad de los tristes difícilmente es comprendida: La soledad del triste no puede ser comprendida por los otros; esto es, la incomunicación entre los seres humanos se magnifica y no permite el diálogo. El otro no puede entender al triste porque no ha tenido sus amargas experiencias, ni sabe del angustioso silencio que impone la soledad; por tanto permanece en la otra orilla, en su enajenado estado de felicidad. El triste conoce su destino, tolera la ausencia del diálogo, acepta su condición de estar solo; y paradójicamente en su aislamiento está más cerca de alcanzar alguna clave que le permita descifrar su conflictiva existencia (Albert Robatto, 1995: 53). Es probable que la orfandad que sufrió Rosalía la marcara de por vida. El dolor se convierte entonces en una sombra de la que no es posible desprenderse. El desarrollo emocional de Castro en su oscura infancia fue estudiado por Rof Carballo que lo sintetiza de forma admirable: Nuestra gran poetisa era —primerísima observación, fundamental para lo que vamos a decir— una niña abandonada o semi-abandonada. Otras sonrisas que no fueron las maternales modelaron el desarrollo de esos sectores de su ser de los que depende el contacto emocional con el mundo entorno. Nuestra Rosalía estaba, pues, destinada a convertirse, como Goldmud, como el Crisóstomo de Hesse, en un vagabundo. La impresión más justa con la que puede resumirse la totalidad, el conjunto de sus poesías es ésta: Son un gran vagabundaje, un merodeo en busca del rostro maternal, en busca de esa insaciada imagen arquetípica de la Madre, que es decisiva en la vida de todo hombre. (Albert Robatto, 1995: 127) Sea como fuere, la escritora gallega fue un alma femenina que incorporó al texto lírico un lenguaje diferenciador. Autobiografía y escritura femenina enfatizan una obra en la que la sombra invade el espacio: Madre mía. madre mía, ¡ay!, la que yo tanto amaba, que aunque no estás a mi lado y tu voz ya no me llama, tu sombra, sí, sí. tu sombra, ¡tu sombra siempre me aguarda! (A mi madre, 481) La sombra es el misterio insondable que acompañará a Rosalía cuando las fatigas se alíen con la desesperación y un rosario interminable de desgracias se abata sobre su alma cansada. La pérdida de la madre desgaja dramáticamente el vínculo con el origen, allí donde todo empezó. La presencia constante de la sombra, la introspección del ser, es motivo de perpetua aflicción. Varela Jácome reflexiona sobre la angustia en Rosalía a partir de las palabras de Otero Pedrayo, para quien el dolor rosaliano se explicaba como «a dimensión, o xeito e o degoiro do seu esprito» (Castro, 1982: 40). Es la suya una eterna pesadumbre, una saudade que aturde el pensamiento y tumba el espíritu. Y es que Rosalía crea en A mi madre un discurso que escudriña su dolorosa identidad. Su lenguaje es un grito que se origina en la memoria y trata desde dentro, con su propia mirada y su personal estilo, la construcción de los afectos y la pérdida. La conflictividad de una vida marcada por la frustración se funde con innovadora creatividad bajo el símbolo de la Madre. Nuestra poetisa fue elogiada ya en su tiempo por reflejar una perfección impropia en las mujeres (Armas, 2002: 299), pues era comúnmente aceptado que solo un hombre podía escribir palabras de mérito. Subrayamos además, que: «foi capaz de criar un seu repertorio que levou moito máis lonxe do que nengunha muller galega pudese nunca imaxinar: segundo opinaban os seus coetáneos, Rosalía compuxo unha obra cosmopolita» (Armas, 2002: 301). Signos de escritura femenina (la casa, el espacio, el sueño, la naturaleza) El presente se mezcla en A mi madre con el recuerdo de un pasado que aflige al sujeto lírico. La biografía condiciona de tal forma la intimidad, que los versos emergen como resultado de voluntad, libertad, «como diálogo y como discurso simbólico» (Garrido Vargas, 2015: 28). La escritura supone una liberación para las autoras del siglo XIX y Rosalía, que se autorretrata en una revelación continua[2], no es una excepción. A pesar de su dolorida sensibilidad, reúne