Escenas de la vida de un monstruo doble
cuento de Vladimir Nabokov

(Traducción de Edgardo Cozarinsky)

Hace algunos años el doctor Fricke nos preguntó a Lloyd y a mí algo que ahora intentaré contestar. Con una pensativa sonrisa de deleite científico acarició la carnosa banda cartilaginosa que nos une (omphalopagus diaphragmo-xiphodiclymus, como tradujo Pancoast un caso similar) e inquirió si podíamos recordar la primera vez que uno de nosotros, o ambos, tuvimos conciencia de la peculiaridad de nuestra condición y destino. Todo lo que Lloyd pudo recordar fue cómo nuestro Abuelo Ibrahim (o Ahim o Ahem: fastidiosas masas de sonidos muertos para el oído de hoy...) solía tocar lo que el doctor estaba tocando y lo llamaba un puente de oro. Yo no dije nada.

Pasamos nuestra infancia en una fértil colina, junto al Mar Negro, en la granja de nuestro abuelo, cerca de Karaz. Su hija más joven, la rosa del Oriente, la perla del gris Ahem (si tal hubiese sido, el viejo pillo pudo haberla cuidado más), había sido violada por un anónimo procreador en un huerto al borde de un camino y poco después, tras habernos dado a luz había muerto —imagino que de puro horror y pena. Ciertos rumores mencionaban un mercachifle húngaro; otros favorecían a un coleccionista de pájaros alemán, o a algún miembro de su expedición: el taxidermista, con más seguridad. Tenebrosas tías cargadas de collares, cuyas voluminosas vestimentas olían a aceite de rosa y a carnero, proveyeron como diestros vampiros a las necesidades de nuestra monstruosa infancia.

Los villorrios cercanos pronto se enteraron de la asombrosa noticia y empezaron a enviar a nuestra granja inquisitivos delegados. En los días de fiesta podía vérselos subir laboriosamente las laderas de nuestra colina, como peregrinos en estampas de colores brillantes. Había un pastor de más de dos metros de altura, v un hombrecito calvo con anteojos, y soldados, y las sombras crecientes de los cipreses. También los niños acudían a cada momento y eran alejados a puntapiés por nuestras celosas niñeras; pero casi todos los días algún jovenzuelo de ojos negros y pelo corto, vestido con pantalones de azul desteñido con remiendos oscuros, lograba abrirse camino como un gusano a través del cornejo y la madreselva y de los torcidos árboles de Judas hasta llegar al patio de guijarros con la vieja fuente reumática donde los pequeños Lloyd y Floyd (entonces teníamos otros nombres, llenos de incisivas letras aspiradas, pero no importa) masticaban tranquilamente damascos secos al pie de una pared encalada. Entonces, súbitamente, la hache parecía un ojo, el dos romano un uno, las tijeras un cuchillo.

No puede haber, desde luego, comparación alguna entre este impacto del conocimiento, por inquietante que haya sido, y la conmoción emotiva que recibió mi madre. (De paso: iqué serena alegría en este uso deliberado del posesivo singular!) Debe de haberse dado cuenta de que paría mellizos; pero cuando se enteró —como no pudo dejar de enterarse— de que los mellizos estaban unidos... ¿Qué sintió? Con la gente apasionadamente comunicativa, ignorante e irreprimida que nos rodeaba, la familia sumamente locuaz que cercaba los límites de su lecho desordenado seguramente le dijo de inmediato que algo terrible había sucedido: y se puede tener la certeza de oue sus hermanas, en un frenesí de miedo v compasión, le mostraron el bebé doble. No digo que una madre no pueda amar semejante objeto doble, v olvidar en ese amor el oscuro rocío de su origen profano; creo simplemente que la mezcla de asco, piedad y amor maternal fue demasiado para ella. Los dos componentes de la pareia oue enfrentaban sus ojos absortos eran hermosos y sanos. con una pelusa rubia y sedosa en sus cráneos lilas, y piernas y brazos bien formados, como de caucho, que se agitaban como las muchas extremidades de algún maravilloso animal marino. Cada uno era eminentemente normal, pero juntos formaban un monstruo. Es extraño, realmente, pensar que la presencia de una mera banda de tejidos, un faldón de carne poco más largo oue el hígado de un cordero sea capaz de transformar la alegría, el orgullo, la ternura, la adoración y la gratitud a Dios en horror y desesperación.

