«Más popular que la lotería»: tiranía y azar en «El juego del muerto», de Rubem Fonseca

ensayo de Sarah Martín

Universidad Europea de Madrid
Grupo de investigación «La Europa de la escritura» de la Universidad Complutense de Madrid

 

Resumen: En sus Memorias del subsuelo, Dostoievski escribe que «El juego es la primera experiencia de libertad en el mundo físico». ¿Qué sucede cuando esta experiencia original de libertad se transforma en una experiencia de tiranía? En el relato «El juego del muerto» de Rubem Fonseca, el juego es más que un mero motivo literario: en él, como en su afuera- la dictadura brasileña-, la muerte es el azar que boicotea lo necesario; en la apuesta, coinciden la conversión del sujeto en asesino y de la supervivencia en saldo.

Palabras clave: Rubem Fomseca, juego, "El juego del muerto", Brasil

Abstract: In Notes from Underground, Dostoievski wrote that “game is the first experience of freedom in the physical world.” But what happens when this original experience of freedom transforms into an experience of tyranny? In Rubem Fonseca’s short story “The Game of Dead Men”, game is more than a mere literary motif: in the game, as in the outside—the Brazilian dictatorship— death becomes the chance that prescribes necessity, for in that bet coalesce the becoming of man into murderer and of survival into bargain.

Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación

del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es

contradecir el azar: es corroborarlo.

Jorge Luis Borges, «La lotería en Babilonia», Ficciones

(Borges, 1989: 258)

1. Lo siniestro, lo macabro. Del juego con el límite al límite con el juego

Los límites establecen lo permitido y lo prohibido en el orden, es decir, crean el marco del orden y los espacios de caos. Significa que todo aquello que sobrepasa esos límites pertenece al caos al tiempo que posibilita, de algún modo y a su vez, el orden, su conservación y su pervivencia.

En esta misma línea, escribe Eugenio Trías, en su ensayo Lo bello y lo siniestro, que «lo siniestro es condición y límite de la “belleza” de la representación» (Trías, 2001: 11). En su significado original, lo siniestro significa zurdo, torcido, y hasta remite, según el itinerario recorrido por Trías, al «mal de ojo» y a la «mala mirada»:

Una mirada atravesada o envidiosa puede producir un rumbo torcido en el ser que ha sido «fascinado» (como cuando la serpiente áspid «fascina» a su víctima tornándola estática por hipnosis con solo mirarla) (Trías, 2001: 39).

Lo siniestro alude así, de forma general, a una fascinada, y a su vez fascinante, torcedura, a un cambio de rumbo, oculto y misterioso, secreto y clandestino, íntimo, también prohibido. Pero, para Trías, una condición fundamental de lo siniestro es que no ha de ser «desvelado», esto es, explicitado de forma alguna en la obra de arte. De alguna manera, debe mantener el juego con el límite y no rebasarlo, un límite, un marco que toma Trías también del concepto de siniestro freudiano.

Freud define lo siniestro como «aquella suerte de sensación de espanto que se adhiere a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás» (Trías, 2001: 40, referenciando el clásico ensayo de Freud (1973)). La definición freudiana se muestra tan reveladora porque apunta a lo siniestro como un «espanto» —un terror o un fantasma, como lo define el DRAE—, pero un espanto instalado entre lo conocido, entre lo familiar. Lo siniestro es tan terrorífico, fantasmagórico e inquietante como subrepticio, invisible y cercano: algo con lo que convivimos y en lo que no reparamos, que está latente.

La lectura de relatos como los contenidos en los celebrados Feliz Año Nuevo o El Cobrador, así sucede con «El juego del muerto», anima a afirmar que algunas narrativas contemporáneas no solamente han tendido al desplazamiento «natural» de lo siniestro como zurda fascinación a lo siniestro como espanto familiar, sino que finalmente han sucumbido a extraer lo siniestro del juego con el límite al límite como juego.

En su segundo período[1], la narrativa de Rubem Fonseca juega con los límites en fondo y forma hasta desquiciarlos y exhibir lo siniestro como el férreo caos que asegura la pervivencia de un orden violento y brutal. Así, la obra narrativa de Fonseca en este segundo período, que coincide contextualmente con el golpe de Estado de 1964[2], es tildada de «hiperrealista» o de «realismo feroz» (de acuerdo con los conocidos estudios de María de los Ángeles Romero o Antonio Cándido, respectivamente). En cualquier caso, las connotaciones de ambos adjetivos la sitúan fuera de los márgenes de lo establecido, rebasando la narrativa anterior y, a la vez, el margen de la crueldad en lo despiadado.

En «El juego del muerto», relato inserto en ese segundo período de la narrativa fonsequiana, esa mezcla de familiaridad y extrañeza que hay en lo siniestro freudiano, que mantiene una inclinación doble puesto que revierte en una desviación que a su vez apunta al otro y a lo otro, a su espacio marginal, alcanza lo macabro. Macabro se dice de aquello «que participa de la fealdad de la muerte y de la repulsión que esta suele causar» (DRAE); macabros no son tanto los entierros como las ejecuciones o las torturas, es decir, macabro es la manipulación y el juego con la muerte, aquello que rebasa lo risible y lo lúdico, y también aquello que lo hipostasia; así, puede insertarse en el límite con el juego -frente al juego con el límite-, en lo macabro -frente a lo meramente siniestro-, «El juego del muerto» de Rubén Fonseca.

2. Azar y tiranía, jugadores y asesinos. El azar colma lo necesario

La muerte correcta está escrita.

Colmaré la necesidad.

Anne Sexton: El asesino (1996: 55)

 

Estoy escribiendo sobre personas amontonadas en la ciudad

mientras los tecnócratas afilan el alambre de púas.

