El globo fantástico |
A Mikel e Itziar |
…Haz
para ti un Arca de madera bien acepillada; en el Arca dispondrán
celditas, y las calafatearás con brea por dentro y por fuera. Y
has de fabricarla de esta suerte: la longitud del Arca será de
trescientos codos, la latitud de cincuenta, y de treinta codos su altura. Harás
una ventana en el Arca, y el techo o cubierta del Arca le harás no plano,
sino de modo que vaya alzándose hasta un codo, y escupa el agua; pondrás
la puerta del Arca en un costado, y harás en ella tres pisos, uno abajo,
otro en medio y otro arriba… “El
Génesis” Érase
una vez una ciudad llamada Redonda. En ella las calles eran redondas, los
árboles, calles y plazas, también redondas, como globos. Vivían
por aquel entonces un niño muy pequeño, de apenas dos años de edad,
junto a su madre, que se trataba de toda una dama. Bella, fina y culta,
mantenía el pequeño hogar con los ingresos que ganaba trabajando de
secretaria en una empresa editorial especializada en literatura infantil. Por
la mañana, nada más levantarse, tomaba a su pequeñín, le cambiaba de
pañal, inundaba con un montón de besos su pequeña cara hasta lograr
hacerle reír, y cuando ya le veía desperezándose del todo, le sentaba
en la poltrona, le cubría con el baberito y le preparaba una papilita de
cereales con miel. El
Enanito Guapo, que así le llamaba su madre, en ocasiones no quería
comer, y entonces chillaba y chillaba. Vamos, gritaba tanto, eran tan
potentes sus trinos que hasta los pajaritos apostados en los tamarindos
cercanos a su casa le devolvían el saludo, alegres y vitales ellos, ante
el comienzo de un nuevo día. Pero en otras ocasiones comía bien y con
ganas, por lo que tal problema no existía para la preocupada madre. Más
tarde le vestía, peinaba y echaba colonia en su redonda cabecita, porque
tenía que llevarle a la guardería. Una
vez hecho esto volvía sobre sus pasos, y unas veces a pie, otras en autobús,
se dirigía hacia la parte opuesta de la ciudad a comenzar su jornada
laboral de mañana y tarde, descansando escasamente una hora para comer un
tentempié en una cafetería aledaña a la editorial, leer las noticias
locales del periódico, y vuelta al trabajo. No
se me ha de olvidar que el Enanito Guapo no tenía padre, que murió al
poco de su nacimiento por mor de la aciaga circunstancia de ser alcanzado
de lleno por un rayo, una tarde invernal y muy trágica que la ciudad
entera no logró olvidar, un veinticuatro de diciembre. Desde
la tragedia, la vida de la mamá se tornó azarosa, sacrificada, penosa.
Una sombra de tristeza invadió su amorosa alma, y ella trataba de
encontrar consuelo en su actividad profesional dentro de la editorial, y
en el cariño que le profesaba a su pequeño. Y esta singular repetición
de esfuerzos por sobrevivir, tristezas que soportar y amores que cultivar,
se sucedían una y otra vez, un día y al siguiente. Era para ella una
conocida monotonía de la que llegó a pensar que nunca más conseguiría
salir. Pero
he aquí que cierto día sucedió algo extraordinario. Fue tan
extraordinario, tan extraordinario, que cuando me enteré de esta historia
que os acabo de empezar, decidí transmitírsela a mi bebé para que a su
vez se la contara a su hijo, y éste al suyo, y así hasta el infinito, de
lo impresionado que me dejó. Así
que estábamos en sucedió un día una cosa completamente extraordinaria
–atiende bien, hijo mío-. El reloj despertador de mamá empezó a
soltar rines: rin, rin, a eso de las siete de la mañana. Mientras su mano
izquierda trataba de apaciguar tanto alboroto, Joan, que así se llamaba
el Enanito Guapo, ya se había colocado al borde de la cuna con sus ojitos
expectantes, risa franca y pelito embarullado. -Ata.
Ama. Quique. Acar. Uco. Galio. Ga –decía entre otras expresiones
infantiles, nada fáciles de entender. -Joan.
