Dos vendedoras en una tarde
por Antonio Macías Luna

Casi vacía estaba la taza en la mesa de la cocina, con el borde manchado de marrón en el punto donde se apoyaban mis labios para sorber la manzanilla humeante; en el fondo se transparentaba, a través del líquido, el poso de la infusión. Mientras tanto, me planteaba la posibilidad de acogerme a una jubilación anticipada.            

El sonido debilitado del timbre de la puerta me hizo parpadear y abandonar mis reflexiones. Llevaba ya tres días esperando que el electricista se acercase a reparar aquel viejo zumbador.

Articulé un sonido de contrariedad al no estar seguro si la llamada correspondía a mi puerta o a la de Cosme, mi joven vecino; un tipo obeso con rasgos porcunos: una cabezota, un hocico por nariz y unas orejas que le quedaban algo grandes y caídas. La incómoda situación se repetía cada vez que sonaba uno de los timbres. Dentro de la cocina no podía distinguir si la llamada correspondía a mi puerta o no; por eso tenía que acudir a abrir para encontrarme a veces con el rostro bonachón y sonriente de Cosme, que había abierto simultáneamente para atender a su visita. Yo me retiraba sin recibir a menudo ni una excusa por parte del recién llegado.

-Buenos días, caballero —saludó una anciana, tocada por un pañuelo de color beis anudado debajo del mentón--. He llamado aquí junto, y no hay nadie-- se agachó para coger una mata verde de perejil de entre otras depositadas en un pequeño carro de madera--. ¿Necesita verduras?            

-No, gracias —respondí con cara de pocos amigos ante la inoportuna vendedora. La puerta del vecino continuaba cerrada, lo que confirmaba que éste se encontraba ausente.            

-Hace un mes que no venía. ¿Sigue viviendo aquí, al lado, ese señor tan bueno? -preguntó la señora de manera afable.

-¿Tan bueno, por qué?            

-Porque siempre me compra algo y, además, me da ropa vieja para mi hijo — alegó la mujer ofreciéndome su mercancía, No me apetecía en absoluto iniciar un diálogo, pues era domingo por la tarde, y al día siguiente debía levantarme temprano para adentrarme en una nueva semana laboral. Respondí, no obstante, con corrección.            

-Llevamos viviendo puerta con puerta unos días y ni siquiera nos hemos preguntado por la salud —dije.

-Qué pena. Cómo son en la ciudad. Allá en el campo “semos”[1] más abiertos.

Cuando vine a darme cuenta, había una mata de zanahorias y una lechuga pegadas a mi rostro.

-Mire qué hermosura. Frescas y criadas con “estiércol”[2] de cabra. Las zanahorias son buenas para la vista. ¿Sabe cocinar? — ante mi estupor añadió--: Me estoy metiendo en lo que no me importa, pero se le ve tan bueno como al caballero de al lado y me parece que usted también vive solito. Por si no lo sabe: las zanahorias se echan en una olla con agua hirviendo y se las deja que se reblandezcan el tiempo que haga falta. No se las coma crudas, pues se le podría salir la dentadura postiza. Se le mueve cuando habla...

-¡Señora! No soy ningún conejo para roer —argumenté molesto por la impertinencia sobre el irreversible estado de mi boca, que me provocaba un insuperable complejo de inferioridad, y por la sarta de recomendaciones que no venían a cuento.           

Aquel domingo había sido verdaderamente aburrido, y, mirando el lado positivo del asunto, a la postre podrían resultar gratificantes unos minutos de cháchara, aunque fuese con una mujer de edad con más pliegues y deterioro que una sábana rasgada y sin planchar.

De pronto, un ruido hizo que nuestras miradas convergiesen hacia el carrito de venta ambulante, que se había volcado tras ceder uno de los pies de apoyo. Rodaron por el piso unas manzanas saludables, de rojas que eran, y peras verdes. Les hacían compañía, apilados junto al malparado trasto de transporte, unos haces de lechuga, unos brócoles, y unos puerros.

-¡Ay! Este dichoso palo. Cuando voy con mucho peso, se me vuelca el carro.

Me agaché a ayudar a la vendedora a recoger su mercancía y a reponerla en el carrito. Un suave y placentero olor a hortalizas invadió el ambiente del zaguán; un tufillo de campo que me hizo recordar otros tiempos, cuando era joven y salía por las mañanas a hacer novillos[3] con mis amigos, cuando recorríamos juntos los ejidos del pueblo entre aromas de fresas. Unos restos de hojillas lacias y terrosas quedaron en el suelo.