Rubem Fonseca (en Alves, 2014: 26)

Cuatro hombres se reúnen todas las noches en un bar, el «Bar de Anísio», «Marinho, dueño de la farmacia más importante de la ciudad, Fernando y Gongalves, socios de un almacén, y Anísio» (Fonseca, 2016). No tienen en común ni una profunda amistad ni siquiera un lugar de origen —tan solo dos de ellos, Anísio y Fernando, son de Minas— aunque todos pertenecen a la clase media:

Eran pequeños comerciantes, prósperos y ambiciosos. Tenían modestas casitas de veraneo en la misma parcela de la región de los lagos, eran del Lion’s, iban a la iglesia, llevaban una vida morigerada. Y tenían en común, además, un interés enorme por las apuestas (Fonseca, 2016)

La prosa de Fonseca presenta, desde las primeras líneas del cuento, una apariencia inocua: la descripción mantiene cierto tono objetivo, imparcial, inofensivo. Tan solo la insistencia en algunas de las notas al principio escanciadas o los adjetivos empleados por el narrador revelan la sombra de una violencia subyacente: la subrayada extranjería de los personajes, su irónico cariz pequeñoburgués, la moderada propensión al comercio, a la respetable prosperidad y a la siempre legítima ambición. (Los adjetivos han sido añadidos con la lectura.)

No obstante, probablemente sin el interés común por las apuestas, que forzosamente escaparía de lo común en su resultado, dividiendo a los amigos en jugadores y, a estos, a su vez, en ganadores y perdedores, la historia de estos personajes pasaría inadvertida: «Apostaban entre ellos a las cartas, a los partidos de fútbol, a las carreras de caballos y de automóviles, a los concursos de mises. Todo lo que fuera aleatorio les servía», escribe Fonseca (2016).

Aquí, el juego tiene una doble vertiente, meramente lúdica, de entretenimiento, y de lucro, de enriquecimiento. Esta doble vertiente es común a lo que se denominan los juegos de azar. Los juegos de azar pueden estar a veces dominados por algún tipo de lógica, de orden, de sistema, pero su resultado nunca depende única o necesariamente de una operación metódica sino que se libra a lo circunstancial y a lo incierto que la conjetura conlleva. Una apuesta es así una cábala o una corazonada, un envite o un riesgo, fruto de la libertad del apostador. No en vano Dostoievski defiende que «El juego es la primera experiencia de libertad en el mundo físico» (en Peri Rossi, 1992:7).

Esa experiencia de libertad «en el mundo físico», este acto material, radica esencialmente en la elección del azar («prefiero bailar sobre los pies del azar», escribía Zaratustra «antes de la salida del sol» (Nietzsche, 1997: 162)). El azar escapa del sistema, del orden, porque no responde a ninguna regla. También se llama a este fenómeno fortuna, suerte. La fortuna o la suerte, el azar, de ganar corresponde a un apostador o a un conjunto de apostadores, que apuestan lo mismo. El resto pierde y paga. Así, asegurar la ganancia en el juego de azar implica un imposible o una paradoja, una trampa, establecer control sobre la arbitrariedad. Se trataría de transformar el azar en código y conseguir manejarlo manipulando las reglas del juego hasta crear un orden en cuya lógica pudiera trabarse un procedimiento o una técnica, capaz de generar causalidad frente a la casualidad, es decir, capaz de idear una inferencia regular que pudiese combatir, si no vencer, al accidente.

Se seguiría, entonces, que ese azar es adalid de la libertad, pues contradice toda previsibilidad y por tanto todo determinismo. No obstante, al tiempo, el azar invoca inmediatamente el yugo de la contingencia: en este, no cabe toma de decisión ni siquiera, entonces, toma de conciencia. Es la danza nietzscheana frente al sistema cartesiano o al camino heideggeriano... solo cabe la inercia del juego, un dejarse llevar por intuiciones irracionales o ciegos presentimientos próximos a una fatalidad ajena. En El jugador, Fiodor Dostoievski escribe: «era como si me empujase el destino» (1993: 184).

Es en este doble impulso en que el verdadero jugador se inscribe, en la fiebre del pensamiento esquizoide que otra vez Dostoievski describe tan bien:

Algunas veces, sin embargo, me cruzaba por la mente un asomo de cálculo. Me aferraba a unos números y probabilidades, pero los abandonaba pronto y volvía a apostar sin casi darme cuenta de lo que hacía (...). Mis sienes estaban bañadas en sudor y mis manos temblaban (1993: 183)

Este enardecido estado es el que sigue al equilibrio entre pérdidas y ganancias fruto de los juegos habituales a los que apuestan los cuatro amigos bebiendo cerveza por las noches en el bar de Anísio. Es él quien inventa el juego del muerto, tras perder demasiado, demasiado seguido: «Apuesto a que el escuadrón mata más de veinte este mes» (Fonseca, 2016).

Hay un salto entre las apuestas anteriores y esta, que abre, tras el aséptico preámbulo, el relato: es un salto espacial, ya que se extrae la apuesta del ámbito lúdico. Más allá del juego, hay un escuadrón que mata cada mes. Literalmente el juego se extralimita: el juego se abre a lo real y, por tanto, lo real se abre al juego. Se opera una inversión en el sentido: la realidad ya no es la realidad del juego, sino que se hace juego con la realidad y con aquello que puede haber de más real, la muerte, el número de muertes producidas por el escuadrón.

En esa apertura del juego a lo real -y de lo real al juego, se espectaculariza el juego de lo contingente con lo necesario y, de nuevo, del azar con lo tiránico. Las muertes de la apuesta de Anísio encubren, en lo lúdico y lo real, un número limitado de asesinatos. El escuadrón no asiste a muertes, realiza asesinatos. El escuadrón está formado por asalariados, por mercenarios, y mata intencionada, luego necesariamente. A su vez, el escuadrón encubre la intachable ejecución técnica del programa dictatorial brasileño, el plan ideológico deliberado de exterminio del otro que conforma la tiranía en su triunfo del uno frente a lo múltiple, una apuesta que es necesariamente totalitaria pero también imposible. En ese ir reduciendo el número de otros radica el margen de la apuesta de Anísio: en esa reducción y en el desconocimiento de los asesinatos que va a realizar el escuadrón (en la forzosa distancia con respecto al poder) se cita el azar que da cabida al juego.

