La dialéctica de religión y política en el pensamiento de Clarice Lispector: una utopía retrospectiva

ensayo de Natalia Izquierdo López

notesalvesahora@hotmail.com

Profesora de Lengua Castellana y Literatura (E.S.O)

RESUMEN

El ensayo aborda la dimensión romántico-anticapitalista presente en el imaginario político de Clarice Lispector, así como la lectura de la religiosidad que la autora llevó a cabo desde tal perspectiva. Asimismo, la investigación analiza cómo esa espiritualidad de factura romántica dejó su impronta en una filosofía de la identidad, del lenguaje y del conocimiento de índole “ateo-religiosa” y “utópico-restitucionista” que aúna el futuro y el pasado, lo sagrado y lo profano.

PALABRAS CLAVE: Romanticismo, utopía, ateísmo, mesianismo, filosofía.

“Lo archi-antiguo, que nosotros encontramos en nuestra alma, es el camino del devenir de la humanidad.”

Gustav Landaue

 

“De la tierra viniste, y a la tierra volverás.”

Génesis 3:19

1. Introducción

Pese a la disparidad de perspectivas -psicoanalítica, feminista, existencialista, religioso-mística.-, desde las que la crítica ha analizado la obra de Clarice Lispector, podría decirse que todas ellas comparten una característica: la relegación de la cuestión política presente en su narrativa[1]. Es posible que esta circunstancia obedezca a dos causas; por un lado, el hecho de que sus novelas, lejos de entrañar reconstrucciones referenciales de la realidad, crean habitualmente otra de naturaleza puramente literaria y, por otro, el de que la autora no declarara nunca en público una convicción política doctrinaria o cristalizada. Sin embargo, y contra lo que hasta ahora se ha venido afirmando, la actitud anti-representacional manifiesta en su relatos constituye en sí misma un comentario en profundidad sobre esa realidad exterior, denunciada, precisamente, como ejercicio de poder y práctica de dominación. En dicha denuncia se inscribe, por ejemplo, la reprobación de la discriminación de género omnipresente en sus textos, pero también, como enseguida veremos, el frontal rechazo del mundo “desencantado” del capitalismo industrial, burgués y opulento. En cuanto a lo relativo a su ideología política, aunque no sea posible hablar en su caso de credo, militancia o doctrina, sí es reconocible en cambio en su obra una profunda simpatía por las aspiraciones anti-autoritarias, así como una aguda y dolorosa exigencia de justicia[2]. A este respecto, nuestro ensayo postula que la narradora presenta una clara afinidad espiritual con la reacción cultural que se produce en Europa a finales del siglo XIX y en Hispanoamérica en las primeras décadas del XX como manifestación de repulsa contra la irresistible escalada del universo de la mercancía, reacción que se conoce como “romanticismo anticapitalista[3]. Como es bien sabido, el romanticismo anticapitalista,

“que no debe ser confundido con el romanticismo literario, es una visión del mundo caracterizada por una crítica más o menos radical de la civilización industrial/burguesa en nombre de valores sociales, culturales, étnicos o religiosos precapitalistas (...). Uno de los temas esenciales de esta crítica (...) es la oposición entre Kultur, un universo espiritual de valores éticos, religiosos o estéticos, y Zivilization, el mundo del progreso económico y técnico, materialista y vulgar” (Lowy 1994: 30).

Así, nuestra investigación sostiene que el imaginario político de la escritora y, por lo tanto, su narrativa, están completamente atravesados por dicho romanticismo anticapitalista, precisamente el mismo que traspasa la literatura realista brasileña hasta comienzos de los años treinta. Dicha literatura -representada, entre otros, por José Lins do Rego, Graciliano Ramos, Machado de Assis, Gilberto Freyre, etc, y de la que Clarice bebió ávidamente durante su adolescencia-, fue la artífice de una severa crítica contra la civilización industrial/burguesa[4]. No obstante, conviene dejar constancia de que, siguiendo el modelo del romanticismo anticapitalista europeo, esta corriente literaria brasileña presentaba, como aquel, dos tendencias antitéticas: una de carácter internacionalista, de ideología libertaria y socialista, que ponía de manifiesto los problemas sociales y la lucha de clases, y otra de índole nacionalista y conservadora, que ensalzaba las virtudes de la nación contra los vicios y defectos del colonialismo extranjero[5]. Sin embargo, ambas tendencias compartían el deseo de “volver a hechizar el mundo”, pues, tal y como Max Weber había diagnosticado, el capitalismo y el primado de la mercancía lo habían “desencantado”. Para llevar a cabo este propósito, el romanticismo anticapitalista había fomentado el “renacimiento de múltiples formas de espiritualidad” (Lowy 1994: 30). No obstante, estas nuevas formas de espiritualidad tenían la particularidad de que implicaban una lectura romántica de la religiosidad, consistente, a su vez, en privilegiar “su dimensión no racional y no institucional, sus aspectos místicos, explosivos, apocalípticos, ‘anti-burgueses’, etc” (Lowy 1997: 37). Es precisamente esta lectura romántica de la religiosidad la que justifica la presencia y la atención prestada por la literatura realista brasileña a diversas creencias y prácticas de origen popular, en gran medida ajenas y opuestas a la ortodoxia de las “grandes Iglesias”, entre ellas el vudú, el candombe, la santería, la umbanda, etc[6]. Es también una religiosidad antiburguesa, en este caso de impronta cristiana, la que caracterizará a la llamada “escuela introspectiva” que surgirá en la literatura brasileña entre los años 30 y 40. Esta nueva corriente, representada, entre otros, por Vinícius de Moraes, Cecilia Meireles, Otávio de Faria, Mário de Andrade, Oswald de Andrade, Lúcio Cardoso, etc, dejará un tanto de lado las cuestiones socio-políticas propias de la literatura realista para, a través de la fagocitación de las vanguardias europeas, llevar por fin a cabo una verdadera revolución del lenguaje literario. Pero, sobre todo, esta tendencia, que ejercerá también sobre Clarice una enorme influencia, situará en su punto de mira asuntos como la salvación, la culpa, el pecado, la difuminación de las fronteras entre la lucidez y la locura, el sueño y la realidad, lo natural y lo sobrenatural, el presente y el pasado (Moser 2009: 100)[7]

