Shakespeare: entre Sócrates y el existencialismo ensayo de Walter Kaufmann (Alemania) traducido por Cecilia Tercero (México) [1]
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El hecho de que la historia se escriba con frecuencia desde un punto de vista determinado —y el que los nazis y los comunistas hayan desarrollado diferentes versiones, no solamente del pasado reciente, sino de toda la evolución, desde la Grecia antigua a los tiempos modernos— es ahora un lugar común. Empero, el que. una visión torcida y tendenciosa del presente y su relación con el pasado sea corriente entre nosotros y que su deuda sea mayor con el cristianismo que con cualquier idea política, debe demostrarse. Sería tedioso presentar un catálogo de notables transgresores y discutir con todos y cada uno de ellos. Y sería necio suponer que conspiraron entre sí. Los escritores culpables no comparten una plataforma o una serie de dogmas, pero sí un profundo descontento con la época en que les tocó vivir. Esta sensación ampliamente defendida, al igual que tantas otras, fue definitivamente formulada por T. S. Eliot. convenció a millones de que el mundo moderno es una tierra baldía y proclamó el Alfer Strange Gods, que “el daño de toda una vida y de haber nacido en una sociedad inestable, no puede repararse en el momento de la composición”. Miles de escritores sienten lástima por sí mismos y algunos que no admiran a Eliot creyeron a Gertrude Stein cuando culpó a la sociedad de su incapacidad para escribir mejor y cuando les dijo que eran una generación perdida. Esta autocompasión y autoengaño entrañan, entre otras cosas, una falsificación generalizada de la historia. No es raro que los escritores modernos se convenzan a sí mismos y a otros de la idea caprichosa de que nuestra generación es única por haber perdido la maternal protección de una sólida fe religiosa, como si Sócrates y Shakespeare hubieran crecido protegidos con anteojeras y como si el Renacimiento, la Ilustración y el siglo xix fueran todos invenciones contemporáneas. Algunos convierten a hombres como Sócrates y Shakespeare en cristianos honorarios, otros suspiran anhelantes por Dante y Santo Tomás. Se ha descrito el existencialismo ateo como la filosofía de nuestra era; al poeta moderno no se le ofrece la excelente estructura del tomismo, como se le ofreció a Dante; se nos dice que aquél debe enfrentarse a una fría doctrina que proclama que el mundo no es el hogar del hombre, sino que se le ha arrojado en él, que no tiene un padre divino y que se le ha abandonado a una vida de preocupaciones, ansiedades y fracasos que terminará en la muerte sin esperanza en el más allá. ¡Pobre hombre moderno! De hecho, un desengaño que solía ser prerrogativa de unos cuantos ha llegado a ser del dominio público, y lo que deleitaba a Sócrates y a Shakespeare, que de algún modo eran autosuficientes, parece ser desalentador para aquellos hombres a quienes falta la fuerza para encontrar la razón de ser en ellos mismos. Es casi un lugar común el que el artista moderno ha perdido contacto con su público y que éste no lo apoye más como en épocas anteriores. En este contexto, simplemente estamos pasando por alto a Rem-brandt y a Mozart, a Villon y a Hólderlin, a Cézanne y a Van Gogh. Cientos de obras de artistas modernos se exhiben en los museos, en gran medida por que el público está ansioso de tratar mejor a los artistas no conformistas de lo que hizo en épocas pasadas. Pero Rembrandt no necesitaba público: tenía su obra y se tenía a sí mismo. Muchos de los modernos no están satisfechos ni consigo mismos ni con su obra y atribuyen sus fracasos a la falta de un público conocedor. Nunca ha habido tantos escritores, artistas y filósofos. Cualquier era precedente que hubiera podido vanagloriarse de más de un excelente escultor y filósofo de fama mundial y de más de tres buenos escritores y pintores, merece nuestra admiración por haber sido extraordinariamente fecunda, y muchas no tuvieron ninguno que se distinguiera. No es el público el que yerra, sino el excesivo número de aspirantes. Pero en vez de reconocer su propia falta de excelencia, muchos de ellos echan mano de estilos que les permitirán imputar su falta de éxito a la torpeza del público. Rembrandt tuvo la habilidad de mantener una gran reputación, pero prefirió pintar según su propio etilo, diciendo de hecho, como dice el Coriolano de Shakespeare cuando parte al destierro: “Soy yo quien os destierra... Hay un mundo en cualquier otra parte.” Shakespeare zanjó las diferencias de la estulticia de su público: dio a sus perlas un ligero aroma de pocilga antes de echarlas. Lejos de abaratar su arte sacó provecho del reto de un público rústico, lascivo y vulgar e incrementó tanto la riqueza y sutileza de la tragedia que el tiempo no ha podido minarlas, ni la costumbre menoscabar su infinita variedad. Un público necio no necesita ser siempre una maldición. Puede ser un desafío que conduce al creador hacia una búsqueda interior o que lo lleva a divertirse tratando a sus contemporáneos a bromas que les causen hilaridad sin comprender más de lo necesario para mantenerlos entretenidos. Pocos son los verdaderos artistas que se ocupan de ser enteramente comprendidos o que consideran a quienes son prolijos en sus apreciaciones. El elogio se requiere sobre todo como consuelo para el fracaso propio. Algunos escritores modernos con pretensiones intelectuales tratan del sexo y utilizan palabras fuertes para asentar una protesta y lograr que se denuncien sus libros, bien sea para asegurar su éxito o bien para justificar si* fracaso. Se preocupan por el éxito o el fracaso con el sexo como recurso entrambos. Shakespeare trató del sexo y usó palabras fuertes como concesión a su público y en función del humor; no por hostilidad, ni por audacia y menos aún porque no tuviera otra cosa que ofrecer, sino incidentalmente como un elemento más en la complejidad de sus creaciones. La poesía de Shakespeare es la poesía de la abundancia. En ella se encuentran la risa y la angustia, pero no el resentimiento ni la autocompasión. No ambicionaba la fama y no contempló la posibilidad de que sus obras fueran llevadas penosamente a la letra impresa. Conocía el concepto de que el hombre es arrojado al mundo, abandonado a una vida que culmina en la muerte, sin esperanza, en el más allá; pero también conocía la autosuficiencia. Tuvo la fuerza para, enfrentar la realidad sin excusas ni ilusiones y ni siquiera buscó consuelo en la fe, en la inmortalidad. En su última obra, La Tempestad, que resulta supuestamente tan caprichosa, este completo alejamiento de la fantasía se expresa de manera consumada: ...ya semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá; y, lo mismo que la división, insustancial que acaba de desaparecer, no quedará rastro de ello. Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños y nuestra corta vida se cierra con un sueño.[2] Se nos ha dicho que Shakespeare fue cristiano. Algunos dicen que fue protestante, otros católico. Hay quienes afirman que exaltó las virtudes cristianas. ¿La fe? Difícilmente. ¿La esperanza? Francamente no. Pero sí el amor. En fin, todo el enunciado se reduce al absurdo supuesto de que un hombre que celebra el amor debe haber sido cristiano. La Ifigenia de Goethe, la Antígona de Sófocles, Oseas y el Cantar de los Cantares nos recuerdan la falta de fundamento de este imperialismo cristiano que pretende monopolizar el amor. Shakespeare está más cerca de Goethe que de Lutero, Santo Tomás o los Evangelios y más cercano aún a Sófocles. Cordelia y Desdémona son hermanas más débiles de Antígona, y Shakespeare comparte la cosmovisión trágica de Sófocles; incluso sin transgresiones morales los seres humanos se encuentran ocasionalmente en situaciones en las que la culpa es inevitable y no se requiere en ese momento ni de fe ni de esperanza, sino de valor. Comi dijera Shaw en Heartbreak House: “El valor no os salvará. Pero sí os-mostrará que vuestras almas aún viven.” No hay esperanza ni redención después de la muerte. La vida es su propia recompensa; y si la muerte debiera ser el precio del pecado, no por eso debe ser ignominiosa. El valor no-es redención, pero hay una diferencia entre muerte y muerte. La palabra “cristiano” tiene tantos significados que la falta de fe y esperanza de la cosmovisión shakespeariana no puede hacer de él un no cristiano a los ojos de aquellos que no pueden comprender otra excelencia que no sea la cristiana. Tampoco tiene objeto argüir que Shakespeare, o cualquier otro -era “no cristiano” en todos los sentidos de la palabra. Pero él celebró este mundo de una manera radicalmente no cristiana, su belleza y su brutalidad; el amor entre los sexos aún en sus formas nada sutiles; y la gloria de todo lo que es transitorio, incluso la emoción intensa. Para su mente, el sufrimiento y la desesperación no eran relevaciones de la futilidad de este mundo, sino experiencias que, de ser lo bastante intensas, resultan preferibles a un estado más mediocre. “La madurez lo es todo”, no la fe, la esperanza, ni siquiera la caridad, sino esa madurez de la cual el amor, la desilusión y el saber, nacidos del sufrimiento, son importantes facetas. 2 Los que tienen poder para obrar mal y no quieren hacerlo; no realizan los actos a que se muestran más decididos; que, agitando a los demás, permanecen ellos como la piedra —inconmovibles, fríos y tardos a la tentación- heredan justamente las gracias del cielo y saben economizar los tesoros de la Naturaleza; son los dueños y poseedores de sus personas los otros, no más que los intendentes de sus perfecciones. La flor del verano es grata al verano, aunque tan sólo viva y muera para ella misma; pero si esa flor se deja acometer por una infección vil, el más vil hierbajo la supera en dignidad. Que las cosas más dulces se vuelvan las más agrias por el contagio de sus acciones; los lirios podridos son más fétidos que las peores hierbas[3]. Este soneto, el XCIV, celebra el ideal no cristiano de Shakespeare que era también el ideal de Nietzsche, quien lo expresó escasamente trescientos años después en el capítulo “De los Sublimes” en Así hablaba Zaratustra. Quienes consideren desconcertantes los dos primeros versos del soneto, encontrarán un excelente comentario en Nietzsche... He visto hoy a un sublime, a un solemne, a un penitente del espíritu; ¡oh, cómo se rió mi alma de su fealdad!... Todavía no ha superado su obra... ¡Todavía su pasión ardiente no se ha serenado en la belleza! ¡No en el hartazgo, sino en la belleza debe desembocar y fundirse su ansia! De la generosidad de las almas generosas debe formar parte la gracia... Y de nadie pido belleza como precisamente de ti, poderoso; tu bondad deber ser tu vencimiento último. Te creo capaz de cualquier maldad; de ahí que te pido la bondad. ¡Muchas veces me he reído de los débiles que se creen buenos porque tiene las zarpas flojas![4] En una nota que se publicara postumamente en La voluntad de poder (§ 983), Nietzsche comprimió esta visión en media docena de palabras: “el césar romano con alma de Cristo”. También Shakespeare celebra al hombre que tiene garras pero que no las usa. O, como lo dice en Medida por medida (II, ii): Es magnífico tener la fuerza de un gigante, pero es tiránico usarla como tal. En un buen libro, The Sense of Shakespeare’s Sonnets, Edward Hubler nos-dice: “En la primera lectura del soneto XCIV notaremos, evidentemente, la ironía de los primeros ocho versos... Es absurdo, según toda apariencia, proclamar herederos de las gracias celestiales a aquellos que son ‘como piedra’. Solamente el cínico podrá considerar que esto no es irónico...” Lo que parece “absurdo” a un lector cristiano no debió parecer indigno-a uno romano o espartano. Recordemos solamente a algunos de los héroes de la Roma republicana —el primer Bruto o Sévola. También César era uno de aquellos “que, agitando a los demás, permanecen como piedra”. Reparemos sólo en la diferencia entre su amorío con Cleopatra y el del pobre Antonio. Shaw recalcó este punto; su César sabe que ha olvidado algo en el momento de salir de Egipto, pero no puede recordar qué es. Y entonces se da cuenta que estuvo a punto de irse sin despedirse de Cleopatra. El César histórico literalmente obligó a Cleopatra a mudarse a Roma y no le permitió-interferir con su trabajo. César, para citar el gran tributo que Nietzsche rinde a Goethe en El crepúsculo de los ídolos, era aquel, “capaz de aventurarse a gozar plenamente de lo natural en toda su riqueza y toda su extensión”.