Beethoven

Abriendo las puertas de un nuevo mundo

ensayo de Manuel M. Martín Galán

Beethoven Óleo de Ferdinand Schimon pintado

en vida del compositor en torno a 1818-1819

Nacido en pleno apogeo de las Luces y cuando el Despotismo Ilustrado trataba de racionalizar el sistema político-social dominante en la Europa del Antiguo Régimen —acentuando, de paso, sus contradicciones—, Beethoven fue testigo de la Revolución Francesa de 1789 y de los acontecimientos posteriores que sometieron al viejo continente a una convulsión sin precedentes, que a la postre alumbraría un mundo nuevo. Fue, igualmente, una época en que comenzó a cambiar sustancialmente la consideración social del compositor. Beethoven no se mantuvo neutral ante el primer fenómeno ni fue ajeno a los cambios que entrañó el segundo.

Los comienzos

La historia comienza en Bonn, ciudad de unos 10000 habitantes residencia del arzobispo de Colonia. Allí, el 16 o 17 de diciembre de 1770 venía al mundo Ludwig van Beethoven, hijo y nieto de músicos al servicio del arzobispo. Era éste titular de uno de los múltiples estados semiindependientes que, junto con las denominadas ciudades libres imperiales, integraban el Sacro Romano Imperio de la Nación Alemana. Aunque de escasa entidad territorial, su prestigio derivaba de ser uno de los príncipes electores del Emperador, título que desde hacía siglos recaía en la familia Habsburgo. El Imperio como tal, sin embargo, era una entidad política cada vez más vacía de contenido y el auténtico poder del emperador recaía en sus territorios patrimoniales, una importante franja en el este y sur del Imperio reforzada con posesiones extraimperiales (Hungría, Países Bajos del Sur) y una notable presencia en Italia (Milán, Gran Ducado de Toscana).

Beethoven nació durante el reinado de la emperatriz María Teresa (1740-1780), a la que sucedería su hijo José II (1780-1790). Ambos llevaron a cabo una importante labor de consolidación del estado y reformista, más enérgica en el caso de José, que afectó a casi todos los ámbitos (administrativo, fiscal, económico, social, religioso, educativo, asistencia pública......) y que tuvo en la supresión de la servidumbre y las audaces reformas eclesiásticas sus aspectos más destacados. Pero el rechazo social provocado por el autoritarismo —incluso la brutalidad— con que el mandatario quiso aplicar las reformas le obligó a suprimir muchas de ellas. El epitafio que él mismo se dedicó es un patético compendio de su reinado: “Yace aquí un príncipe de intenciones puras, pero que tuvo la desgracia de ver fracasar todos sus proyectos”. El breve reinado de su hermano Leopoldo II (1790-1792) fue un periodo más de asentamiento y afirmación de lo conseguido por sus antecesores que de innovaciones. Su pronta muerte cerró la etapa del reformismo Ilustrado en Austria.

Pero Bonn no dejaba de ser una ciudad, musicalmente hablando, provinciana. El padre de Ludwig, Johann, mediocre tenor de la capilla arzobispal y alcohólico, por añadidura, fue quien le inició en la música, alimentando el sueño de explotar su condición de niño prodigio y obligándole a estudiar intensivamente, en un durísimo régimen, el clave y el violín. Su plan se desbarató al no conseguir el éxito deseado. Pero, al menos, no provocó el comprensible rechazo del niño, que encontró en el organista de la corte, C. G. Neefe, un maestro eficaz. No tardó en convertirse en su asistente. Y le animó a dar el salto a Viena. Su primer viaje (1787), no obstante, se malogró por desgraciados acontecimientos familiares. Pero encontró un puesto menor en la música del elector y su fama de virtuoso y brillante improvisador le grangeó la protección de la nobleza local, que transmitió igualmente al joven músico el gusto por la literatura y la poesía y le inculcó los principios ilustrados, de firme arraigo en la elite del electorado. Su formación intelectual se completó con los cursos de filosofía de E. Schneider, así como en la Lesegesllschaft, sociedad intelectual fundada por el propio Schneider y de la que formaban parte Neefe y Waldstein. Dicha sociedad, precisamente, le encargaría en 1790 dos cantatas, una a la muerte del emperador José II (WoO 87), y otra para la coronación de su sucesor Leopoldo II (WoO 88). Su oportunidad surgió en 1792, cuando J. Haydn, de paso por Bonn a su vuelta de Inglaterra, le invitó a estudiar con él en Viena. ¿Cuántas veces no se ha repetido aquel recibe el espíritu de Mozart — fallecido el año anterior— de las manos de Haydn con que le despidió uno de sus protectores, el conde Waldstein?