Así, partiendo de todo lo anterior, nuestro ensayo se propone abordar los siguientes aspectos de la narrativa de la escritora brasileña; por un lado, la presencia en ella de una dimensión socio-política de carácter marcadamente romántico-anticapitalista y afín a presupuestos utópicos y, por otro, la presencia de una religiosidad leída desde dicho romanticismo-anticapitalista, religiosidad que adopta en su caso la forma de “un ateísmo religioso” que mediatiza su filosofía del lenguaje, de la identidad y su epistemología. A este respecto, conviene antes puntualizar que el término de “ateísmo religioso” fue propuesto por Georg Lukács a propósito, precisamente, del que quizá sea el romántico-anticapitalista más reputado: Fiódor Dostoievski -como es bien sabido, uno de los autores, si no el autor predilecto, de Clarice Lispector[8]. Con dicho concepto, el filósofo mencionado aludió a “una postura extraña y contradictoria que asociaba el rechazo de las creencias religiosas propiamente dichas a un interés apasionado” por las corrientes místicas y milenaristas y las cuestiones relativas a la magia, el ocultismo, la brujería, etc, asuntos que, sin embargo, aparecían secularizados en la utopía del escritor mencionado y en la de otros tantos autores romántico-anticapitalistas. Se trataba pues de una secularización aparente, pues la dimensión religiosa seguía presente en el corazón mismo de su imaginario (...), cargándolo así de una “espiritualidad sui generis que parecía escapar a las distinciones habituales entre la fe y el ateísmo” (Lowy 1997: 129137). Así, esta suerte de “secularización mística” implicaba una actitud hacia la religión “inspirada en la dialéctica romántica de la utopía” que reunía “en un mismo movimiento de espíritu el pasado milenario y el futuro liberado”, la revolución y la tradición conservada en la memoria colectiva (Lowy 1997: 137). En nuestra opinión, es precisamente este “ateísmo religioso” el que encontramos en Clarice Lispector, el que explica sus relaciones de aproximación-distancia con algunas de las distintas religiones instituidas y el que alienta su filosofía de la identidad, del lenguaje y del conocimiento, que en nuestro ensayo abordaremos. Para hacerlo, nos serviremos de los planteamientos de cierto judaismo romántico-anticapitalista y ateo-religioso de la Europa Central durante el periodo de entreguerras, representado, entre otros, por F. Kafka, M. Buber, G. Scholem, G. Landauer, W. Benjamin, etc, y estudiado por Michael Lowy en su ensayo Redención y Utopía. Así, nuestro trabajo establecerá entre el pensamiento de éstos y el de Clarice Lispector una relación de “afinidad electiva”[9], justificada, entre otros motivos, tanto por su común origen judío, como por su condición de intelectuales desclasados, en ruptura no sólo con sus medios sociales de origen, sino también con el mundo capitalista, burgués y cosmopolita por el que se negaron a ser asimilados. Es precisamente esta falta de ataduras sociales precisas la que justifica por qué todos ellos realizaron una particular síntesis entre, por un lado, sus propias raíces históricas, su cultura y su religiosidad ancestral y, por otro, la adhesión a una utopía romántico-revolucionaria de carácter universal. Es justamente su condición de “intelligentsia desarraigada” la que explica su redescubrimiento de la dimensión restauradora-utópica de la religión judía y su simpatía o identificación con las utopías revolucionarias, tan profundamente cargadas de nostalgia como están la concepción clariceana del conocimiento, del lenguaje y de la identidad (Lowy 1997: 36).

2. El romanticismo-anticapitalista y revolucionario de una nordestina:

Cuando, en plena II Guerra Mundial, Clarice Lispector publicó Cerca del corazón salvaje, su primera novela, las dos corrientes ya antes aludidas de la literatura realista brasileña, la conservadora y la revolucionaria, seguían dando por entonces cuenta del gran avance que había experimentado el industrialismo en pocas décadas. Esta crítica neo-romántica de la Zivilitation moderna, presente en autores como José Lins do Rego, Machado de Assis, W. Benjamin, F. Kafka, etc, es justamente la misma que la escritora brasileña vierte en sus relatos y novelas. Dicha reprobación se evidencia, en primer lugar, en el enconado rechazo que manifiesta hacia la temporalidad puramente cuantitativa del reloj, es decir, hacia el mecanismo económico-psicológico que preside la sociedad de la producción y que reduce al hombre a la condición de explotado o explotador. Frente a dicha temporalidad, Clarice Lispector instituyó la que, Benedito Nunes, uno de sus críticos más reconocidos, denominó como “temporalidad interior”[10]. Esta nueva percepción del tiempo no sólo se opone claramente al evolucionismo y a la teoría del progreso, sino que apunta a la experiencia espiritual de un sujeto que impugna y repudia desde ella su mercantilización. Así por ejemplo sucede en la cita que proponemos:

“¿Habían pasado momentos o tres mil años? Momentos por el reloj que divide el tiempo, tres mil años por lo que Lori sintió cuando con pesada angustia, toda vestida y pintada, se acercó a la ventana (...). Allá afuera sólo volaban pájaros de plumas embalsamadas. Si la mujer cerraba los ojos para no ver el calor, pues era un calor visible, sólo entonces veía la alucinación lenta: veía elefantes enormes aproximarse, elefantes dulces y pesados, de cáscara seca, aunque mojados en el interior de la carne por una ternura caliente insoportable” (Lispector, 2001: 19).

Este nuevo tiempo “interior” es, ante todo, “duración”, y ello desde dos puntos de vista contrapuestos: “duración” como irremisible apego del yo al sí mismo, y “duración” como su reverso, es decir, como epifanía extática que libera al sujeto de su identidad, resentida siempre como una pesada carga[11]. Pero, además de este “tiempo interno no sucesivo”, hay otros motivos que en Lispector evidencian su anticapitalismo. De hecho, la relación que mantiene con los objetos, los animales, las personas, implica algo del mismo signo:

“Sobre todo había aprendido (. ) a aproximarse a las cosas sin vincularlas a su función. Parecía ahora poder ver cómo serían las cosas y las personas antes de que les hubiésemos dado el sentido de nuestra esperanza humana o de nuestro dolor” (Lispector 2001: 32).