[5] Y no sólo César y Goethe sino Shakespeare mismo pueden ser caracterizados en las palabras de Nietzsche como “hombre tolerante no por debilidad,, sino por su propia fuerza, porque supiera obtener ventajas de lo que sería la ruina de los caracteres medianos;.. Shakespeare usa con provecho las libertades poéticas que habrían arruinado a un poeta menor y su tolerancia moral hace más para educar el corazón que toda una biblioteca de sermones. Y Shakespeare, de igual manera que César, fue uno de aquellos “que tiene poder para obrar mal y no quieren hacerlo” y que, “agitando a los demás permanecen ellos como la piedra”. Casio estaba indignado por el excesivo poder para herir de César; sin considerar que éste no tenía intención de utilizarla como un gigante. ]Y cuánto daño podría haber infligido Shakespeare con su poder para expresarse, rara vez igualado 1 Las almas románticas que preferirían no creer que Shakespeare, el poeta, agitando a otros permanece él mismo como la piedra, harían bien en recordar que también fue actor. La interpretación que insiste en que los primeros ocho versos deben ser irónicos depende del extraño aserto que “el primer verso es burlonamente oscuro y una comprensión del poema no es posible sin su interpretación. La segunda parte de esa oración es bastante atinada, pero el primer verso no es oscuro en absoluto. Edward Dowden lo entiende bien en su edición clásica de los sonetos, se refiere a aquellos “que pueden contener sus pasiones, los que pueden impedir que su ira estalle” o, para aproximarnos a las palabras del verso, a aquellos que tienen el poder para herir, pero se abstienen de usarlo para ello. No hay ironía alguna en alabar hombres así. Como dice Dowden: “Ciertamente podría parecer que a estas personas tan dueñas de sí les hace falta la generosidad; pero entonces, sin hacer presentes voluntarios, inevitablemente obsequian. Así como la flor del verano es grata al verano, aunque tan sólo viva y muera para sí misma.” Esta autosuficiencia no es parte del conocido refrán: ‘‘Médico, ayúdate a ti mismo; así ayudarás también a tu enfermo. La mejor ayuda que recibe el paciente ha de ser el ejemplo de quien se para a sí mismo”[7], dice el Zaratustra de Nietzsche en su discurso “De la virtud dadivosa” y el capítulo “Del amigo” es un magnífico comentario acerca de los sonetos de Shakespeare. Solamente en una cosmovisión que no busca un significado a esta vida y a este mundo más allá, después de la muerte, la experiencia se convierte en un fin en sí misma, especialmente la experiencia de aquellos que encarnan la perfección madura “aunque tan sólo viva y muera para ella misma”. Podrá quedar la inquietud de que dicha perfección y dicho poder son profundamente peligrosos. Casio consideraba peligroso a César y Coriolano, Mac-foeth y Otelo se enfrentaron a una “infección vil”. Pero eso es parte del tema de este soneto y de la visión trágica de Shakespeare: “Los lirios podridos son más fétidos que las peores hierbas.” Quienes reconsideren el carácter de Hamlet a la luz de este soneto podrán entenderlo mejor. Aunque difícilmente se trata del mismo hombre que celebra el soneto, sin duda Hamlet es uno de aquellos “que tienen el poder para obrar mal y no quieren hacerlo; que no realizan los actos a que se muestran más decididos”; y su relación con Ofelia, por ejemplo, queda perfectamente expresada por estos versos: “los que conmoviendo a otros, son como piedra, inconmovibles, fríos y tardos a la tentación”. 3 La idea de alguien que conmueve a otros y es él mismo inconmovible viene de Aristóteles, quien así describió a Dios. De él proviene también la expresión de Nietzsche “el hombre de alma generosa”, y a la referencia en el capítulo "de los sublimes” se puede agregar una observación subrayada en las notas de Nietzsche publicadas póstumamente en La voluntad de Poder (§ 981): “no hay nada romántico en la grandeza del alma”. En su rebelión contra el romanticismo, los críticos modernos que culminan en T. S. Eliot han vuelto al cristianismo y glorificado la Edad Media sin darse cuenta de que fue éste el camino seguido por los primeros románticos, por Novalis, por ejemplo, y por Friedrich Schlegel, quien se convirtió al catolicismo. Los antagonistas modernos del Romanticismo han tratado de volver a Dante y a Santo Tomás, no a Aristóteles, Sócrates y Sófocles, y es más, a una concepción muy parcial, más bien romántica de Dante y Santo Tomás. Este tipo de crítica literaria estaba destinada a transigir cuando fuera a ocuparse de Shakespeare quien es la impugnación personificada de curiosas normas y sobrenatural dicotomía de cristiano y romántico. Las confiadas aseveraciones de Eliot de que Hamlet “es con toda seguridad un fracaso artístico” y de que Shakespeare tenía “una filosofía inferior” resumen el asunto. No cabe duda de que aquellos que abogan por Santo Tomás y condenan la Reforma, el Renacimiento y a Shakespeare, aunque pasan por alto a Aristóteles, a Sócrates y a Sófocles, no deberían ser considerados guardianes de “la tradición”. Una vez que los griegos han sido expulsados de la historia y que tampoco ha quedado lugar para Shakespeare, la historia reciente está destinada a ser no menos falsificada. Goethe también debe marcharse con sus modelos. Es cierto que su oposición al romanticismo no tiene cabida y la cual, de admitirse, fulminaría la falsa dicotomía, bien sea del Romanticismo del siglo xix o del cristianismo. De hecho, no se lee a Goethe, simplemente se le clasifica... ¡como romántico! y la crítica de Hegel al romanticismo también se pasa por alto. Kierkegaard goza de cierta fama, pero no hay ya cabida para las cosas que más le importaban. Se hace caso omiso de la apologética y de su denuncia medular de lo disparatado de la fe cristiana, lo mismo que de su vehemente Ataque al cristianismo, y se le convierte en un apologista. Esto parece indigno, pero la manera en que la historia ha sido reescrita no permite a nuestros críticos discernir cómo nadie podría considerar absurdo el cristianismo. Si hubieran leído a Aristóteles en lugar de a Santo Tomás, tal vez pudieran entender. Nietzsche, el primer gran filósofo que elogió la visión trágica que palpita en la obra de Shakespeare, y el primero, de los tiempos modernos, que aclamó al hombre magnánimo de la Ética de Aristóteles, se le tiene ahora por crítico de la “tradición”, excéntrico y medio loco, quien pretendió, por sí sólo, voltear todo de cabeza. Rilke, el más grande poeta religioso pagano desde Hólderlin, ha sido bautizado postumamente, Kafka convertido en un místico oscuro, y después Hei-degger nos enfrenta de pronto a una filosofía de la enajenación, según se dice, claramente moderna. Los críticos que nos han dado esta imagen se han alejado ellos mismos de una magnífica tradición que culmina en Heidegger “no con un golpe seco sino con un lloriqueo”. Para compensar esta falsificación de la historia es necesario volver a la Grecia clásica —no a los presocráticos a quienes Heidegger deseaba volver. Una lectura superficial de unas cuantas páginas de la Ética a Nicómaco de Aristóteles será suficiente para ofrecer a cualquiera una nueva perspectiva del