«Todo lo que fuese aleatorio les servía», puntuaba el narrador (Fonseca, 2016). El juego, como la violencia ejercida desde el poder, desvaloriza; con él se revela que vida y muerte se han convertido en aleatorias, de algún modo cualquiera puede estar vivo o muerto. Esta pérdida de relevancia anula al individuo. Tal y como pone de manifiesto Alejandra López Guevara con respecto a la narrativa de Fonseca:

La era individualista creada por el Estado ha promovido otra en la que la sociedad se ha vuelto contra éste con una violencia nunca antes experimentada que, indudablemente, aprendió de la misma institución, sobre todo, a través de la manifestación contundente del poder: las masacres, los procesos de tortura y las persecuciones, más explícitamente, en la aplicación del terror, la auténtica violencia ejercida en masa, que tiene su origen en la supremacía del individuo (2007: 398).

En efecto, el individuo moderno ya se ha convertido en masa en la llamada postmodernidad y el grupo amortigua, a imagen de la autoridad, la diferencia. Son los apostadores. El azar radicado en el desconocimiento por parte del grupo de Anísio del proceso de selección de las víctimas del Poder dictatorial se combina con la necesidad tiránica del asesinato. Es la apuesta. Pero faltará una pieza más en este puzle: la autoridad «externa», objetiva, capaz de avalar el dato, el número en que se detienen los fusilamientos diarios; la autoridad que funciona como notario, legitimando el resultado y legalizando, en términos morales y en términos narrativos, el asesinato. Y esta autoridad no es otra que el medio de información por excelencia, el diario -en este caso O Dia-, siempre presente en los textos de Fonseca:

El periódico, el otro medio de información masivo (...) sirve, en la mayoría de las ocasiones, para comprobar los avances de una carrera criminal caracterizada por la aplicación de una violencia primitiva cuya meta es, a partir de la observación del honor y la venganza, la obtención de gloria, fama y prestigio (López Guevara, 2007: 395).

En efecto, el diario narra lo próximo, lo que tiene audiencia, y como tal está medido, en términos de éxito. El criterio de actualidad presenta como información plausible la información verificada o verificable, a la información que se quiere no ficcional, que esconde su carácter ficcional. «Somos pobres en historias, en historias que sean de interés» escribe Benjamin en su célebre texto «El narrador», donde justamente caracteriza los medios de comunicación contemporáneos y la ausencia de acontecimientos, frente al relato (2009: 47).

Aunque no lo sea, el número de asesinados por el escuadrón se da como acontecimiento en O Dia, acontecimiento diario, que no interrumpe -como debería interrumpir todo acontecimiento- sino que prorroga -y prologa, prolonga- la continuidad de muertes, día a día. Posibilita entonces, al tiempo que certifica y garantiza, la apuesta, que es primero y paradójicamente una propuesta de Anísio.

Inicialmente, sus compañeros parecen tomarlo a broma: Gongalves ríe tras apostar un número excesivo, juzgado por Marinho acaso como irrisorio. La insensibilidad y la distancia desde las que se contempla la masacre diaria de los escuadrones contrastan con la afectación que implica a la apuesta, es decir, con la reacción de enfado de Anísio con respecto al juego. No importa lo real, las muertes, importa el juego, los beneficios. «Estoy harto de que andéis siempre con lo de era una broma. Se apuesta y a callar. A ver quién se echa atrás», responde Anísio (Fonseca, 2016). Y el narrador, como puntuando el cambio de plano -el juego de transformación de lo inventado, de lo ficticio, en real y viceversa- apunta: «Era verdad» (Fonseca, 2016).

El juego es entonces tomado en serio por el apostador y sus contrincantes. Nada ha cambiado, nada muta para que cambie la consideración: la anécdota, a modo de chiste, lo cambia, o la autoridad de Anísio, su poder, o la presión subrepticia de la masa, la necesidad de no salir del grupo. «Menos Gongalves» (Fonseca, 2016), aunque igual las apuestas son reales, igual Gon9alves apuesta. Nada ha cambiado: acaso con solo decirlo, el juego ha sido creado, el juego ha comenzado; con las palabras «es verdad», se ha suplido con el juego la realidad y con la realidad el juego, como si las palabras de ese narrador que va a ir evaporándose en el relato fonsequiano dieran milagrosamente la existencia.

El juego no solo «es verdad», se da, como se dan las muertes producidas por el escuadrón, uniendo también en el relato azar y tiranía. Además, el juego evoluciona, se especifica, se refina: la apuesta se vuelve compleja, se va perfeccionando. La búsqueda de distintas posibilidades para no perder y optar a ser el ganador se incrementa. La definición de los muertos se pormenoriza en una evolución paradójica que personaliza lo que previamente se ha despersonalizado, es decir, los muertos vuelven a convertirse en personas. Aquello que no tenía ninguna característica personal, individual, los muertos, vuelve a tener características que los individualizan y personalizan con el único fin de una apuesta más sofisticada.

Primero, solo se trata de acertar un número de muertos al azar. Se apuestan muertos, aprovechando que la ciudad está tomada por sus gobernantes, los militares. El cuento pone de relieve una violencia que, como se ha indicado, tiene un paralelismo directo con la dictadura militar sufrida en Brasil. En ella, como en el relato, la individualidad de la muerte se pierde hasta el punto que el individuo se borra en la muerte colectiva, se transforma en fantasma y hasta en desaparecido; imposible clausurar la muerte y la identidad si termina en una fosa común o en un listado, que por supuesto no cuenta con el nombre de los muertos.

Después, no obstante, se apunta a una exactitud mayor: también se incluyen la raza y la edad de los muertos. Además, tal y como se ha anticipado, se acuerda la verificación, en el periódico (O Dia), controlado por el poder. La escritura de la historia de los vencedores indica la caída de los vencidos. A diario. El cuento, tan breve, imbrica múltiples discursos superponiendo las capas de las realidades heterogéneas y confluyentes y haciendo confluir azar y necesidad hasta superponerlas en la tiranía.

En una de estas capas, se localiza la aparición del extraño personaje del Falso Perpetuo, que entra en el bar en medio de la conversación, y entra en la conversación conminando -perpetuando- el silencio con su entrada en el bar. «El Falso Perpetuo tenía el pelo liso, negro, cara huesuda, la mirada impasible, y no reía jamás, igual que El Perpetuo Verdadero, un policía famoso asesinado años atrás» (Fonseca, 2016). La presencia del Falso Perpetuo (un nombre que no es sino un mote de Anísio, el único que conoció al Verdadero) silencia sistemáticamente a los apostadores y los atemoriza.

