La boca
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A
veces, forcejeo con la memoria, procurando que
los recuerdos lleguen hasta mí. Otras, en cambio, vienen sin que
los llame y se instalan. Cuando son gratos, trato de regodearme en ellos.
Me dejo trasladar a ese lugar, a esa situación o a ese personaje que
estaba y no estaba en mi memoria. De pronto, cuando logran que de mi
rostro aflore una sonrisa, y que al mismo tiempo, mi espíritu vuelva a
sentir lo mismo que aquella vez, tal como llegaron, pretenden desaparecer.
Entonces, es cuando me afano en demorarlos, pero la afinidad que tienen
con las veletas es irremediable: van y vienen, de un punto cardinal de la
memoria a otro y no puedo detenerlos. Pero lo que más me asombra, son los
detalles de los recuerdos; cosas sin aparente importancia, sin sustento,
quizás, pero que al fin de cuentas, llegan a uno como la secuela, como
los resabios que, a poco, se conjugan con el todo.
Lo
que quiero contar es puntual y se refiere a cuando, después de tantos años
de vivir en Buenos Aires, nunca se nos había ocurrido ir a visitar la tan
mentada "República de la Boca". Pero no sé por qué, evoco con
tanta nitidez las facturas y el mate que fuimos degustando en la camioneta
recién comprada en ese año de 1964, y en la que nos dirigíamos hacia
allí. En cambio, y he aquí lo contradictorio; por más que me esfuerce,
no puedo dilucidar si la pick-up era la amarilla o la azul.
Recuerdo
que, si bien, era en invierno, el sol dulcificaba el día hasta hacerlo
agradable. A tal punto que tío Enrique (me parece aún verlo, riendo
siempre a carcajadas) iba en mangas de camisa. Cosa rara en él, pues
hasta en pleno verano usaba camiseta de frisa y camisa de mangas largas
con el cuello abotonado.
Tengo
una sensación ambigua; por un lado, lucho contra esas nimiedades, pues no
quiero apartarme del carozo de la narración. Y por otro, me dejo llevar,
pues pese a que ellas me desvían, después de todo, son los que conforman
la historia. Aunque no tanto como el desvío que tomó mi hermano, pues
para llegar a La Boca, desde San Antonio de Padua, el viaje nos consumió
dos horas.
Estoy
casi seguro que éramos quince: tres en la cabina: mi hermano, mi cuñada
y mamá;
y doce atrás. Sí, es innegable, pues nos acomodamos cinco
de cada lado y mis primos, que eran dos niños, iban sentados en el piso,
sobre unos almohadones, de espaldas a la cabina.
Tío
Enrique, como siempre, iba cantando obscenas canciones gallegas; tío
Manolo, vedado de toda gracia, intentaba acompañarlo con su voz de
trueno; y papá, como de costumbre, festejaba todo con una amplia sonrisa,
pero no modulaba una palabra. Yo, feliz, dejaba que ese momento me hiciera
reír como hace mucho no río.
Las
mujeres: una, cebaba mate, y no con pocas dificultades, pues en aquel
tiempo, la avenida por la que avanzábamos era empedrada. Otra de las
mujeres, parecía haberse obstinado en dar buena cuenta de las cuatro
docenas de facturas que habíamos comprado y, en cuanto veía que alguien
acababa con una, ya lo empapuzaba con
otra. Las demás, conversaban lo mismo de todos los días; menos tía
Carmen, que lidiaba con los hijos para que no se incorporaran de los
almohadones, temerosa de que se cayeran.
Al
fin, llegamos a La Boca. Nos adentramos por unas calles encajonadas a
causa de las altas veredas. Dejamos atrás una incomprensible serie de lúgubres
conventillos y casas que disimulaban su decrepitud con estridentes
colores. La famosa "Bombonera", impresionó más a los
simpatizantes de ese Club que a los que no lo éramos.
Pepe,
estacionó la camioneta a un par de metros del riachuelo, justo enfrente
de una Escuela y paralelo a unas vías de tranvía que ya
manifestaban el escarnio de una supuesta modernización. Enseguida
bajamos todos. Para lograr que los 120 Kilos de tía Josefa lo hicieran,
no fue tarea fácil. Y en este momento, evoco a tío Enrique quitándose
el pañuelo del bolsillo y con un aristocrático ademán, extenderlo a
modo de alfombra sobre el cajón que servía de escalón y el rostro
sanguinolento de la esposa, diciéndole que no se hiciera el cómico y en
ese instante, el cajón cediendo y la obesidad de la tía, desplazándose
hasta ser retenida entre las risas de tío Manolo y Pepe y las contagiosas
carcajadas de tío Enrique, que de sólo recordarlas, me obligan a sonreír.
Manolito,
lo primero que hizo, fue quitarse la remera con el firme propósito de bañarse
en esas aguas y el padre lo convenció de que no lo hiciera; primero con
una amenaza; y luego, con un revés a contrapelo. Cuando paró de llorar,
ya nos habíamos internado en la callejuela de "Caminito". Entre
la singular galería de personajes que ahí se encontraba, había uno de
enormes bigotes que hacía retratos con carbonilla. Y ahora recuerdo que
mamá, dijo que le gustaría que le hicieran uno y, en ese instante, creo
que papá, ni siquiera habló: en tanto que torció la boca, la miró de
soslayo e hizo una mueca, como burlándose, que la persuadió de seguir
andando y a tío Enrique de soltar una nueva risotada.
Luego,
fuimos hasta el Colegio que estaba enfrente a la camioneta
estacionada. Por los gestos y por el tiempo que se tomaba en
contemplar las pinturas, no tuve dudas que a mi padre, las obras de
Quinquela Martín, lo maravillaron tanto como a mí.
Otra
vez, los recuerdos hacen que me detenga en cosas que ya no sé si son o no
intrascendentes. Ahora me llega la imagen de un canasto sobre una
bicicleta verde (no sé por qué estoy tan seguro del color). Montado en
esta, un hombre de chaqueta y gorro impecablemente blancos. Al lado, mis
primitos, acosando a la madre que decía no tener dinero. Y mi padre,
comprándole al churrero dos docenas de calientes y azucarados churros.
Ahora,
el momento es claro y nítido. Mi padre está parado en el límite del
empedrado, con las manos en los bolsillos, sonajeando las monedas. Está
de espaldas al mástil de la Vuelta de Rocha, mirando hacia el riachuelo
de aguas pestilentes. El hedor que emana de éste, lo obliga a arrugar la
cara y las fosas nasales parecen agrandárseles. Una barcaza arenera
avanza lentamente, y la sombra que proyecta, impide que el sol rojo, que
agoniza, tiña de carmín la superficie acuática que abarca. Más atrás,
se observan los esqueletos de dos barcos semihundidos, asomándose apenas
lo suficiente como para pedir un poco de clemencia. Algo más cerca de
nosotros, un anciano, mientras rema con inusitada energía un bote, me
regala una sonrisa desdentada. Me acerco a papá. No quiero distraer su
abstracción, pero tengo la necesidad imperiosa de saber si le gustó el
paseo; entonces, como al descuido, le pregunto:
-
¿Y, viejo, te gustó La Boca?.
-
¿Así que esto es La Boca?.- me dice.
-
Sí, claro.- respondo.
Y
enarcando una ceja, manifiesta lo que nunca olvidaré: - ¡Pues cómo será el culo!. |
Emilio Nuñez Ferreiro
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