soneto XCIV de Shakespeare, de su Coriolano y sus otras tragedias, y de Goethe y Nietzsche también. ... el hombre de bien debe ser egoísta, porque haciendo el bien le resultará a la vez un gran provecho personal y servirá al mismo tiempo a los demás; y... el. hombre malo no es egoísta, porque sólo conseguirá perjudicarse a sí y dañar al próximo, siguiendo sus malas pasiones. (IX, 8)[8] El magnánimo parece ser el hombre que se siente digno de las cosas más grandes, y lo es, en efecto... El que se estima menos que vale es un alma pequeña...; la magnanimidad debe mirarse con el ornamento de todas las demás virtudes... deberá gozar con la mayor moderación de los más grandes honores, y lo mismo de los que dispensan los hombres de bien. Los mirará como una propiedad que le pertenece, por más que los estime en menos que lo que le corresponde, porque no hay honores que basten para recompensar nunca una perfecta virtud. Sin embargo, l<Js aceptará, puesto que, después de todo, los hombres de bien no pueden dispensarle nada más grande. Pero el magnánimo desdeñará, profundamente, el honor que le dispense el vulgo y que vaya unido a cosas menudas... Pero el alma grande... se inquieta aún menos de todo lo demás, y he aquí porque los magnánimos parecen muchas veces desdeñosos y altaneros... Mas el desdén que se advierte en el magnánimo siempre parece justificarlo, porque juzga la verdad de las cosas... Siendo capaz de hacer el bien a los demás, se avergüenza del bien que los demás puedan hacerle..., da más que recibe, pues de esta manera el que le haya hecho un servicio le deberá algo a su vez, y le quedará obligado. Y así, los magnánimos recuerdan más bien a aquellos a quienes han favorecido que no a aquellos de quienes han recibido ellos algún beneficio... También es propio del carácter magnánimo no recurrir a nadie o, por lo menos, no hacerlo sin pena; servir a los demás, por el contrario, con todo empeño; manifestarse grande y altivo para con los que están constituidos en dignidad y viven en la prosperidad, y mostrarse benévolo para con los de mediana condición. Es difícil y a la par honroso sobrepujar a los unos, mientras que es muy fácil dominar a los otros... atiende más a la verdad que a la opinión... Es también completamente sincero,... salvo cuando emplea la ironía, medio de que se sirve muchas veces para con el vulgo... No siente resentimiento por el mal que se le haga... tampoco le gusta hablar mal ni aun de sus enemigos, como no sea, a veces, para decirlo cara a cara. (IV,3). La mayoría de los admiradores modernos de Aristóteles pasan por alto, avergonzados, tales pasajes aunque ofrecen nada menos que el concepto aristotélico de la condición humana ideal, y entonces el soneto XCIV de Shakespeare les parece absurdo, porque no ensalza al santo cristiano sino al hombre magnánimo aristotélico. En las tragedias shakespearianas, Coriolano es el ejemplo destacado del hombre magnánimo. Pero no es el único. Tomemos el último parlamento de Otelo: “He rendido algunos servicios al estado y lo saben los senadores”[9]... A T. S. Eliot no le agrada su actitud: “Me parece que lo que Otelo hace al pronunciar este parlamento es animarse a sí mismo. Se empeña en escapar de la realidad, ha dejado de pensar en Desdémona y piensa en sí mismo. La humildad es de todas las virtudes, la más difícil de lograr...” Ciertamente, Otelo ni es humilde ni es cristiano; es un hombre magnánimo y Shakespeare tampoco escribió tragedias de santos. ¿Las hace esto fracasos artísticos comparándolas con obras modernas acerca de santos? Las observaciones de Eliot sobre Otelo aparecen en Shakespeare and the Stoicism of Seneca donde a Shakespeare se le opone a Dante y se demuestra que la filosoFa que subyace a sus obras era “inferior”. Pero Eliot se facilita las cosas oponiendo Santo Tomás a Séneca y no a Aristóteles. No hay duda de que Shakespeare no fue aristotélico y en muchos aspectos tampoco fue “clásico”. En otros, su estilo fue incluso anticlásico. No se ajustó al canon estético de Aristóteles tal como aparece en la Poética; pero tampoco Nietzsche fue aristotélico. Sin embargo, sus éticas no cristianas invitan a compararlos con Aristóteles aunque sea sólo para corregir la perspectiva deformada, que se ha convertido en norma. Por otro lado, tampoco debiéramos pasar por alto el comentario de Aristóteles en el retrato citado. “Mas el desdén que se advierte en el magnánimo siempre parece justificarlo, porque juzga la verdad de las cosas.” Sin duda, el desprecio mordaz de Shakespeare, por hombres y mujeres, es uno de los motivos centrales de sus tragedias. Es parte del quid de esa famosa escena en Julio César en la cual Antonio maneja al populacho con su celebrado parlamento: “¡Vengo a inhumar a César, no a ensalzarle!” Está presente a lo largo de Coriolano. Es el antecedente de la melancolía de Hamlet. Es indudable que no podemos atribuir simplemente al poeta la actitud de Coriolano, pero es extraordinario, sin duda, que Shakespeare haya elegido tal tema, esmerándose hasta lograr con éxito que simpaticemos con un héroe semejante a quien, de no ser por el arte del poeta, muy probablemente detestaríamos. No podemos identificar a Shakespeare con Hamlet, pero ¿qué habría obligado al poeta a dotar a su príncipe con tal persuasiva desilusión de la Humanidad, si no su propia experiencia? y ¿requerían el argumento o las razones puramente estéticas esta amargura extrema? Y en el caso de Julio César resulta claro que Marco Antonio no es quien nos dice que la voz del pueblo no es la voz de Dios; es más bien el dramaturgo quien nos lleva a compartir un profundo desprecio por las masas. Una obra de teatro por sí sola puede no aportar una inferencia acerca de los conceptos del poeta, así como una de las novelas de Faulkner por sí misma podría considerarse insuficiente para apuntalar la afirmación de que el autor no es optimista y que de ningún modo está persuadido de que la introducción de las máquinas resolverá la mayor parte de los problemas humanos. Sin embargo, el conjunto de las mejores obras de un escritor puede volver muy razonable las conclusiones de este tipo, y las tragedias de Shakespeare revelan ciertos lincamientos. Timón de Atenas, la obra con la cual culminó el periodo trágico de Shakespeare, está dedicada exclusivamente al tema de que casi todos los hombres son despreciables, pero muy raramente se estudia. No obstante, Timón es una obra instructiva, no sólo porque muestra cuán profundamente desilusionado estaba Shakespeare, sino también porque en la primera parte de la obra