Esta nueva cita nos revela cómo Clarice rechaza la instrumentalización de todo lo existente en nuestro beneficio, la relación de utilidad y aprovechamiento que, con el capitalismo, el ser humano ha instituido entre los otros, el universo y él mismo. Pero además, hay en la escritora brasileña una dimensión crítica que apunta a la reificación burocrática del mundo y del individuo y a la manifestación esencial de la autoridad como un mecanismo impersonal (Lowy 1997: 88). Así por ejemplo sucede en La hora de la estrella, cuya protagonista, una emigrante nordestina, arribada a una “ciudad hecha toda contra ella”, ejerce allí tareas de mecanógrafa que la rebajan al nivel de pieza o engranaje inerte de la maquinaria con la que trabaja. En esas condiciones, es mancillada no sólo la creación, sino todo cuanto el ser humano representa. Y contra esto los personajes de Clarice, lo mismo que los de Kafka, se revelan[12]. De hecho, en lugar de mecanografiar y ser así deglutida por la máquina, la protagonista de esta novela se dedica, cual amanuense, a copiar a mano la letra bonita y redonda de su jefe (Lispector 2000: 17)[13]. Al mismo tiempo, Angela Pralini, la protagonista de Un soplo de vida, huye de su amante y del ambiente intelectualizado en el que vive para instalarse en el campo, “donde aspira a desarrollar su naturaleza más auténtica de ser vivo por encima de erudiciones de salón y de brillos” (Maura 2003: 286)[14] Así, lo mismo que pensadores judíos como G. Landauer o M. Buber reivindicaron en sus utopías la reconciliación con la naturaleza, siendo su patria nostálgica la Edad Media, Clarice Lispector -al igual en este caso que J.J. Bachofen o W. Benjamin[15] - situó la edad dorada en el pasado prehistórico anterior al surgimiento del género humano, al que erigió en símbolo del igualitarismo anti-patriarcal y anti-autoritario[16]. Pero si hay en Clarice un elemento que perfila claramente su romanticismo anticapitalista ese es, sin duda alguna, la crítica que vierte en todos sus relatos hacia la racionalidad científica que deja de lado formas de saber más intuitivas y arrincona y menosprecia la dimensión espiritual humana, extirpando así las trascendentales preguntas que de ella emanan[17]. Así pues, frente a las formas del conocimiento puramente racional, la novelista reivindicaba una epistemología emparentada con la clarividencia, el presentimiento, la revelación y la intuición y rechazaba por eso mismo todo cuanto sonara a “intelectual-escritor” (Lispector 2001: 43)[18]. En este sentido pueden interpretarse pasajes de sus novelas como el que se propone a continuación, en el que resuenan los planteamientos de H. Bergson y del “pensamiento del afuera” de M. Foucault:

“No entender era tan vasto que sobrepasaba cualquier entender -entender era siempre limitado-. Pero no-entender no tenía fronteras y llevaba al infinito, a Dios. No era un no-entender como el de un simple de espíritu. Lo bueno era tener inteligencia y no entender. Era una bendición extraña como la de tener locura sin ser demente. Era un desinterés manso en relación con las cosas dichas del intelecto, una dulzura de estupidez (...) Comprender era siempre un error -prefería la vastedad amplia y libre y sin errores del no-entender. (. ) Sin embargo, a veces adivinaba. Eran manchas cósmicas que sustituían al entender” (Lispector 2001: 39).

3. El mesianismo materialista de una atea judía:

Aunque, como es sabido, Clarice Lispector manifestó públicamente su ateísmo[19], lo cierto es que sus primeros años de vida transcurrieron inmersos en una atmósfera profundamente religiosa. Su abuelo paterno, Shmuel Lispector, casado con una mujer rica, consagró su vida a estudiar el Talmud y los textos sagrados de la tradición judía. Además, en la pequeña localidad ucraniana en que vivía (Teplyk), su fama de santo le precedía. De igual forma, uno de los tíos paternos de la escritora desempeñó el cargo de chazan -el responsable de entonar cánticos litúrgicos en las sinagogas-. Asimismo, aunque ejerció distintas profesiones, la verdadera vocación del padre de la narradora, de nombre Pinkhas (Pedro), era la de intelectual[20]. Su cultura bíblica era inmensa, celebraba las festividades religiosas, conocía los ritos judíos, hablaba perfectamente el yiddish y estaba suscrito a The Day, un periódico en dicho idioma editado en Nueva York. En 1935, Pinkhas formó parte del comité ejecutivo de la Federación Sionista -prohibida por Getúlio Vargas dos años más tarde por considerarla aliada de un gobierno extranjero-[21]. Por lo demás, Clarice estudió en el Colegio Hebreo-Yiddish-Brasileño de Recife, creado en 1922 por algunos miembros de la comunidad judía, en el que la lengua hebrea era una asignatura obligatoria y el yiddish optativa. Cuando en 1935 la familia se trasladó a Río de Janeiro, se integró en su comunidad judía, mucho más nutrida. De igual modo, entre las primeras lecturas apasionadas y desordenadas de la Clarice adolescente, claves para la gestación en ella de una religiosidad de factura romántica, se encuentran abundantes novelas rosa y la totalidad de la obra de Dostoievski. En el inicio de su vida adulta, los libros que le marcaron fueron en cambio los de Katherine Mansfield, Herman Hesse, Julian Green, André Gide y el monje católico del siglo XV, Tomás Kempis. Si reparamos en ello, muchos de los escritores mencionados comparten una clara interpenetración entre las ideas religiosas -de ascendencia cristiana- y las políticas -de carácter anticolonialista y romántico-anticapitalista-. Pero, además, el acercamiento a la religión cristiana se explicaría en esta fase de su vida por los vínculos que mantuvo por entonces con la “escuela introspectiva”. No obstante, como la propia Clarice dejó escrito, este acercamiento nunca adquirió los visos de una fe o una doctrina[22]. Por otro lado, recientemente se ha descubierto en su biblioteca una antología, profusamente subrayada y anotada por la escritora, de la obra de Baruch Spinoza -filósofo judío al que, por otro lado, leía ya el personaje de Octavio en su primera novela- y que es muy probable que contribuyera también a forjar su “ateísmo místico”[23]. Como es sabido, la escritora decidió contraer matrimonio con un no judío, desafiando por ello a su comunidad y a su familia y rompiendo, en cierto modo, con la herencia religiosa recibida[24]. Pero lo cierto es que ésta pervivió en su obra y en su persona bajo la ambigua forma de “ateísmo religioso” que hemos descrito. A él alude precisamente Benjamin Moser -con toda certeza el autor de la biografía más completa de la artista- cuando afirma que Clarice era heredera “de  ese alma mística judía que sabe que Dios ha muerto, pero está decidida a encontrarlo de todas maneras” (Moser 2009: 15). A él parece apuntar también Olga Borelli, su inseparable amiga, cuando sostiene que era “imposible llegar a una definición de las creencias religiosas de la escritora. “Sin ninguna vinculación religiosa explícita -dijo Borelli- daba la impresión de estar siempre en estado de cuestionamiento: Dios, muerte, materia, espíritu, eran objeto de interrogaciones, de perplejidades, que no dejaba de expresar en la conversación” (Freixas 2010: 168, 242). A dicho ateísmo parecía referirse también la propia narradora cuando decía que ni ella ni su marido tenían “desgraciadamente” religión, pese a lo cual criaban a sus hijos “en la idea de Dios, pero sin darles rituales definitivos” (Freixas 2010: 168). Como vamos a ver enseguida, si hay algún ámbito en que este “ateísmo religioso” se manifiesta en Clarice con mayor fuerza ese es, precisamente, el identitario y el lingüístico, presididos invariablemente por la nostalgia de un pasado milenario llamado a convertirse en un futuro liberado en el que convergen lo sagrado y lo profano.

