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La separación
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Fue en una mañana de marzo cuando abandonó la casa en la que había vivido con. su familia más de 20 años. Estaba solo. Su mujer y sus hijos se habían marchado de viaje para no ver nada —ni a él. ni los muebles que se iban a llevar, ni los cuadros, ni los libros—. Mientras los hombres de la mudanza metían en el camión armarios, la cama y cajas de libros, estaba él tiritando en la plaza ante su casa. No se movió. Se oyó una campana y el arrullo de palomas. Del otro lado, en la Ringstrasse. pasaban velozmente autos. Pero todo lo que veía y oía estaba muy alejado de él. Empezó el viaje. En silencio se sentó junto al chofer del camión, y veía desfilar la fachada de las casas ante las que había pasado, día tras día, con frecuencia con su mujer y los niños. Aquí, en la plaza de la que acababa de salir, había buscado castañas con sus hijos en otoño v había sacado con su mujer a pasear al pequeño perro. De todo esto hacía mucho tiempo. Ahora, al marcharse del barrio que durante muchos años había sido su suelo patrio, le pareció casi haber olvidado por qué abandonaba a su familia y su casa. Su mujer y él habían empezado su matrimonio de la manera habitual. Su vida descansaba en sólidos cimientos. Los dos se instalaron. El pasaba el día —jurista de la Administración y funcionario vitalicio—, entre indestructibles macetas, en su despacho, mientras, cada dos años, ascendía a la categoría inmediata superior. Cuando, por la tarde, volvía de la oficina a casa encontraba la mesa puesta, se sentaban uno frente al otro, a la luz de bujías, y meseaban, como decían en broma. Recibían los fines de semana y tenían un abono en la ópera. Los hijos llegaron a intervalos regulares —dos niñas y un chico—. El trajín de los niños, los cuidados, el llevarlos a ía escuela, a casa de los abuelos, a las lecciones de música y a los médicos, todos estos deberes que traía lo cotidiano, los ocupaban tanto a los dos que cada paso y cada acción se hicieron costumbre. El transcurso de los días seguía una ley no escrita que nadie osaba sacudirse. Los jarrones con flores estaban en su lugar, los domingos por la tarde se tarareaban arias de ópera y una vez por semana se hacía limpieza en la casa. Los niños crecían. No notaba que cada año estaba de peor humor. Naturalmente que de cuando en cuando reía o marchaba, con pesados pasos, con sus hijos por el bosque y dejaba que, bromeando, le tiraran al agua. Pero su tono gruñón, sus caprichos, su espíritu de contradicción, marcaban cada vez más el humor del día. Se sentaban en silencio, uno frente al otro, cuando los niños estaban en sus habitaciones. Se había jubilado de su matrimonio como un pensionista melancólico. Disfrutaba de sus prebendas, vivía de sus exigencias y pretensiones, y reaccionaba decepcionado y excitado cuando su mujer le dejaba e iba por su propio camino. “Creo que te has casado con el Código Civil”, le dijo ella una vez, con un tono frio y mordaz que no le había oído nunca y que le dolió. Y dejó de comprender a su mujer cuando le gritó: "Mis abuelos vienen del campo, y yo también pertenezco al campo”. ¿Acaso había conocido a su mujer en una granja? Esto le era nuevo. No entendía por qué hablaba ella ahora de animales y odiaba la ciudad en la que había nacido y crecido. ¿Por qué iba siempre con el coche a pasear por el campo? ¿Se había casado con una desconocida? Él, en todo caso, no quería saber nada de esa vida. Por él, sus habitantes podían irse al diablo.
Tras 20 años de matrimonio sucedió que un día, durante una violenta
discusión, gritó tan fuerte que los vecinos lo oyeron. Sin decir una
palabra, su mujer se marchó de la casa. A partir de entonces no quedaba
nada por salvar. Vivieron uno junto al otro y uno contra el otro. La
discusión había sido, la última etapa de la comunidad. Por tanto, se
separaron. Por la mañana, al levantarse, sentía una presión paralizante en la cabeza y su piel parecía arder. Tenia miedo de los coches en la calle, del rechinar de los frenos, de las bocinas y de los movimientos rápidos. Cuando entraba en aquel edificio oficial de ocho pisos, sin adornos, en el que trabajaba esperaba que los colegas le dejaran tranquilo... Un simple “buenos días" le sacaba de quicio. No podía soportar ni su propio nombre. En esos momentos tenía que obligarse a hacer cualquier cosa. Se obligaba a marcar un número en el teléfono, se obligaba a abrir el correo oficial o a ir a la cantina, donde tenía que sentarse con otras personas. Lo que más le hubiera gustado los fines de semana hubiera sido encerrarse en su casa. Pero, haciendo un esfuerzo. sacó la bicicleta para dar un paseo por los bosques cercanos a la ciudad. Durante los primeros kilómetros no miró ni a derecha ni a izquierda. Se ocupaba tan sólo de sí mismo, de sus piernas y brazos anquilosados, preguntándose por qué hacía este esfuerzo. Pero cuanto más pedaleaba y hacia girar las ruedas, más desaparecía en él su resistencia. El viento le soplaba en la cara, y había personas que hablaban y reían. El día