-Señora, ¿cuánto le debo? —pregunté llevándome una mano al bolsillo del pantalón con el fin de quitarme de encima a la imprevista visitante, pues había cambiado de opinión tras el incidente, y recluirme de nuevo en la intimidad del apartamento.

-Son doscientas por las zanahorias. El perejil se lo regalo siempre que se quede con un par de lechuguitas. Total, trescientas pesetas.

Saqué unas monedas y se las entregué a la verdulera, que se marchó con un “que le vaya bien”. Su figura pequeña se desvaneció en la luz rosada del atardecer, al alcanzar la calle. Yo me quedé con mi compra en una bolsa de plástico negro entre las manos.

Mientras unía las asas en un nudo, observé a una joven en jeans que se aproximaba atravesando el vestíbulo, procedente del exterior. Sus piernas eran largas. Le asomaba el cuello amarillo de una camisa por el escote pronunciado de un chaleco verde. Llevaba un bolso negro colgado en bandolera. Sobre las finas columnas de sus piernas descansaba el edificio de un cuerpo de bastante altura para ser femenino, pero de fachada frontal casi lisa, sin apenas protuberancias. Su pelo era corto y rebelde.

Sin saludar, la chica activó el timbre de la puerta contigua. Parecía turbada por la inesperada presencia de alguien en el lugar.

-Perdone. Estoy buscando a un tal Cosme. ¿Es ésta la puerta 22? -preguntó mirando rápidamente de un punto a otro de la madera, en busca del número.

-Sí. Han venido preguntando por él hace unos minutos, y no estaba.

La mujer me observó con sus ojos oscuros, achinados por unos rabillos de maquillaje azul violeta.

-Me citó a las siete —alegó con desparpajo mirándose la muñeca izquierda--. Falta un cuarto de hora. He llegado temprano. Esperaremos.

Se hizo un silencio. Ella miraba hacia todos lados y a mí de pasada, fugazmente.

-Qué lejos está esto —dijo al fin para rebajar la embarazosa tensión entre nosotros, pues yo no me retiraba--. He tenido que coger un taxi que me ha costado una barbaridad. Se lo cobraré a Cosme -dijo con acento de reproche.

La última frase fue el aldabonazo que me confirmó que aquella mujer, de unos treinta años, tenía la forma de hablar y de comportarse de la típica buscona, la que atrae a sus clientes con un pícaro guiño a través de los escaparates.

-¿De dónde viene? -pregunté, espoleado por la curiosidad, en un intento de tomar confianza.

-De San Javier.

Aquel barrio se encontraba al otro extremo de la ciudad. Para viajar hasta aquí era necesario tomar al menos dos autobuses.  

-Yo tengo unos amigos en aquella zona y tardo una hora en llegar. ¿Quién es usted si me permite la indiscreción? ¿Cómo se llama?

-Me llamo Rosi y me gano la vida - respondió la mujer utilizando el mismo desparpajo y ligereza de antes, sin ruborizarse.

Me brillaron los ojos. Indudablemente, tenía ante mí a una profesional del oficio mundano; un hermoso ejemplar, aunque algo alta para mi humanidad, que no pasaba de un metro sesenta y ocho. Hacía tiempo que en mi casa no había puesto los pies una mujer, a excepción de mi hermana Paula, que pasaba la mayor parte de su vida en el pueblo.

Yo llevaba más de veinte años obligado a aceptar, de malas ganas, el celibato impuesto por unos frustrados estudios en el seminario de Barcelona. Mis padres me habían obligado a que me pusiese la sotana, lo cual no llegué a cumplir como prueba de rebeldía contra aquella orden injusta y autoritaria. Los años tras las rejas de la prisión religiosa habían hecho de mí un hombre taciturno, encerrado en mi mismo y, por supuesto, enemigo de las salidas nocturnas. Es fácil deducir que nunca me había involucrado en el misterioso comercio carnal. Nunca había estado con una fulana en toda mi vida. Influido por las adventicias circunstancias, evoqué, por un momento, mis prácticas sexuales de adolescencia con una vecinita de catorce. Mucho tiempo después, tras abandonar mi desventurada incursión en el sacerdocio, mi vida había transcurrido en la monotonía diaria; un ir y venir al establecimiento de tejidos donde trabajaba como dependiente. A pesar del trato con las parroquianas, nunca hallaba la oportunidad de poder hacer amistad y mucho menos intimar con alguna de ellas.