fuerzas para sobreponerse al infortunio y defender su espacio. En su lirismo late un mensaje singular que evoca el refugio de la casa y la representación de la naturaleza como guía del alma (MacCarthy, 1993: 276). La naturaleza gallega es un complemento más de la personalidad de la autora. Su tristeza interior se proyecta en la pantalla de un entorno extraordinario sin el cual se siente desamparada. Dado que para Rosalía, Galicia es su hogar, el paisaje es emblema de su vacío interior. Al «cielo oscurecido» y a la «hórrida tormenta» se unen la «habitación sombría» y la «ventana cerrada», por no citar la «caverna oscura» o la «tenebrosa noche». Precisamente, la caverna y la noche son espacios con fuerza propia en la escritura del yo. La noche negra es símbolo de espacio cerrado (Bueno García, 1993: 121), como lo es también el lecho hondo o esa «caverna oscura» donde la madre yace rodeada de «húmeda yerba», cercada por «ásperas ortigas», velada por «dolientes sauces» y al abrigo de sonidos inquietantes: «¡cuál serás, madre, en tu dormir turbada!» (A mi madre, 473). El espacio del yo es un lugar convulso, un mundo que compagina la luz con las tinieblas porque: «Entrar en uno mismo, en los territorios del yo, como así los denomina Gusdorf (1991), es entrar en un mundo no exento de sueños y de imaginación» (Bueno García, 1993: 121). El lirismo de Rosalía se enfrenta no solo al pasado, sino también al presente y mismo al futuro. El símbolo del sueño en A mi madre es un signo que no debemos descuidar. La autora sueña con la madre muerta como antes soñó con la madre viva. La madre se sitúa pues en el terreno de lo irreal. La comunicación interior revierte en tensión emocional cuando nuestra poetisa examina el sentido de su existencia. Su pesimismo radical permite concluir que el sueño no es más que una ilusión. En un espacio enclaustrado, negro y peligroso -propicio para el universo onírico-, el despertar es la sombra de un triste engaño. La metáfora barroca que identifica el despertar con la muerte se refuerza aquí con la meditación sobre el equilibrio interior del ser humano. Que triste cosa es soñar, y que triste es despertar de un triste sueño. ¡ay de mí! (A mi madre, 476) Y aunque era mi madre aquella que en sueños a ver tornaba, ni yo amante la buscaba, ni me acariciaba ella. (A mi madre, 476) Rosalía sueña con la madre, pero la visión materna la espanta. El sueño presenta entonces un significado traslaticio referido a la muerte. Y parece que al mirarme, con tu mirada serena, todo el raudal de mi pena se alzaba para matarme. (A mi madre, 476) En ocasiones, la autora vacila entre los límites del sueño y la vigilia. Los sentidos la confunden y el sueño es visto como engaño e ilusión. ¿Es verdad que cuanto toco, cuanto miro y cuanto quiero toda ilusión me parece, todo me parece un cuento? ... Y que tuve un tiempo una madre y que ora ya no la tengo. También un sueño parece ¡pero qué terrible sueño! (A mi madre, 475) En fin, percibimos en Rosalía una rebeldía silenciosa que resiste con firmeza los dictámenes del orden establecido. En la esfera privada, la escritora dedica a su madre un panegírico que es a la vez luto y homenaje. Es la reivindicación sincera de quien pone al descubierto su lado más íntimo: «La verdad es mujer. La verdad, pero también la naturaleza y la vida son mujeres. No cabe duda, puesto que el hombre discurre, que la mujer desempeña el papel del otro en el discurso» (Fraisse, 1993: 85). La naturaleza es el anfiteatro donde se representa este canto funerario. El inmenso poder de los elementos naturales sublima el pesar por la pérdida. Frente a la aurora, frente a los campos verdes, la brisa, las risueñas montañas o el sol que alumbra, reconocemos la pálida luna, las nubes negras, el crudo invierno o los valles solitarios. La tristeza y la depresión reflejan un estado de ánimo que se revela a través del mundo irracional de los sueños. La marquesa de Ayerbe[3] (María Vinyals) interpreta la poética de Rosalía en clave pintoresca, con cierto aroma paternalista y ecos de un Modernismo