contemplamos en acción un amor clásico, no cristiano. En las primeras escenas, Timón ama la riqueza, la opulencia y los placeres de los sentidos, sin aproximarse para nada al retrato del hombre rico que encontramos en el Nuevo Testamento ni el tipo de sensualidad que asociamos, por ejemplo, con San Agustín en su juventud. Timón ama esta liberalidad porque puede usarla para comprar deleites tanto para otros como para sí mismo; ama la abundancia y los placeres porque puede compartirlos. Nos recuerda la celebrada máxima aristotélica de que la propiedad debe ser privada, pero su uso, común. Es indudable que los placeres de este mundo son transitorios, incluso el placer de dar, que Timón estimó por encima de todos los demás. Pero lo que amarga a Timón no es la pérdida de su riqueza y de los placeres de los sentidos: sólo la ingratitud del hombre, su mezquindad, su falta de nobleza despiertan esas tronantes maldiciones que abundan en sus últimos parlamentos, y son muchas. Aún entonces el poeta prodiga nobleza en Timón para conducir al público y al lector a simpatizar con él y a compartir su odio hacia la mayor parte de los hombres. Pero la desilusión de Timón tampoco lo conduce más allá de este mundo; él sólo desea:
.. .dormir en lugar donde la espuma del mar pueda batir a diario la piedra de su sepulcro. (IV, iii)[10] En Timón de Atenas Shakespeare consumió esa furia de la cual sus grandes tragedias —de Julio César a Hamlet, El rey Lear y Coriolano— constituyen perdurables monumentos. Purgó su alma, no con austeridades o penitencias sino dando rienda suelta a sus sentimientos. Jamás será conveniente pasar por alto a Timón, aun cuando algunas de las escenas menos importantes probablemente no fueran escritas por Shakespeare. Si llegáramos al absurdo extremo de la cautelosa prudencia y supusiéramos que sólo los discursos principales de Timón hayan sido escritos por Shakespeare, no podríamos evitar el interrogante: ¿Cuán pletórico debe haber estado el corazón del poeta al escoger un tema como ese para escribir tales himnos de generosidad y, luego, de desdén? Habiendo descargado su furia, no se convirtió ni renunció a este mundo. Alcanzó una poesía de desilusión sin resentimiento. No renunció a la gran vislumbre de Macbeth de que: ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más...;
un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa ... (V, v) [11] Shakespeare halló cierta belleza, aunque ningún propósito cósmico, en este relato y este encanto de cuento de hadas y el humor gentil de lo absurdo se volvió dominante en sus últimas obras. El valor pierde toda agudeza; la desilusión, toda amargura. Y cuando en La tempestad afirma que el gran globo mismo se disolverá y lo mismo que la diversión insustancial que acababa de desaparecer, no quedará rastro de ello (IV, i). y que “nuestra corta vida se cierra con un sueño” (IV, i) la mayoría de los lectores prestan poca atención a lo que no sea poesía y por ende fácilmente creen a los críticos que sostienen que Shakespeare no tuvo una cosmovi-sión... o que incluso que era cristiano. 4 La cosmovisión trágica de Shakespeare es pasada por alto no sólo por aquellos críticos que son demasiado democráticos para aceptar la mera posibilidad de que el más grande de nuestros poetas haya podido sentir un desprecio tan profundo por la mayor parte de los hombres. Los críticos antiliberales también logran presentarnos dicotomías en las cuales la visión trágica es simplemente soslayada. Tomemos por ejemplo el ensayo precursor de T. E. Hulme sobre “Romanticism and Classicism”, que ejerció una profunda influencia y fue por tanto reeditado como primera selección en la antología de Stallman Critiques and Essays in Criticism. El Romanticismo, dice Hulme, contempla al hombre como una “fuente infinita de posibilidades” y basa su fe en el progreso. El punto de vista clásico es “exactamente lo contrario” y sostiene que el hombre es un animal limitado cuya naturaleza es absolutamente constante. Es sólo por tradición y organización que algo aceptable se puede obtener de él.” Hulme agrega que “la Iglesia siempre ha tomado la visión clásica desde la derrota de la herejía pelagiana y la adopción del sensato dogma clásico del pecado original”. Se requiere un abuso sistemático de términos para considerar “clásico” el dogma del pecado original. Sólo el desconocimiento de la Grecia clásica nos puede impedir entender la insistencia de Kierkegaard en que el dogma es absurdo, o la observación esclarecedora de San Pablo de que su doctrina parecía “a los Gentiles locura”. Shakespeare, como los griegos que lo precedieron y Nietzsche posteriormente, no creían ni en el progreso ni en el pecado original; creía que la mayor parte de los hombres merecían el desprecio y que muy pocos sobresalían del resto de la humanidad y que estos pocos, las más de las veces se dejan acometer por una “infección vil” y no anuncian el progreso. La prerrogativa de los pocos es la tragedia. La cosmovisión trágica implica una ética de carácter, no, como en los evangelios, una ética de prudencia ultraterrena. Tan sólo en el Sermón de la Montaña, la palabra “recompensa” parece nueve veces; la idea de recompensa cuando menos otras diecinueve y la amenaza de horrendos castigos por lo menos otra docena, antes de que concluya el sermón con el aserto de que aquellos que hagan lo que se les ordene son “sabios”, mientras que aquellos que no lo hagan son “necios”. Como Guenther Bornkamm, un teólogo protestante alemán al que le desagrada la idea de la prudencia, se ve obligado a reconocer en su docta monografía sobre Der Lofin^edanke im Neuen Testament, que “el Nuevo Testamento no conoce la idea de la buena obra que tiene valor en sí misma”. El héroe trágico no tiene recompensa. La visión trágica conoce, a diferencia del Cristianismo, el verdadero autosacrificio. Para los lectores acostumbrados a la falsificación moderna de la historia, esto parece paradójico. En su capítulo sobre “La Ética de Jesús” en An Interpretation of Christian Ethics, Reinhold Niebuhr, otro defensor del pecado original, de hecho arguye que la ausencia de la idea del auténtico autosacrificio en la ética cristiana “meramente prueba” que ninguna ética puede mantener tal ideal. No es necesario citar el Budismo Mahayana, la vida de Moisés y las enseñanzas de algunos de los profetas hebreos para refutar esta posición, los grandes trágicos se encargarán de ello. La Ant'gona de Sófocles marcha hacia su muerte sin la menor esperanza de recompensa. Es su deber y no la satisfacción de sus esperanzas lo que