La búsqueda de lo humano en la obra de Julio Cortázar 
ponencia de Paul Alexandru Georgescu

Permitan que empiece mi ponencia por una confesión y una esperanza* Debo confesarles que la presente comunicación saca sus tesis y substancia del curso especial que dicté durante dos años en la Facultad de Lenguas Románicas de Bucarest acerca del arte narrativo del eximio escritor argentino y que, a la vez, ella representa la versión quintaesenciada de las ideas expuestas como visiting profesor en el Instituto Hispanoamericano de la Universidad de Florencia donde, el mes de mayo, traté ampliamente de la axiologia cortazariana. Mi esperanza es que ni el traslado entre las latitudes de Bucarest, Florencia y Salamanca, ni la abreviación dictada por los rigores del tiempo congresoral van a mermar, sino, al contrario, a confirmar e ilustrar el valor de la búsqueda de lo humano emprendida por Julio Cortázar a lo largo de una obra ya mundialmente consagrada, pero, quizá todavía no estudiada sistemáticamente y en toda su reveladora profundidad.

Para poder examinar la significación y los niveles valóricos de la mentada búsqueda, es preciso definir o, mejor dicho, modelar previamente el concepto de búsqueda con el cual trabajaremos y a continuación esbozar el esquema estructural de la búsqueda cortazariana.

Es obvio que cualquier acción de buscar integra tres componentes: el sujeto que emprende la búsqueda, el objeto o el fin de la misma y la tendencia del primero de acercarse, de poseer o de realizar al segundo. Lo que distingue la búsqueda novelesca de la ordinaria es una triple dignificación proporcionada por: a) la función exponencial del sujeto buscador que aparece y actúa como representante de la condición y las aspiraciones humanas; b) la carga axiológica del objeto o el fin buscado que debe asumir altísimo si no supremo rango en la jerarquía de los valores humanos, y c) el carácter abierto de la tendencia de buscar, su movimiento de continua aproximación a un limite ideal.

Si hubiera una gramática de Ja búsqueda, la situación presentada hasta ahora correspondería a las oraciones simples, reducidas a los elementos principales. La búsqueda es, sin embargo, una oración muy desarrollada... Ella comprende, además de los componentes señalados, otros, importantísimos, que son: los obstáculos, la tensión problemática, la superación. Los obstáculos se interponen entre el sujeto y el valor de la búsqueda, con efectos que varían según la naturaleza y el alcance de los mismos. Los que resultan de alguna circunstancia o determinación fáctica y que podríamos llamar obstáculos anecdóticos, constituyen una mera dificultad práctica en la vía de la realización del valor y por lo tanto no modifican la estructura de la búsqueda. En cambio, los obstáculos axio-lógicos, derivando de otro valor igualmente positivo, tienen una incidencia mucho más grave: engendran una tensión problemática, ponen en tela de juicio v jerarquía axiológica y desembocan en la necesidad de superar el valor inicial ansiado. En tales casos de Wertkonflikt, la búsqueda tiene que ser reanudada en un nuevo plano, superior, hacia un nuevo valor que sobrepasa al precedente en fuerza de irradiación e integración. Todas las grandes obras que encarnan una verdadera y profunda búsqueda humana se erigen sobre una variedad de obstáculos axiológicos escalonados y sobre una pluralidad de planos valóricos ascendentes. Fausto, por ejemplo, supera sucesivamente los obstáculos valóricos del amor, la belleza, el poder, para ascender, en el acto final de salvación, al valor ético supremo, el altruismo activo, poniendo talmente de manifiesto las gradas y la difícil subida hacia el «hochstes Glück der Erdenkinder».

Representando gráficamente la estructura de la búsqueda compleja, con la intervención de los obstáculos y la pluralidad de los niveles axiológicos, notemos al mismo tiempo, desde ahora ya, con líneas punteadas, el proceso específico de la búsqueda cortazariana, conforme al cual el valor perseguido en un plano inferior se transforma en obstáculo frente al valor del plano superior: la Vx llega a ser la 02, la V2 se convierte en 03, y así sucesivamente.

