Se me ocurrió escribir algo sobre un personaje de uno de los tantos libros que leí. Me propuse que tenía que ser uno con el que me hubiese gustado trabajar. Y más aún, conversar con él, preguntarle cosas...
Pensé en "Funes, El Memorioso" de Borges. Hice lo mismo con el de "Encender un fuego" de Jack London. Me tenté con Florentino Ariza de "El Amor en los tiempos del Cólera" de García Márquez. Casi me decido por el padre de Osvaldo Soriano; pues como personaje me sedujo, quizás, porque los eternos perdedores tienen un encanto especial que nos incita a quererlos más que a los otros. Estuve a punto de elegir al entrañable personaje de "El Hombrecito del Azulejo" de Mujica Láinez. Al fin, caí en la cuenta que el personaje que más había logrado maravillarme, había sido el Jesús de "Cristo de Pié" de Dalmiro Sáenz.
Con la decisión tomada y varios libros apilados a mi izquierda, a la espera que vuelvan a ser acomodados en la biblioteca; encendí la computadora, abrí un documento nuevo, pero no le puse título. No sé por qué, pero hasta que no termino un cuento no se me ocurre el encabezamiento.
Como siempre, la pantalla en blanco y las letras del teclado, incitándome a que empiece a oprimirlas, para formar con ellas el prodigio del vocabulario, me inhibieron. No hay caso, no puedo evitarlo.
Procurando darme tiempo, encendí un cigarrillo. Mientras recordaba hasta el más mínimo detalle, el cigarrillo se consumió y no acertaba cómo empezar. Enseguida encendí otro; esto me ocurre cuando estoy ansioso.
El cuarto donde trabajo es pequeño. El frío de la tarde me obligaba a tener todo cerrado; en consecuencia, el aire estaba viciado. De pronto, la lámpara que me iluminaba titiló un par de veces. Luego se apagó. Instintivamente, miré hacia ella y ese momento volvió a encenderse. Cuando volteé de nuevo, en la silla, que de tanto en tanto se sienta algún amigo complaciente al cual atosigo con mis escritos, estaba sentado Jesús.
¡Si, ya sé!. Lo más lógico es que dudes de mi cordura. Te comprendo, pues hasta ahora yo también abrigo esa duda. Pero era él. Estaba ahí, sentado, con una pierna apoyada sobre la otra. Era tal cual lo había imaginado. En realidad, era muy parecido a como lo plasman en la mayoría de las imágenes que conocemos de él. Por un momento, tuve la impresión de que en el caso que me adivinara el pensamiento, me habría de reprochar lo que estaba pensando, pero inevitablemente, para ser honesto, me pareció un tipo común, nada especial. Podría afirmar que se parecía al típico hippy de los sesenta. Vestía una toga color arena y calzaba unas sandalias gastadas. Comprobé que era de estatura mediana. Castaño claro y sedoso, tanto los cabellos como la barba. Creo que los ojos eran verdes, no estoy seguro, pues cuando me miró... No sé como describirlo: La mirada esa era de una bondad, de una candidez, comparable sólo a la de un niño recién nacido.
Después de sonreír, lo primero que me dijo fue que cómo podía contaminarme tragando ese humo. Atiné a responderle que así somos, sabemos que algo es dañino y, así y todo, nos empeñamos en creer que a los que les hace mal, es a los otros.
- ¿Y vos no sabés que sos el otro de los otros?.- me contestó. Y tragué saliva.
No me dejó agregar nada y me preguntó:
- ¿Por qué pensaste en mí para este trabajo?.
- Porque si bien, para mí, sos el tipo que más admiro... - (y en cuanto le dije "tipo", tuve la sensación de haberme sobrepasado, pero él, ni se inmutó). - ... en ese libro, aprendí a quererte más, pues Dalmiro no hizo tanto hincapié en el misticismo. Hizo nacer en mí a un Cristo nuevo, a un Jesús de Nazaret mucho más creíble del que los representantes de vos en la Tierra se habían empeñado en hacerme creer.
- En primer lugar, hasta que yo no nazco en el corazón de ustedes, no existo.- me dijo, acariciándome con la mirada. - En cuanto a los otros, son contados los que se ganaron el derecho a representarme. Sobre todo, en las altas cúpulas de la Iglesia, porque la mayoría vieron en mí un gran negocio. ¿No te parece irónico que los mismos que me amasijaron, fueron los que crearon luego una religión un tanto nefasta, pues lograron albergar en la gente, más que la fe, el miedo?. Aunque en esta época ya nadie se come un sapo, y eso es bueno, pues la fe está en el que duda.- y sonrió con un dejo de sarcasmo.