Joan. Qué tal mi pequeñín –respondía la madre. Aquella
mañana, Joan se fijó, como en otras ocasiones, en el pequeño globo rosa
que se encontraba semiatado a uno de los barrotes de la cuna. Se lo había
regalado mamá un día que fue de compras a una zapatería. Llevaba allí
atado sus buenos dos meses, y Joan solía arrancarlo con los deditos
porque le gustaba el ruido bronco que producía, unas veces, y otras lo
chupaba con la boca y a continuación expulsaba de golpe el aire, haciendo
un ruido hueco. Después, lo abandonaba, un poco cansado. Pero
esa mañana Joan no sabía que el globo poseía una cualidad más que los
días anteriores. Esa mañana el globo estaba encantado. Al acercarse, se
sintió atraído por la luz mágica que emanaba de él, porque era una luz
que contenía todos los colores, desde el blanco hasta el negro. Y lo tocó
con su mano derecha. Entonces sucedió algo extraño, un fenómeno
imposible, vio que su mano había traspasado la goma y que al no encontrar
tope le estaba introduciendo por entero en el globito. Cuando hubo
entrado, le pareció algo raro que su cuerpecito, de mucho mayor volumen
que el del globo, cupiera en su interior. Pero a lo hecho pecho, y el bebé
se tuvo que conformar con la nueva situación a la que le había llevado
su curiosidad. Así que una vez dentro del globo no se le ocurrió otra
idea mejor que la de sentarse en el suelo. De
repente, como por arte de birlibirloque se le apareció un patito negro
que le dijo: -Hola
Joan. Soy el Patito Feo. Me han encargado la labor de portero. Te voy a
explicar lo que encontrarás en esta casa. Ya te habrás dado cuenta de
que es redonda, como las del resto de la ciudad. Y
así fue como su nuevo amiguito, el Patito Feo, le informó de la
existencia de los ilustres huéspedes que poblaban el globo. Por él supo,
por ejemplo, que en el piso primero derecha vivía una muchacha tan blanca
como la nieve, tan roja como la sangre, y de cabellos tan negros como la
caoba, que respondía al nombre de Blancanieves. Y en el primero izquierda
vivían siete enanitos oriundos del país de los siete montes. Luego, en
el segundo mano derecha, se alijaba una dulce mocita, a la que todos querían,
aunque solamente la hubiesen visto una vez. En el mismo piso pero a la
izquierda era su abuelita, la persona que de entre todas más la quería,
la que vivía desde hacía dos añitos, que abandonó su casita del bosque
para trasladarse a la ciudad, trayendo consigo sus pertenencias y también
el trozo de tarta y la botella de vino que le llevara Caperucita Roja, y
por supuesto, después de que se muriera ahogado en la pila del pozo el
lobo feroz que tan mal les había tratado. Y ya llegamos al tercero. En el
derecha tenía su pisito el hijo de un pobre campesino y una mujer
hilandera, que nació a los siete meses, llamado Pulgarcito. Sus amiguitos
contaban de él que era tan listo, tan listo y quería tanto a sus padres,
que siempre salía vencedor en sus luchas contra los malvados ladrones y
lobos. En la izquierda era el bienamado Rolando quien lo habitaba. Vivía
con su mujer, aquella hija hermosa y buena que tanta envidia le tenía su
madrastra porque no la quiso nada. Y eran muy felices. Y así, en el
cuarto, quinto, etc… ya que se trataba de un globo rascacielos, casi
infinito. Joan,
escuchando al Patito Feo, a todos los inquilinos y sus respectivas
historias, se quedaba embobado, la boca abierta a más no poder, y la baba
había formado un gran charco en el suelo del globo, de lo interesante que
le pareció aquel nuevo mundo, tan lleno de significados que le gustaría
conocer. Entonces,
el Enanito Guapo, como despertándose, le hizo a su amiguito el Patito Feo
la siguiente pregunta: -¡Ay!
¡Cómo me gustaría a mí también tener una historia que contar,
enfrentarme a la vida, y poder distinguir bien al malo para darle su
merecido, y juntarme con el bueno! ¿Qué podría hacer? ¿Qué me
aconsejar, Patito Feo? Éste
le dirigió una mirada envolvente, se sonrió y tras un leve carraspeo, le
respondió: -Joan,
tú eres muy pequeñín todavía para que te ocurran historias, pero sí
puedes, por ejemplo, inventarte una. -Y
eso, ¿Cómo se hace? Un
silencio musical parecido al que a intervalos salía de la cajita de música
que Joan tenía atada a uno de los listones de su cuna, entre son y son,
separó a ambos. -Mira.
Se me ocurre una idea. Voy a tocar reunión general de la comunidad de huéspedes.
