Mito y realidad en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez

ponencia de Katalin Kulin

En los estudios se alude frecuentemente al carácter mítico de la actual narrativa latinoamericana. En cambio, poco se ha dicho hasta ahora de las posibles razones de este fenómeno y tampoco encontramos amplias explicaciones de su filiación faulkneriana.

La diferencia entre las condiciones socio-históricas de la América del Norte y de la del Sur no alentaron el desarrollo del pensamiento en este plano. Sin embargo, en muchos aspectos la diferencia es tan sólo aparente. El mundo de Faulkner, el Estado de Mississipi, en la época de la guerra civil norteamericana y en la que siguió, está bastante cerca a la realidad social de los países latinoamericanos: es de carácter provinciano, sus personajes viven en las periferias de una sociedad cuyos grandes centros industriales influyen en su vida sólo en la medida en que la invada la sensación de inseguridad, en que queden sin orientación en medio de lentos pero inevitables cambios de la existencia. Ya en ello, se realiza el choque de distintas visiones del mundo que resultan difíciles de conciliar. Pero hay algo más trascendental: la convivencia de distintos grupos étnicos: negros y blancos, o indios, negros y blancos, etc.

Parece que era Faulkner el que se había dado cuenta de la diferencia fundamental que existía entre el modo de pensar de los negros y los blancos y era igualmente él quien se sintió obligado a llevar a cabo entre ambos una fusión que tenía su justificación en la práctica: en la convivencia de los blancos y negros, en su intercambio cultural.

En último análisis, Faulkner se ha propuesto unir dos culturas distintas que ya habían comenzado a mezclarse pero que jamás encontraron una base «ideológica» común. El crear mito sirvió —en su caso— precisamente para realizar este objetivo. Instintivamente, descubrió que toda cultura auténtica había arrancado de una visión común del mundo, convertida en mito.

La meta de los «faulknerianos» de la literatura latinoamericana ha sido la misma: crear la base mitológica de la cultura del continente ibérico.

Es en este sentido en el que se puede calificar de faulkneriano a Gabriel García Márquez. Dicho sea de paso que en las novelas de Faulkner jamás se encuentra una creación mítica tan nítida e íntegra como en Cien años de soledad.

Para poder analizar el sistema mítico de esta novela, conviene precisar el significado del mito. Las definiciones abundan. El problema se deriva no solamente del hecho de que éstas son contradictorias, sino más bien de que todas quedan dentro de una generalización cuya validez —innegable para el mito— se extiende más allá de él, abarcando varios otros fenómenos.

Aun admitiendo lo que dice Lévi-Strauss de que el mito es un relato, o sea, un lenguaje que trabaja a un nivel muy elevado hasta llegar a despegarse del fondo lingüístico, y la opinión contraria de Marcelino Peñuelas, según la cual el mito se relata, pero, siendo una experiencia vital, jamás se puede identificar con el relato y hasta reconociendo que no sólo estas observaciones, sino las de otros tantos expertos son igualmente justas, queda sin resolver ¿cómo apoyar un análisis en términos tan generales?

Partiendo de la contradicción: es relato, no es relato, parece razonable deducir que debe ser suceso que funciona empero de una manera específica que lo distingue de los sucesos en general. Para precisar esta manera específica se ha desarrollado la fórmula que Roland Barthes había aplicado para el mito en Mythologies pero que —siendo demasiado amplia— fue extendida más tarde por él mismo para toda la literatura.

Según esta fórmula, el signo de la lengua considerada como primer plano se utiliza en el segundo plano, o sea, en el mito y la literatura como significante cuya correlación con el significado histórico e intencional determinará el signo que en este segundo plano equivale a la significación.

Aceptada esta fórmula como punto de partida, es evidente que el suceso desempeña el papel del significante. Puesto que la significación resulta de la correlación del suceso y del significado, este último será la clave del problema.

Depende entonces del significado —que Barthes llama también concepto— la transformación del sentido del suceso.

