Un par de sandalias preceden, con andar sigiloso, a la sotana franciscana. La borla blanca, es un péndulo que marca sus pasos. Un chirrido; el lamento de un portal, gime en el silencio de la noche. A Eusebio Santillana, fraile de misa y olla, cura poco instruido, ese sonido le parece estentóreo. Ese sonido, es acaso, como el último suspiro de un moribundo.
Abre ahora, el Portal de la Gloria. Cruza frente al Colegio de Fonseca. Al trasponer la zona del Arzobispado, el rasante vuelo de un murciélago le congela la sangre. Por un momento, piensa que el Apóstol Santiago acaba de abandonar el sepulcro sabiendo de sus intenciones. Se detiene; las piernas le flaquean. Se lleva el crucifijo a la boca; las manos están húmedas de ansiedad y de miedo. Suspira; espera unos segundos. Se persigna, y al fin, logra entrar a la Catedral.
Sólo él. Él y Dios, están a esa hora en el recinto. El ambiente es lúgubre, oscuro, frío. Sea lo que fuere, está resuelto: Con la disposición de un observador de ultratumba, se asegura (desde dentro), que nadie llegue desde fuera.
Se acerca al altar; la informal, agónica luminosidad de los cirios no logran opacar ni un átomo su belleza. Sólo eso basta para arrobar al hombre. Lo contempla ahora con pasión. Con pasión y temor al mismo tiempo. Lo mira como si descubriera algo inédito. Lo observa con una mirada nueva; siente ante él, una grandeza mitológica. Mira hacia todos lados; cientos de ojos de esculturas, cuadros y tapices lo observan con sus miradas eternamente fijas. Ya no le importa, pero hacia los ojos de Santiago Apóstol no se anima a mirar. Se asegura que sólo Dios sea testigo de esa profanación y con proceder seguro lo roba.
Sale de la Catedral, la sangre le arde. El agravio y la perfidia lo anonadan. Ya no puede detenerse. Ya no puede pararse a reflexionar. Ya no es un cura; ya no es un hombre: es una sombra negra que se desplaza sigilosa por la noche. Mientras regresa a su aposento, como un poseído va murmurando:
"Tu boca, fría como las cumbres de Los Pirineos, impúdica y procaz Que dejas que todas las bocas....
Al otro día, el padre Eusebio Santillana, afectado a las Misiones Jesuitas del Alto Paraná en el Virreinato del Río de la Plata, parte con sus mínimos bártulos, y algo más. Allí va, montado sobre el cansado lomo de una vieja mula. La borla blanca, se balancea como los badajos de las campanas de la Catedral que deja. De espaldas a ella, emprende el rumbo hacia el puerto de Vigo.
Sobre las aguas del inmenso Atlántico, un galeón lo aguarda ansioso, pronto a desplegar las velas. Todo está dispuesto: filibusteros, corsarios, aventureros, se hallan cargando los últimos pertrechos: La oficialidad y el capitán, engalanados con sus mejores atuendos, procuran que nada falte para el largo viaje.
Agua, comida, jaula con aves, jaulones con cerdos y cuatro caballos, yacen en la bodega. Armas, muchas armas. Baratijas, muchas baratijas, están a buen resguardo. Mastines feroces, de ojos amarillos, columbran el puerto desde la cubierta. Solo falta el fraile por llegar. El fraile y la Biblia. Aparece, por fin el cura Eusebio Santillana y aborda.
El Atlántico norte está calmo. El viento sopla suave, favorable. Se desatan las maromas que aferran el galeón a la rada. Se alzan las velas. En el muelle: dos grupos despiden a los que se marchan. Un "conjunto" de caballeros y damas, a un lado. En el otro: una "pandilla" de vulgares y andrajosas gentes. Saludan, con pañuelos de encajes unos. Con las manos callosas, otros.
Allí va la nave, con sus entrañas hambrientas de plata y oro, resuelta a violar a América.
Era un plácido día cualquiera de 1670.
Cuando el padre Blas Vizoso abre los ojos, un exótico pájaro lo está observando desde una rama de un frondoso algarrobo. El pájaro, que insolente, en su plumaje, intenta competir con el arco iris, emprende vuelo, quizá, más asombrado que el hombre. Recién entonces, el padre Blas Vizoso, comprende lo cerca que está de su misión y lo lejos que se halla de España.
Han pasado más de seis años, y nada ni nadie sabe dar cuenta de la suerte corrida por el padre Eusebio Santillana.
Parece paradójico, pero hasta unos segundos antes de despertar, se creía estar paseando plácidamente por los jardines de la Abadía; caminando junto a su entrañable amigo Eusebio, intercambiando conocimientos teolológicos.
Ya no está tendido boca arriba. Se hinca de rodillas sobre el rojo suelo, junta las manos, y mirando al infinito azul, implora:
- ¡Dios, mi señor, haz que lo encuentre con vida!.