Nos sentaremos en la tabla redonda, y allí nos la cuentas según te la
vas inventando. ¿Hace? Joan
no tenía ni idea de cómo se hacía eso, me refiero, claro está, a la
forma de inventar un cuento. Además, le habían contado tan pocos por ser
muy chiquitín, que no disponía de tantas fuentes de inspiración. Pero
como era un niños muy listo y valiente, le respondió que sí a su
amiguito, el Patito Feo. -Tururú,
tururú- se oía en todos los pisos del globo. –Llaman
reunión general, llaman reunión general- exclamaban todos los
encantadores moradores. Al
cabo de media hora, varios cientos, se hallaban en torno a la famosa tabla
redonda. Se
había hecho silencia gracias a los soplidos de los Siete Enanitos del
Bosque de las Siete Colinas, pues así era el nombre completo con los dos
apellidos, que dirigían a los presentes. -“¡Chistt!
¡Chistt!” Tomó
entonces la palabra el Patito Feo. -Queridas
amigas y amigos. He convocado la presente para comunicaros que en el día
de hoy ha entrado al globo un nuevo personaje. Que este personaje se llama
Joan, y como es de rigor, por la obligación que todos conocéis y como
supongo bien os acordáis, va a cumplir con la norma de inventarse un
cuento y de hacerlo al mismo tiempo que lo va contando. Por lo tanto, y
acabo ya esta larga introducción, doy la palabra a Joan. Joan, puedes
empezar. Joan
se puso un poco nervioso porque no tenía ni idea del cuento que había de
narrar. Hizo un respingo, se agarró una mano contra la otra, los pies
juntos, y puesto en pie se dispuso a contar la siguiente historia. -“Érase
una vez una madre muy guapa, muy sola y muy pobre, que vivía en un lejano
y antiquísimo país al que los demás se referían con el nombre no del
todo preciso de País Bajo. Habitaba
una casita ubicada en el centro de una gran ciudad, rodeada de montes por
los cuatro costados, y partida por la mitad por un río llamado Ibai. Como
podréis daros cuenta, esta ciudad era una isla. La casita de la madre
guapa, que se llamaba Estrella, era de piedra, muy antigua y sólida, y se
levantaba justo enfrente de un teatro en donde se representaban cuentos
los siete días de la semana, por lo que os podréis imaginar cuan
contentos jugaban los niños de la ciudad. Estrella
vivía sola. Y sucedió un día que llamaron a su puerta. Ella pensó que
se trataría de sus siete hijitos, ya de vuelta de la escuela. Como se
demoraba un poco, ocupada en colgar la ropa de su generosa prole, se asustó
al volver a oír, esta vez más estruendosamente, el repique de la puerta
de madera. Lo dejó todo y abrió. Pero, ¡Ay! ¿Qué encontró? Tenía
ante sí a un enorme dragón del que sólo podía distinguir las botas, de
lo grande que era. -¡Hola,
mamá de los siete hijitos! –Le dijo. -¿Sí?
¿Qué desea? –respondió llena de espanto Estrella. -Le
deseo a usted. Soy el malvado dragón del País de los Volcanes, y he
venido a llevarme a la madre más buena, paciente y comprensible que en la
ciudad halla, la más hermosa y generosa que el mundo conoció jamás. Soy
malo por naturaleza, y me he propuesto secuestrarle para que la bondad y
la belleza no se expandan por tu país, porque yo estoy enseñando a los
niños cómo hay que ser de verdad: hay que ser malo y envidioso, feo
mejor que guapo, y al que no me siga me lo secuestro. -Usted,
señor gigante, no tiene razón. Es el mal ejemplo lo que pretende enseñar
a los niños, y por eso está dispuesto a abusar de ellos, de su
confianza. No, debe de recapacitar, tratar de cambiar esas penosas ideas
que le van a destruir tanto. Un buen consejo para usted sería que se
atreviera a iniciar sus estudios, aprender un idioma, cultivar la amistad
de los conocidos, y con aquellos con los que se sintiera correspondido
profundizara en ella, aprendiera a confiar más en su propia valía para
que la envidia hacia los que tienen más que usted no le hiciera sufrir
tanto, practicara una de las bellas artes, si no todas, y se buscara un
trabajo con el que ganarse la vida y poder comprarse una casita, y elegir
a la mujer más cercana a sus preferencias, y fundar con ella una familia,
tener un hijito… -¡Ba,
ba, ba, ba! –Exclamó, indignado, el gigante dragón-. Todas esas
paparruchas ya me las sé. Pero no me da la gana. Me gusta más hacer
tonterías. Por eso me echo unos polvos mágicos, para que te desmayes, y
te rapte. ¡Ja, ja, ja! Y
el dragón puso unos polvos blancos que había sacado del bolsillo de su
chaqueta, encima de Estrella, y ésta de repente se quedó dormida, sin
luz. Una
hora más tarde llegaron a casa los siete hijitos. Al ver la puerta
abierta llamaron a su mamá. Pero como ésta no respondía se pusieron a
buscarla como locos –tanto cariño la tenían- dentro de casa, deslizándose
por todos los rincones, y en la ciudad, hablando con amigos y vecinos.