Es de nuevo la inclusión de lo familiar en lo siniestro, o de lo siniestro en lo siniestro -¿de lo macabro?-, de la ficción en la realidad o de la ficción en la ficción: el mote sobre el nombre -que es a su vez un mote, nunca un nombre «verdadero»-, la falsedad sobre la supuesta verdad como referencia-, en el juego del doble. El doble puede leerse entonces en todos los sentidos: se trata de un policía que, en este contexto, no protegería sino atacaría a los ciudadanos; se trata de un vivo que recuerda demasiado a un muerto, o de un muerto que, sin embargo, está vivo. El Falso Perpetuo es descrito como en una escena de Western. Desde él, todo el relato pasa a narrar una escena de Western, localizado en un bar con puertas batientes, bebidas, apuestas. y un tipo con un cinturón para colgar revólveres y cartucheras por debajo de la chaqueta: «Para matarlo, tendría que ser por la espalda», apunta el narrador (Fonseca, 2016).

El Falso Perpetuo, que es un policía, que es un pistolero, parece espiar la conversación de los cuatro amigos. Testigo mudo, vigila (¿castiga?). Este personaje, central en el cuento, aúna el poder y el contrapoder en una situación familiar a la narrativa fonsequiana, donde, como ya se ha enunciado, la microviolencia no es sino un reflejo del código que rige a la superestructura; tal y como indica López Guevara: «Dentro de esta sociedad salvaje, que el sistema de dominio político ha creado, es donde se produce y se normaliza la violencia» (2007: 399).

Se produce y se normaliza la violencia hasta el punto de que nombrar al escuadrón que asesina cada día o tener en la barra a un policía con aspecto de sicario resulta redundantemente cotidiano. En este relato, cuyo juego de espejos o de matrioskas ya se ha evidenciado, la declaración de intenciones se encuentra acaso en la descripción de los personajes. La sordidez del contexto solo se apuntala con lo siniestro de los personajes, tan mezquinos como cercanos. En este sentido, Francisco José López Alfonso señala que:

Fonseca consigue sugerirnos, hacernos entender o creer que hemos entendido ese algo apenas entrevisto. A esto contribuye nuestra proximidad a los personajes. Ellos pertenecen a una casta, la de los seres anónimos, cuyo papel cumplen con emoción y cierta dignidad, y en lo menudo de su suerte se adivina el reflejo de cosas mayores (López Alfonso, 2008: 106-107)

«Quien nada debe, nada teme», se dicen los cuatro amigos frente a la visión del Falso Perpetuo, enunciando, de nuevo, una máxima que sirve o suple de regla moral, de ley, y nótese que de nuevo se refiere al valor, al deber, y al miedo, al temor. Con la presentación de los personajes y de las reglas del juego, la suerte está echada.

3. Juego y libertad: el realismo feroz o «brutalismo» de Rubem Fonseca

Tengo un cerrojo de sangre

 y lo he hecho mío.

Anne Sexton, El asesino (1996: 55-56)

El relato avanza mediante la elipsis. Se cortan las esperas. De las apuestas a los resultados («el escuadrón había ejecutado a veintiséis personas, dieciséis mulatos, nueve negros y un blanco; el joven tenía quince años, y el más viejo, treinta y ocho» (Fonseca, 2016)) y, con los resultados, se asiste a una somera radiografía de los estragos de la labor tiránica y homicida, como si de un estudio sociológico o etnológico se tratara. Los más afectados son los jóvenes de raza no blanca, con predisposición hacia los mestizos, símbolo al fin y al cabo de la diferencia, del cruce.

Fonseca espectaculariza un mundo puesto al revés, el sinsentido de las vidas tan amorales como anodinas, y la realidad como mero pretexto para el juego. Así, lo que importa en los balances de O Dia refiere a la mala racha de Anísio, que suma pérdidas en cada una de las apuestas que realiza. De una manera más radical, más violenta, el discurso indirecto reproduce una primera persona genuina en la prosa de Rubem Fonseca:

Tres meses de mala racha, dijo Anísio pensativo. Había perdido también al póker, a las carreras y al fútbol. El tenderete que había comprado en Caxias daba pérdidas, su cuenta iba de mal en peor, la mujer con quien se había casado seis meses atrás gastaba demasiado.

Y ahora vamos a entrar en agosto, dijo, el mes en que Getúlio se pegó el tiro en el corazón (Fonseca, 2016).

En ella, todos los sucesos de la vida de Anísio son identificados como iguales y casi azarosos: las pérdidas en el juego, el negocio y la cuenta bancaria, el matrimonio -en que no falta la violencia del machismo-, el suicidio de un vecino. Esta primera persona que va a continuar, aun referenciada con el estilo indirecto o el estilo indirecto libre, está puesta en relieve por «Antonio Cándido, para quien Rubem Fonseca “agrede al lector por la violencia, no solo de los temas, sino de los recursos técnicos, fundiendo el ser y el acto en la eficacia de un habla magistral en primera persona”» (en Alves, 2014: 25). Como explica Alves siempre siguiendo a Cándido:

La estrategia consistía en el uso recurrente de la primera persona, con el propósito de «consustanciar al autor con el personaje, adoptando una especie de discurso directo permanente y desconvencionalizado, que permite una fusión mayor que el indirecto libre»[3] (Alves, 2014: 27-28)

Alves retoma entonces el sintagma utilizado por Cándido para referirse a narrativas brasileñas de fines de los setenta como la de Fonseca: «realismo feroz». El realismo feroz o «brutalismo» se entiende «en confrontación directa con el proceso social en curso» (Alves, 2014: 29) y en este sentido, tal y como subraya de nuevo Alves:

El brutalismo es una respuesta estética o, mejor dicho, (...) el brutalismo es la forma problemática de reducción estructural de circunstancias históricas. El golpe de 1964, como evento fundamental, reverbera en las filigranas de la prosa, impregnando desde el tejido narrativo hasta el carácter del narrador. De esta forma, ocurre una verdadera simbiosis entre la narración y la materia narrada (2014: 34)

Si volvemos al discurso de Anísio, en él el clima de infortunio, el azar, se entremezcla, de nuevo y permanentemente, con la violencia, que es imagen de una violencia mayor y constitutiva. Así, la descripción del suicidio de Getúlio en esta prosa brutal pone de manifiesto las sucesivas capas de la violencia y del relato:

Yo era un chiquillo entonces, trabajaba en un bar de la calle del Catete y lo vi todo, las lágrimas, los gritos, la gente desfilando ante el ataúd, el cuerpo, cuando lo llevaban al Santos Dumont, los soldados disparando las metralletas contra la gente (Fonseca, 2016).