demanda su autosacrificio. El héroe trágico acepta como propia una culpa que no es sólo suya y se sacrifica como Edipo y Hamlet, para salvar a su sociedad de una maldición y trascender la mediocridad inútil mediante la gloria absoluta de la autoinmolación[12]. En las obras de Shakespeare este punto está quizá más enfáticamente expuesto en Troilo y Crésida, una de las dos grandes comedias de su período trágico, escrita poco tiempo después de Hamlet. Aquí el mismo desprecio por la mayoría de los hombres que encuentra expresión en las tragedias, tiene un giro cómico. Los griegos victoriosos son presentados como hombres deleznables —ninguno más que sus mayores héroes: Ayax, Diómedes y Aquiles. Menelao es despachado como cornudo y la célebre Helena como ramera. Cuando Paris pregunta a Diómedes: ¿Quién merece más a la bella Helena, yo o Menelao? (IV, i) Diómedes le responde: Los dos igualmente; merece bien tenerla él, que, sin fijar atención en su marcha, la persigue a través de un infierno de sufrimientos y un mundo de enojos; y merecéis conservarla vos, que sin asquearos del perfume de su deshonra, la defendéis al precio enorme de tantas riquezas y tantos amigos. Él, como un cornudo plañidero, bebería el légamo y la hez de un vulgar tonel venteado; vos, como libertino, os consideráis dichoso de tener herederos salidos de los lomos de una puta. Vuestros dos méritos son iguales: el uno pesa más que el otro; de un lado como del otro, el peso de una ramera mantiene la balanza en equilibrio. (IV, i). Es una creencia generalizada que la actitud irónica hacia la antigüedad clásica que encuentra tal expresión hiperbólica en estos versos, es algo nuevo en el siglo xx. Obviamente no lo es. Tampoco la actitud de desprestigio se limita al ruin y soez Tersites y a Diómedes citado aquí; la obra está basada en la suposición de que éste tiene razón y Héctor, el único héroe verdaderamente magnánimo en esta obra, acepta este punto de vista. Héctor propone “que parta Helena”. No desea “guardar una persona que no nos pertenece”. Cuando protestan sus hermanos responde: “No vale lo que nos cuesta guardarla.” Casandra profetiza entonces el fracaso de sus esfuerzos y concluye “Que Helena parta, si no, Troya arderá.” Es sin fe en su causa y sin esperanza que no obstante, Héctor decide luchar. Su último parlamento largo en esta escena (II, ii) no deja duda al respecto. No hay indicio de fe, esperanza o prudencia en su virtud. La adopción de una causa por parte de Héctor, que él mismo considera claramente contraria a las leyes de la moralidad, carece de esa poesía de exposición que transfigura a Macbeth y Héctor no llega a alcanzar la estatura del héroe trágico. Aunque el concepto shakespeariano de su muerte exhala una amargura que excede al relato de Homero, carece de grandeza trágica. Héctor: Estoy desarmado; desdeña esta ventaja, griego. Aquiles: ¡Herid, compañeros, heridl Este es el hombre que busco. (V, viii) Héctor cae y Aquiles ordena a sus mirmidones: Vamos, atad su cuerpo a la cola de mi caballo; arastraré al troyano a todo lo largo de la llanura. (V, viii) Una página más adelante, la obra concluye con un epílogo humorístico por parte de Pándaro. La diferencia entre comedia y tragedia —como resulta más evidente aquí que casi en cualquier otra parte— radica en el punto de vista. En lo esencial Troilo y Crésida concuerda con Hamlet-, si acaso, la desilusión del poeta se ha vuelto aún más profunda en la comedia: ya no espera nada de los hombres y ha dejado de decepcionarse por su mezquindad y estupidez, su lascivia y su desieauad. Casi parece mas preocupado por mostrar que aquenos que incurren en estas faltas están en peligro de volverse doblemente mezquinos por su resentimiento, como Tersites. iu hombre noble, como Héctor, malgasta pocas palabras en la desdicha de la humanidad y vive y muere noblemente. En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche describe a Sócrates como el hombre cuyo racionalismo puso fin a la era trágica y, con genuina reverencia, lo inculpó de la muerte de la tragedia. Hay algo de verdad en esta opinión; sin embargo, Sócrates también puede ser considerado como héroe trágico. La Apología de Sócrates, como Platón lo estableció, lo muestra yendo a su muerte sin pensar siquiera en la posibilidad de una recompensa después de aquélla. Al igual que Antígona, no hace concesiones con su deber, tal como él lo ve, para evitar el autosacrificio. Más que seguir viviendo en la mediocridad impuesta, alcanza su mayor grandeza enfrentando la muerte con los ojos abiertos. Se anticipa incluso a Shakespeare y se aparta de Sófocles, al encontrar la ocasión propicia para el humor, la ironía mordaz y la risa burlona. Platón nos asegura al final del Simposio, que Sócrates unió lo sublime y lo ridículo, obligando a Aristófanes, el poeta cómico, y a Agatón, el poeta trágico, “a reconocer que el genio de la comedia era el mismo que el de la tragedia y que el verdadero artista en la tragedia, era también un artista en la comedia”. Los sonetos de Shakespeare están llenos de los ecos de este diálogo. Nietzsche unió sus más encendidos elogios a la Apología de Sócrates a la aseveración expresa de que fue de este gran discurso que “Platón parece haber recibido el pensamiento decisivo de cómo debe proceder un filósofo ante los hombres. No se percató, como tampoco lo han hecho otros, que por lo menos algunos rasgos de la concepción aristotélica del hombre magnánimo estaban también bajo el influjo de la Apología de Sócrates”. Aquí está el hombre que “exige mucho y merece mucho”, que está “justificado en su desprecio por los otros”; que “está orgulloso de dar beneficios y se avergüenza de recibirlos”; que recuerda bien los beneficios que ha concedido, quien se niega a pedir consideración y que es “arrogante con los hombres de posición y fortuna”; a quien interesa “más la verdad que lo que piensen los demás”; quien es “abierto y franco, salvo cuando habla con irónico autodesprecio”; y que habla mal de sus enemigos solamente “cuando deliberadamente se propone ofender”. Quienes han llegado a ver todas las cosas bajo la perspectiva de las normas cristianas cómodamente aburguesadas admiran a Aristóteles desde una distancia, pero confiesan sentirse desconcertados cuando se enfrentan a su propio ideal. Elogian a Sócrates después de bautizarlo, de preferencia como anglicano. Reconocen la grandeza de Shakespeare pero encuentran extravagante su soneto XCIV, o nos dicen que es claro que no es eso lo que quiso decir e imponen algún tipo de lectura cristiana a sus tragedias si no es que las desdeñan como mera poesía. No se dan cuenta de que posiblemente la cosmovisión más noble ha encontrado aquí su forma perfecta —sin la terminología ostentosa y el oscurantismo jactancioso con el que se asocian las mismas ideas en la moderna prosa filosófica. Incluso con la palabra “nada” Shakespeare se divirtió. El enfrentamiento a la muerte no es otra cosa que la resolución, el estado de abandono del hombre y el intrínseco absurdo de la vida y ¿qué le queda al hombre? El sentido liberador de la desilusión profunda, la alegría de la honradez, la integridad y el valor; y la gracia del humor, el amor y tolerancia universal: en una palabra, la nobleza. 