Aquella muchacha
Emilio Nuñez Ferreiro

Aquella muchacha que siempre recuerdo, tenía días en que sus ojos eran color tabaco, color miel, y hasta un tono similar a las pasas de Corintio. Sin embargo, por momentos esas tonalidades mudaban, y de pronto, me hacían evocar a las aceitunas verdes, a limones a medio madurar, a un crepúsculo marino, o a una pradera de Galicia.

Cuando tenía los ojos castaños, su pelo era lacio y caía como una cascada de fibras de robledal. En cambio, cuando todos los verdes acudían a sus iris, la cabellera se ensortijaba, y al andar, de su cabeza flotaban virutas de oro.

Aquella chica, si bien tenía esa sorprendente particularidad, era una joven como todas las de la década del veinte: Soñaba con casarse enamorada, tener dos hijos y vivir feliz toda la vida. En aquella época, cuando yo era el amor de su vida, también pensaba lo mismo. Pues la vida, cuando se es tan tierno, adquiere tal sencillez que no da lugar para demasiadas complicaciones. Pero claro, con el tiempo fui descubriendo algunos detalles que, no sé por qué, nunca los he conversado con nadie.

Cuando yo iba a verla, ella me esperaba, siempre, en el fondo de su casa. Dicho así no tiene, por cierto, nada de particular, pero si bien yo sabía que iba a encontrarla ahí, incondicionalmente, no tenía ni la más remota idea en qué lugar. Naturalmente, se puede pensar que el parque era enorme. Pues no. Era un jardín de unos doscientos metros cuadrados y si bien tenía dos árboles (un pino y un liquidámbar), y entre ambos un aljibe, lo demás era parque, siempre muy bien cuidado.

La primera vez que ocurrió algo que consideré fuera de lo normal, fue cuando ella apareció en la cúspide del pino. En cuanto la descubrí, su rostro se iluminó. Luego saltó, y los doce metros que la distanciaban del suelo, los bajó despacio, como en cámara lenta. Y en tanto se acercaba al suelo, más lento era el descenso. Si bien me llamó la atención, me emocionó la sonrisa que traía, el ondular del vestido, la forma en que su pelo le brillaba al viento; y mucho más, el beso que me dio en cuanto mi fascinación la recibió en mis brazos.

Eso tenía también ella: El sabor de sus besos. Siempre cambiaban en función del color del pelo y de los ojos. O sea que tenía el encanto de no aburrir; pero a la vez, me hacía albergar la duda de no saber, a ciencia cierta, cuál era el verdadero gusto de sus besos.

Otra vez, (recuerdo ese día, pues el señor Gentile, acababa de inaugurar, muy cerca de ahí, una hermosa casona en las esquinas de la segunda Rivadavia y Santa Rosa). Luego de buscarla un rato, emergió del brocal sin una mancha, ni gota de agua. A mí, esas cosas, en cierto modo me sorprendían, pero ella lo hacía tan natural y me sonreía de una manera, que ni se me ocurría preguntarle cómo lo conseguía.

Todo en ella era sorpresa. Nada era previsible; pues nunca se sabía cómo, ni de qué manera iba a aparecer.

Cuando comenzamos a tener relaciones íntimas fue maravilloso, pero de epílogos inciertos. Pues ella, a medida que gozaba de la unión, iba cambiando de color; y en tanto que eso ocurría, de todos sus poros iban emanando distintos aromas. Ella siempre decía que, cuando culminaba todo, si en el ambiente predominaba el perfume a magnolias, era porque había disfrutado en su máxima medida. Yo, por supuesto, me proponía a que eso ocurriera siempre, pero no era tan fácil, pues ella, a medida que llegaba a la frontera que divide el deleite de los espasmos, comenzaba a elevarse; entonces, yo tenía que aferrarme a ella con todas mis fuerzas, intentando que llegara al éxtasis.

Además, su habitación era tan pequeña...

Recuerdo que si en esas ocasiones no daba con la cabeza contra el borde del ropero, chocaba con los pies en el ventilador; o con los codos, tiraba al suelo alguno de los cuadros. Una noche, menos mal que los padres no estaban, salimos por la ventana y comenzamos a elevarnos hasta la altura de la anteúltima rama del pino. Afortunadamente, esa vez, ella me abrazó tan fuerte que evitó que me precipitara; entonces, fuimos cayendo lentamente; pero en el ámbito quedó un simplón aroma a claveles.

Ella decía que a mí no me pasaba lo mismo porque yo no sabía soñar, ni me dejaba llevar por las fantasías que todos tenemos. No sé si tenía razón. Posiblemente, sí; pero aquella vez que fuimos al Delta del Tigre y en plena tarde, cuando todos los que habían compartido con nosotros el carricoche y el lanchón, estaban tomando sol o bañándose, y nos vieron salir flotando por la ventana de la piecita que nos habían asignado, a mí, me dio cierto pudor. Sobre todo, cuando después de pocos minutos tuve que regresar caminando hacia nuestra habitación totalmente desnudo, renegando de mi suerte, tratando de ocultar mis partes licenciosas con las manos, mientras todos se reían, señalándome.

Ella, llegó al rato como si nada hubiera pasado; pero en cuanto entró, se sentó en el borde de la cama y puedo asegurar que, de aquel día, nunca me voy a olvidar. Aún me parece verla: Comenzó a perder el color; palideció hasta parecer extinta; el cabello se tornó casi blanco; y los ojos, grises hasta lo inadmisible. Lo que más me impresionó fue que no olía a nada. Me asusté; temí lo peor, y pregunté qué le pasaba. No me respondió; con los ojos llorosos me miró como jamás lo había hecho; me acarició con más ternura que nunca, y ante mi asombro, se esfumó.

Esa misma noche, abandoné la isla y me dirigí hasta su casa. Me sorprendió verla tan oscura. Luego de notar la ausencia del llamador, me acerqué a la puerta del living y golpeé. Cuando lo hice, recién me percaté que tanto las aberturas como las paredes, tenían un estado de abandono que yo jamás había notado. El candil del vecino, por suerte, superaba el tapial de la medianera y algo me alumbraba; entonces me dirigí hasta los fondos. La sorpresa me quitó el habla; quedé atornillado al suelo. No podía creer lo que mis ojos presenciaban: Tanto el pino como el liquidámbar, eran dos pequeños arbolitos que apenas superaban el metro de altura. En cuanto la turbación me lo permitió, me acerqué a la ventana de mi enamorada, y apenas hacerlo, huí despavorido: el hedor a abandono y humedad, me horrorizó.

No estoy seguro, cada vez tengo menos certezas y más preguntas. A veces pienso que, de todas maneras, iba a terminar con esa relación, pues notaba que no podía vivir en permanente zozobra. Tal vez por eso, es que, desde 1927, apenas lo inauguraron, (y no por mi edad), soy un internado más de la Colonia de Ancianos de Ituzaingó. Y ahora, que después de veinte años, el director es don Idélico Gelpi, al fin me dejaron salir un rato. Pero, no sé por qué, después de tantos años, hoy me animé, a confesar estas cosas...

Quizás, por que hacía mucho que no volvía por acá. Entonces, al pasar por aquella casa, verla pintada nuevamente, y con los dos árboles del fondo tan añosos, se me dio por recordar. Tal vez, me anime, y otra vez que se me dé por salir, llame de nuevo. En una de esas...

Emilio Nuñez Ferreiro
De “Historias en Sépia”

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