A dos días del conmovedor reencuentro, mientras los dos religiosos amigos caminan bajo el claroscuro del follaje, el padre Blas Vizoso, en tono de reproche, exclama:
- ¡Por Dios, padre Eusebio!. ¿Cómo me dices que no has podido infundir la fe en estas gentes?.
- Padre Blas.- responde el padre Eusebio. - Jamás podrán creer en lo que creemos, pues no vive temiendo, sino sabiendo que serán eternos. Y lo serán, sin duda, porque lo sepan o no, son buenos hijos de Dios, pues ni siquiera malos pueden ser. ¿Y sabes por qué?: Porque su vida depende segundo a segundo, desde su primaria existencia, en hacer todo bien. Supeditan, inexorablemente, uno de los otros; sino ya hubieran perecido. Esta selva, no permite cometer error alguno. ¿O piensas acaso que has llegado a mí gracias a la Divina Providencia?. ¿Tu crees que si no fuera por estos indígenas estarías aquí?.
- Hombre, no.- contesta el padre Blas bajando la vista. - Pero otros lo han logrado. Esa era tu misión.- agrega.
- Sí, es cierto, pero a fuerza de espada, arcabuz, mastines hambrientos de carne aborigen y montados en colosales corceles, oficiando de Dioses implacables.
Nada responde el padre Blas. Siguen andando por el escarpado sendero. Tres nativos van delante, otros dos detrás. Un rugido de agua precipitándose, cada vez más intenso, va ahogando el incesante canto de los pájaros.
- ¿Ves?.- dice el padre Eusebio. Ni todos los libros que quemaron en Alejandría. Ni todos los árboles de nuestra vieja Europa. Ni todos tus conocimientos botánicos (que son muchos), pueden superar los que conocerás aquí. Con sólo andar el trecho que anduvimos, ya hallaste más especies que las que puedes soñar.
Llegan al lugar, donde se columbran, exuberantes, las cataratas del Iguazú. Una pertinaz llovizna que se eleva de las entrañas de la tierra, los empapa. Toso los sonidos de la naturaleza los envuelven, los estremecen, los arroban.
- ¿Ves ahora lo que digo?.- exclama el padre Eusebio con vehemencia, levantando la voz por encima del estruendo del agua. ¿Podrías imaginarte algo así, aunque fuera en su cuarta parte?.- vuelve a preguntar apasionadamente.
- No, jamás.- responde el padre Blas atónito, al contemplar la magnificencia del paisaje.
- Bien, ahora dime: ¿Qué se te ocurre de todo esto? ¿Qué tienes para decir?.
- Hombre... pues: Una selva, un río y una cascada como no creí que hubiera.
- ¡Me cago en la leche!.- prorrumpe el padre Eusebio. - ¡Tanto libro y tanto santo, te han dejado con menos imaginación que un pollo!. Fíjate bien Blas, mira hacia abajo. ¿No ves tu, una gigantesca vagina, preñándose gozosa de simiente?. Porque esto ya no es agua, coño, esto es semen. ¿O te piensas que toda esta orgía de verde que nos circunda, es nada más que una simple selva?. ¿Y el color de la tierra....?. No amigo; esto es un continente puro, virgen, casi como María.
- Padre Eusebio. ¡Por Dios, no blasfemes!.
- ¡No me llames más Padre, coño!. Llámame Eusebio, o "Sá-Porá", como me llaman ellos.- le pide, refiriéndose a los indígenas.
- ¿Y qué significa?.
- Ojos lindos u ojos verdes, no sé.- y hace un mohín burlón que obliga a esbozar una sonrisa a su compañero.
- Dime Eusebio: ¿Es que reniegas de todo tu pasado?. ¿Es que piensas seguir así, repudiando a tu raza, a tu estirpe, a tu iglesia; casi desnudo, como un paria y viviendo polígamo, en pecado?.
- Yo no reniego de nada, Blas. Es sólo que ya conozco la diferencia. ¿Vas a comparar el Tajo o el Ebro con esto?. ¿Tienen algo que ver los Jardines del Palacio Real de Madrid con esto?. ¿Y la hipocresía de las damas españolas, tapando todos sus dones y destapando luego, en el confesionario, sus pecados y sus malas acciones?. Esto amigo mío, esto es la pureza. Aquí está la creación. Aquí, es donde yo siento a Dios; más que en nuestros recalcitrantes templos. Todo aquí es virgen, níveo. A la espera de todo, y a la vez, esperanzado en nada. ¡Así, como lo ves, así, salvaje!.
- Estas loco, loco de atar.- dice el padre Blas conmovido. - Pero me temo, que aunque no te comprendo, te perdono. Te perdono, pero a medias, pues has logrado enquistar en mi alma un noble sentimiento de envidia.