Un morbo inusual para mis sesenta años se estaba haciendo fuerte, con un calor punzante en el bajo vientre. Un nudo apretado en la garganta me obligó a tragar saliva antes de seguir hilando palabras coherentes.

-Ya entien...do... —aduje nervioso, dubitativo--. Vamos a ver... No sé nada de Cosme. Si le ha dicho a las siete..., debe de estar al llegar —eché un vistazo a mi reloj--. Tengo las siete menos ocho minutos.

Consultó ella el suyo.

-Por mi reloj son menos trece, y lo tengo en punto con Radio Nacional.

Podría ser cierta su aseveración sobre la hora, pues nunca me preocupaba de controlar mi reloj personal; normalmente me organizaba por la caduca maquinaria de péndulo del salón.

De pronto sentí el roce de unas pisadas lentas descendiendo por la escalera. Era el matrimonio de ancianos que vivían en el segundo piso y se dirigían a la misa vespertina del domingo.

-Hola, don Heríberto —me saludó el hombre, espigado y con nariz ganchuda, a la vez que empujaba insistentemente a su pareja, que marchaba delante, apremiándola como si le molestase la repentina presencia de personas en su camino, o quizás los desperdicios de verdura en el suelo; con esta gente uno nunca sabe.

-Qué cursis, ¿no? —dijo Rosi colocando un brazo en jarra sobre la cadera--. Ni me han mirado al pasar —dudó un instante--. ¿Heriberto? Qué nombre tan raro —preguntó la joven y encogió las ventanillas de la nariz en un gesto de extrañeza.

-La verdad es que nunca he estado conforme con ese nombre; suena rimbombante --aclaré decidido a proseguir la conversación--. Mis padres eran gente clasista. No sé por qué no me pusieron Roberto, o Alberto, uno más fácil de pronunciar, pero Heriberto...Tengo que abrir la boca como si fuese a sonreír para decirlo: He...riberto —los dientes superiores de mi holgada prótesis me jugaron una mala pasada, al descolgarse sobre mi labio inferior. Cerré la boca mientras sentía un abochornante calor en las orejas y continué--: La cuestión es complicar las cosas como hacía mi madre, que para ir al mercado daba la vuelta a la manzana por el camino más largo. Rarezas de antiguos como esos dos, que no son más que un par de “capillitas”; todas las tardes, a la iglesia a darse golpes de pecho y el resto del tiempo a comportarse como hipócritas. A mí me educaron para ser como ellos —iba cediendo mi acérrimo hermetismo ante el excitante diálogo con una joven desconocida a solas en la penumbra de un zaguán, bajo el hechizo del ocaso--. Bueno. Tuve que aguantar esa cruz, pero al final no cargué con la de cura.

-¿Con la de cura? —inquirió ella con cejas arqueadas, incrédula.

-Sí. Con el sacerdocio. Después de pasar un buen tiempo en el seminario, me salí. Me atraía más la vida del mundo, y aquí me tiene. Hoy no me pesa. A propósito, ya estoy cargando demasiado con estas hortalizas.

Hice un ademán de volverme para soltar la bolsa en mi apartamento, pero la chica me hizo desistir de ello ofreciéndose para que se la entregase a ella.

-Déme -dijo tomando los géneros con una sonrisa--. Así que estoy hablando con un cura arrepentido... ¿Le extraña si le digo que un par de curitas han venido a mi “consulta”? A uno se le cayó una biblia y al otro le asomaba la estola por un bolsillo.

Con la charla el tiempo se deslizaba fácilmente, como sobre hielo. Se había creado un nexo de afinidad o simpatía. En un determinado momento, cuando eran ya las siete y veinte, ante la sugerencia de Rosi de continuar nuestra charla en el apartamento y la demora del vecino en aparecer, la invité a entrar en casa.

-¿Te molesta el humo? —preguntó la chica tuteándome y, sin esperar respuesta, se puso un cigarrillo entre los labios pintados de un rojo anaranjado, una boca sensual que no había dejado de aturdir mi mente desde que la vi. Mis oídos estaban fascinados con los altibajos de una musiquilla oriental, la del hindú que encanta serpientes con su flauta. Tal era el influjo que ejercía la voz de aquella mocetona en mis sentidos.