Buscando algún concepto que esté presente en cada mitología sin ser específico para la literatura, se ha descubierto que son los orígenes sobre los cuales todas las mitologías se elaboraron una visión que, en la mayoría de los casos, preindicó el futuro lejano de las postrimerías.

De manera que cada sistema mítico se ha definido como un planteamiento filosófico sobre los orígenes y las postrimerías del universo mediante un lenguaje no-filosófico, en el lenguaje del suceder.

Muchos etnólogos han comprobado la sensación extraña que el mito relatado ejerce sobre el hombre primitivo. Parece que para él sirve de instrumento para reiniciar la vida, para hacer reversible el tiempo irreversible, para restablecer la unidad original con el universo y con el otro ser humano, para participar en la creación y, como consecuencia, para llenarse de energías creadoras.

Para explicar este efecto especial del mito nos servimos de una analogía ofrecida por la descripción de una corriente conciencial, la de la rememoración, hecha por Edmundo Husserl. Se hizo evidente que la rememoración ejerce el mismo efecto, o sea, que mediante ella el hombre actualiza el pasado, traspasa los límites del tiempo, amplía la existencia, el ser actual con las corrientes rememoradas que, relacionándose con la corriente rememorativa, consiguen la unidad de lo vivido a la vez que re-crean la multiplicidad de la vida. Por consiguiente, la rememoración es una actividad de la libertad, un «yo puedo» como dice Husserl. No es de extrañar, entonces, que el recital de un mito —que es igualmente una rememoración de los tiempos remotos, de los orígenes— sea fuente de las fuerzas creadoras.

De manera que la correlación del suceso /significante/ con los orígenes y las postrimerías /significado = concepto/ se puede concebir como corriente rememorativa.

De todo ello, lógicamente, se desprende la siguiente definición: El mito es un proceso de fragmentos del suceder cuyo sistema y significación quedan determinados por los orígenes y las postrimerías rememorados en cierta época histórica.

Si se admite el carácter mítico de Cien años de soledad, la definición dada reclama examinar la visión de García Márquez sobre los orígenes y las postrimerías. Se sabe que la historia de la familia de los Buendía y de todo Macondo se inicia con el casamiento de Ursula Iguarán y su primo, José Arcadio Buendía y con la muerte de Prudencio Aguilar, muerto por aquél que tomó venganza por su burla, su alusión al matrimonio todavía no consumado por los primos. Al final de la novela, Macondo se destruye y los Buendía se extinguen teniendo el último vástago una cola de puerco por haber nacido de padres consanguíneos.

Así, los orígenes y las postrimerías se marcan igualmente con el suceso mítico del incesto, mientras que el otro mitema, el asesinato primordial, sólo se aplica en los orígenes. En otros términos, según la visión del autor, el ser se origina en dos pecados: el incesto y el asesinato primordial que conducen al éxodo y a la fundación de la «urbe» /Macondo/ y termina en uno: el incesto ligado al exterminio de la estirpe, a la destrucción de Macondo, la «urbe». De manera que el concepto de los orígenes y las postrimerías se traduce en la fundación y destrucción de la «urbe» —de la sociedad humana.

El pecado es el que ofrece explicación para la «calamidad» vivida por la época que dio origen a los mitos. El aspecto moral del pecado sigue siendo secundario en comparación con su función interpretativa de la calamidad. Tampoco en Cien años de soledad hay acento sobre el carácter ético de los dos mitemas mencionados. Ante todo, sirven para señalar que «algo no va bien» en nuestros tiempos. Para hacerlo tienen que poseer algún rasgo común. Lo único que parezca ser idéntico en ellos es que ambos impiden la comunión. En el incesto el amor no une a dos seres distintos, los amantes son casi idénticos, llevan el mismo apellido, no hay otredad verdadera: el «yo» no traspasa sus fronteras, casi está enamorado de sí mismo. Este rasgo se hace aún más visible en el asesinato: el que mata al otro, queda solo.