3.1. La fatalidad del yo y de la lengua y la vivencia súbita de la trascendencia

Quien se acerca a la obra de Clarice Lispector comprende de inmediato que la artista brasileña percibía la identidad como una fatalidad[25], como una individualidad carcelaria y opresiva, condenada a la discontinuidad de por vida26. En este sentido, el infierno fue para ella el verse forzada desde su nacimiento -entendido como “pecado original” o “verdadero instante de la caída”-, a no ser otra cosa que ella misma. De ahí declaraciones de sus personajes del tipo: “No sabía qué hacer de sí misma, ya nacida” (Lispector 2001: 23). Por eso, desde el momento mismo de su alumbramiento, deseó experimentar la sensación de formar parte de algo más grande, más translúcido y más habitable que ella. En este sentido, la escritora aprehendió su propio cuerpo como metáfora de su enclaustramiento. Así, por ejemplo, en Aprendizaje o el libro de los placeres leemos:

“Después de haberse visto un instante de cuerpo entero en el espejo pensó que la protección también sería no ser más sólo un cuerpo: ser tan sólo un cuerpo le daba, como ahora, la impresión de que había sido cortada de sí misma. Tener un cuerpo único circundado por el aislamiento hacía tan delimitado a ese cuerpo que sintió que entonces se amedrentaba de ser una sola” (Lispector 2001: 16).

Si nos damos cuenta, en estas líneas es el cuerpo el que simboliza y determina la segregación y el aislamiento del sujeto. Sin embargo, en Clarice son diversas las “modalidades de existencia” que ponen de manifiesto la intransitiva catástrofe de una subjetividad condenada irremisiblemente a ser tal. Una de ellas es la fatiga, con sus distintas variantes: el hastío, el abatimiento, el tedio, etc, símbolos todos de la imposibilidad de deshacerse del ego: “Lori se cansaba mucho porque no dejaba de ser” (Lispector 2001: 17). Otra de tales manifestaciones es la conciencia, que representa el arrancamiento del sujeto del paraíso, entendido siempre por la brasileña como un campo de fuerzas impersonal, un escenario de realidad infinita ajeno al lenguaje y al raciocinio[27]. De ahí la fascinación de la escritora por los animales, las plantas, por la era geológica anterior a la aparición del hombre en la tierra, que para ella constituyó siempre el edén perdido, es decir, el espacio y el tiempo del afuera en tanto que escenario previo a la emergencia de la palabra y de la conciencia. Así se comprende que en Crónicas I. Revelación de un mundo, Clarice escribiera:

“Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer (.) La vida me hizo de vez en cuando pertenecer, como para darme la medida de lo que pierdo al no pertenecer. Y entonces lo supe: pertenecer es vivir” (Lispector 2005: 67).

Mas, ¿pertenecer a qué? Pues, en Clarice la pertenencia apunta siempre a Dios, a la Nada o al “Gran Silencio”, conceptos sinónimos que en el imaginario ateo-religioso y utópico-restitucionista de la autora se superponen y solapan, ya que representan tanto el paraíso perdido como el futuro prometido. “Ella amaba la Nada -leemos en Aprendizaje

o el libro de los placeres-. La conciencia de su permanente caída humana la llevaba al amor de la Nada (.) y aceptaba el misterio de con horror amar al Dios desconocido” (Lispector 2001: 23). Sin embargo, su Nada en absoluto debe confundirse con la Nada existencialista, de la misma forma que su “Dios desconocido” tampoco guarda relación con el Dios personal de los cristianos y mucho menos con la fe, el dogma, el martirio y el sacrificio, es decir, con el insoslayable ejercicio de voluntad que a éstos les es requerido[28]. Al Dios de la artista se le alcanza, en cambio, por azar, desde la receptividad, dejándole venir en lugar de yéndole a buscar[29]. Así pues, en lo que respecta a la Nada existenci alista hay que señalar que mientras que Roquentin, el protagonista de La náusea sartreana, se hallaba perdido entre las cosas como un objeto más, opaco, con los poros de su piel cerrados a todo contacto, los personajes de Clarice y la propia autora se relacionan con la materia real -animal, vegetal y mineral-, y se dejan por ella traspasar. Es decir, entre la realidad y ella misma y sus protagonistas se entabla una comunicación momentánea que apunta a la pérdida de la pertinaz condición cerrada a través de una efímera fusión extática que traduce una común participación en y de la misma esencia: la de un infinito Dios-Naturaleza hecho de muda y silenciosa materia: “No puedo quedarme mirando demasiado tiempo un objeto porque me inflama (.) El objeto -la cosa- siempre me ha fascinado y de algún modo me ha destruido”, escribió Lispector en Un soplo de vida (Lispector 1999: 99). Como vemos, se trata de la subsunción pasajera en el “ardiente espanto de un Universo vivo”, terrorífico porque, al tiempo que redime por un instante al individuo, apunta contra sus fundamentos mismos[30]. Ese universo vivo tiene la particularidad de que en Clarice está investido de los atributos del caos original en el que reconoce el principio de la creación mismo, ese caos original al que, antes de ser desgajados de él, todos hubimos pertenecido; aquel lugar utópico y ucrónico donde el “yo” no estaba muerto ni vivo, cuando nuestra vida “no se había encerrado aún en un bucle y lo que iba a ser imborrable aún no había comenzado a ser escrito” (Le Clézio 1967: 11). Y así, lo mismo que el silencio que ahora oímos es para Lispector hijo, huella o resto del silencio diáfano, profundo e innombrable del comienzo, y el lenguaje no es más que fruto de su desgarramiento -como en el orden de la identidad lo es el sujeto-, también en nosotros quedan, según la autora, vestigios de “aquel tiempo y de aquel lugar sin rostro del que procedemos (.), de aquel caos tranquilo y completo (...)” (Le Clézio 1967: 15). Así, la traza de ese afuera que pervive en nosotros es pensada por la escritora brasileña como el silencio que todos llevamos dentro, como la fuerza primitiva, dulce, salvaje y natural de la total presencia, es decir, de aquello que desmiente la discontinuidad y la impotencia ligadas a la individualidad, las palabras y las lenguas[31]. Sin embargo, esta inmersión pasajera del yo en la indeterminación del comienzo o del más allá, además de implicar no un progreso, sino una irrupción o un advenimiento, presupone en Clarice una epistemología verdaderamente subversiva, una auténtica revolución del pensamiento. Y es que, en la misma línea argumentativa que pensadores como W. Benjamin, E. Lévinas, M. Foucault, J. Derrida, etc, la escritora brasileña llevó a cabo una radical crítica de la epistemología moderna y planteó al mismo tiempo la necesidad de un nuevo pensamiento de la alteridad destinado a evitar que el conocimiento se convirtiera, como hasta entonces había venido sucediendo, en un mero despliegue de la identidad y, por tanto, en un mecanismo ciego incapaz de hacer salir al sujeto de su mismidad. La nueva epistemología y el pensamiento de la alteridad que Clarice planteó requiere, como vamos a ver enseguida, no del dominio de la comprensión, que reduce lo exterior a lo interior, sino de un deseo metafísico y un uso distinto de los sentidos, especialmente de la vista y el oído.