Yo temía que de un momento a otro sonase la llave girando en el interior de la cerradura de Cosme, pero ese hecho no se producía, y con el transcurso de los minutos me tranquilicé pensando que algo debía haberle ocurrido al vecino para faltar a tan excepcional cita. El campo de batalla era todo mío; la conquista, todo un hecho.

Ya dentro del living, Rosi se acomodó en el diván sin necesidad de ser invitada. Yo estaba ostensiblemente nervioso; fui a ofrecerle algo de beber, pero caí en la cuenta de que en casa no guardaba alcohol a pesar de poseer una vitrina con copas. Al percatarse la mujer de mis dudas e
incertidumbre, me tranquilizó diciendo que no me preocupase de nimiedades.

-“Ribertito”, a lo que voy. Si Cosme no ha llegado, ¿qué más da? Para mí tú eres Cosme. ¿No se te apetece pasar un buen rato en tu casa, sin que nos moleste nadie? Soy gatita complaciente. Ya lo digo en el anuncio. Cobro quince mil por hora. Y en ese tiempo imagínate las de salvajadas que te puedo hacer.

Aquellas procacidades, certeramente dirigidas al punto neurálgico de mis deseos, dinamitaron los cimientos de mi resistencia. El ritmo de mi corazón y mi libido crecieron hasta extremos impensables en un hombre de mi edad. Me sentía en celo, como un toro de lidia arañando la arena con sus pezuñas delanteras antes de embestir.

-Niña, me estás poniendo...-mi espontánea confesión brotó temblorosa, víctima de un frenesí incontrolable mientras me despojaba del pantalón y de la ropa interior por indicación de la furcia, que no dejaba de observarme e inhalaba de su cigarrillo con tanta ansiedad que parecía una locomotora de vapor.

-Págame, por favor. Cobro por adelantado.

Obediente, me dirigí en cuatro zancadas hacia el dormitorio. Me temblaban las piernas desnudas, y no de frío ciertamente. Nunca había cohabitado con una mujer adulta joven; sólo pensar en ello me sacaba de quicio. En mi atolondramiento, me llevé por delante una figurita de porcelana representando a una dama del rococó abanicándose, un apreciado recuerdo de mi madre difunta. El objeto, que se encontraba sobre la cómoda, cayó al suelo, y sus trozos quebrados se esparcieron alrededor con el estrépito que produce un cohete al estallar.

-¿Estás bien, cariño? —preguntó Rosi desde el salón.

-No ha sido.. .nada. Ya voy -me apresuré a tranquilizar a la chica y llegué al fin a la mesita de noche[4] donde conservaba, cuidadosamente escondidos, los ahorros del año.

Con la persiana de la ventana cerrada, el dormitorio estaba casi a oscuras, débilmente iluminado por el resplandor que llegaba de la lámpara junto al diván del living. Me puse en cuclillas delante del pequeño mueble. Abrí el cajón y a tientas palpé el mazo de billetes. Sentí la pegajosa y apretada elasticidad de la gomilla enroscada alrededor.

-¿Cuánto dijiste que era, Rosi? — pregunté por decir algo, por quebrar el pesado silencio del apartamento, como si no desease que se interrumpiera el ardoroso ambiente entre la chica y yo.

-Quince mil pesetas y tres mil de propina. Creo que me la merezco por haber tenido que esperar. Añade dos “verdes”[5] por el taxi.

Me puse a contar los billetes, pero en la penumbra no acertaba a diferenciar cuáles
eran los de mil y los de cinco mil. El temblor acusado de mis dedos y la emoción no me permitían mantener la serenidad. A duras penas deslié el fajo de dinero entre calcetines y pañuelos en el cajón. Me ponía los nervios de punta el hecho de que la chica pudiera impacientarse. Mis progenitores me habían enseñado que hacer esperar a una dama transgredía las normas de urbanidad.

Pulsé la perilla de la lámpara. Las sombras huyeron tras el fogonazo que me impactó en los ojos. Allí estaban los costrosos papeles, listos para ser tomados. Mi frente transpiraba, y las palmas de mis manos estaban húmedas. Mi nuca sintió un frío de acero. “¡Estos malditos nervios, Dios! ¿Cuándo me los voy a dominar?” Revisé mentalmente los honorarios de Rosi y separé veinte mil pesetas. Me volví.