5 En un punto importante, Shakespeare parece estar más cercano a la visión cristiana que a la de algunos existencialistas. Parece creer en normas morales absolutas cuando Héctor en Troilo y Crésida expresa su falta de fe en la causa troyana, dice: Si, pues, Helena es la mujer del rey de Esparta, como es notorio, esas leyes morales de la naturaleza y las naciones proclaman muy alto que debe ser entregada a su marido. Persistir en cometer el mal no disminuye el mal, sino que sirve para hacerlo mucho más grave. (II, ii) Sin embargo, en los versos que siguen a continuación acepta la resolución de sus hermanos de: continuar guardando a Helena, puesto que es una causa que interesa mucho a los honores de todos nosotros en general y al de cada uno en particular. (II, ii) Coloca su propia determinación y dignidad sobre “esas leyes morales de la naturaleza y las naciones”. El resto de la obra hace posible que el parlamento de Héctor con su conclusión inesperada pretenda resultar gracioso. Por otra parte, Troilo ha sostenido en la misma escena: “¿Qué objeto tiene otro valor que el que se le da?” (II, ii) Bien podría Héctor hablar por sí y no por el poeta al responder: “Pero la valía de un objeto no depende de una apreciación individual.” Sin embargo, la concepción de leyes morales absolutas se encuentra también en otras obras. En Otelo y Macbeth, en El Rey Lear y en La Tempestad, hay poca o ninguna duda entre lo que es bueno y malo. Algunos personajes shakespearianos pueden exigir nuestra simpatía, incluso nuestra admiración a pesar del mal que hacen, pero no hay duda de que es el mal. Una y otra vez supone y se nos lleva a sentir que no solamente las normas morales de las naciones han sido violadas, sino que también las de la naturaleza. Después de todo, ¿es Shakespeare un cristiano? Quizá sea más pertinente el que concuerde con Sófocles y los griegos. Por lo menos una obra, sin embargo, tiene una conclusión categóricamente no griega. Es la otra gran comedia del periodo trágico: Medida por Medida, en la cual todos son perdonados al final. De acuerdo con una costumbre de la época esto está condicionado por el protestantismo liberal que a su vez ha sido influido por poetas poscristianos como Shakespeare y Goethe entre otros, esta conclusión resulta claramente “cristiana”. Pero esto discrepa tajantemente de las enseñanzas no sólo de la Iglesia Católica y de los reformistas, sino también de los Evangelios. El ideal de remisión universal ha sido condenado siempre como herejía. Más todavía, en Medida por Medida la virtud cristiana de Isabel casi llega a ser ridiculizada, cuando dice, por ejemplo: Por tanto, vive casta, Isabel, y tú, hermano mío, muere. Más cara que nuestro hermano es nuestra castidad. (II, iv) O cuando responde a un hombre que propone que bien podría tomar en consideración el hecho de sacrificar su castidad —no a él— para salvar a su hermano: IMuere, sucumbe! Bastaría con que me tendiera para arrancarte a tu destino, que dejaré cumplirse; diré mil oraciones por tu muerte; ni una palabra para salvar tu vida. (III, i) No necesitamos concentrarnos en parlamentos aislados. La obra comienza con el intento del benigno duque para poner fin al libertinaje que se ha desatado a ra’z de su propia tolerancia. Delega su autoridad en uno que es menos magnánimo y bien dispuesto a hacer valer la justicia. Pero el hombre, empeñado en juzgar a los demás, sucumbe rápidamente a la tentación y al final volvemos a la ley de la clemencia con perdón para todos. La obra invita a compararla con la herética concepción tolstoiana del Evangelio como incitación a la anarquía, pero si Shakespeare ridiculiza las pretensiones de las iglesias, bien sea la católica o la calvinista, no está menos lejano del mo-ralismo fanático de Tolstoi y de sus feroces denuncias del sexo y la sensualidad.[13] Lo que encontramos en Shakespeare es una tolerancia universal que no castigaría a nadie, puesto que el poeta está por encima del resentimiento. Pero esta tolerancia va unida a un enorme desprecio por la mayoría de los hombres. Lo que el poeta admira es la nobleza y el hombre noble desprecia, no deseando en absoluto herir. Ejercita la caridad —el ágape, para usar la palabra griega que viene de lo alto y es diferente de su eros, su perfección. Si este anhelo topa con infección vil puede devorar la caridad como sucede con Macbeth. No es necesario ser cristiano o creyente en la ley natural para sentir como lo hace Shakespeare que Macbeth se ha dejado acometer por una infección vil y que sus actos son malos, o para ver la insensatez de Lear y la perversidad de Goneril, o para condenar las acciones que el poeta atribuye a Ricardo III. El hombre noble que se corrompe y supura, viola las leyes de la naturaleza del mismo modo que otros trastornos de la ley natural enumerados, por ejemplo, en El Rey Lear. Dirá el lector y muchos de nosotros podríamos preferir decirlo que las enfermedades y la corrupción son perfectamente naturales y parte de la condición humana. Esto no anula la diferencia entre salud y enfermedad. Shakespeare supone que la corrupción de una naturaleza noble y su degradación a un nivel en el que se complica con hechos viles es comparable a una infección. Este paralelo no abarca todas las transgresiones de las leyes morales de las naciones: se pueden transgredir las leyes hechas por los hombres y conservar la salud. Pero los grandes transgresores shakespearianos no simplemente se mofan de lo establecido; llegan a ser innobles y ruines. El punto de vista no cristiano de Shakespeare está particularmente claro en las dos tragedias en las que encontramos una profunda confusión moral: Julio César y Hamlet. Al final, parece tener poca importancia el hecho de que Bruto y Hamlet hayan tomado las decisiones adecuadas. La fe, la esperanza y la caridad están fuera de lugar, no menos que el bien y el mal establecidos. Con todo