Viena

Beethoven se estableció en Viena, que con sus 230000 habitantes era la cuarta ciudad por tamaño de Europa occidental, en noviembre de aquel mismo año. El inmediato fallecimiento de su padre y algún importante acontecimiento político-militar fueron decisivos para que hiciera de la capital austriaca su residencia permanente, de la que, sólo se apartaría en una gira como pianista realizada en 1796 y en cortos viajes veraniegos (Baden, frecuentemente), para tomar aguas termales (Teplitz, donde encontraría a Goethe) o acompañando a algún aristócrata en sus excursiones.

Para entonces los ojos de toda Europa llevaban ya algunos años pendientes de Francia, donde en 1789 había estallado el proceso revolucionario, saludado con entusiasmo por las minorías ilustradas y las burguesías intelectuales. El propio Beethoven, tanto en Bonn como en Viena, estaba entre los que se identificaban con los principios revolucionarios. Y curiosamente, la Revolución, en principio, no fue mal acogida por todas las testas coronadas. Hubo incluso quien la miró con cierta simpatía. Leopoldo II de Austria, por ejemplo, siendo aún Gran Duque de Toscana, afirmó que “la regeneración de Francia será el modelo que imitarán, voluntariamente o no, todos los soberanos y gobiernos de Europa, porque se verán obligados a ello por sus pueblos”. Pero la evolución de los acontecimientos franceses, el temor generado en los monarcas y la rápida toma de conciencia de las aristocracias, más la acción de los nobles galos emigrados, hicieron cambiar las cosas de signo. En Austria, particularmente, hay que añadir el acceso al trono en marzo de 1792 del profundamente conservador Francisco II. Su alianza con Prusia hizo el resto. Y respondiendo a la hostil actitud de su soberano, Francia declaró la guerra a Austria en abril de 1792. Se iniciaba así un largo periodo de más de veinte años en que la guerra incendiaría toda Europa. La Francia revolucionaria proyectaba, a la par que alcanzar sus fronteras naturales —de ahí la temprana campaña del Rin, para la que Claude Joseph Rouget de l’Isle escribió aquel Canto de guerra luego conocido como La marsellesa—, erradicar de Europa el absolutismo y los restos feudales. La Austria de Francisco II será siempre un acérrimo adversario de la Revolución, apareciendo en todas las coaliciones internacionales contra ella, intensificando, de paso, su política interior involucionista.

Fue éste el telón de fondo político-bélico sobre el que transcurrió buena parte de la vida de Beethoven. En Viena, de momento, prosiguió su aprendizaje con un Haydn no excesivamente interesado por su alumno y que pronto volvió a Inglaterra, con J. Schenk y Albrechtsberger, aparte de iniciar contactos intermitentes —se prolongarán a lo largo de una década— con A. Salieri. La desaparición del electorado de Colonia (1794), invadido por los franceses, anulaba cualquier pretensión de regresar a su tierra natal. Pero su reputación como pianista se extendió pronto y destacados miembros de la aristocracia —particularmente el barón van Swieten, el príncipe Karl Lichnowsky el conde Razumowsky, embajador ruso, y el archiduque Rodolfo, hermano del emperador y discípulo del compositor— le abrieron pronto sus puertas, disfrutando de una nueva forma de mecenazgo en que el artista protegido no mantenía vínculos contractuales con su mecenas y disfrutaba de amplia libertad creativa. Pudo así, además de enseñar, componer y editar (Tríos, op. 1, Sonata “Patética”) e intervenir en los cada vez más frecuentes conciertos públicos o Akademien —su primera aparición en ellos fue el 29 de mayo de 1795. Hay también en estos años alguna creación de significado patriótico, en un momento en que los éxitos franceses —ya con Napoléon al frente del ejército— frente a los austríacos en Italia llevaron a la movilización general y a la explosión de un intenso fervor nacionalista y bélico en Austria que tuvo, como ya era habitual en estos casos, una amplia cobertura musical: junto a la Missa in tempore belli, de Haydn (1796) y su himno Gott! erhalte Franz den Kaiser (Dios proteja al emperador Francisco, 1797), encargado por el poder buscando el equivalente al God save the King británico, Beethoven contribuyó con un patriótico Canto de despedida a los voluntarios vieneses (WoO 121).