Por supuesto, no se puede calificar de casual el empleo simultáneo de estos dos mitemas como móviles del éxodo; sin embargo, tal interpretación de su sentido proviene no sólo del énfasis que se ha puesto en lo que es idéntico en ellos, sino también de la noción que el siglo xx tiene de la calamidad.

La significación de estos sucesos míticos, rememorados en nuestros tiempos, con las transformaciones que le ha hecho sufrir el concepto de la fundación y destrucción de la urbe, se traduce en la soledad. Conviene subrayar que el sentido de la soledad ha venido cambiando con los siglos y culturas y no es común que representara un peligro tan inminente como en nuestros días.

García Márquez creó su novela mítica no sólo con motivos procedentes de los grandes mitos de la humanidad, sino que también acudió a otros recursos. Así, valiéndose de los de la leyenda, moldeó, por ejemplo, al coronel AureÜano, héroe de treinta y dos guerras o inspirándose en cuentos y creencias fabulares hizo del pretendiente hermoso de Remedios la bella, un «príncipe de cuento, en su caballo con estribos de plata y gualdrapas de terciopelo», o rodeó a Mauricio Babilonia con mariposas amarillas, anunciadoras de la mala suerte.

Nos limitamos a tratar aquí únicamente los motivos cuya filiación a mitos conocidos es evidente. Parece que todos tienen una significación cambiada en la novela y, sin excepción, se relacionan con la soledad en su presencia total o restringida. Lógicamente, los mitemas que señalan la fundación de la «urbe», es decir, el éxodo, el sueño de José Arcadlo Buendía y la figura mítica de Melquíades, pertenecen a la última categoría.

La salida de José Arcadio Buendía con su mujer de la tierra natal evoca dos distintos mitos bíblicos: la expulsión del paraíso y el éxodo de los judíos. En ambos, Dios es la parte activa que expulsa a Adán y Eva y que salva a los judíos. En cambio, en Cien años de soledad, el que decide es el hombre. Puesto que José Arcadio Buendía ha cometido un crimen —mató a Prudencio Aguilar— se puede tomarlo por expulsado de su hogar —del paraíso— pero al mismo tiempo, con su salida, queda a salvo de la persecución del fantasma de su víctima.

Una vez descrito el abandono del terruño, es más bien el éxodo el que habrá servido de modelo al escritor. José Arcadio Buendía y Ursula, acompañados por varias parejas jóvenes, sufren crueles peripecias, al igual que el pueblo elegido en el desierto. Es verdad que ellos se dirigen hacia «la tierra no-prometida» pero eso no significa que las tierras de Macondo fueran menos prometedoras de la abundancia que las del Canaán. Macondo no es tierra prometida simplemente porque nadie se la prometió a sus fundadores.

El universo de García Márquez queda dentro de los límites de lo humano. El conflicto básico de la existencia no surge entre dioses, o entre dioses y hombres. El éxodo, visto desde el siglo xx, es una empresa exclusivamente humana, ocasionada por acciones humanas y dirigida hacia una meta plenamente humana: la mejora de la vida.

García Márquez le presta al hombre la dignidad de la responsabilidad total por su destino y, valiéndose del lenguaje del mito, la expresa en lo sagrado. Por eso, el lugar de Macondo se indica en un sueño. Al preguntar José Arcadio Buendía en su sueño el nombre de la ciudad que se le aparece, le contestan con Macondo que «tuvo... una resonancia sobrenatural». Los informadores no se conocen y nadie se interesa por descubrir su identidad. Ni la palabra sobrenatural se refiere a ellos, sino a Macondo.

En el motivo mítico original siempre es la presencia del interlocutor —Dios o ángel— lo que santifica el lugar. Suprimida la personalidad de] interlocutor y calificado Macondo de sobrenatural, la esfera de lo sagrado se ha trasladado al universo humano: la morada del hombre es sagrada.