persiste una pauta: la nobleza. Al morir Hamlet, Horacio dice: “Ahora estalla un noble corazón” (V, ii). El tributo de Antonio a Bruto es todavía más conocido, si esto es posible: “Este es el más noble de todos los romanos” (V. v). A diferencia de los que actuaron al igual que él, Bruto no senda envidia, era honrado y gentil: “y los elementos que la constituían se compaginaron de tal modo que la Naturaleza, irguiéndose, podía decir al mundo entero: “¡Éste era un hombre!” Su suicidio no cristiano no mengua su integridad. Y en una obra romana tardía, Cleopatra de hecho alcanza mayor nobleza que la que tuvo en vida al morir por su propia mano, o más bien por la mordedura de la serpiente, el s'mbolo cristiano del mal. En este aspecto también, Shakespeare está mucho más cerca de Sócrates y Nietzsche, de Aristóteles y de Goethe que de los evangelistas, o San Agustín, Santo Tomás, Calvino, Kierkegaard y T. S. Eliot. Su obra se mantiene como un monumento a una tradición que se olvida con frecuencia hoy día y que encomia la riqueza de un mundo sin Dios. 6 “Habiendo nacido en una sociedad inestable” —para usar la admirable frase de Eliot una vez más, no necesariamente implica un “daño” fatal, aunque el cuento de hadas de una remota "edad de oro” es viejo de verdad. Ahora, muchos intelectuales lo creen y rodean a alguna era pasada —generalmente la Edad Media— o incluso todas las eras salvo la nuestra, con una aureola. El testimonio en contra de tales mitos —y no solamente el de los historiadores—, es impresionante. Robert Bridges escribió uno de sus mejores poemas sobre los “Ruiseñores” para insistir en que su hogar no es “hermoso” sino “estéril”. En un poema titulado “Después de leer en la Suma Contra Gentiles”, Hermann Hesse sugiere que la serenidad puede ser una ilusión óptica debida a la distancia y que, alguna alma atormentada de nuestro siglo puede todavía convertirse en un paradigma de tranquilidad para edades futuras, Nietzsche concluyó El nacimiento de la tragedia diciendo de los griegos: “¡Cuánto tuvo que sufrir este pueblo para poder llegar a ser tan bello!” No es necesario oponer una autoridad contra otra. “Haber nacido en una sociedad inestable” es la condición que tienen en común Elias y Jeremías, Platón y Aristóteles, San Pablo y Buda, Leonardo y Miguel Ángel, Shakespeare y Spinoza. Tal vez fuera necesario incluir en esta lista a Dante que vivió en el exilio y a Santo Tomás de Aquino quien vio su religión amenazada por el descubrimiento de la cosmovisión pagana de Aristóteles. Podría parecer conveniente que las calabazas crecieran en enormes árboles y las bellotas en la tierra, pero en el mundo no es así. El trigo crece donde la tierra ha sido abierta y arada, el edeliueiss en las grietas de las rocas alpinas sobre los precipicios; y los grandes profetas y filósofos, poetas y artistas generalmente surgen de sociedades inestables, al borde de algún abismo. El mundo moderno es una tierra baldía, pero el mundo nunca ha sido —y seguramente jamás será— un jardín florido. Lo que hagamos de él es en gran medida asunto nuestro. La tierra baldía y estéril de Eliot es el escenario para los viajes de pesca de Hemingway, y sus corridas de toros en Y sale el sol y Hermann Hesse, en El lobo estepario, nos muestra una sensibilidad que abarca tanto la experiencia de Eliot, como la de Hemingway, y la de Mozart también. La fragmentación y la fealdad del mundo moderno son innegables. Lo que debemos desmentir es que el mundo de Dante y Santo Tomás era menos repugnante, imperfecto y cruel. La grandeza es posible en todo momento, pero es excepcional. Adjudicar las propias fallas al Zeitgeist implica un autoengaño. Bien puede nuestra era tener algo más que su cuota de grandes escritores. Pero esto no es consuelo para esas almas altamente sensibles y a menudo adorables a quienes un poeta moderno ha caricaturizado con declarada malicia. Edwin Arlington Robinson puede no haber sido un gran poeta, pero no culpó a su tiempo por ello y en su poema más conocido ridiculizó a aquellos a quienes la autocompasión lleva a falsear la historia: Miniver maldijo el lugar común y miró un traje caqui con repugnancia; extrañaba la gracia medieval de la ropa de hierro. Miniver Cheevy, hijo del desdén, empobreció asaltando las estaciones. Lloró por haber nacido y sus razones tenía.[14] Notas: [1] En el Curso de Análisis y Traducción de Textos de la División de Estudios de Posgrado, bajo mi dirección, se elaboró la presente traducción en equipo formado por los siguientes estudiantes, que se mencionan en orden alfabético: Charlotte Broad Bald, Claudia Dunning Muñoz, Ma. Gertrudis Martínez de Hoyos Delamain, Alfredo Michel Modenessi, Marcela Pineda Camacho y Ma. Angélica Prieto González. Fuente: Kaufmann, Walter. From Shakespeare to Existencialism: an Original Study. Essays on Shakespeare and Goethe, Hegel and Kierkegaard, Nietzsche, Rilke and Freud, Jaspers> Heidegger and Toynbee. Princeton, N. J., Princeton University Press, 1980. [2] William Shakespeare, Obras completas. 15 ed.; Madrid, Aguilar Ediciones, 1969, p. 2051 [3] Ibid. pág 2176 [4] Federico Nietzsche, Asi hablaba Zaratustra, 5a. ed.: México, Editores Mexicanos Unidos, 1960, pp. 105-108. [5] Federico Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos. México, Editores Mexicanos Unidos, 1981, p. 135. [6] Ibid. [7] Ibid.pág. 71 [8] Aristóteles, Moral a Nicómaco. México, Espasa-Calpe Mexicana, 1980, p. 246. [9] William Shakespeare, op. cit., p. 1524. [10] Ibid.1621 [11] Ibid.
[12] Bornkamm, Niebuhr, el Nuevo Testamento y Antígona se estudian más profundamente en mi Critique of Religión and Philosophy, §5 58, 68 y 77.
[13] En The Wheel of Fire: Interpretations of Shakespearean Tragedy (La rueda de fuego y Shakespeare y sus tragedias, México, Fondo de Cultura Económica, 1979) de Wilson Knight —uno de los mejores y más filosóficos especialistas en Shakespeare— puede hallarse un interesante resumen de “El ataque de Tolstoy a Shakespeare”.
[14] Estrofas 6a. y la. de "Minniver Cheevy”, publicada originalmente en Scribner’s Magazine en marzo de 1907, reimpresa en The Town Down the River, Challes Scribner’s Sons, Nueva York, 1910. Citada con la autorización del editor. |
ensayo de Walter Kaufmann (Alemania)
traducido por Cecilia Tercero
(México)
Publicado, originalmente, en Anuario de Letras Modernas 1983. Vol. 1
Universidad Nacional Autónoma de México. Facultad de Filosofía y Letras
Link del texto: http://hdl.handle.net/10391/1745
Editado por el editor de Letras Uruguay
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