Pese a todo, Beethoven consideraba a Napoleón como un héroe que difundía por Europa los ideales de la Revolución Francesa. Y no dejó caer en el vacío la propuesta de Jean Baptiste Jules Bernadotte —el futuro rey de Suecia iniciador de la actual dinastía—, fugaz embajador francés en Viena tras la paz de Campoformio (1797), de dedicarle una sinfonía. La historia de cómo retrasó unos años el inicio de la tarea y al terminarla, en 1804, enojado por su autoproclamación como emperador —“¡entonces no es sino un hombre ordinario; ahora pisoetará los derechos de todos los hombres para servir a sus propios intereses!”—, cambió la dedicatoria, titulándola Sinfonia Eroica, ha sido narrada y matizada mil veces. Para entonces, Beethoven había proclamado su decidida voluntad de innovación musical, experimentado la dolorosa intensificación de su sordera (perceptible ya en 1797) y otros problemas de salud y, sobre todo, sufrido y superado la terrible crisis espiritual de 1802, en la que apeló al suicidio —“sólo el arte me retiene, pues me parece imposible dejar este mundo antes de haber producido todo lo que siento debo producir y es por lo que retengo esta vida arruinada”. Y renovado interiormente, inauguró un decenio —el periodo “heroico”— de intensidad y fecundidad crecientes, de la que son inmarcesibles muestras esa Tercera Sinfonía finalmente editada “en memoria de un gran hombre”, o la Quinta y la Sexta, cuatro años posteriores. También a esta época corresponde una de sus tareas más ambiciosas: la composición de una ópera —todavía era la piedra de toque de un compositor—, encargada en 1803, el año del estreno de su primera incursión en la música dramática, el oratorio Cristo en el monte de los olivos, por el barón von Braunn, director de los teatros de la corte.

Napoleón a caballo según J. L.David Museo de Versailles

Su estreno se produciría durante la invasión francesa de Viena de 1805. Una semana después de la entrada de las tropas, el día 20 de noviembre, en una ciudad revuelta, atemoriza y vacía de aristócratas y alto-burgueses, sonaba la primera versión de Fidelio —todavía intitulada Leonora— ante un público compuesto esencialmente por oficiales franceses, que poco o nada entendieron de la música. Fue un fracaso sin paliativos, al igual que su primera revisión, presentada en 1806. El triunfo final no llegaría hasta 1814.

La ocupación de Viena preludiaba lo que iba a ser una de las grandes victorias militares de Napoleón sobre la coalición austro-rusa: Austerlitz (1805). El emperador se vio obligado a firmar el año siguiente el tratado de Presburgo, que liquidaba definitivamente el Sacro Romano Imperio. En adelante, el que había sido Francisco II, emperador del Sacro Imperio, sería Francisco I, emperador de Austria (título que, por cierto, había adoptado ya en 1804, al coronarse Napoleón emperador de los franceses), entidad política eminentemente danubiana.

El contraste entre la genial música de Beethoven y su aspecto físico era chocante. Pequeño de estatura, ancho de hombros, cabello desordenado, mirada chispeante, de aspecto y trato rudos, su acento provinciano le daba un aire un tanto grosero. Vivía en el desorden —aun la suciedad— y criticaba abiertamente la situación musical de Viena. Y errante por la calle, los niños lo tomaban por mendigo, increpándolo. Pero quienes bien le conocían afirmaban que la nobleza de su espíritu se manifestaba a través de sus desórdenes. Fue apasionado en el amor, pero éste le fue esquivo. Amó a hijas de familias encumbradas y a plebeyas. Solicitó a algunas en matrimonio, mas las dificultades para la convivencia se conjuraron contra él. No pudo encontrar el alma hermana. La famosa carta dirigida a la Amada inmortal, de 1812, es un exaltado testimonio de una pasión no correspondida.