3.2. Una epistemología contra el solipsismo déspota del raciocinio y a favor de la fraternidad del inasible e imposible sentido.

Cuando Clarice afirma que el “vacío tiene el valor de lo pleno y se asemeja a ello”, que “un medio de obtener es no buscar,” y que “un medio de tener es no pedir” está haciendo referencia al núcleo de su pensamiento (Lispector 1997: 16). Y es que la autora brasileña instituyó una nueva forma de conocimiento basada, precisamente, en resquebrajar el marco desde el que se piensa. Así, contra la epistemología moderna ligada al movimiento hacia el objeto, a la adecuación entre la idea y la cosa, a la comprensión que engloba y a un deseo de conocimiento satisfecho que acababa devolviendo a sí mismo al sujeto, la escritora propuso una epistemología totalmente distinta. En ésta, en lugar de ir hacia el objeto, el yo aguardaba a que éste viniera, trocando así la iniciativa ligada al afán de conquista en una actitud de receptividad íntima. Se trata pues de una epistemología en la que para entrar en relación con lo absolutamente Otro, el sujeto tiene que deponer sus ansias de apropiación y su egoísmo, y asumir en cambio lo insondable e insatisfecho de un deseo metafísico. Y es que, para relacionarse con una alteridad irrreductible a cualquier concepto o principio, es decir, impermeable al espíritu, el yo tiene antes que liberarse de todo, empezando por el sí mismo (Lévinas 1986: 74). Es ésta la condición sine qua non para que se inicie el movimiento de atracción del que habló M. Foucault, un movimiento de atracción destinado a instalar un “anonimato firme y obstinado” donde antes se replegaba la identidad del sujeto, dejando así por un momento su identidad en suspenso (Foucault 1997: 63-65). Este nuevo sujeto de conocimiento, desprovisto de su dominador deseo omnicomprensivo, inaugura una nueva relación con el universo, marcada, en este caso, por un anhelo que no puede ser complacido y un distinto uso de los sentidos. Así, en lugar de la mirada que sólo lee lo visible cuando creer estar viendo la realidad (Noél 1988: 23), la mirada clariceana se torna contemplación, o lo que es lo mismo, visión que se mantiene separada, “extraña a las formas contempladas” (Lévinas 1986: 74). Esta mirada implica saberse atraído por un afuera donde se experimenta su presencia, y “ligado a esta presencia, el hecho de que uno está irremisiblemente fuera del afuera” (Foucault 1997: 34). Como les sucede a las protagonistas de las novelas de la brasileña, contemplar los objetos presupone entonces percibir la espiritualizada e insalvable distancia que, al tiempo que las atrae hacia ellos, las separa:

“Me gustaría en realidad describir naturalezas muertas -escribió Clarice en Un soplo de vida-. Por ejemplo, las tres botellas altas y tripudas en la mesa de mármol: silentes las botellas como si estuviesen solas en casa. Nada de lo que veo me pertenece en su esencia. Y el único uso que hago de ellas es mirarlas” (Lispector 1999: 96-97).

En esta mirada, los objetos cotidianos se imponen por sí mismos, se lanzan sobre la autora como “elementos desnudos, sencillos y absolutos, burbujas o abscesos del ser”; en esa caída de las cosas sobre ella, “los objetos afirman su poder” (Lévinas 1986: 91). Es justamente entonces cuando “la conciencia deja (...) de ser una luz sobre los objetos para convertirse en pura fosforescencia de las cosas en sí” (Blanchot 1969: 362). En consecuencia, el movimiento de esta mirada no es el de un sujeto que las reduce a objetos de uso o de conocimiento, sino el de aquel tomado por ellas en su propio cuerpo, el de quien se vive a sí mismo como extrañamiento:

“Escribir: yo me arranco las cosas a pedazos, así como el arpón entra en la ballena y le desgarra la carne.” (Lispector 1999: 97).

Pero, si esta mirada instituye y espiritualiza la inabarcable distancia entre la alteridad y el sujeto, es el oído el que simboliza en Lispector el puro acercamiento, ajeno por completo a cualquier forma de penetración o de conocimiento. Y es que, ya en su Estética, Hegel lo consideró preferible a la vista en lo concerniente a la relación metafísica, pues entendía que el oído, al no tener que ver con el color ni la forma, sino con los “sonidos y las vibraciones del cuerpo”, se limitaba a traducir un simple temblor del objeto que se mantenía él mismo intacto, puro e incontaminado (Derrida 1989: 135). Y si hay en Clarice algún elemento que simboliza ese puro acercamiento, ese temblor del objeto, ese es, precisamente, el silencio, pues su silencio es siempre huella, traza, o resto del inaprehensible silencio del comienzo, del caos original, del gran anonimato, del dios impersonal, de la substancia spinoziana, de los “espacios infinitos” del que hablaba Pascal, ante el cual resulta imposible envolverse en uno, encerrarse en la concha de la intimidad; un silencio que nos trae al aquí y al ahora un soplo de la inmensidad del antes y del más allá de la identidad; un silencio que nos hace sentir la infinita materia de la que la vida está hecha; un silencio que nos recuerda, como le recordó siempre a ella, que “el verdadero contacto entre los seres sólo se establece en la presencia muda, en la aparente no-comunicación, en el intercambio misterioso y sin palabras que se asemeja a la plegaria interior” (Cioran 1974: 13); un silencio que convoca una atmósfera densa, de espera erótica, y que proviene de una mezcla, ateo-religiosa, de pasión y pudor.

Bibliografía

Blanchot, M., L’entretien infini. París, Gallimard, 1969.

Derrida, J., La escritura y la diferencia. Barcelona, Anthropos, 1989.

Foucault, M., El pensamiento del afuera. Valencia, Pre-Textos, 1997.

Freixas, L., Ladrona de rosas. Clarice Lispector: una genialidad insoportable. Madrid, La Esfera de los Libros, 2010.

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Notas:

[1] Por ejemplo, entre quienes la han considerado totalmente al margen de la realidad cabe citar a Henfil, el afamado caricaturista brasileño de la revista satírica O Pasquim, que en 1972 representó a Clarice “encerrada en una campana de cristal, rodeada de pájaros y flores, lavándose las manos como Poncio Pilatos mientras Cristo era crucificado”. Cabe señalar que aquí, además de la crítica política, está presente el viejo tópico antisemita que, aunque sea por omisión, considera a los judíos asesinos de Jesucristo (Freixas 2010: 256).