Pero no apareció. Pasó
el tiempo. Los siete hijitos crecieron, se ayudaron el uno al otro,
haciendo de padre y de madre entre sí, mientras estudiaban con alegría
para el día de mañana. Ese
día llegó. Se fueron casando el uno detrás del otro, hasta que por fin
se quedó sólo el benjamín, que soy yo, que no paré de seguir buscando
a mi mamá hasta encontrarla. Ella se pudo escapar del dragón
secuestrador, porque este señor, que la mantuvo cerca de cuarenta años
cautiva, no pudo resistir la envidia que le causó el ver que cada día
los siete hijitos de su secuestrada se superaban a sí mismos aprendiendo
cosas nuevas, organizándose y llevándose mejor, ganando nuevos amigos y
el reconocimiento de todos por su valor, esfuerzo, responsabilidad y la
amabilidad con la que trataron los siete hermanos a la gente que les
rodeaba, sin dejar por ello de luchar para salir adelante y ganarse la
vida honradamente.” Joan
se quedó mudo. Un silencio cum
laude llenó la tabla redonda. Pensó que les había gustado mucho por
cómo habían reaccionado. -¡Bravo,
bravo! -¡Muy
bien! -¡Así
se habla! Perdón. ¡Así se cuenta! -¡Viva
Joan! ¡Viva Joan! -¡Viva
nuestro nuevo amigo! Y
así comenzó el banquete. Joan tuvo la experiencia fantástica de comer
una rica comidita junto a un montón de nuevos y cariñosos amiguitos que
tenían mucho parecido a él. Después
se sucedieron las despedidas, las lágrimas y la tristeza porque Joan tenía
que salir del globo fantástico para seguir creciendo al lado de su mamá,
y poder beneficiarse de lo que le pasó durante aquel maravilloso día de
su lejana infancia, un lugar de cuyo nombre sí quiere acordarse. Salí
del globo con la sensación de tener la cabeza llena de amigos que me querían
por ser como yo era. Mi mamá me tomó por debajo de los sobacos y me posó
en el suelo, al lado de la caja de juguetes. Esto me dio ánimo y empecé
a dar saltos y más saltos. Eché a correr en dirección a la cocina y me
coloqué al lado de la poltrona para desayunar. Mamá se disponía a
encender el fuego. Después salía del cazo de la leche un humito como
transparente. -Joan.
Joan. Bacataplán. Joan. Joan. Bacataplán. –la oía decir mientras
preparaba la papilla con miel. -Joan
es un niño muy grande. Que se lo come todo, todo, todo, y que se lo… ¡comió!