intimista. El ambiente de Galicia constituye, según Ayerbe, el refugio de Castro, pues en este entorno singular la melancolía invade el espacio. La musa de Rosalía vibra en los cantos de nuestras montañas, en esas horas del atardecer impregnadas de melancolía, en que las sombras descienden lentamente por las faldas de los montes, cuando de los humildes hogares esparcidos en el valle se elevan, como una plegaria, tenues columnas de humo, y la campana de la parroquia lanza, melancólica al viento, el toque de la oración. La musa de Rosalía aletea en el polvo de los caminos con las bandadas de rapaces descalzos y harapientos, de rubias guedejas y azules y luminosas pupilas; baja modesta a llenar su herrado en la cristalina y fresca fuente, y se acompaña en sus estrofas de las conchas y el pandero; susurra en el rumor armónico de los pinares, esmalta las carballeiras y se estremece cuando en las floridas sinuosidades de una corredoira estalla furtivo el beso de dos amantes. (Marco, 1993: 96) Conclusión El mundo interior de Rosalía se explica en relación al mundo exterior que la rodea. Lo realmente interesante es esa voz que surge desde la soledad y que obliga a nuestra poetisa a retornar al origen (la madre). La alianza madre-hija es una experiencia excepcional que subraya además la diferencia temporal entre el antes y el ahora (Ciplijauskaité, 1994: 76). La figura materna no solo actúa como la fuerza que da empuje, sino que es el espejo en el que mirarse. Con la naturaleza como confidente, Rosalía sostiene con su progenitora un diálogo poético. El bosque «gime», el «torrente brama» y las nubes se observan en el reflejo de un mar enfurecido: «Qué enojada la mar donde se miran» (pág. 471). Castro se siente perdida sin el apoyo materno, una protección que echó en falta en su infancia. La muerte ha cercenado la posibilidad de afianzar el afecto mutuo, de ahí el dolor y la rabia. La madre se presenta como una figura en diferido que se sitúa en el universo de la imaginación. Un ansia arcaica de simbiosis con lo materno transmite el secreto anhelo de nuestra escritora: «En su regazo amoroso, / soñaba. ¡sueño quimérico! / dejar esta ingrata vida/ al blando son de sus rezos» (pág. 469). La amargura por su ausencia la hace alejarse del mundo y buscar el reposo de la muerte. La voz poética nos regala un lirismo de aparente sencillez, melancólico y terrible al mismo tiempo. Su libro resulta un monólogo interior a través del cual percibimos no solo adoración, sino defensa incondicional de su progenitora. Como hija se duele del destino de su madre; como poetisa es capaz de ponerse en su lugar. Y es que en toda su producción se distingue un discurso reflexivo que interioriza la compasión hacia el dolor ajeno (García Negro, 2010: 123), bien sea este individual o colectivo (Galicia). La figura materna constituye para Castro ese otro ser humano con quien identificarse. La desaparición física de ese ser ha quebrado la armonía imaginaria de la madre y del hijo: «Lo imaginario corresponde al periodo pre-edípico, en el que el niño se cree una parte de la madre, y no percibe ninguna separación. En lo imaginario no existe diferencia ni ausencia, solo identidad y presencia» (Moi, 1995:109). La misma autora, en un intento por recuperar la unidad perdida, reflexiona: « ¡ay!, que el eterno sufrir / de la madre, sigue al hijo/ a las regiones sin fin» (A mi madre, 469). El sujeto lírico busca la figura de una madre ausente-presente en el subconsciente de su hija. La rigidez del orden patriarcal marcó las condiciones histórico-culturales que identificaban a la mujer y a lo femenino. Ni Rosalía ni su madre escaparon del conflicto de un nacimiento ilegítimo. El riesgo para quien se desviaba por la senda prohibida era la pérdida de reconocimiento social. La relación madre-hija se percibe a través del pensamiento o por medio del sueño y remite inconscientemente a situaciones familiares de sufrimiento y abandono. El anhelo por el cual Castro se aferra al recuerdo materno es la defensa y la reivindicación del orgullo pisoteado por