El tipo hablaba como si hubiera nacido a la vuelta de mi casa. Me hizo gracia, pero deduje que dentro de su infinita bondad, lo único que intentaba, era que yo me sintiera cómodo. Por un momento, temí que mi esposa viniera para que le hiciera algún trabajo para la Escuela y que en consecuencia (no sé cómo llamarlo), - digamos el hechizo -, se esfumara. Acto seguido, sobre la base de lo leído en ese libro, le pregunté:
- ¿Y lo que dice Dalmiro de vos, que fuiste, en cierto modo, el que comandaba una especie de guerrilla contra los que usurpaban el poder de tu pueblo, es cierto?.
- Podría decir que sí, pero prefiero que vos creas lo que te dictamina tu conciencia. Y como verás, ninguna rebelión muere, renace en otra parte y en otros tiempos. Siempre fue así. Pero ¿ves?. De eso, la Iglesia no dice nada. Tampoco hacen alusión de mi amistad con Magdalena. Y mucho menos a mi unión en matrimonio con Sara. Gracias a ella, descubrí que el amor es liberación, entrega, y ante todo, competencia, para ver quién sirve más al otro. No podría haber sido de otro modo, para que luego me entregara al amor de todos.
- Entonces...- me animé a decirle. - ... el "Che" Guevara, ¿se puede decir que, en cierta forma, se pareció a vos?.
- Sí; aunque no fue el único. Pero sin duda, fue quien más se acercó a lo que yo quise lograr. No sólo por los ideales, que aunque paralelos, distaban un poco; si no porque fue un soñador, un pobre iluso como yo.- y esbozó un atisbo de sonrisa. - Con la diferencia que él no hacía milagros y que yo no fumaba habanos.- y volvió a sonreír, pero esta vez con un dejo de picardía que me causó mucha gracia.
- Y decime: ¿Tu padre, fue José o el Espíritu Santo?.- indagué, animado por el clima que se había formado.
- Eso prefiero dejarlo a tu criterio. Como ya te dije, la fe nace más de la duda que de la certeza y yo quiero que sigas creyendo.
- ¿Y te pareció justa tu muerte?. ¿No fue demasiado indigna?.
- Todas las muertes son justas o injustas; según como se miren. Y en lo referente a lo indigna, creo que la del pobre Ernesto fue mucho más que la mía. ¡Y hubo y va haber tantas más!.
- ¿Y vos, no podes hacer nada?.
- Todo a su tiempo. Hay que saber esperar.- dijo elevando las manos.
- ¿Y yo voy a llegar a verlo?.
- No creo que vivas tanto.- e hizo una mueca de resignación.
Esa respuesta, me tentó a indagar cuánto me quedaba de vida. No me animé. No sé si por miedo a enterarme o porque me pareció que era demasiado osadía preguntarle semejante nimiedad. De pronto, todos los interrogantes que pensaba aclarar se fugaron de mi mente. Me bloqueé, me quedé como la pantalla de la computadora, sin palabras. Él, que hasta ese momento se había mantenido inmóvil, bajó la pierna que tenía apoyada sobre la otra. Temí que se fuera y creo que balbuceando, le pregunté:
- ¿Qué pensás de mí?. ¿Soy un tipo bueno?.
En tanto que sonrió, apoyo su diestra en mi hombro. Luego, la llevó hasta mi nuca y me acarició. Creí que me elevaba a una dimensión que no conocía. Los ojos se me inundaron. El nudo que acudió a mi garganta me impidió hablar. Quise pedirle que nunca me hiciera volver a vivir la desgracia de volver a enterrar a un hijo. Intenté indagar dónde está el milagro que hace que, después de tantos años, siga enamorado de la misma mujer. Quise enterarme si alguna vez tendría la capacidad de saber ser feliz. Deseé decirle que cada día me empeño en ser mejor. Tuve el ansia irrefrenable de preguntarle si volvería a verlo otra vez. Pero la lámpara volvió a parpadear, luego se apagó y cuando volvió a hacerse la luz Él ya no estaba.
Cometí la estupidez de acudir al libro. Lo abrí convencido de hallarlo ahí. Lo busqué entre las páginas. Fue en vano. Entonces, no sé por qué, me eché a llorar como hacía tiempo no lloraba. |