En cuanto a nosotros, la cosa era mucho más sencilla. Los adultos eran demasiado diferentes de nosotros en todo sentido como para permitir cualquier analogía, pero nuestro primer visitante contemporáneo fue para mí una revelación moderada. Mientras Lloyd contemplaba plácidamente al atónito niño de siete u ocho años que nos observaba a la sombra de una higuera encorvada v también observante, recuerdo haber apreciado totalmente la diferencia esencial entre el recién llegado y yo. Él proyectaba una sombra corta y azul en el suelo; yo también, pero además de esa compañía inestable, plana y sumaria que él y yo debíamos al sol y que se desvanecía con el mal tiempo, yo poseía otra sombra, un reflejo palpable de mi persona corpórea que siempre estaba a mi lado, a mi izquierda, mientras mi visitante había logrado de algún modo perder al suyo, o se lo había desprendido y lo había dejado en su casa. Lloyd y Floyd, unidos, eran completos y normales; él no era una cosa ni la otra.

Pero quizá para dilucidar estas cuestiones tan minuciosamente como lo merecen, debería decir algo de recuerdos aún anteriores. A menos que las emociones adultas manchen las pasadas creo que puedo atestiguar el recuerdo de cierto disgusto leve. Por virtud de nuestra duplicidad anterior, yacíamos originalmente frente a frente, unidos por nuestro ombligo común, y en aquellos primeros años de existencia, mi cara era frotada constantemente por la dura nariz y los labios húmedos de mi mellizo. Una tendencia a echar la cabeza hacia atrás y a separar nuestras caras lo más posible fue la reacción natural ante esos incómodos contactos. La gran flexibilidad de nuestra banda de unión nos permitía tomar recíprocamente una posición más o menos lateral, y cuando aprendimos a caminar nos meneábamos en esa actitud "lado a lado” que debe de haber parecido más forzada de lo que realmente era, haciéndonos semejantes —supongo— a un par de enanos ebrios que se sostenían el uno al otro. Durante mucho tiempo volvíamos durante el sueño a nuestra posición fetal; pero apenas nos despertaba la incomodidad que ella provocaba, apartábamos de nuevo las caras con un sacudón, con enfrentada repugnancia, con un doble chillido.

Insisto en que a los tres o cuatro años nuestros cuerpos rechazaban oscuramente su torpe conjunción mientras nuestras mentes no discutían su normalidad. Luego, antes que pudiésemos tener conciencia de sus desventajas, la intuición física descubrió un medio de atemperarlas; v desde entonces apenas pensamos en ellas. Todos nuestros movimientos se convirtieron en un juicioso compromiso entre lo común y lo particular. El diseño de los actos suscitados por este o aquel impulso mutuo formaba una especie de fondo generalizado, gris y parejo, contra el cual el impulso discreto (de él o mío) seguía un curso más brillante y acentuado, pero (guiado como estaba por la urdimbre del diseño de fondo) nunca se desviaba de la trama común o del capricho del otro mellizo.

Me refiero ahora sólo a nuestra infancia, cuando la naturaleza aún no podía permitirse socavar mediante un conflicto entre nosotros nuestra vitalidad tan duramente ganada. En años posteriores tuve ocasión de lamentar que no hayamos perecido o que no hayamos sido separados mediante la cirugía, antes de abandonar esa etapa inicial en que un ritmo omnipresente, como cierto distante tom-tom que latiese en la selva de nuestro sistema nervioso, era el único responsable de la regulación de nuestros movimientos. Por ejemplo, cuando uno de nosotros iba a inclinarse para apropiarse de una hermosa margarita y el otro, exactamente en el mismo momento, estaba a punto de estirar un brazo para arrancar un higo maduro, el éxito individual dependía del modo en que el movimiento de cada uno sabía adaptarse a la pulsación actual de nuestro ritmo común y continuo, tras lo cual, con un brevísimo movimiento espasmódico. el ademán interrumpido de un mellizo era absorbido y disuelto en la onda enriquecida de la acción completada por el otro. Digo “enriquecida” pues el fantasma de la flor no arrancada, de algún modo parecía estar también allí, latiendo entre los dedos que se cerraban sobre la fruta.