Dentro de esta estructura general, la búsqueda cortazariana patentiza peculiaridades que comparte con la búsqueda moderna y la alejan de la clásica, iniciada con la pregunta sobre el valor supremo y la jerarquía dimanada de ésta, la búsqueda clásica termina con una respuesta clara, unívoca. Mismo cuando el fin de la búsqueda era dado por el fracaso de alcanzar el valor anhelado, como en el caso de Don Quijote, un optimismo implícito traspasaba toda la búsqueda, alimentado por la fe indiscutible en la capacidad de resolución axiológica del hombre. Entre el buscador y lo buscado era igualmente asegurada una cierta correspondencia tranquilizadora: se podía perder en el juego de la búsqueda valórica, pero las reglas del juego quedaban, de todos modos, firmes, fuera de la duda. El ambiente de la búsqueda era respetable, la tonalidad emotiva se definía por su seriedad. La simbólica se recomendaba por la transparencia, la expresión de la búsqueda tenía continuidad, sentido.

Junto con casi toda la búsqueda moderna, la cortazariana se aparta de estas características, en el sentido de que pone especial énfasis en la profundidad, la vulnerabilidad y el elemento aleatorio, mucho menos encarecidos antes. En la búsqueda moderna la duda versa no sólo sobre la cuestión de saber cuál es el valor supremo, sino también sobre la de saber si existen valores y si tiene sentido buscarlos. Se pone en discusión no las conclusiones de la condición humana, sino sus premisas, anteriormente dadas por supuestas, aceptadas implícitamente. Por lo contrario, en los autores modernos, la infelicidad envía sus raíces más allá de las circunstancias, en la ontología. Naturalmente, la historia puede agravar y hasta exasperar los datos ónticos. De todos modos, la búsqueda cortazariana extremiza la duda y la protesta, las hace descender de la actividad axiológica a las fuentes del ser, a las premisas ontológicas del valor. Por otra parte, la respuesta que cierra la búsqueda, el valor afirmado como supremo, ya no tiene la univocidad y la estabilidad clásicas. Para Cortázar, el bien supremo es polivalente, proliferador. El valor ya no está al abrigo de resbalar: conoce las tentaciones de convertirse en obstáculo. En estas condiciones aumentan el peligro de la búsqueda y la vulnerabilidad del buscador y Cortázar los aumenta muchas veces de modo voluntario, exacerbado. La tonalidad emotiva cambia en consecuencia: en la obra de Cortázar prevalece la vehemencia, el sarcasmo, la ironía. Otra novedad: tanto en la substancia de la búsqueda como en la técnica de su expresión, la actitud lúdica adquiere un lugar privilegiado por multiplicar las -perspectivas, aumentar la sutileza intelectual favorecer la eflorescencia simbólica. Esta última llega a ser más escondida, más temeraria y más inquietante que la clásica. En fin, el lenguaje cortazariano se muestra continuamente preocupado por servir la búsqueda a través de formas estilísticas abiertas y por eso no elude —¡al contrario!— la ruptura, la ambigüedad, la dislocación. El primer nivel en el cual se desarrolla la búsqueda cortazariana (tal como se concreta ella en cuentos como El perseguidor, en Los premios y, sobre todo, en Rayuela) es el nivel vital. En este plano, el valor dominante —Vj en nuestro esquema— hacia el cual tiende primeramente Horacio Oliveira, suma personificación del afán buscador, aparece en la forma de la autenticidad vital. Horacio ansia e intenta frenéticamente sumergirse en el fluir de la vida, concebido, de manera bastante bergsoniana, como participación en las certidumbres inmediatas que da la vivencia, como contacto con el mundo en devenir, como incorporación en el tiempo vivido, en la duración. El principal obstáculo que se opone a la autenticidad vital —es decir, Ox— se debe a lo cotidiano codificado, a la rutina, a la esclerosis. Todo lo que se repite mecánicamente, se establece, se fosiliza, es el enemigo de la vida, es una forma de la muerte. Cortázar está obsesionado por la asfixia de la costumbre. La búsqueda cortazariana empieza inevitablemente por contestar con violencia a un mundo ordenado mezquinamente, utilitario, a un mundo osificado a causa de los prejuicios, de la suficiencia solemne y ridícula, a causa del rehúso de renovarse, de salir del ataúd de los moldes, de las normas, de las dogmas. En las narraciones de Cortázar la rutina se presenta agravada de dos modos: ontológicamente por el sentimiento de lo vacío y socialmente por las imposiciones del establishment. Y agravada sobre todo por el hecho de que los muertos por la rutina se muestran satisfechos y orgullosos de su fallecimiento. Es lo que hace que Oliveira, en cuanto piensa en los hombres «formales», «razonables», contentos con la mecánica de sus contentos limitados, sea preso por la furia contra el obstáculo rutinario y por el afán de superarlo.