La relación estrecha que suponen todos los mitos entre el lugar de la vivienda y sus moradores se refleja en los cambios del estado de Macondo y de la casa de los Buendía, índices del destino de los habitantes. Más que índice, el cuarto de Melquíades es un centro misterioso, resistente al polvo y al tiempo, el lugar santísimo de Macondo, de donde los Buendía sacan su fuerza para sobrevivir. Este cuarto tiene un sentido ambiguo puesto que en él se preparan solitariamente para participar en la vida de la comunidad y el tiempo, que se ha paralizado, sin embargo sigue siendo reversible por el simple hecho de que es el lugar de la rememoración, del eterno «yo puedo». Como tal, es el lugar por excelencia del mito.

Por supuesto, la importancia se la confiere Melquíades, relacionado frecuentemente con Nostradamus, personificación de la sabiduría. Es una de las figuras míticas más logradas de la novela en el sentido de que resiste a trasponerse en cualquier noción unívoca.

Sus más diversos «milagros» o son demasiado infantiles o sobrepasan los límites de la ciencia, lo que impide su identificación cabal con el espíritu del saber. Al dotarle el escritor con «peso humano» evita que su espíritu invencible, sus experiencias ancestrales, sus raros y profundos conocimientos le quiten las cualidades de hombre, pero al mismo tiempo, le asegura la dimensión de los «antepasados míticos» cuyas acciones indispensables para mantener la vida se rememoran y se repiten en los cultos míticos. Nada más comprensible que su «morada» sea el lugar santísimo dedicado a la rememoración, vía para regresar al punto de partida de donde se puede reiniciar la empresa fracasada. Melquíades rememorado es clave en la construcción de la «urbe», en el desarrollo de la comunidad. Merece atención que sea justamente él quien vuelve de la misma muerte por no poder soportar su soledad.

El fundador de Macondo, José Arcadio Buendía, termina su vida atado al gran castaño del patio de su casa. Su robusta talla, su extraordinaria fuerza física, sus empresas, ya en sí evocan la noción del titán, mientras que su desdichado fin impone la comparación con Prometeo. El destino del titán de origen divino pero de situación subordinada es la rebeldía cuya derrota por la jerarquía olímpica está forzosamente determinada. De ahí la altura trágica del titán, prefiguración del hombre sujeto a fuerzas mayores que él. José Arcadio Buendía —con sús empresas fracasadas como consecuencia de las condiciones geográficas, culturales y políticas de Macondo y del continente ibérico— se vuelve la réplica del titán.

Sin embargo, su carácter trágico no se debe a una situación inferior en comparación con los poderes del cielo; él no los desafía, ni tampoco su castigo viene de ellos. En la concepción original del mito de Prometeo, éste comete un pecado robando el fuego del Olimpo y consiguiendo para el hombre lo que es propiedad divina. Nada de esta concepción repercute en Cien años de soledad. Al tratar de ensanchar sus conocimientos en pro de su pueblo, José Arcadio Buendía no traspasa los límites de  ningún territorio prohibido —sus «descubrimientos» científicos ya se conocen en otras partes del mundo. El único «pecado» cometido por él es que avanzando hacia la historia contemporánea a la que Macondo todavía tarda en llegar sigue aislándose hasta perder todo contacto con los demás.

Su carrera llena de esperanzas cuando todavía se ve respaldado por el pueblo de Macondo conducirá a la derrota total en la soledad de la locura.

Por eso, el concepto de la «urbe» ha deformado el mitema de Prometeo uniendo la soledad —contraria a todo desarrollo— al espíritu del progreso científico y cultural.

García Márquez, que ha calificado de sagrada la morada del hombre, extiende la validez de esta concepción sobre José Arcadio Buendía. El fundador de Macondo pasa sus últimos años en demencia. Se sabe que muchos pueblos veneran a los alienados como santos. La demencia se repite dos veces más en la familia: a José Arcadio Segundo le tocará el mismo destino que a su bisabuelo y Remedios la bella, retrasada mental, subirá al cielo en cuerpo y alma como la Virgen.