Podía haber un período de semanas o aun meses en que el ritmo conductor estuviese mucho más a menudo del lado de Lloyd que del mío, y luego podía sobrevenir un período en el cual yo estuviese en la cresta de la ola; pero no puedo recordar ningún momento de nuestra infancia en que la frustración o el éxito en estas cuestiones provocase en alguno de nosotros resentimiento u orgullo.

En alguna parte dentro de mí, sin embargo, debe de haber habido alguna célula sensible que se extrañase ante algo tan curioso como esa fuerza que de pronto me arrancaba del objeto de algún deseo fortuito para llevarme a otras cosas no deseadas, arrojadas en la esfera de mi voluntad en vez de ser alcanzadas conscientemente y envueltas en sus tentáculos. De ese modo, mientras yo observaba a algún niño que casualmente nos observase a Lloyd y a mí, recuerdo haber reflexionado sobre los dos aspectos del problema: primero, si quizá un estado corpóreo individual tenía más ventajas que el nuestro; segundo, si todos los niños eran individuales. Se me ocurre ahora que muy a menudo los problemas que me inquietaban tenían dos aspectos; quizá una gotera de la cerebración de Lloyd penetraba mi mente y uno de los dos problemas elaborados era suyo.

Cuando el codicioso Abuelo Ahem decidió exhibirnos a las visitas por dinero, siempre hubo entre las manadas que acudieron algún bribón ansioso por oírnos hablar entre nosotros. Como sucede con las mentes primitivas, exigía a sus oídos que corroboraran lo que sus ojos veían. Nuestra gente nos amenazó para oue complaciésemos esos deseos y no entendía qué tenían de lamentable. Pudimos haber invocado nuestra timidez, pero la verdad era que en realidad nunca nos hablábamos aunque estuviésemos solos, pues los breves y quebrados gruñidos de reconvención esporádica que a veces intercambiábamos (por ejemplo cuando uno se había herido un pie y lo tenía vendado, y el otro quería ir a chapotear en el arroyo) apenas podían considerarse diálogo. Realizábamos sin palabras la comunicación de sensaciones sencillas y esenciales: hojas derramadas en el torrente de nuestra sangre compartida. Los pensamientos inconsistentes lograban deslizarse y viajar entre nosotros. Los más ricos los guardaba cada uno para sí, pero aun entonces ocurrían extraños fenómenos. Sospecho por esto que Lloyd, a pesar de su carácter más calmo, luchaba con las mismas realidades nuevas que me desconcertaban. Cuando creció olvidó muchas cosas. Yo no he olvidado nada.

Nuestro público no sólo esperaba oírnos hablar: también quería que jugásemos juntos. ¡Imbéciles! Obtenían una diversión considerable viéndonos desplegar ingenio en el juego de damas o en el muzla. Presumo que si hubiésemos sido mellizos de sexo opuesto nos habrían hecho cometer incesto en su presencia. Pero como los juegos mutuos no eran para nosotros más habituales que la conversación, sufríamos suplicios sutiles cuando éramos obligados a ejecutar los entumecidos movimientos de pasarnos el uno al otro una pelota en algún lugar entre los esternones, o de fingir que nos disputábamos un palillo. Provocábamos aplausos frenéticos corriendo por el patio con los brazos de uno alrededor de los hombros del otro. Sabíamos saltar y dar vueltas.

Un vendedor ambulante de específicos, un individuo pequeño y calvo con una blusa rusa blanca y sucia, sabía un poco de turro y de inglés, nos enseñó frases en estos idiomas y después tuvimos que demostrar nuestra habilidad a un público fascinado. Todavía sus rostros inflamados me persiguen en las pesadillas, pues vienen cada vez oue mi fabricante de sueños necesita algún número de excepción. Vuelvo a ver al gigante pastor con rostro de bronce y harapos multicolores, a los soldados de Karaz, al sastre armenio tuerto y jorobado (un monstruo por derecho propio), niñas rientes, ancianas suspirantes, niños, gente joven con ropas occidentales: ojos ardientes, dientes blancos, negras bocas abiertas; y, desde luego, al Abuelo Ahem con su nariz de marfil amarillo y su barba de lana gris, mientras dirige las operaciones o cuenta los billetes sucios o humedece su enorme pulgar. El lingüista, el de blusa bordada y cabeza calva, cortejaba a una de mis tías pero observaba constantemente a Ahem con envidia a través de sus anteojos con montura de acero.