El suicidio ya se revela, aun presentado de cierta forma anecdótica, como un recuerdo y también como una salida; tiene un doble resorte, de un pasado infantil que se trae a colación en un presente igualmente desgraciado, creando un lazo igualmente macabro. Esta muerte, no azarosa, deseada, libre, tiene un profundo significado para Anísio. El suicidio de Getúlio contrasta de nuevo con la presencia continua de los soldados en las calles. De nuevo, subrepticiamente, el cuento recrea el ambiente del país en guerra, violentado constantemente: la violencia legal como un escenario de fondo, el telón agujereado que cuenta con el sufrimiento y la muerte masiva. El suicidio cuenta, de nuevo, con dos consecuencias en dos tiempos y en planos distintos: las lágrimas y los gritos de la gente desfilando ante el ataúd y la premonición de una racha de mala suerte irrefrenable para Anísio.

Así, se confunden de nuevo realidad y juego, todo contagiado por la muerte. Proporcionalmente a las pérdidas de Anísio, a la superstición y al exhibicionismo, se amplían nuevamente las reglas del juego: «Aparte de la cantidad, la edad y el color de los muertos, añadieron el estado civil y la profesión» (Fonseca, 2016). Resuelven que, al final, el juego resultará «más popular que la lotería» y con esta ocurrencia de Marinho ríen tanto que Fernando se orina: lúdico, risible, siniestro, macabro. La goma se estira, la cuerda se tensa. La despiadada distancia con que se vive la realidad contrasta con la necesidad cada vez más cercana de conocerla. Ni que sea para ganar al juego del muerto. Asimismo, tal equidistancia es aplicable al poder, al régimen: en el intento de borrar las huellas de los asesinatos se interpone la especificación e individualización de los muertos.

Son la desesperación y el nerviosismo frente a la racha de pérdidas las que empujan a Anísio a su última apuesta (recuerda a las palabras de Dostoievski: «era necesario ganar a toda costa. Es exactamente como el que se ahoga y se agarra a una pajita. Convenga usted en que si no se ahogase no confundiría la pajita con un tronco de árbol» (1993: 47)). Anísio apuesta doscientos mil a que el escuadrón matará a una niña y a un comerciante. Está irritado, rabioso y desesperado. Por eso ha apostado tanto dinero. Por eso y porque no puede perder. Es evidente que no puede «responder de todas las probabilidades» utilizando la expresión dostoievskiana (1993: 141): la desproporción por exactitud y originalidad[4] de la apuesta incita a la «locura» tal y como la enuncia Gonçalves (Fonseca, 2016), y obliga a la trampa.

Lo que sigue es otra escena de Western cuando se produce el giro nuclear del cuento, en que ya se presentía que el personaje del Falso Perpetuo iba a resultar nuclear: el bar vacío, sin camareros, Anísio bebiendo solo y la llamada en la puerta trasera. Esta llamada ha sido producida acaso de forma premeditada por medio de otra llamada, que ha debido de ocurrir en otro momento no narrado, o es simplemente fruto de la costumbre y el azar; elipsis en la ficción propia de lo silenciado en la realidad. El relato tensa la narración mediante estos huecos creados por esa reproducción de lo dialógico en que destaca la primera persona, que entrecorta igualmente las palabras del narrador.

Esta escena es acaso la más sórdida, evidencia una sociedad clandestina y violenta, ilegal y mañosa, donde se cobija también el ciudadano aparentemente anodino. Tal y como describe María de los Ángeles Romero:

En la sociedad fracturada radicalmente que observamos en los cuentos de Fonseca, la violencia es el medio que encuentra el oprimido para acceder a un lugar que no posee y que irremediablemente está instigado a desear. El individualismo que los domina desconoce solidaridades con los que no pertenecen a su misma condición y los hechos que se desencadenarán al día siguiente, dan cuenta de ello (2014: 144)

En «El juego del muerto», es el individuo quien desencadena, sobre el tapiz de la violencia, una violencia mayor (si bien menor a la reflejada), que se superpone de nuevo con el fondo. Aquí reside el culmen del realismo feroz o brutalismo, la obscenidad que alcanza y mancha al individuo. En el cuento, la violencia se sitúa siempre en el entre del azar y la tiranía y coloca al individuo permanentemente en el abismo de la muerte transformándolo en cómplice y en reo.

En su texto El jugador, Fiodor Dostoievski aclara que «no está permitido permanecer allí como simple espectador y ocupar en vano un sitio en la mesa» (1993: 115), un aspecto que Anísio parece comprender a la perfección: el juego obliga. Con la invención del juego, el azar se apodera de la tiranía y con su desencadenamiento es la tiranía la que, especularmente, se apodera del azar. El círculo se cierra: ahora la necesidad vence a la contingencia; la mano del hombre, del asesino, anula todo espejismo de libertad. Nótese que también del otro lado se cambia la masa por el individuo, el escuadrón por el asesino, la mano negra -impersonal, anónima- por el matón -personal, y finalmente identificado-.