 

[2] Aunque no hay en su narrativa alusiones políticas explícitas, su biografía y su abultada correspondencia contienen múltiples referencias a la lucha social, la justicia, la igualdad, etc. Por ejemplo, tras visitar en Recife la favela en la que vivía la criada de la familia Lispector, Clarice se prometió a sí misma que no permitiría que aquello continuara y se decidió a estudiar Derecho con una intención claramente reivindicativa. Además, mientras cursaba dicha carrera, se propuso reformar las cárceles brasileñas. Asimismo, entre sus primeros trabajos como reportera se cuenta un artículo sobre la fundación Romao Duarte para niños abandonados, titulado “Una visita a la casa de los expósitos”. De igual modo, en plena II Guerra Mundial, durante su estancia en Nápoles, visitó y ayudó a los soldados heridos del FEB (Forga Expedicionaria Brasileña), un contingente de 25.000 hombres que, bajo mando americano, el entonces presidente de Brasil, GetúlioVargas, había enviado a combatir contra los alemanes una vez Argentina se había posicionado del lado de los fascistas. Durante esta etapa, la escritora trabajó también para la embajada como traductora y mecanógrafa. Más adelante, ya de vuelta a su país, entabló una duradera y profunda amistad con Bluma Chafir, reportera de origen judío que participaba activamente en los debates políticos e intelectuales de Brasil. A su vez, Bluma estaba casada con el también judío Samuel Wainer, uno de los periodistas más influyentes y poderosos del país -de hecho, Wainer fue el único corresponsal brasileño que cubrió el Juicio de Nuremberg-. De la misma forma, junto a intelectuales y artistas como Oscar Niemeyer, Moacyr Jaime Scliar, Milton Nascimiento, Gilberto Gil, Caetano Veloso, Nara Leao, etc, Clarice visitó al gobernador del estado de Guanabara, Negrao de Lima, para dar su apoyo a los estudiantes cruelmente reprimidos durante el llamado “viernes sangriento” (1 de junio de 1968). Pocos días después participó también en la llamada “Marcha de los Cien Mil”, una gran manifestación ciudadana en favor de los estudiantes encarcelados y en contra de la violencia. Además, desde su regreso definitivo a Brasil en 1959, la cuestión social y política estuvo muchas veces presente en sus crónicas y artículos periodísticos. En uno de ellos afirmó que el hambre era “el problema más urgente del país” y que la miseria era tal que justificaba por sí misma que se decretara el estado de emergencia (Freixas 2010: 224). Por último, hay que advertir que en sus cartas se pone en evidencia que le preocupaba la evolución del PC en Brasil, que deseaba un régimen socialista para su país, que se sentía “culpable y explotadora” sólo por el hecho de haber tenido servicio doméstico y que concebía toda su obra como literatura comprometida: “Todo lo que escribo -dijo- está ligado, al menos dentro de mí, a la realidad en que vivimos” (Freixas 2010: 215).

 

[3] Es precisamente el desfase en el desarrollo industrial existente entre Europa e Hispanoamérica el que explica que mientras que en el viejo continente las vanguardias florecieron en las primeras décadas del siglo XX, en Brasil el panorama literario y artístico siguió copado por el realismo hasta bien entrada la década de los treinta, momento en que sí aparecieron en dichos campos los primeros indicios de un verdadero cambio.

 

[4] A este respecto, cabe recordar que el afamado ciclo semiautobiográfico de José Lins do Rego conocido como “Ciclo de la caña de azúcar”, aborda la desaparición paulatina del tradicional ingenio de azúcar y su sustitución por la “usina” en el entorno de Paraíba y Pernambuco, situado en la región nordestina, de la que, por otro lado, procedía buena parte de los escritores mencionados. A su vez, algunas de las principales referencias literarias de este reconocido autor brasileño, fueron los que él mismo apeló “los rusos de su vida”, que no eran otros que artistas europeos romántico-anticapitalistas de la talla de Tolstói, Dostoievski y Chéjov. Por su parte, Machado de Assis, otro de los narradores que ejerció sobre Clarice una enorme influencia, no sólo tradujo a insignes románticos como Edgar Allan Poe y Víctor Hugo, sino que, además, buena parte de su obra, integrada por títulos como Ressurreigao y Crisálidas, es claramente de ascendencia romántica.

 

[5] Muchos de los autores mencionados más arriba fueron muy activos en su militancia política. Por ejemplo, Graciliano Ramos fue apresado durante la represión desatada por el gobierno de Getúlio Vargas con motivo de la llamada “Intentona Comunista”. Por su parte, Gilberto Freyre, para muchos analistas más orientado hacia el espectro ideológico de la derecha, se vio forzado a exilarse al haberse posicionado en contra de la revolución militar de sesgo liberal de 1930, etc.

 

[6] A lo largo de su vida Clarice consultó a numerosos videntes. Asimismo, se sabe que era supersticiosa pues, entre otras cosas, creía que las hojas secas que caían o unas plumas de paloma constituían señales proféticas. De igual modo, consideraba favorables los números 5, 7 y 9, algunos de ellos eminentemente emparentados con la cábala judía. En 1975 asistió también al I Congreso Mundial de Brujería celebrado en Bogotá, organizado por Simón González “El Brujo”, político, escritor y afamado ocultista colombiano, nieto del expresidente Restrepo. Entre los participantes en el mismo se contaron, entre otros, el cineasta Michelangelo Antonioni; el futurólogo español Rafael Lafuente, famoso por haber predicho el atentado contra Hitler; la psicóloga y parapsicóloga Thelma Moss, conocida internacionalmente por sus trabajos sobre la “fotografía de Kirlian”, el afamado ilusionista judío Uri Geller, etc. Su programa incluyó temáticas tan diversas como rituales de candombe y vudú, la religión de los yorubas en Cuba, curanderismo en Iberoamérica, campos de experimentación en brujería, acupuntura, disertaciones sobre literatura y magia, etc. Tras su clausura, diez países, entre ellos EE. UU, se mostraron interesados en organizar su siguiente edición. No obstante, durante su transcurso, la Iglesia Colombiana lo reprobó sin descanso, calificándolo de “espectáculo grotesco y pagano”.

 

[7] Los partidarios de esta llamada “escuela introspectiva” celebraban una tertulia en un bar de Río de Janeiro, de nombre “O Recreio”, a la que Clarice Lispector también asistía. De hecho, en torno a los años 1941-1942, mientras estudiaba Derecho y seguía cursos de Psicología y Antropología, la escritora brasileña se enamoró de Lúcio Cardoso, narrador y poeta que ejerció por entonces una verdadera fascinación sobre ella y del que la propia autora dijo que había sido la persona más importante en su vida durante su adolescencia (Freixas 2010: 22).