Con motivo de la muerte de José Arcadio Buendía, García Márquez se vale de otra alusión que reafirma la sensación de la sacralidad. Al regresar a Macondo después de varios años de ausencia, el indio Cataure dice: «Vine al sepelio del rey». Desde los mitos más antiguos el rey está relacionado con la divinidad. O él mismo es Dios, o es Dios quien lo ha revestido de sus poderes. Por eso su persona se considera sagrada e inviolable. Llamando rey a José Arcadio Buendía, el escritor consigue retener estos rasgos de la concepción originalmente mítica del príncipe.

La inviolabilidad no es un rasgo peculiar de José Arcadio Buendía, sino que también caracteriza a sus descendientes. No hay quien se atreva a ejecutar al coronel Aureliano porque todo el mundo sabe que ningún miembro del pelotón de fusilamiento podrá quedar en vida. Los soldados del capitán Aquiles Ricardo no cumplen la orden de disparar contra Aureliano José dando por explicación: «Es un Buendía». El capitán que descargó el fusil contra él, fue derribado inmediatamente por dos balazos sin que jamás se hubiera podido averiguar quiénes le habían matado. El hombre que agredió con una mano el vientre de Remedios la bella, ese mismo día fue castigado por su osadía con una patada de caballo que le despedazó el pecho.

Parece que todos los vástagos de la familia son «hijos del rey» igual que los varones del pueblo elegido según la religión hebrea. Ese carácter de pueblo elegido se hace aún más claro en el incidente de miércoles de ceniza. La cruz de ceniza que el padre Antonio Isabel les puso en la frente a los diecisiete hijos del coronel Aureliano se ha luego mostrado imborrable. La señal visible con la que Dios marca a los suyos es un frecuente motivo mítico. En la Apocalipsis los justos llevan la marca igualmente en la frente.

Al pueblo elegido lo distingue la circuncisión, señal del pacto que concertaron con Dios. En el pacto quedaron establecidos sus deberes históricos. Sugiriéndonos la condición de elegidos, propia de los Buendía, García Márquez nos hace comprender que su tarea ha de cumplirse en el plano histórico y que esta tarea es, al mismo tiempo, de un valor y categoría sagrados. Sin embargo, es evidente que la marca que llevan los Buendía —todos tienen un aire solitario inconfundible— no sólo indica su pacto con la historia, sino también con la soledad que, en el caso de los marcados, los diecisiete hijos del coronel Aureliano, ya se vuelve en pacto con la muerte, última e irreparable forma de la soledad.

En la novela hay dos grandes azotes: la peste del insomnio y la lluvia de casi cinco años de duración.

La peste del insomnio —fuera de ser una plaga— no parece tener antecedente mítico. Su consecuencia: el olvido, sin embargo, ya ha sido interpretado por el pensamiento mítico. Según Mircea Eliade, «el pecado más grave para los paleocultivadores es el olvido de algún episodio del divino drama primordial» puesto que la rememoración del acto primordial es indispensable para renovar y sostener la existencia.

Al olvidar el nombre y la noción de las cosas, la identidad de las personas y hasta de sí mismos, los habitantes de Macondo quedarán incapacitados para seguir construyendo su porvenir y para mantener cualquier tipo de comunicación, hundidos en la soledad total de la idiotez.

El azote que en todos los mitos está precedido por un pecado y sirve para castigarlo, tiene una interpretación distinta en Cien años de soledad. En el universo humano de García Márquez no se hace distinción entre castigo y pecado, o sea, el hecho de que uno no actúa como debiera es ya en sí mismo el castigo. Si el hombre no cumple con su destino no hay modo de remediar lo omitido.

Macondo recupera su salud mediante la sustancia que Melquíades, portador de los milagros de la ciencia, le entrega a José Arcadio Buendía.