Anísio no quiere ensuciarse las manos. El jugador espera al Falso Perpetuo, el mismo que era el único en el grupo que conoció al Verdadero: «por un momento le pareció (...) que el Falso Perpetuo se frotaba las manos en los faldones de la chaqueta, como el Verdadero, pero no, había sido un error» (Fonseca, 2016). Lo falso y lo verdadero se confunden y solapan. Anísio informa al Falso Perpetuo, cuya actitud subraya la deshumanización, la distancia. Es la incomodidad de Anísio y su monólogo interior los que ponen de relieve su angustia, una angustia privada, diminuta, mezquina, que atiende a sus deudas, a su empobrecimiento, a su incapacidad para conservar el cuerpo de una mujer a su lado. Este último rasgo destaca por su carácter físico, erótico (dos aspectos se mencionan, por cierto, relacionados con la mujer: el dinero y el cuerpo[5]).

No hay oposición por parte del Perpetuo, que pregunta sin embargo qué tiene él que ver con la necesidad de esas dos muertes, la de la chiquilla y la del comerciante. Anísio le confiesa que cree que pertenece al Escuadrón de la Muerte. El Falso Perpetuo le pregunta por el precio y Anísio encuentra la respuesta afirmativa, que destaca por la facilidad y la rapidez: «¿Tiene aquí el dinero? Puedo hacer la cosa hoy mismo» le contesta el esbirro. Matar resulta, definitivamente, sencillo y, sobre todo, una operación cosificada, ajena a lo orgánico, a lo humano, que solo depende del dinero. En el «brutalismo», matar y apostar son ahora lo mismo, funcionan de igual manera: la una es consecuencia de la otra, y de nuevo viceversa.

4. Final de juego: venganza y sacrificio

Con este hombre tengo en mis manos

su destino y con este revólver

tengo en mis manos, el periódico y

con mi ardor tomaré posesión de él.

Anne Sexton, El asesino (1996: 56)

Pero el cuento no ha acabado todavía. Entre falso y verdadero aunque siempre eterno, el Perpetuo pregunta por alguna «preferencia». Anísio apunta a «Gonçalves y su hija» (Fonseca, 2016), acaso porque Gonçalves ha enfrentado la apuesta desafiando a Anísio, irritándole más aún, y el último insiste en que su pérdida está anunciada. Gonçalves apuesta, sin saber, su vida. Transgresión de las reglas del juego: Gonçalves es el precio; su hija, la verdadera víctima. «Doce años. La imagen de la pequeña tomándose un refresco en el bar surgía y desaparecía en su cabeza con una punzada dolorosa» (Fonseca, 2016). Inmediatamente se introduce el tema de la culpa, que además puede relacionarse fundacionalmente con la transacción comercial, económica:

El sentimiento de culpa (...), de la obligación personal (...) ha tenido su origen (...) en la relación entre compradores y vendedores, acreedores y deudores: fue aquí donde por primera vez las personas se midieron entre sí (Nietzsche, 1998: 91).

Anísio y Gonçalves se miden entre sí y hay, aun con el sentimiento de culpa que atenaza las palabras de Anísio, sed de venganza. Es la venganza la que mueve a Anísio a individualizar y personalizar los muertos más allá de lo pensable apuntando no solo a su amigo sino también a su hija de doce años. La proyección de la rabia de Anísio aniquila todo escrúpulo y elimina a un contrincante. No en vano explica Dostoievski en El jugador que «al hombre le gusta ver a su mejor amigo humillado ante él; en la humillación suele basarse en gran parte la amistad, y ésta es una verdad vieja que conocen todos los hombres inteligentes» (1993: 226-227).

La venganza es un tema igualmente recurrente en la narrativa fonsequiana y en este cuento se introduce de nuevo un contrapunto a lo azarosas que podrían quererse las muertes, casi daños colaterales de los gobiernos dictatoriales según son presentadas en los medios de comunicación, por ejemplo, y terminan conformando tal discurso buena parte del imaginario colectivo; al contrario, los asesinatos son deliberados en esa sociedad «salvaje», así descrita por López Guevara, «donde el sacrificio se ubica como integrante del propio código de venganza» (2007: 399).

En efecto, Anísio sacrifica a su amigo y a su hija, y el sacrificio se integra en su propio código de venganza: «No es mi amigo» aclara Anísio (Fonseca, 2016), quien ostenta un código moral acorde a la realidad y al juego. El Falso Perpetuo actúa en consecuencia: Anísio y él suben al coche, conducen hasta la casa de las víctimas. El Falso Perpetuo dibuja en un papel dos calaveras con dos iniciales (E. M.). Anísio se cubre, se tapa los oídos y esconde la cabeza contra el asiento. Un olor desagradable le recuerda a su infancia: una señal proveniente de los sentidos, de lo físico, que se funde no obstante con lo imaginario, con un recuerdo lejano. Escucha tres tiros (otra señal sensorial, física): tres, porque hay uno de violencia gratuita, de asesinato aleatorio, azaroso, no necesario, desde luego contingente, que inclina la balanza y, de hecho, desequilibra la apuesta. «De propina maté también a la vieja» evidencia el Perpetuo a Anísio (Fonseca, 2016), que se dirige ahora a su casa a por el dinero.

En su casa, Anísio se reencuentra con el cuerpo de su mujer, ahora más allá de su imaginación, tropieza con su hermosura, y la realidad material ahora se presenta como evidencia, como si todo lo que se ha vivido fuera de ella estuviese envuelto en un ambiento onírico, fantasmagórico, irreal. Regresa entonces ese erotismo ligado a lo extremo, a lo radical, al exabrupto, que es como un ligero despertar, en este relato de Fonseca como en el resto, insuficiente. Apenas será un respiro en el arrebato absoluto del afuera convertido en el adentro de un tipo insignificante y pueril transfigurado sin embargo en criminal.