la intolerancia de la cultura patriarcal. Su lirismo se ensancha hasta alcanzar lo recóndito, haciendo hincapié en el dolor causado por la exclusión social. La autora desdobla de tal forma la figura materna que sus versos conectan el pasado (la madre doliente) con el presente (la madre muerta). Rosalía es una personalidad tan compleja que su discurso parece situarse «más allá de los confines», siempre en el terreno de lo inesperado (Brawer, 1990: 152). Castro es un ser rebelde, pero en A mi madre exhibe una rebeldía suave, si se permite el término. A diferencia de otras escritoras que manifestaron su desacuerdo de forma airada, el lamento de nuestra autora es «la bondad del grito del ángel rebelde» (García Negro, 2014: 92). No solo en el prólogo a Cantares gallegos y a Follas Novas -que García Negro (2010) defiende como el inicio del ensayo en gallego-, sino a lo largo de toda su producción, exige el derecho a no ser relegada a los márgenes, un derecho que proclama no solo «la libertad individual, sino la existencia de un iusfeminismo enfrentado a los poderes dominantes» (García Negro, 2014: 92). La obra literaria de Rosalía se ha visto contaminada por interpretaciones interesadas que oscurecieron su compromiso con Galicia y su solidaridad con la marginación social que sufrían las mujeres. Carmen Blanco (1991) dio buena cuenta de las numerosas contradicciones que suscitó el estudio de su obra[4]. Aunque se refugió en una vida aparentemente convencional, sus versos descubren un temperamento difícil. Es la suya una tensión serena que se enfrenta a las normas con la excepcionalidad de su talento. Es evidente que estamos ante una mujer que va más allá del rol tradicional de esposa y madre, una autora con criterio propio, con vocación y oficio. La extensión de su obra es ejemplo de esa constancia profesional. Pero si hay un rasgo que la describe y la une a Emily Dickinson, otra singular escritora decimonónica, es la obstinación de ambas por el sentido íntimo de la escritura. Con la escritora norteamericana comparte la intensidad e intimidad de su obra[5], la importancia de la naturaleza, una terminología cercana, un peculiar sentido de la ironía, las metáforas, los símbolos que las acercan a los mejores poetas metafísicos...; pero, sobre todo, el turbio desdén con que fueron retratadas. Si a Rosalía se la quiso presentar como una abnegada «santiña» o como la cronista de la belleza folclórica de Galicia, de Dickinson se ha insinuado malévolamente que fue «la poetisa de los pajaritos, de las abejas y de las flores», como subraya Margarita Ardanaz en su edición a Poemas (2007: 33). Castro fue una escritora en los márgenes, que a la marginalidad femenina general, unía ella la suya propia. En su caso, existe la tendencia a desvelar el yo real que se oculta tras el yo romántico. La escritora gallega desvela su identidad en un poemario donde todo gira alrededor del vínculo materno-filial. Rosalía recurre a una identidad ajena para construir la propia y revelarnos de paso su problemático yo. El material en A mi madre viene fijado por la realidad. Y en Castro la realidad la conforma la ausencia cotidiana de los padres, una ausencia con la que camina a cuestas y que deriva en enfermedad del espíritu. Porque el recuerdo trae consigo la desazón, la nostalgia, una orfandad psicológica que la marca desde su nacimiento y que se adivina en una lectura atenta de su obra. Rosalía, toda imaginación y sentimiento, es comprensiva con las miserias ajenas (las del padre y las de la madre), pero esa comprensión no anula su tristeza de niña abandonada. Rosalía es una vagabunda por sus versos, no sabe lo que busca, en palabras de Rof Carballo (Albert Robatto, 1995: 127). El vacío afectivo revolotea por las estancias de la casa desierta, y se hace lirismo en las metáforas y en los símbolos que coronan su poemario. La no presencia del ser querido se transforma en una perenne melancolía que la autora reconocerá como esencia de su quehacer poético. El fondo soterrado del dolor rosaliano es la desesperación como ausencia de