Las líneas de visión de mis ojos se cruzaron de repente ante la abrumadora presencia de un bulto oscuro, que me hacía cosquillas entre las cejas y me molestaba como si mis retinas estuviesen comprimidas dentro de un sandwich. Lejana, al fondo, adiviné una mancha borrosa de color verdoso. Me invadió una sensación de vértigo, como si de pronto me viese arrastrado arriba y abajo en un tiovivo.

-¡Rosi! —grité.

-Aquí estoy, muñeco —oí, próxima, la voz melosa de la chica--. No te muevas, gilipollas —me sobresaltó el tono bruscamente imperativo, agresivo--. Ni se te ocurra levantarte. Sigue agachado, o te arranco la cabeza de un tiro. Entrégame todo el dinero y date la vuelta mirando hacia la pared. Las manos abiertas con las palmas pegadas a la mesita --ordenó.

Vi que hablaba en serio. Antes de girarme, pude comprobar que era una mano armada la que había causado el estrabismo temporal de mis ojos, un bulto agigantado y amenazador que no temblaba ni un ápice.

Obedecí y le di la espalda. Me mantuve lo más estático posible en la incómoda postura de cuclillas. El corazón se me salía por la boca, observando indefenso cómo unas manos femeninas ágilmente se apoderaban de mis noventa mil pesetas y dejaban el cajón hecho un revoltijo de prendas.

Sentí cómo la tal Rosi se alejaba lentamente detrás de mí por el sonido pausado de sus tacones, que se perdieron en dirección al living. Consumado el delito, la prostituta tenía prisa por marcharse.

Yo confiaba en que, mientras me mantuviese quieto, mi vida no correría peligro. En ese momento oí el sonido que produce una silla al ser arrastrada por el suelo. Con la precipitación de la huida, la delincuente había tropezado con el oportuno obstáculo que se encontraba junto a la puerta abierta. Me volví y, al comprobar que la mujer había abandonado ya el apartamento, me puse en pie. La pistola yacía por tierra y la ladrona, lejos de preocuparse de recuperar su arma, había corrido hacia la calle.

Respiré al verme libre de la presión física y psicológica del atraco del que había sido objeto. Sentía calambres y temblores en las piernas y, sin reparar en mi propia desnudez, me dirigí al portal para pedir auxilio. Justamente, cuando me encontraba en medio del vestíbulo, en ese preciso momento, regresaba la pareja de ancianos. La señora, con un velo en la cabeza, se detuvo en seco al ver la parte inferior de mi persona totalmente desprovista de ropa. Se llevó las manos a la cara ante la visión involuntaria de mis partes pudendas, encogidas por el frío del anochecer. No se desplomó gracias a que su marido acertó a sujetarla a tiempo por un brazo y la puso en volandas sobre el primer peldaño de la escalera a la vez que exclamaba:

-¡Indecente! ¡Un cura arrepentido tenía que ser! Deberían desinsectar los seminarios contra estos alacranes lascivos...

Regresé con lágrimas en los ojos y me agaché para recoger la pistola que había dejado abandonada la supuesta Rosi. Al sopesarla en la mano, comprobé que era extrañamente liviana, y la culata cedía a la presión de mis dedos. La mortífera arma de fuego resultó ser un juguete inocuo de plástico. Desesperado, al no poderme asomar a la calle en tan ligero atuendo, entré en el apartamento con la falsa arma colgando de la mano derecha. Ahora eran la rabia y la desesperación las que se apoderaban de mi espíritu. No había ni rastro de la bolsa de verduras.

Escuché un estornudo proveniente de la  calle. Me escondí tras el marco de mi puerta y asomé la cara. Cosme se estaba sonando la nariz en el vestíbulo. Al verme, se acercó a averiguar si yo había visto a una chica preguntando por él. Era la primera vez que mi enigmático vecino se dirigía a mí.

No podía dominar mis actos. Me puse delante de Cosme, exponiendo mis vergüenzas mientras le colocaba el cañón de la inofensiva pistola en la frente. A punto estuvo de caer hacia atrás como si le hubiesen colgado a la espalda una mochila cargada con el peso del miedo.

Sin intercambiar palabra, lleno de impotencia y frustración, agarré la puerta por el pomo y se la estampé en la cara.

Referencias:

[1] En algunas zonas rurales de España, corrupción de  “somos”

[2]                                                                     “estiércol”

[3] Hacer la cimarra

[4] velador

[5] En España, billete de mil pesetas

Antonio Macías Luna

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