En la cima

Pero su popularidad no dejaba de crecer y extenderse por Europa. En 1809 le llegaba la propuesta de convertirse en kapellmeister de Westfalia, el reino creado en Alemania por Napoleón para su hermano Jerónimo. Aunque quizá en su fuero interno no deseaba aceptarla, estuvo en el origen del compromiso de tres aristócratas —el archiduque Rodolfo y los píncipes Lobkowitz y Kinski— de asignarle una elevada pensión anual para garantizar su permanencia en Viena. Fue el año en que compuso, entre los cañonazos franceses de la segunda invasión que le provocaron tormentos infinitos y aceleraron la muerte de Haydn, el Quinto Concierto para piano, dedicado al archiduque Rodolfo y cuyo borrador está salpicado de alusiones a batallas y victoria. Y probablemente, la música incidental para Egmont (1810), el drama de Goethe inspirado en la insurrección de los Países Bajos contra Felipe II, traducía el íntimo deseo del compositor de ver liberada su ciudad de las tropas francesas. De forma más explícita, se sumó a las celebraciones musicales de las derrotas de Napoleón en Rusia y España con La victoria de Wellington en la batalla de Vitoria (1813), compuesta con la mirada puesta en Londres e interpretada, por cierto, con Salieri y Hummel manejando los cañones y Meyerbeer aporreando desacompasadamente el bombo.

La derrota de las tropas napoleónicas se produciría, finalmente, en Leipzig en octubre de 1813, a lo que siguió la invasión de Francia por los aliados. Tras la derrota vino la abdicación de Napoleón (6 de abril de 1814). Francisco II de Austria pudo capitalizar la victoria, invitando a los aliados a reunirse en Viena para reorganizar un continente libre, al fin, de Napoleón y —eso, al menos, creían— de la amenaza revolucionaria. El Congreso de Viena (1814-1815) fue la gran fiesta de la Europa restaurada auspiciada por una casa de Austria de nuevo en la cima de la gloria, que derrochaba ingentes cantidades de dinero para honrar y entretener a sus huéspedes. Cenas de gala, bailes, representaciones teatrales y diversiones fastuosas se sucedían ininterrumpidamente mientras los representantes de las grandes potencias, bajo la atenta mirada del canciller Metternich, trabajaban por establecer un nuevo orden geopolítico con dos premisas esenciales: las aspiraciones absolutistas de los monarcas —olvidando las de sus pueblos— y la noción de equilibrio europeo.

Fue también el gran momento de popularidad de Beet-hoven, presentado por el archiduque Rodolfo y Razumovski a varios de los grandes mandatarios, algunos de los cuales le cursaron encargos. Y no parece que el sordo y misógino genio se desempeñara mal en estas mundanas funciones. Su música sonó igualmente en las celebraciones: Fidelio, recientemente estrenada en su versión definitiva, se interpretó el 26 de septiembre, poco antes que el Sansón de Haendel. Y dirigió con gran éxito, por ejemplo, el concierto del 29 de noviembre de 1814 en que se interpretó la Séptima Sinfonía, La victoria de Wellington y El momento glorioso, cantata con texto del salzburgués A. Weissenbach —tan sordo, por cierto, como el compositor— que celebraba el presente europeo que en aquel Congreso emergía, que le reportaría el año siguiente un reconocimiento oficial por parte de la ciudad de Viena.