toda esperanza: «y por eso, vivir, vivo muriendo» (A mi madre, 482). Es la suya una enfermedad del yo, que en palabras de Kierkegaard, consiste «en estar muriendo eternamente, muriendo y no muriendo, muriendo la muerte» (1969: 56). Las cosas son como las hacen las circunstancias, dirá en el prólogo a Follas novas y «si eu non puden nunca fuxir ás miñas tristezas, os meus versos menos» (1982: 201). De esa conflictiva experiencia vital dan perfecta cuenta los versos de A mi madre, sentido homenaje a su progenitora y claro testimonio de autoría femenina. Bibliografía Albert Robatto, Matilde, Matilde, Rosalía de Castro y Emilia Pardo Bazán: afinidades y contrastes,. A Coruña. Ediciós do Castro, 1995. Antología poética de escritoras del siglo XIX,. Madrid, Castalia, 1992. Edición y notas de Susan Kirkpatrick. Armas García, Celia María, As mulleres escritoras (1860-1870). O xenio de Rosalía, Santiago de Compostela, Laiovento, 2002. Blanco, Carmen, Literatura galega da muller, Vigo, Xerais, 1991. 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[1] Vilches Norat recoge ese pensamiento de Derrida en el primer capítulo de su ensayo: (Des) madres o el rastro materno en las escrituras del yo (2003). La autora explica en ese primer capítulo: «Propongo que en la página autobiográfica se busca el cuerpo materno que se ha perdido para siempre y en ello se inscribe la huella que ha quedado. Ante la percepción de una separación irremediable, que siempre nos coloca frente a la pérdida originaria. Entonces, “Yo soy” es pronunciar el duelo por el objeto materno, perdido para siempre». http://www.umbral.uprrp.edu/sites/default/files/desmadres20.
[2] Biruté Ciplijauskaité en La novela femenina contemporánea (1970-1985). Hacia una tipología de la narración en primera persona, sugiere la denominación de Michel Beajour que concibe una nueva denominación para la escritura autobiográfica. El autorretrato, según, Ciplijauskaité, resulta más innovador, pues es más abierto y flexible que la autobiografía, pág. 19.
[3] «Unas cuartillas sobre Rosalía de Castro» publicado en Galicia, revista quincenal ilustrada, n° 24 (15/07/1907) y recogido por Aurora Marco en «A polémica feminista na Galiza. María Vinyals y María Barbeito». Simposio Internacional Muller e Cultura, Santiago de Compostela, 27-29 de febrero de 1992.
[4] Carmen Blanco en su libro, Literatura galega da muller (1991) reflexiona acerca de quienes reivindicaron a Rosalía para el catolicismo («Rosalía de Castro es nuestra; Rosalía de Castro es católica por su conducta, católica por sus obras, y hasta católica por ser gallega ya que en aquella región paradisíaca son, afortunadamente, desconocidas las mujeres librepensadoras», pág. 32, Vales Failde) hasta quienes la mantuvieron a conciencia en el silencio más absoluto, y cómo «Foi nos círculos galeguistas —rexionalistas e nacionalistas— onde se mantivo unha visión máis cercana á Rosalía real. A partir de aquí foise estendendo, entre unha minoría progresista e aberta, dentro da cultura galega, española e universal» (pág. 33).
[5]
Recogemos con particular interés un poema de Dickinson cuyo lirismo se acerca, eso pensamos, a la voz poética de Rosalía: «Hay un sesgo de luz,/En las tardes de Invierno-/Que oprime como el Peso/De los Cantos de Iglesia-/Y Celestial Herida nos inflige-/No deja cicatriz,/Sino una indiferencia interna,/ Donde el significado yace-/Nadie puede enseñarlo-Nadie-/Es desesperación sellada-/Aflicción imperial/Que del aire nos llega-/Cuando viene, el Paisaje lo escucha-/ Las Sombras -el aliento contienen-/ Cuando parte, es como la Distancia/En la mirada de la Muerte». Poema n° 258, pág. 117 (Dickinson, 2007) |
Rosalía de Castro, feminista en la sombra - Mujeres en la historia
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ensayo de María Elena Ojea Fernández
UNED (Ourense)
Publicado, originalmente, en revista Monteagudo 3.a Época - N.° 22. 2017 - Págs. 193-208
Link de la publicación: https://revistas.um.es/monteagudo/article/view/300031
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