Hacia los nueve años supe con suficiente claridad que Lloyd v yo constituíamos un fenómeno de los más insólitos. Este conocimiento no provocó en mí ningún júbilo especial, ninguna vergüenza especial. Pero una vez, una cocinera histérica y bigotuda que se había encariñado mucho con nosotros y compadecía nuestra desgracia declaró con una maldición atroz que en ese misma instante iba a separarnos por medio de un resplandeciente cuchillo que blandió súbitamente. (En el acto fue dominada por nuestro abuelo y por uno de nuestros tíos recién adquiridos.) Tras ese incidente, a menudo jugueteé con una inocente ensoñación, imaginándome de algún modo separado del pobre Lloyd, quien de algún modo conservaba su monstruosidad...

El incidente del cuchillo no me preocupó y de todos modos la forma de separación permaneció muy vaga; pero imaginé muy nítidamente la súbita disolución de mis cadenas y la sensación de liviandad y desnudez que sobrevendría. Me imaginé pasando por encima del cerco —un cerco cuyas estacas estaban coronadas por cráneos descoloridos de animales de la granja— y bajando hacia la playa. Me vi saltando de piedra en piedra e internándome en el mar deslumbrante, y volviendo en cuatro patas a la orilla y correteando por la arena con otros niños desnudos. Soñaba todo esto por las noches: me veía huir del abuelo, llevándome un juguete, un gatito o un pequeño cangrejo apretados contra mi lado izquierdo; me veía encontrándome con el pobre Lloyd, quien en el sueño se me aparecía cojeando, atado desesperadamente a un mellizo también cojo, mientras yo podía bailar alrededor de ellos y palmearlos en sus humildes espaldas.

Me pregunto si Lloyd tenía visiones parecidas. Algunos médicos han opinado que a veces nuestras mentes se entremezclaban al soñar. Una mañana gris azulada, Lloyd tomó una ramita y dibujó en el polvo un barco con tres mástiles. Yo me había visto dibujar ese barco en la penumbra de un sueño que había soñado la noche anterior.

Una amplia capa negra de pastor cubría nuestros hombros, y cuando estábamos en cuclillas, todo salvo nuestras cabezas y la mano de Lloyd quedaba oculto en sus pliegues. El sol había salido poco antes y el cortante aire de marzo era una capa sobre otra de hielo semitransparente a través del cual el torcido árbol de Tudas florecía toscamente con manchas borroneadas de rosado purpúreo. La casa blanca, larga y baja que estaba detrás de nosotros, llena de mujeres gordas con sus maridos malolientes, dormía profundamente. No dijimos nada; ni siquiera nos miramos; pero, arrojando lejos su ramita, Lloyd puso su brazo derecho sobre mi hombro, como hacía siempre que deseaba que caminásemos rápido; y arrastrando el borde de nuestra prenda común sobre las malezas secas, mientras los guijarros se deslizaban bajo nuestros pies, nos dirigimos hacia la avenida de cipreses que conducía a la playa.

Era nuestro primer intento de visitar el mar que desde la cumbre de nuestra colina veíamos brillar suavemente a lo lejos, rompiendo pausada y silenciosamente sobre las rocas lustrosas. No necesito esforzar mi memoria aquí para ubicar esa huida accidentada en un lugar decisivo de nuestro destino. Pocas semanas antes, en nuestro decimosegundo cumpleaños, el abuelo Ibrahim había empezado a acariciar la idea de enviarnos en compañía de nuestro tío más reciente en una gira de seis meses por el país. Regateaban constantemente por las condiciones, habían disputado y hasta llegaron a pelearse; Ahem llevó la mejor parte.