Enseguida vuelve el diálogo, las palabras, lo que se teje sin escenario: Anísio confiesa el mote al Perpetuo y entonces se condena. Dice López Guevara acerca de la venganza en Fonseca que «El hecho de haber conseguido la venganza conlleva una catarsis que medra notoriamente cuando se ha aplicado aquella con toda crueldad» (2007: 402). La catarsis de Anísio pasa por la confesión que le hace al Perpetuo y que atañe a la identidad de este último: de nuevo confesarle el mote y acercar verdad y falsedad conlleva explicitar la única moraleja del universo fonsequiano:

El orden está más corrompido que los agentes del disturbio que se quiere combatir. Si el culpable es encontrado, descubrimos que sólo es una pieza en un gigantesco engranaje, imposible de destruir. Y, en el proceso, comprobamos que no hay héroes ni villanos, sino una perturbadora ambigüedad y una parálisis moral generalizada. La situación resultante es peor que el desorden inicial; lo que tenemos es un mundo irremediable, regido por las fuerzas -declaradas o encubiertas- del mal (Oviedo, 1993: 143)

El resto de la crítica ahonda en una idea similar. En la narrativa de Rubem Fonseca puede leerse «la intención de superar un realismo de carácter maniqueo porque finalmente el ser humano es una amalgama perfecta conformada por la bondad y la maldad» (López Guevara, 2007: 396). Quizás no se trate tampoco de una amalgama perfecta como anota López Guevara sino, más bien al contrario, de la asunción de la imperfección y la contradicción humanas, que hace condenar despiadadamente a una niña de doce años sintiendo al tiempo una irremediable culpa, confesar puerilmente para poder expiar esa culpa, matar para ganar y para acabar muriendo. En la catarsis que, en Fonseca, suele seguir a la venganza, cristaliza esa contradicción, donde termina venciendo el mal, con un último acto feroz que permite, no obstante, vislumbrar una sombra del Bien o el paraíso perdido.

«Anísio sintió como una especie de alivio» (Fonseca, 2016); después, el dueño del bar intenta pedir perdón, «recordar una oración», y parece entrever la imagen iluminada de un Cristo que se oscurece (Fonseca, 2016). Así termina el juego. Así se cierra el cuento.

5. El juego del muerto... y del fantasma: borradura y olvido

En los cuentos de Rubem Fonseca, la realidad y el poder en la ciudad y en el país, violentados desde la propia ley, desde el propio gobierno y desde el gobierno propio, se extreman y en ellos se juega la vida, supervivencia y existencia, resistencia y experiencia. De un lado, la ciudad está sitiada y rubricada por la metralla que descargan los escuadrones; los hechos que hay que sumar a la historia brasileña, las muertes que horadan, socavan y escapan a la contabilidad también manipulada de la historia oficial. De otro lado, la historia condensa otras historias no relatadas en los medios de comunicación, aquellas que se conocen en los bares y los barrios, donde se cruza una violencia y otra, donde se hace negocio con el dolor y la muerte, donde se hacen cábalas, se juega, y se muere de nuevo. Tal y como recoge José Manuel Oviedo:

En sus narraciones, las altas esferas donde se toman las grandes decisiones colindan con el mundillo sórdido de asesinos a sueldo, prostitutas y delincuentes ocasionales, y nos ofrecen una de las más aterradoras imágenes de la realidad social y humana de nuestro tiempo. Una realidad asolada por la doble peste de la violencia y la indiferencia moral, las llaves maestras para saciar su hambre de dominio y de lucro (1993: 143).

Dependiendo del relato, el foco se sitúa sobre una de esas esferas por medio de un personaje, de su voz, pero siempre acaba disparando y alcanzando la otra. Todo se halla en contacto y contaminado, de modo que no hay lugar para la escritura y la lectura inocentes, ignorantes. En última instancia, siguiendo a Oviedo, «la vida política se ha vuelto indisoluble de la actividad policial; los zares de la droga dialogan y negocian con los jefes de la guerrilla o los ministros del gobierno» (1993:143).En este mismo sentido, finalmente Alves escribe que en sus cuentos «Fonseca pasa a disparar en todas direcciones, dando a sus textos un tono de negatividad aún mayor, como si el blanco fuera la sociedad en su totalidad» (2014: 36). De algún modo, en los relatos de Fonseca, el último disparo alcanza un lugar fuera del texto señalando que no cabe rincón cándido. Estas formas de micro y macroviolencia, de agresión externa e interna acompañan y exhiben, en los cuentos fonsequinos, la plena integración de la figura de una burguesía aparentemente ajena, poco o nada comprometida con la realidad social, que comercia con el enriquecimiento progresivo o la conservación de un estatus que permita seguir utilizando o ignorando lo que sucede en beneficio propio.

Esto atañe por supuesto al lector y lo coloca en esa ambigüedad que funda a los personajes centrales, por ejemplo, del cuento analizado. Pero, además, hay otros personajes acaso más complejos y probablemente más lejanos. Por ejemplo, el suicida apenas mencionado representa lo silenciado y oculto en las dictaduras y tiranías contemporáneas. De hecho, Anísio puede leerse como un suicida más en ese contexto, fraticida y suicida al tiempo. Por otra parte, cabe regresar al personaje del Perpetuo, del Falso Perpetuo: quizás es más con él que con Anísio con que se cierre el cuento. Es el gesto del Verdadero Perpetuo, de su temor a ser delatado -pues ya es descubierto, y es de nuevo el silencio, la imposibilidad de decir, el que revela lo indecible-, el que cierra el cuento, su disparo.

El personaje del Perpetuo, un asesino que forma parte del Escuadrón de la Muerte tras pertenecer a la policía, encarna bien lo apuntado -y anteriormente- por José Miguel Oviedo como rasgo nuclear de la narrativa fonsequiana, esto es, la aterradora realidad social en que policía y crimen se superponen en un western adulterado, donde se amalgama bien y mal -volviendo a la consideración de López Guevara-transformándose en equivalentes y eliminando la pátina moral de todos los significados y de todas las existencias, donde la brutalidad -retomando la caracterización de Cándido retomada por Alves- es el código y el juego opera, finalmente, sin reglas.

Se asiste, por tanto, al borrado de lo que el ser humano ha ido conquistando a lo largo de su historia, a la brutalidad y al olvido -en este sentido leo la recurrencia al paraíso perdido sobre que insiste López Alfonso en su libro sobre la literatura brasileña, Sombras de la libertad-; es decir, se asiste al borrado del ser (humano) -y al ser (humano) como borradura, por tanto-. Creo que el personaje de Perpetuo se encuentra al centro de este ejercicio tiránico de borradura identitaria.

