Todo comenzó cuando él dijo: “Hoy no voy”.
Nilda aflojó la mandíbula como un opa y se llevó las manos enharinadas hasta el pecho; se dio vuelta y enfrentando teatralmente la mirada de su esposo, asombrada, preguntó:
—¿Cómo que no vas?
—No, lo que oíste: Hoy no voy —y notando como el rostro de su mujer se ensombrecía, añadió:
—¿Qué?. Siempre te quejas que los domingos te tenés que quedar más sola que una planta por culpa de ese futbol de mierda, que me come la cabeza, que no pienso en otra cosa... Bueno, hoy no voy.
Un miedo atroz la asaltó a Nilda. De pronto se instaló un silencio de esos que parece que a uno le crecen canas. En otras ocasiones, esa resolución de “Lacho” hubiera sido una alegría, un motivo para salir juntos, como en aquel tiempo, cuando la rutina y el desencanto no se habían instalado en sus vidas. Como cuando él todavía se llamaba Rubén Darío y andaba con un libro de poemas bajo el brazo. Pero supuso que quizás se había enterado y ahora no sabía como escapar de esa situación.
Lo que había ocurrido dos domingos atrás no había sido otra cosa que un intento, una prueba a sí misma. Un testimonio de alguien que aún se podía interesar en una señora de más de cincuenta. En una mujer que se cuida, que sin dudas, está lejos de lucir como la chiquilina que “Lacho” había conocido, pero se tiñe el pelo, trata de no engordar, hace gimnasia y usa cremas intentando que la vejez se demore lo más posible. Todo consistió en un rato, tal vez media hora, compartiendo un café, conversando del vacío que ella sentía y de la curiosidad de conocer al señor ese, con el que en el medio del tedio y la tristeza de los domingos, chateaba. Y mirándolo a los ojos, prestarle la oreja sobre los problemas que el hombre exponía.
Sí, fue una cita estúpida —ahora lo comprendía—, una aventura demasiado arriesgada para ser tan tonta, tan inocente y sin el menor atisbo de volver a verse. Ya estaba arrepentida de haber jugado a mujer soltera a través de Internet. Y mucho más exponerse, sólo para conocer a esa persona que le había mentido en la edad, en las facciones, en la altura y en su formación intelectual.
Mientras todos esos recuerdos la asaltaban, descubrió que la espera es el óxido del alma. Mientras el tuco aromaba la cocina y comenzaba a espesarse; ella, todavía sujetaba el temor con las manos entrelazadas, como rogando por un perdón o la aparición de una excusa aceptable. “Pero hoy, justamente hoy, que me había ilusionado con ese café irlandés que Marisa me había propuesto, música celta por medio, en un barcito de Recoleta”.
—¿Qué, pensabas ir algún lado? —preguntó “Lacho”, escrutándola de costado.
—Y, sí. Lo que menos me imaginaba era que a vos se te iba a ocurrir quedarte. ¿Y con quién es la cosa? ¿Yo lo conozco? —y sonrió.
—Avisá, tarado —temiendo que el corazón se le escapara por la boca. —Es con Marisa. Íbamos a ir a tomar un café. Ella me invitó...
—¿Con la gallega?. Y bueno, entonces, si te parece, voy. Total, en la peña, me dieron entrada.
—Bueno, hacé como quieras —dijo Nilda con el enojo que acababa de disipar al momento de zozobra. —O mejor dicho andá. Y sí, ya que tenés la entrada y que Marisa me espera... —Y la situación le arrancó media sonrisa.
Entonces, “Lacho”, con su sonrisa desdentada, el pelo ralo y la malicia chisporroteándole en los ojos, sin que ella se enterara, apagó el grabadorcito que le habían regalado en su último cumpleaños, de esos chiquitos, que usan los periodistas en los reportajes de calle.
—Voy hasta lo del “Sapo”. Enseguida vuelvo.
—No tardés, que en un rato ya van a estar los tallarines —y con un suspiro de alivio barrió los despojos que quedaban del mal momento. Y sus últimas palabras quedaron flotando entre las macetas y la mierda del perro que “Lacho” aún no había recogido del patio.
—¿Y, qué me decís ahora, boludo? —le preguntó “Lacho” al “Sapo”, luego de hacerle escuchar la grabación.
—Sí, está bien. Es cierto, tu mujer te deja ir a la cancha. Es más, te pide que vayas. En cambio la mía...
—Bueno “Sapito”, andá a llorar a la iglesia, pero antes “garpame” los $100.- que me apostaste.
Después de almorzar, se vistió la azul y oro y el gorro que le regalara Palermo después del 7a1 contra San Lorenzo. Luego del estridente bocinazo, mientras el colectivo oscilaba al vaivén de la horda que llevaba, desde las ventanillas, la pandilla de fanáticos les daban la bienvenida.
“Lacho” subió al vehículo, entonando uno de tantos cánticos de “la doce”. Llevaba una sonrisa de esas, que hacemos muy de vez en cuando; sólo en las ocasiones que nos invade una satisfacción muy grande.
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