Para esto se le ofrecen dos vías y una compañera de camino. La primera vía es la de la ironía, de la extravagancia humorística, de la conducta deliberadamente absurda. Entran aquí, pues, medios prevalentemente negativos, del orden del antídoto. El segundo camino consiste en vivir vehementemente la gran experiencia del amor, el culminante valor vital.

La ironía cortazariana, brillante, incisiva, inagotable, asume, a lo largo de la búsqueda, diferentes funciones: estímulo para con los valores, disolvente frente a los obstáculos. Resulta provechosa especialmente como reductor de la falsedad, entonces cuando el obstáculo se disfraza bajo las apariencias del valor, cuando el conformismo de rebaño, el tecnicismo embrutecedor y la renuncia a cualquier rebelión de lo humano serán embalados en higiene, confort, abundancia y consumo, cuando las gallinas tengan dieciocho patas y los cuartos de baño, telecomandados, bañeras con agua de diferentes colores según el día de la semana. El reino milenario será de plástico. (Rayuela, pág. 436.)

Si el novelista dio a la ironía un uso generalizado, de la extravagancia humorística hizo un revulsivo específico contra el ahogamiento de la vida por la rutina. En búsqueda de la autenticidad vital, la frescura y la fantasía, Cortázar forjó una categoría de seres míticos, entre humanos y zoológicos, los cronopios, encantadores duendes que revuelcan delicada y paradojalmente el orden del universo, vendiendo en los Correos globos de colores en vez de sellos, introduciendo en Ja radio lenguas desconocidas, hablando en glíglico, un idioma inventado y sorprendentemente sugeridor. Alérgicos a cualquier clase de etiquetas, clasificaciones, definiciones serias y explicaciones comunes, los cronopios practican con pasión Jas inconductas, o sea conductas cándidas o extrarjas, en ambos casos provocadoras y trastornadoras de la Gran Costumbre. Si, algunas veces, la inconducta no rebasa el placer pueril de hacer las cosas al revés y entonces la terribilidad se vuelve contra el protestatario (por ejemplo, Oliveira, por ésprii de fronde bebe cerveza caliente), otras veces la contradicción del orden establecido significa un impresionante trastorno de signos y lleva a incursiones en lo grotesco patético (el episodio Berthe Trépat de Rayuela) o a lo trágico abyecto (el encuentro con la vagabunda de la misma novela). Por los episodios mencionados y por otros semejantes, Cortázar revela dos zonas humanas y crea dos subespecies narrativas que representan dos versiones exasperadas de la compasión, respectivamente del amor, que eirvían, a modo de un cliché negativo, a la gran esperanza de la búsqueda vital, el amor.

El amor se propone, en efecto, algo más que superar la existencia banal, petrificada porque él añora la realización de la plenitud humana en el plano vital, debido al encuentro con otro, al hallazgo, hondo y apaciguado, de sí mismo en otro. Oliveira intenta esta «fusión conciliatoria» por la inmersión frenética en el amor de Maga. ¿Quién es Maga? Las primeras palabras de la novela: ¿Encontraría a la Maga? podrían hacer de ella el símbolo de la felicidad continuamente buscada. El desarrollo de la novela invita a una interpretación en este sentido, simbólico, pero más restrictivo. Maga encarna las virtudes y los límites del vivir, es la personalización del valor vital. Está hecha del encanto y espontaneidad desconcertante, de fresco asombro frente a las cosas (estupor, no estupidez ante una hoja), de consonancia orgánica con la naturaleza, de generosidad emotiva, pero es incapaz de pensar y de buscar, de supe-rarse.Penuanece ella y en ella, no va más lejos, ignora soberanamente la trascendencia, lo absoluto. Si acierta el centro de las cosas, lo hace por error, ciegamente («cierra los ojos y acierta el blanco»; dice, hablando de ella Horacio). Oliveira la ama con pasión, pero la quiere «testigo y espejo», es decir con función cognitiva. Admira su «seguridad ontológica» dada por el instinto y la intuición, pero es una admiración acompañada de sonrisa. Su deseo de saber, de conocer la razón de la existencia pasa por Maga y más allá de ella [1].