 

[8] La escritora brasileña leyó con pasión a Dostoievski durante su adolescencia. Asimismo, en la entrevista que en 1976 le hicieron conjuntamente la periodista y escritora Marina Colasanti, el poeta, crítico y profesor Affonso Romano de Sant’Anna y el entonces director del Museo de la Imagen y el Sonido de Río, Joao Salgueiro, Clarice declaró que el libro que realmente le había influenciado de manera especial y con cuya lectura había sentido un impacto tan violento que le había provocado un acceso de fiebre real, había sido Crimen y castigo (Lispector 1997).

 

[9]  Empleamos aquí este término con idéntico sentido al que Michael Lowy le confiere en su libro Redención y utopía. El judaismo libertario en Europa Central. Un estudio de afinidad electiva, donde recurre a él para designar “un tipo muy particular de relación dialéctica que se establece entre dos configuraciones sociales o culturales, que no es reducible a la determinación causal directa o a la “influencia” en sentido tradicional. Se trata, a partir de una cierta analogía estructural, de un movimiento de convergencia, de atracción recíproca, de confluencia activa (...) que permite comprender (...) cierto tipo de conjunción entre fenómenos aparentemente dispares o en el seno de un mismo campo cultural (religión, filosofía, literatura) o entre esferas sociales distintas: religión y economía, mística y política” (Lowy 1997: 9-13).

 

[10] Además de profesor de Filosofía de la Universidade Federal do Pará desde 1961, experto en la obra de Martin Heidegger, escritor y crítico literario, Benedito Nunes es autor de varios estudios sobre Clarice Lispector, entre los que merecen destacarse: O Mundo de Clarice Lispector (1966), trabajo para el que considera las novelas: Cerca del corazón salvaje, La manzana en la oscuridad, La pasión según GH y la colección de cuentos Lazos de familia; O Mundo Imaginário de Clarice Lispector (1969), estudio incluido en la recopilación de ensayos filosóficos y literarios que lleva por título O Dorso do Tigre, publicados previamente en la prensa entre los años 1962 y 1967; Leitura de Clarice Lispector (1973), en el que analiza todas las obras publicadas por la escritora hasta dos años atrás; O Drama da Linguagem (1989), reedición del anterior que incluye dos nuevos capítulos, “O Improviso Ficcional” y “O Jogo da Identidade”.

 

[11] Desde el punto de vista estético cabe también apuntar que esta “temporalidad interior” no sucesiva, acaba por distorsionar la unidad, la coherencia y la progresión lineal de la novela. De igual manera, aunque más tarde retomemos el tema, esta “duración epifánica” guarda estrechos vínculos con el modo en que la tradición religiosa judía ha entendido la llegada del Mesías.

 

[12]  Recordemos a este respecto relatos kafkianos como En la colonia penitenciaria, El Proceso, El Castillo, etc, en los que “el ciudadano moderno (...) se sabe librado a un aparato burocrático impenetrable (...) en tanto que sistema (...) cosificado, autónomo, transformado en un fin en sí mismo” (Lowy 1997: 89).

 

[13]  En esta novela Clarice asocia la reacción anti-autoritaria y anti-capitalista de la nordestina a su condición oral y a su origen rural, ya que la hace proceder de un sertao de Alagoas, probablemente trasunto aquí de Maceió, capital del estado mencionado y ciudad en la que los Lispector desembarcaron en Brasil en 1922. Por entonces, dicha metrópoli, todavía eminentemente rural, estaba asistiendo a un rápido proceso de industrialización que atraía a numerosos inmigrantes y a antiguos esclavos que incrementaron exponencialmente su población, en su mayoría dedicaba a la producción y el comercio del azúcar y del algodón. De igual manera, al estilo de las comunidades y comunas de ciertos utopistas judíos, caso de G. Landauer o M. Buber, Clarice sitúa a veces a sus protagonistas en entornos, por así decirlo, sin “sociedad”, como sucede en La lámpara, La manzana en la oscuridad, etc.

 

[14]  Es muy probable que la rebelión de Lispector contra el mundo burocrático e intelectualizado remita a su clase social de origen, depauperada y popular, así como al rechazo de los formalismos y del cuidado de las apariencias propias de las clases aristócratas y burguesas. No obstante, también es muy posible que dicho rechazo se intensificara a raíz del contacto con el ambiente “elegante y distinguido” que conoció siguiendo a su marido, el diplomático Maury Gurgel Valente, a sus distintos destinos, entorno al que nunca logró adaptarse y que contribuyó, sin lugar a dudas, al deterioro de su equilibrio íntimo. De ahí también la necesidad de la comunicación ininterrumpida por carta con sus hermanas, representantes para ella de todo lo contrario: un universo cotidiano, sobrio y sencillo. Su desencuentro con el mundo de la diplomacia explicaría en cambio confesiones del tipo: “Aquí hay mucha gente de lo más snob, dura e implacable (...). Gente llena de certidumbres y de juicios, de vida vacía y atiborrada de placeres sociales y exquisiteces (...) Todo el mundo es inteligente, es guapo, es educado, da limosnas y lee libros, pero, ¿por qué no se van al infierno? (...) El agua que he encontrado por este mundo de afuera es muy sucia, aunque sea champán (...). Nadie trata realmente con un diplomático; con un diplomático se almuerza” (Freixas 2010: 90-121).

 

[15]  La “afinidad electiva” de Lispector con Benjamin es tan sorprendente que, mientras que éste recurre al “Ángelus Novus” de Paul Klee para exponer su filosofía de la historia, Clarice se sirve de “Paisaje con pájaros amarillos” para criticar a una burguesía acomodaticia que, por el hermetismo de su obra, tacha su creación de “alienada y reaccionaria”, mientras que ella la considera por eso mismo revolucionaria. Como es sabido, algo similar le ocurrió al pintor suizo, acusado por los nazis de producir un “arte degenerado”. “La burguesía entera se derrumba cuando se mira el Paisaje con pájaros amarillos -escribió Lispector estableciendo un paralelismo entre ella y el mencionado artista-. Mi valentía, totalmente posible, me asusta. Empiezo incluso a pensar que entre los locos los hay que no están locos. Y que la posibilidad, la que existe verdaderamente, no tiene por qué explicarse a un burgués conformista. (...) El Paisaje con pájaros amarillos no pide ni siquiera que se le comprenda. Ese estadio supone aún más libertad: no tener miedo de no ser comprendido” (Freixas 2010: 242).

 

[16] Además de que las novelas de la autora brasileña contienen innúmeras referencias a ese pasado prehistórico en que la figura humana brilla por su ausencia, ella misma custodiaba en su casa, a modo de amuleto, una piedra hallada en Vila Velha, en Paraná, con más de 360 millones de años de antigüedad y que, según parece, sólo mostraba a las personas que amaba (Freixas 2010: 232).

 

[17]  “No hemos aceptado lo que no se entiende porque no queremos pasar por tontos. (...) Hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos (...) . Hemos mantenido en secreto nuestra muerte para hacer posible nuestra vida. (...) Y todo eso lo consideramos victoria nuestra de cada día” (Lispector 2001: 43).