El Perpetuo trata de pasar desapercibido, esconder hasta perder su identidad. Su proceso de transformación de policía a asesino no es una transformación de un polo a otro del universo moral, tal y como hemos visto, sino una operación de borrado o la conversión en fantasma. Se trata de otorgarse una identidad pasando por la creación de una muerte propia a la que se asiste hasta configurar otra identidad, por lo demás, idéntica, que permite por cierto a Anísio reconocerlo y nombrarlo en referencia al muerto tras el simulacro.

Así, se escenifica el relato del doble, en que, tal y como hemos visto, todos los bornes se tocan hasta confundirse y fundir los parámetros de azar y tiranía, legalidad e ilegalidad, de bien y mal. Al final se trata de un universo de silencios e invisibilidades como silenciadas e invisibles son las marcas de la violencia, exhibidas, como con la carta robada de Poe, a diario en los periódicos cual los resultados del último sorteo de la lotería. Se borra así su referente y su significado, aun consignando las identidades, los miembros del listado no son sino fantasmas cuyo rastro es indolente e irrelevante. La violencia es tan explícita e indiscutible en los cuentos de Fonseca que resulta complejo analizarla sin lindar la tautología.

En el relato, la lectura desde el final, hay una historia formada únicamente por los muertos, necesariamente. Esa historia empieza por el número, continúa con la edad y la raza, termina con el género, la profesión y el estado civil de los desaparecidos y convertidos en fantasmas. Olvidados. Acaso aquello que aparece en los diarios, porque no conforma ningún acontecimiento, tal y como recalcaba Benjamin, está condenado al olvido. Una nueva noticia, un nuevo disparo, un nuevo saldo, se encargan siempre de borrarlo.

Referencias bibliográficas

Alves, Luis Alberto: El mundo vertiginoso de Rubem Fonseca», Teoría, Historia, Crítica, supl. sus formas y deformaciones en la literatura, 2014, n.° 16.1, págs. 15-40.

Benjamin, Walter (2009): Obras. Libro II/vol. 2. Madrid: Abada.

Borges, Jorge Luis (1989): Obra completa I. Girona, Emecé.

Dostoievski, Fiodor M. (1993): El jugador. Barcelona, Destino.

Fonseca, Rubem: «El juego del muerto», Cuentos sin fin, http://www.cuentosinfin.com/el-juego-del-muerto/, [última fecha de revisión: 1 de agosto de 2016].

Freud, Sigmund (1973): Obras completas, III. Madrid, Biblioteca Nueva.

López Alfonso, Francisco José (2008). Sombras de la libertad. Una aproximación a la literatura brasileña. Alicante: Universidad de Alicante (colección «Cuadernos de América Sin Nombre» n.° 24).

López Guevara, Alejandra: «Violencia y literatura en “El cobrador” de Rubem Fonseca», Actas del XV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas «Las dos orillas», Monterrey (México), 2007, vol. 4, págs. 393-404.

Nietzsche, Friedrich (1997): Así hablaba Zaratustra. Madrid, Alianza.

Nietzsche, Friedrich (1998): La genealogía de la moral. Barcelona, Edicomunicación.

Oviedo, José Miguel: «El mundo vertiginoso de Rubem Fonseca», Cuadernos Hispanoamericanos, 1993, n.° 512, págs. 143-144.

Peri Rossi, Cristina (1992): La última noche de Dostoievski. Madrid, Grijalbo Mondadori.

Romero, María de los Ángeles (2014): Narrativa de la violencia: el hiperrealismo de Rubem Fonseca y Fernando Vallejo. Montevideo (Uruguay), Antítesis (colección «hermenéuticas»).

Sexton, Anne (1996): El asesino y otros poemas. Barcelona, Icaria.

Trías, Eugenio (2001): Lo bello y lo siniestro. Barcelona, Ariel.

Notas:

[1] «Fue el segundo Fonseca el que brillaría como estrella de primer orden en la nueva narrativa brasileña, posición que alcanzó a mediados de la década de 1970, sobre todo después de la publicación de Feliz ano novo (1975), una reunión de cuentos perturbadores, en los cuales la violencia despunta por todos lados, en las formas más variadas y en situaciones inusitadas» (Alves, 2014: 18-19).

 

[2] Así explica el clima reinante en este contexto Luis Alberto Alves: «En Brasil, las maniobras golpistas buscaban neutralizar las políticas de reforma del presidente Jango -como era conocido popularmente Joao Goulart- al tiempo que diseminaban valores privatistas, proamericanos y anticomunistas (...) La derecha supo sacar partido de las presiones sociales para acusar al gobierno Jango de inoperante, cómplice de la subversión y corrupto.» (2014: 20).

 

[3] María de los Ángeles Romero también explica esta característica de la narrativa fonsequiana: «La brutalidad de la situación narrada al ser transmitida por el agente enunciador del discurso que es al mismo tiempo un personaje, establece un vínculo diferente, fundamental para determinar el cambio estilístico. La identificación, entre el personaje y la voz de la enunciación deja de lado el vínculo entre el narrador y la materia narrada como era lo usual en el realismo tradicional» (2014: 53).

 

[4] «El escuadrón jamás mataba chiquillas y comerciantes» (Fonseca, 2016).

 

[5]  Con respecto a lo segundo, cabe destacar que las alusiones al cuerpo y el erotismo son aspectos tan fundamentales como reiterados en la narrativa de Rubem Fonseca, a menudo enlazados con la violencia. En este cuento apenas aparecen resaltados como tal pero pueden en leerse algunas notas como en el paisaje señalado. En relación a esto, López Guevara apunta que: «La crueldad y la ternura se tocan una y otra vez en las narraciones. Este contacto de conductas extremas es el reflejo de la carencia amorosa que sufren los personajes fonsequianos, pero también constituye la evidencia clara de que la violencia es un fenómeno enormemente complejo e inexplicable» (2007: 396).

 

ensayo de Sarah Martín

Universidad Europea de Madrid
Grupo de investigación «La Europa de la escritura» de la Universidad Complutense de Madrid
 

Publicado, originalmente en Espéculo N° 57 agosto-diciembre 2016

Espéculo Revista de Estudios Literarios

Espéculo (del lat. speculum): espejo. Nombre aplicado en la Edad Media a ciertas obras de carácter didáctico, moral, ascético o científico.
Universidad Complutense Madrid

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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