–estaba desayunando. -¡Buá,
buá! –le decía para protestar por protestar, lo juro, y entonces sucedía,
como todas las mañanas, que me colocaba un auto miniatura de principios
de siglo para distraerme y jugar con él. -Borr,
borr –era el motor puesto en marcha-. Borr, borr. Dejé
el culín negando con mi cabeza una y otra vez, y vi que mamá respetó el
deseo. Pasó la esponja por la cara y las manos. Lo secó todo. Me volvió
a tomar en su regazo y me encontré en volandas por el pasillo hacia la
cama sin apenas darme cuenta de ello. Me tumbó. Me despojó del pijama y
me envolvió con la ropa de calle. Era la hora de acudir a la guardería a
jugar con mis amigos. Me dio dos besitos y se fue al trabajo. Más
tarde supe que empezó a frecuentar la amistad con el gerente de la
editorial infantil en la que trabajaba. Él
era un hombre muy culto, muy culto, que aseguraba haber leído todos los
cuentos infantiles escritos en el mundo. Como
solía frecuentar por razón de su cargo la relación con escritores de
cuentos infantiles, siempre le tenía dicho a mamá que algún día se
decidiría a ser él mismo quien se inventara un grueso libro de éstos. Quisieron
los avatares de la vida que Salvador, que así se llamaba este hombre
honrado y sin vicios conocidos, se quedara viudo por mor de la aciaga
circunstancia del accidente de tráfico que sesgó la vida de la mujer y
de los tres churumbeles que la acompañaban, a los que amaba. Dijeron algo
acerca de lo resbaladizo del piso, y que el coche derrapó y se salió de
la calzada para irse a estrellar contra un árbol. De
sopetón, Salvador se quedó solo en el mundo, sin familia, únicamente su
trabajo en la editorial le hacía compañía. Mamá,
con el tiempo, llegó a intimar con él, y pasados los años se casaron en
segundas nupcias. A
partir de entonces noté que mi alegría por el recuerdo de mi aventura
dentro del globo fantástico se fue incorporando a las relaciones de la
vida cotidiana. No sé cómo explicarme, pero notaba que aquella intensa
felicidad no era ningún secreto para nadie. Salvador todas las tardes
volvía de su trabajo con un montón de cuentos imaginados durante el
intervalo de su trabajo, a la hora de comer. Qué se yo la cantidad de
historias, de personajes, repetidos, parecidos y descaradamente diferentes
que colgaban del armario invisible del espacio central de la cocina en
donde cenábamos. Los fines de semana tomaba una pluma estilográfica y
garabateaba con más fuerza que yo, las hojas del aparador, nuestro
pupitre personal. Recuerdo que siempre me dejaba hacer de las mías, y
quedaba aquella cuartilla echa un pingajo. Nos reíamos como locos del
juego. ¡Ja, ja, ja! Luego
vinieron los años de vacas flacas: la crisis económica, el plan de
convergencia y la inestabilidad del gobierno. Las ventas de la empresa
editorial se derrumbaron. La gente ya compraba libros infantiles, ya, pero
los costos de producción y los impuestos incrementaron en exceso el
producto. Creo haber oído a Salvador afirmar que eran los niños los que
empujaban a sus padres a comprar aquellos libros. El
caso es que la editorial tuvo que despedir al personal, y al de poco
cerraba por quiebra técnica. Mis padres se quedaron sin nada y en la
calle. Entonces
fue cuando mi nuevo padre tomó la decisión de hacerse escritor. Pasaba
hasta diecisiete horas seguidas al día escribiendo sin parar. Aguantamos
aquellos duros tiempos gracias a la ayuda en forma de unos dinerillos que
nos prestaron una pareja de amigos, y a la inteligente actividad contable
de mamá. Ella
logró un trabajo de profesora en la universidad. Él logró publicar en
otras editoriales y en los periódicos sus producciones. Salimos
adelante con nuestro propio esfuerzo personal, ayuda mutua en las horas
bajas y capacidad de sacrificio. Y
así, querido hijo, termina este capítulo de la historia de mi vida, este
cuento, que espero que te sea provechoso, y te sirva para entender mejor
esa cosa tan difícil llamada capacidad de ser feliz contigo mismo y
conducta positiva ante los aconteceres penosos que la vida te tiene
reservados. Colorín,
colorado, este cuento se ha acabado. Dame
un besito, que voy a apagar la luz. Que descanses. Se
durmió como un angelito, y soñó el siguiente sueño: “Se
encontraba en una ciudad muy grande, muy grande. Más que la suya en donde
vivía, de grande. La niebla ocupaba todo el espacio visible, de tal forma
que no se podían distinguir los objetos. El cielo estaba encapotado. Llovía.
Era un día gris. Se da cuenta de pronto que se halla al lado de su mamá,
haciendo cola en la parada del autobús. Todos miraban la niebla opaca. Se
detiene en ese momento el autobús. Pero no era uno sino dos, el primero
muy chico y el segundo grande. Al primero le llamaban patinete porque sólo
tenía cabida para un viajero, mientras que al segundo limusina por lo
grandioso de su capacidad, cabían infinitas personas y nunca se llenaba.
El nene estaba dudando entre cual de los dos objetos elegiría. La
limusina le parecía demasiado grande para sus pretensiones, y el patinete
demasiado pequeño. Ante la duda, preguntó a su mamá y le pidió un
sabio consejo. La mamá le respondió que sin duda le convenía la
limusina porque era el mejor, y le explicó que dudaba por su miedo a
hacerse mayor de día en día. El nene se despidió de su mamá para
subirse al carro. Entonces empezó el largo viaje.” FIN |
Florencio Moneo
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