 

[18]  18 “Ser intelectual es usar sobre todo la inteligencia, cosa que yo no hago: uso la intuición, el instinto (...). No soy tampoco una mujer de letras (...) soy una persona que ha intentado poner en palabras un mundo ininteligible y un mundo impalpable (...) Para mí la literatura es la palabra que emplean los demás para hablar de lo que nosotros hacemos” (Freixas 2010: 216-217).
 

[19] En un artículo de 1941 sobre el derecho a castigar, la artista afirmó que “más allá del individuo está el género humano, y más allá del género humano no hay nada en absoluto” (Moser 2009: 105).
 

[20] “(...) le interesaban la física y las matemáticas; cuando no entraban clientes en su establecimiento se dedicaba a leer, desde el Talmud hasta Dostoievski” (Freixas 2010: 22).
 

[21]  En la familia de Clarice Lispector fue común la implicación entre religión y política. Por ejemplo, la hermana mayor de la escritora, Elisa -premiada también en varias ocasiones por sus novelas, muchas de ellas centradas en la “cuestión judía”, como sucede en el caso de No exilio (1948)-, fue una activista del sionismo y secretaria por un tiempo del Instituto Judío de Investigación Histórica de Río. Asimismo, su primo David Wainstock, afín al comunismo, fue detenido, torturado y encarcelado durante un año por orden del presidente Getúlio Vargas, quien, como es sabido, dado su antisemitismo, veía como comunistas a todos los judíos. A este respecto, cabe recordar que durante el ejercicio de su mandato se sirvió de las aspiraciones del partido filofascista brasileño de los “integralistas” para sus propias ambiciones políticas.


[22] En este sentido cabe recordar que cuando la editorial católica Agir aceptó publicar su segunda novela, la escritora afirmó: “No entiendo por qué acepta un libro que no es católico ni está escrito por una católica (...) Mi pobre libro está rodeado de una orgía de libros católicos” (Freixas 2010: 96). De igual modo, Olga Borelli, la mujer que la acompañó y la cuidó en sus últimos años de vida y que hacía tiempo que había abandonado su orden religiosa, pues había sido monja, sostiene que, aun cuando a Clarice todas las religiones “oficiales” le resultaban semejantes, valoraba por encima de todo el mensaje del cristianismo: “Amaos los unos a los otros”, al tiempo que calificaba de “bobada” la supuesta condición de “pueblo elegido” de los judíos (Freixas 2010: 240-251).
 

[23] Recordemos a este respecto que Spinoza, autor del famoso Tratado teológico-político (1660), a pesar de haber recibido una educación ligada a la ortodoxia judía acabó siendo expulsado, excomulgado y desterrado por su comunidad debido a su aproximación a ciertas corrientes religiosas heterodoxas, tanto cristianas como judías. La evolución de su pensamiento religioso hizo asimismo que fuera considerado como el iniciador o el precursor del ateísmo. Por todo ello, fue en su tiempo un hombre y un escritor proscrito, rescatado siglos más tarde por románticos y utopistas tan ilustres como Goethe y Jean Jacques Rousseau. Como veremos más adelante, su célebre expresión Deus sive Natura alcanzó una gran resonancia en la narrativa de la autora brasileña.


[24] El hecho de que Clarice decidiera contraer matrimonio con un no judío suscitó el enfado y la incomprensión de su hermana Elisa, así como el de otros miembros de su familia. Asimismo, aunque la escritora evitó siempre aludir a su origen judío, lo cierto es que éste fue el motivo por el que el diario Jornal do Brasil prescindió a comienzos de los años setenta de sus servicios. Por otro lado, Clarice Lispector fue enterrada en el Cementerio Comunal Israelita del Cajú (Río de Janeiro), siguiendo todos los ritos marcados por el judaísmo. Grabado en hebreo en la lápida quedó su nombre verdadero: “Haia bat Pinkhas”, “Haia, hija de Pinkhas”.

 

[25] Es probable que en el origen de esta concepción de la identidad como una adversidad se encuentren las circunstancias de su nacimiento. Como es sabido, por superstición muy difundida entre los judíos, Clarice fue concebida por sus padres con la esperanza de que curara a su madre, que había contraído la sífilis tras haber sido violada por un grupo de soldados rusos durante uno de los terribles pogromos de los que ella y su familia habían sido víctimas. “(...) fui deliberadamente creada, con amor y esperanza -escribió la artista-. Sólo que no curé a mi madre. Y siento hasta el día de hoy esta carga de culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé (...). Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y haberlos traicionado en la gran esperanza. Pero yo, yo no me perdono (...)” (Lispector 2005: 67). Es este fracaso el que explicaría no sólo su fatalista concepción de la identidad sino su “felicidad clandestina” -título de uno de sus primeros volúmenes de cuentos-, la relación que estableció entre placer y auto-desprecio, la consideración del sufrimiento como medida de la vida, la percepción de sí misma como merecedora de un terrible castigo, etc, todo ello manifiesto en declaraciones del tipo: “Quién se está divirtiendo es una mujer que yo no conozco, una mujer que detesto (...)”; “Mientras estuviese sufriendo físicamente de un modo tan insoportable -afirmó con motivo del accidente doméstico que le provocó graves quemaduras en piernas y brazos- eso sería la prueba irrefutable de estar viviendo al máximo”; “Al publicar, yo ya había programado para mí una dura vida de escritora, oscura y difícil. La circunstancia de que se hablara de mi libro me robó el placer de ese sufrimiento profesional (...)” (Freixas 2010: 75-79). El hecho de que no pudiera salvar a su madre hizo probablemente que Clarice viviera su vida alentada por el permanente deseo de salvar a alguien para así poder salvarse a sí misma. Esta inclinación explicaría también su doloroso y profundo anti-autoritarismo y su agudo deseo de justicia, vividos, por otro lado, desde las entrañas del alma, y no desde la adscripción a una u otra ideología política.

 

[26] Aquí son fácilmente discernibles las huellas de Spinoza, para quien, como es sabido, todas las cosas o modos eran finitos frente a la infinitud, necesaria y eterna, de la Divinidad-Naturaleza.

 

ensayo de Natalia Izquierdo López

notesalvesahora@hotmail.com 

Profesora de Lengua Castellana y Literatura (E.S.O)

 

Publicado, originalmente, en Espéculo n° 51 julio-diciembre 2013 - UCM

(del lat. speculum): espejo. Nombre aplicado en la Edad Media a ciertas obras de carácter didáctico, moral, ascético o científico

Espéculo Revista Electrónica Cuatrimestral de Estudios Literarios
Facultad de Ciencias de la Información
Universidad Complutense de Madrid (España)

Link del texto: http://webs.ucm.es/info/especulo/Clarice_Lispector_Especulo_51_UCM_julio2013.pdf

 

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