Los últimos años

A partir de 1815, el horizonte se ensombrece. Sumido en la sordera (total desde 1818), se acentúan sus problemas de comunicación con el entorno, que solucionará a través de los cuadernos de conversación. Comenzará el enredo judicial por la custodia de su sobrino Karl, que arrebatará a su madre a la que denigró despiadadamente (1818). La educación de Karl, de quien pretendía hacer un filósofo, se revelará, a la postre, desastrosa y destructiva para ambos. Y en el transcurso del proceso, deberá admitir expresamente su condición de plebeyo, cuando, aun odiando a la aristocracia —no olvidaba alguna humillación sufrida en el ejercicio de sus funciones artísticas (meramente laborales para los grandes)—, siempre había jugado con la ambigüedad al respecto, basándose en la similitud del flamenco van de su apellido con el germano von. Ha de vivir sometido a un régimen que endurece la represión política, que detesta y se sabe vigilado por la policía (aunque también era consciente de gozar de cierta bula). Las expresiones políticamente comprometidas abundaban en los cuadernos de conversación que un amigo suyo, temeroso de verse perjudicado, hizo desaparecer. Pero nunca como ahora estuvo más cerca de conseguir un cargo oficial de servicio al emperador —quizá en el fondo lo había anhelado siempre—, al quedar libre en 1822 una plaza de maestro de capilla. Aunque había intención de mantenerla vacante, se le sugirió la composición de una misa para el emperador como método para alcanzarla. Ciertos esbozos de 1823 sugieren que consideró seriamente la empresa, aunque finalmente, diciendo estar desbordado de trabajo, renunció a ella. Y por último, el público, aunque no le olvidaba, volvía sus preferencias hacia la más ligera música de Rossini.

Desde el punto de vista creativo son también años difíciles. Pero dejarán monumentos como los últimos cuartetos para cuerda, la enigmática Sonata “Hammerklavier” y, sobre todo, la Missa solemnis y la Novena Sinfonía. Aquella fue concebida como obra de circunstancias, para solemnizar el capelo cardenalicio concedido al Archiduque Rodolfo y su toma de posesión como arzobispo de Olmütz (1820). Pero, imponiendo las exigencias del proceso creativo y artístico sobre cualquier otra circunstancia, no culminó su composición hasta 1823, y en una forma que prácticamente la inhabilitaba para su interpretación litúrgica. Paralelamente, atendía el encargo de la Sociedad Filarmónica de Londres de componer una nueva sinfonía (1822). Retomando un viejo proyecto, será el origen de la Novena, que —rasgo insólito en una obra sinfónica— incorporará el Himno a la alegría de Schiller. Estrenadas conjuntamente en un concierto en 1824, suelen presentarse como el triunfo definitivo de la nueva concepción del músico que, por medio de la creación artística, es capaz “de acercarse a la divinidad más que los otros hombres y difundir desde allí sus rayos en el seno del género humano”. Y en la Novena, la dimensión artística de una concepción política liberal y liberadora, en las antípodas de otra música de Estado compuesta otrora por el propio Beethoven. Se olvida, no obstante, cómo el interés económico dominó por encima de cualquier consideración artística, apelando a las cortes europeas para una suscripción a la Misa, que trataba de desvincular de su con-fesionalidad religiosa, afirmando que podía interpretarse “como si de un oratorio se tratara”. Y que no faltan interpretaciones que, lejos de la exégesis tradicional, mantienen en la misma línea el Himno a la alegría que El instante glorioso compuesto para el Congreso de Viena.

Pero la naturaleza imponía su lógica implacable. Enfermo desde finales de 1826, sintió que el fin se acercaba. Aunque educado en la religión católica, nunca había profesado fielmente sus doctrinas, practicando más bien una especie de deísmo. En su enfermedad, sin embargo, pidió la administración de los últimos sacramentos. Falleció — dicen los testigos que en medio de una tormenta— el 26 de marzo de 1827. Su entierro y funerales constituyeron una gigantesca manifestación de duelo celebrando la entrada en el Olimpo de un indudable genio artístico que no sólo había dejado obras imperecederas, sino que, aun con sus contradicciones, había contribuido decisivamente a llevar a la música y, más en general, al arte, a una nueva época.

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ensayo de Manuel M. Martín Galán
 

Publicado, originalmente, en: Scherzo revista de información y de investigación musical AÑO XXII - N° 221 - Julio-Agosto 2007

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