La peste era una enfermedad interna. Recuperando la conciencia, Macondo puede seguir su camino.

El segundo azote —aunque tiene un modelo indudable en el diluvio, azote por excelencia de la humanidad—, opera según el sistema del insomnio en cuanto se identifican el castigo y el pecado. En este caso hay un castigador, Mr. Brown, que sustituye al Dios del mito, pero comete un pecado al castigar algo que no lo era: la huelga. Proporcionándole el papel de Dios a un hombre, García Márquez muestra lo absurdo de que alguien se considere con derechos para colocarse por encima de sus prójimos y, a la vez, revela la amarga realidad de lo absurdo presente en las relaciones humanas.

En lo que toca a Macondo, el castigo y el pecado van igualmente inseparables. La lluvia que lo arruinará y el olvido de la huelga, momento más trascendente de su historia, comienzan a la misma hora, y no hay manera de establecer una prioridad entre ellos. Así, el escritor no absuelve a Macondo de lo que va a suceder. Su decadencia no la adscribe únicamente a Mr. Brown, a circunstancias externas. Macondo está conforme con su destino, hasta le agrada haber retrocedido al estado donde se encontraba hace casi un siglo. El «diluvio» de Mr. Brown no alcanzó para arruinar a los habitantes. Macondo tiene su parte activa en lo que pasa. Por supuesto, la significación original del mitema se ha transformado: lo que hace la lluvia es aislar del mundo a Macondo, volver hacia atrás el rumbo de su historia. Es un diluvio de donde se han salvado todos, pero sin merecerlo. Es el diluvio al revés que concluye en la corrupción.

El motivo que se aplica para la destrucción de la «urbe» tiene ya su prefiguración en la novela. Aparentemente no hay semejanza entre la subida al cielo de Remedios la bella que parece eternizarla y el torbellino que exterminará al último Buendía con su pueblo. Los une, sin embargo, el mismo agente: el viento. En los mitos su función varía, pero sea Dios el que se pronuncie mediante el torbellino, o sea el espíritu de castigo el que mate al hombre con la fuerza del vendaval, siempre queda el poder irresistible de lo desconocido.

Hemos intentado comprobar que García Márquez ha creado un universo humano. ¿Cómo insertar en este universo la ascensión de Remedios la bella? El resultado de la acción del viento ofrece una posible orientación. Tanto la vida de Remedios la bella, como la de Aureliano y sus vecinos llega a su fin. ¿Para qué sirve, pues, la extraña forma de su perecer? Se sabe que el mito de Elias, arrebatado al cielo en un torbellino, se resume en el que no viera muerte. A García Márquez se le presenta la misma posibilidad cuando se vale del viento y del torbellino para acabar con la vida de sus héroes. Varias señales demuestran que el escritor evita «matar» a sus personajes. Alarga la existencia de los que mueren haciéndoles caminar entre los vivos que les ven y les hablan. La partida definitiva de Santa Sofía de la Piedad bajo un falso pretexto le sirve para hacerla desaparecer sin que presenciemos su muerte. El mismo proceso de la creación mítica exige una técnica de rememoración —como se ha intentado comprobar— y la rememoración en sí, ejercida por los personajes en forma de nostalgia, tiende a ampliar la vida comenzándola antes del nacimiento y extendiéndola hasta después de la muerte como en el caso de José Arcadio ya muerto que, flotando en el agua de la alberca, sigue sintiendo nostalgia por Amaranta.

En el universo humano de García Márquez la muerte se rechaza y se considera como algo irreal; ello explica que sólo el mitema adaptado a la muerte se descifra en lo desconocido.

 

ponencia de Katalin Kulin

 

Publicado, originalmente, en: Actas del Cuarto Congreso Internacional de Hispanistas Volumen I

Asociación Internacional de Hispanistas - Salamanca, España, agosto de 1971
Link del texto: https://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/04/aih_04_2_009.pdf

Ver, además:

                      Gabriel García Márquez en Letras Uruguay

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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