Se abrazan los amigos. La sotana marrón del padre Blas, envuelve el torso desnudo, broncíneo de Eusebio. Ese abrazo, es mucho más que un abrazo. Ese abrazo no puede compararse con el que se dieron en el Monasterio cuando dejaron de ser seminaristas.
Emprenden el regreso. Comienzan a descender por un húmedo sendero. Cada tanto, el hombre de la sotana, se detiene ante una exótica planta, y en un cuadernillo que lleva, la dibuja y pregunta su denominación en guaraní. No tiene calificación castellana. Al tiempo que se alejan; el quejido de la tierra recibiendo el agua, se va disipando. Tornan a escucharse los sonidos del monte.
De pronto, entre el sin fin de matices de verde: un agujero azul, deja que el calcinante sol penetre. Acaban de llegar a "La Nueva Galicia". Así es como el ex-cura ha bautizado al mísero grupo de chozas diseminadas en el claro del bosque.
Ingresan ahora ambos, a la más espaciosa. Con tono afable y en idioma guaraní, Eusebio pide a las mujeres que los dejen solos.. Cinco mujeres de ébano, salen. Cinco mujeres semidesnudas, jóvenes y de singular belleza se alejan. Dos de esas mujeres, se encuentran en estado de gravidez. Allí van, sumisas, llevando consigo a seis de los diez descendientes de Eusebio. Seis niños cobrizos, sanos, esbeltos, de rasgos aborígenes y sorprendentes ojos verdes. Verdes como el monte que los cobija. Verdes como los ojos españoles del hombre que los concibió.
Están ahora solos, dentro de la choza. Choza de la cual se filtra, en rayas oblicuas, el lujurioso sol de la tarde, por los resquicios del efímero techo de hojas de palma.
El renegado cura, toma un puñal toledano. Puñal que al padre Blas sor prende, pues es el único vestigio que halla, en ese lugar, de su lejana España. Eusebio, aparta un canasto de mimbre finamente entrelazado. Donde este estaba, comienza a escarbar el alisado suelo de tierra sanguínea. Al minuto, con una sonrisa que hubiera contagiado al más desdichado de los hombres, desentierra una botella de vino de La Rioja. La vieja Rioja española.
- Hace más de seis años que estoy esperando la ocasión para beberla...Es muy triste beber un vino sólo... Y el momento es hoy; amigo del alma..- dice Eusebio, limpiándola ligeramente con ambas manos.
- ¡Qué cura cabrón eres!.- enfatiza el padre Blas, riendo.
- Era.- rectifica Eusebio, sonriendo con melancolía.
Introduce una mano en el cesto. Quita algo envuelto en un retazo de tela marrón. Retazo de lo que fue su investidura. Retazo de lo que queda de su vida religiosa.
Cuidadosamente lo desenvuelve, y deja al descubierto un cáliz de metal precioso de impresionante belleza. Una línea solar, lo ilumina y parece bifurcarse en mil estrías rutilantes.
- ¡Santo Dios!.- exclama el padre Blas, santiguándose. - ¡Es el grial de la Catedral de Santiago de Compostela!.
Sí.- responde Eusebio, riendo a carcajadas. Luego, lo limpia con la tela que lo envolvía. Vuelca en él, parte del vino. Alza el cáliz, y como en trance, exclama a toda voz:
- "Tu boca, fría, como las cumbres de los Pirineos, impúdica y procaz. Que dejas que todas las bocas beban de ti. Desde hace mucho, eres mía, sólo mía; hasta que mi ánimo disponga. Y ese día, cuando me plazca, te estrellaré contra el suelo. Y pasarás a ser, nada más, que una simple copa rota".
- ¡Eusebio, no!. Por Dios.- grita espantado el padre Blas, alzando las manos, procurando evitar el intento, o pidiendo clemencia.
- Quédate tranquilo, hombre.- dice maliciosamente Eusebio.- Sólo quise demostrarte que yo...- y unas lágrimas delatoras se le asoman desde sus vivaces ojos verdes.. Acercándole el cáliz al amigo, añade:
- Anda, bebamos juntos amigo Blas. Bebamos, que cuando estemos entonados por el último sorbo de vino, que quizá yo beba en lo que Dios disponga me quede de vida, tengo que pedirte algo. Anda, bebe tu primero.
El 8 de julio de 1677, la Catedral de Santiago de Compostela, cobijó más gente que nunca. El reciente santificado Obispo, Vuestra Excelencia, Blas Vizoso, se regocijó oficiando la misa de once.
Después de siete años de ausencia en ese altar, el santo grial de oro, volvió a refulgir ante los asombrados ojos de los feligreses. Después de siete años, el nuevo Obispo, bendijo el vino de misa que en él vertió. Luego, despaciosamente, alzó el cáliz, lo llevó hacia su sonriente boca, apoyó los labios en él, y recordando a alguien que todas las autoridades eclesiásticas daban por muerto, bebió el vino.
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