El amor no da a Oliveira la clave de la comprensión del mundo. El no halla la respuesta que busca y en este momento el valor vital empieza a transparentar sus límites, sus atributos negativos. Vx se transforma en Ov La inteligencia escrudiñadora de Oliveira no puede quedar satisfecha con el desorden pintoresco, generado por la vida, por Maga. «Jamás sabrá (Maga) que me condena a leer a Spinoza» (Rayuela, pág. 116). Frente al «caos de bolsillo», a las «inconductas» o a las contradicciones del amor, «dialéctica de ataque y defensa, de pelota y pared», Oliveira siente la necesidad de buscar el orden de la existencia, su centro explicativo. Y abandona a Maga.

El segundo paso importante de la búsqueda de Oliveira será el ir del desorden al orden y se va a desarrollar en un plano que no quisiera llamar lógico, sino intelectivo. A este nivel se sitúa y hacia este valor de la comprensión, de la coherencia y de la unidad explicativa se orienta «el rigor» con que Oliverira pesa cada sí y cada no, su continuo teorizar sobre cualquier cosa, los debates de todos los problemas posibles (y de otros más) por los intelectuales del Club de la Serpiente. El uso de la inteligencia es implícitamente presente y necesario, mismo cuando se denuncia la lucidez estéril de Oliveira y se ataca la rigidez de la lógica. Cortázar reconoce que las operaciones «antiinteligencia» no pueden ser llevadas a cabo sino por. los medios de la inteligencia, inferencias, argumentos, raciocinio.

En fin, el plano intelectivo es ilustrado también por la imposibilidad de rechazar «el territorio» de los cinco mil años de pensamiento y acumulación cultural de la humanidad y sobre todo es probado por el alter ego de Horacio, el bueno, el humano, el sabio Traveler, el segundo compañero de ruta del protagonista de Rayuelo. Traveler encuentra si no una solución, un modus vivendi, una clase de equilibrio entre los valores vitales — el amor, por ejemplo— y los intelectivos: el orden, la organización. Es capaz de percibir —igual que Oliveira— el último plano de la búsqueda, lo absoluto, pero no de hacer el salto mortal para alcanzarlo.

Esto no significa que Cortázar detiene su búsqueda en el nivel intelectivo. Se produce también aquí el proceso debido al cual el valor del orden lógico —V2— cambia de signo, se convierte en el obstáculo del canon-Oy ¿Cómo y por qué tiene lugar «la canonización» de la inteligencia? Debido al hecho de que al orden intelectivo le son inherentes la consecuencia, la constancia. El buscador Oliveira se siente inevitablemente prisionero de la lógica siempre igual a sí misma. El inconveniente principal del orden intelectivo es la imposibilidad de rebasar sus límites, la canonización de ellos. La razón no puede salir de ella misma, no lleva a ninguna parte, o, más grave, lleva al éxito práctico, al abandono de la inquietud y de la búsqueda[2].

Y el buscador dejará atrás también el plano intelectivo, buscando la apertura hacia un último valor, infinitamente bello y verdadero, que por falta de término, denomina Yonder. Eso significa vivir y conocer extáticamente «una trascendencia al término de la cual está esperando el hombre» (Rayuela, pág. 545).

A este nivel —el tercero y último— la búsqueda cortazariana se dirige hacia lo ilimitado, lo absoluto, el éxtasis. Denominaré este plano estático, porque el estado de iluminación y de plenitud, resultado del conocimiento simultáneo y total de las cosas y de la condición humana, presenta similitudes indudables con el éxtasis místico. Ciertas fórmulas de Rayuela recuerdan la vía contemplativa y la vía unitiva, el ens entissimus, la coincidentia oppositorum. Sin embargo, la diferencia de uso y de significación prevalece. La búsqueda cortazariana aspira a un éxtasis laico-humano, con verificación tangible en la poesía y la música. El protagonista de la narración El perseguidor, el saxofonista negro Johnny, roído por la enfermedad, la miseria física y moral, pero susceptible de entrar y de hacer entrar a los demás en otro tiempo infinitamente rico y revelador, dice:

«Yo no sé si existe Dios. Yo canto mi música, me hago yo mismo a mi Dios.» Igualmente paradójico que la poesía que habla de lo inefable, el éxtasis especifica el absoluto —es verdad que más bien analógicamente, por imágenes. Todas éstas nos envían, como valor supremo, al poder creador humano. El éxtasis permite la apertura hacía lo más allá, invita al hombre a «pasar la puerta», pero la puerta está bajo sus párpados. El éxtasis nos hace alcanzar el centro de las cosas, de la vida o de nuestra propia consciencia, pero el centro pertenece a nuestra mirada. El éxtasis nos incorpora «al oscuro fuego olvidado» (Rayuela, página 88), pero el fuego es nuestro, «inventamos nuestro propio incendio, ardemos desde dentro hacia afuera, quizá ésta es la elección» (ibídem, página 446). En esta elección, Oliveira, que habla, goza de una tercera presencia, una clase de duca e maestro: el novelista Morelli. De él aprende la sed de ubicuidad, la caza de estrellas y de pedazos de eternidad, la mirada más allá de los ojos, los ejercicios de extrañamiento.

A pesar de este mirífico espectáculo interior, Cortázar no define el conocimiento extático de la transcendencia como un estado solipsista, sino como añoranza de un encuentro, como esperanza de reconciliación. ¿Con quién y en qué sentido? Para responder, tenemos que recordar que en la obra de Cortázar la felicidad es arborescente, el valor supremo se revela polivalente. Así, se puede buscar, como última meta, el encuentro y la paz consigo mismo, como Horacio Oliveira.; se puede querer intensamente el encuentro con otro («otherness») y con los demás, como los guerrilleros de La reunión o se puede desear contemplativamente el encuentro con el cosmos, con el alma del mundo, en la manera de Persio de Los premios[3].

¿Cuál es entonces la última palabra de la búsqueda cortazariana? ¿Castigo o recompensa? ¿Fracaso o salvación? El fin que espera a los buscadores es, en efecto, el hundimiento y la muerte, como sucede en Los premios con Medrano, el que ve «lo que había en la popa» del navio sin nombre con destino desconocido y con tripulación invisible, con viajeros rodeados de prohibiciones absurdas y humillantes; como ocurre con Oliveira a quien dejamos en el borde de una ventana, vacilando entre el suicidio y la locura; así como sucede con Johnny. Sobre todos ellos, el destino ejerce como una censura trágica, como un castigo, por haber penetrado más allá de las puertas de luz, en la región de lo absoluto. Pero no derrota porque la muerte es aceptada con voluptuosidad o con alta compasión por la humanidad, con honda ternura, porque el encuentro, siquiera de un instante, con la esencia humana —mezcla de pureza, hermosura y bondad— redime y salva. La búsqueda se termina con un fracaso exis-tencial, pero con un triunfo soteriológico. Medrano, indeferentemente de lo que vio en la popa, se purifica por el heroísmo y sacrificio del lodo de una vida mezquina y frustrada, se reconcilia consigo. El especulativo Oliveira, «que no sabía una sola cosa: llorar», se da cuenta, antes de derrumbarse en la muerte o la locura, de que Traveler y Talita se hallan a su lado y esta hermandad constituye el momento de incomparable emoción —el hallazgo de lo humano— con que se termina —si jamás se termina— la búsqueda cortazariana.

Notas:

[1] «La Maga no sentía que sus besos eran como ojos que empezaban a despertarse más allá de ella... La felicidad tenía que ser oirá cosa» (Rayuela, p. 27)

[2] «Apenas la dejas suelta, la Razón... le arma el primer silogismo de una cadena que no te lleva a ninguna parle, como no sea a un diploma o a un chalecito californiano...» ( Rayuela, pág. 545).

 

[3] Graciela De Soles. Julio Cortázar y el hombre nuevo. Ed. Sudamericana, Buenos Aires. 1968. p. 83 y las explicaciones de Cortázar en Luis Hars: Los nuestros. Ed. Sudamericana. Buenos Aires. 196S, pp. 277-279.

ponencia de Paul Alexandru Georgescu

 

Publicado, originalmente, en: Actas del IV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas

Actas del IV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas es una publicación editada por la Asociación Internacional de Hispanistas

Salamanca, agosto de 1971

Link del texto: https://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/04/aih_04_1_062.pdf

Ver, además:

                     Julio Cortázar en Letras Uruguay

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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