Temíamos a nuestro abuelo y detestábamos al tío Novus. Sentíamos, presumiblemente, de algún modo monótono y desdichado (sin conocer nada de la vida, pero oscuramente conscientes de que el tío Novus se empeñaba en engañar al abuelo), que debíamos intentar hacer algo para impedir que un empresario nos hiciese rodar en una prisión circulante, como monos o águilas. O quizá fuimos impulsados sólo por la idea de que esa era nuestra última oportunidad de gozar a solas nuestra pequeña libertad v hacer lo que nos estaba absolutamente prohibido: ir más allá de cierto cerco, abrir cierto portón.

Nos fue fácil abrir el desvencijado portón, pero no logramos hacerlo volver a su posición inicial. Un cordero blanco y sucio, con ojos ambarinos y una marca carmesí pintada sobre su frente dura y chata, nos siguió durante un rato antes de perderse entre los robles. Un poco más abajo, pero todavía muy por encima del valle, tuvimos que cruzar el camino que rodeaba la colina y unía nuestra granja con la carretera paralela a la costa. Un golpeteo de cascos y un raspar de ruedas se precipitaron sobre nosotros; con capa v todo nos arrojamos tras unos matorrales. Cuando el estruendo hubo cedido, cruzamos el camino y proseguimos junto a un declive cubierto de malezas. El mar plateado se ocultaba gradualmente detrás de cipreses y restos de viejos muros de piedra. Nuestra capa negra empezó a pesarnos y dar calor, pero perseveramos bajo su protección, temiendo que de otro modo algún transeúnte pudiese advertir nuestro achaque.

Aparecimos en la carretera, a pocos metros del audible mar, y allí, esperándonos bajo un ciprés, estaba un vehículo oue conocíamos, parecido a un carro con ruedas altas, con el tío Novus oue se bajaba del pescante... ¡Hombrecillo siniestro, taimado, ambiciono y sin principios! Pocos minutos antes, nos había divisado desde una de las galerías de la casa del abuelo y no había podido resistir a la tentación de aprovechar una escapada que milagrosamente le permitía apoderarse de nosotros sin forcejeos ni alborotos. Maldiciendo a los timoratos caballos, nos hizo subir rudamente al carro, nos hizo bajar las cabezas con un empujón y amenazó castigarnos si intentábamos espiar bajo nuestra capa. El brazo de Lloyd aún rodeaba mi hombro, pero un sacudón del carro lo separó. Las ruedas ya crujían y rodaban. Pasó algún tiempo antes que nos diésemos cuenta de que el conductor no nos llevaba a casa.

Veinte años han pasado desde aquella mañana gris de primavera, pero en mi mente está mucho mejor conservada que muchos sucesos posteriores. Una y otra vez la paso frente a mis ojos como un trozo de película cinematográfica, como he visto hacer a grandes malabaristas cuando repasan sus números. Así repaso todas las etapas y circunstancias y detalles incidentales de nuestra huida abortiva: el temblor inicial, el portón, el cordero, la ladera resbaladiza bajo nuestros pies torpes. Los tordos que espantamos deben de habernos visto como algo extraordinario: cubiertos con esa capa negra de la que sólo asomaban nuestras cabezas rapadas sobre delgados cogotes. Las cabezas giraban a uno y otro lado, cautamente, hasta alcanzar finalmente la carretera paralela a la costa. Si en ese momento algún aventurado desconocido hubiese desembarcado en la playa tras dejar su barco en la bahía, habría experimentado seguramente una emoción de antiguo encantamiento al enfrentarse con un dócil monstruo mitológico en un paisaje de cipreses y piedras blancas. Lo habría venerado, habría derramado dulces lágrimas. Pero, desgraciadamente, allí no había nadie para recibirnos excepto ese delincuente preocupado, nuestro nervioso secuestrador, un hombrecillo con cara de muñeca y anteojos baratos, uno de cuyos vidrios había sido remendado con un parche.

cuento de Vladimir Nabokov

(Traducción de Edgardo Cozarinsky)

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur"  Nº 271 julio / agosto de 1961 Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

Email: echinope@gmail.com

X: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Vladimir Nabokov

Ir a página inicio

Ir a índice de autores