era claro y se sintió durante dos o tres horas como liberado. En estos primeros meses tras la separación no estuvo ni un solo día enfermo. Se dedicó a su trabajo. Sin embargo, sufría de su aislamiento como lo había sentido tan sólo cuando niño. ¿No había cometido el peor error de su vida? ¿No debía haberse quedado en la casa, en la vieja casa familiar, con su familia? ¿Quién le había echado de ella? En estos momentos, en los que ansiaba protección y seguridad, palidecían los recuerdos de las disputas y de la discordia. Dejaba de poder imaginarse los dolorosos enfrentamientos con su mujer. Sin embargo, una sola conversación telefónica le mostró cuánto se equivocaba en sus pensamientos. Su mujer y él ya no podían hablarse. Cada palabra que se decían estaba cargada de significación. Ya, antes del menor descuido, su voz era fuerte y cargada de reproches. Digamos que no la tenía a mano. “¿Has gastado mucho dinero o no?”, dijo en el teléfono, “¡Qué me importan a mí tus animales!”. “Tú has hecho lo que quieres”. Su mujer le parecía corno una peligrosa enemiga de la que tenía que protegerse y tener cuidado. Su voz le pareció dura y brusca. Pese a ello, se quedó decepcionado cuando ella no dijo nada más y colgó el teléfono sin saludarle. Era como si le hubieran abandonado, y se quedó sentado un rato junto al aparato sin poder ordenar sus pensamientos. Gracias a Dios, sus hijos no le olvidaron nunca. Unas veces llamaba Ana; otras, Catalina, y otras Hans. Ya eran adultos y seguían sus propios caminos. Pero le seguían llamando, como antes, al teléfono. “Hola, papá”, le llamaban “vieja casa”, y le preguntaban: "¿Cómo va eso” ¿Cómo estás?”. Se alegraba cuando le contaban sus planes y empresas y se reía con sus bromas. Incluso, de cuando en cuando, se le escapaba un chiste. Ya se habían olvidado los roces diarios por el orden y la limpieza que había en la antigua casa. Y de los gritos de sus hijos y la música ratonera, que le sacudían los nervios. “Esto es terror”, había gritado en aquel trance. Pero ahora todas estas deprimentes cosas triviales pertenecían al pasado. No hubiera pensado nunca que podría hablar tan libremente con sus hijos. Fue en julio. Por primera vez sintió que empezaba a tomar distancia de su vida anterior. Había superado aquella opresora nostalgia del pasado. Miraba por la ventana de su casa y se alegraba cuando los niños Liese y Christian le llamaban desde el jardín. Vivían en un piso inferior y hablaban con él como si fuera de su edad. “Vamos a trepar por el árbol y así llegamos a tu casa”. Le llamaban simplemente Paul, y esto estaba bien. Otras veces subían por las escaleras, se peleaban en su casa o cogían una manzana. Más que nunca se puso en contacto con personas desconocidas, y se admiraba de que le dirigieran la palabra —una mujer en el metro, un hombre en la gasolinera, una vieja—. ¿Se le había cambiado su cara? ¿Miraba a las personas de otra manera? No lo sabía. Lo que es cierto es que estos encuentros le alegraban, Aceptaba las cosas tal como se las traía la vida cotidiana. Cogió la bolsa de la compra y se fue paseando por el jardín hasta el supermercado, a la panadería y a la droguería. Cocinaba, lavaba y limpiaba. “¿Cómo te las arreglas solo?”, le preguntó un conocido. "¿Y porqué no?", respondió él, con una naturalidad que le asombró. Tan sólo ahora, después de meses, se sentía bien en su pequeña casa. Podía y quería estar solo. Gozaba del silencio que le rodeaba y no echaba de menos ni a su mujer ni a sus hijos. Los tenía cerca —eso lo sentía—, porque no estaban permanentemente juntos. Aprendió a acercarse a los hombres y a distanciarse de los hombres. Antes había creído siempre que el tiempo está diferenciado por su cantidad. Un minuto para él no tenía valor. Tan sólo contaban las horas y los días. Cuando había una reunión, debía ser eterna. Cuando se hablaba, había que hablar largo tiempo. Qué decepcionado se había quedado antes, cuando su mujer no aparecía puntualmente y se quedaba con él tanto tiempo como él quería. Ahora reconoció el valor de una mirada, de una sonrisa, de una palabra. ¿Es que alguna vez, en su largo matrimonio, había amado a su mujer? Esta pregunta le pasó por la cabeza, sin que encontrara la respuesta. ¿Había sido tal vez su matrimonio una cadena de hábitos, un abrazo permanente? Se acordó de un amigo de su juventud que evitaba cada vez más a la gente conforme envejecía. Quería tener cerca tan sólo a su mujer, todo el día y toda la noche. Tenía mucho miedo de que se muriera. ¿Era esto amor verdadero y profundo? Él no podía creerlo. Sin querer, había tomado otro camino. Pensaba en sus padres, muertos hacía muchos años. Veía sus rostros, oía sus voces y le hablaba a sus hijos de ellos. Los muertos estaban cerca. ¿Era esto amor? Hay que tener 50 y más años para entender que el amor no es el sentarse uno junto al otro y darse las manos durante 12 horas al día. Fue una tarde de septiembre cuando se dirigió al barrio en el que había vivido hasta seis meses antes. Su mujer y sus hijos le habían invitado. La luz sobre las casas era cálida; el aire, suave, y había mucha gente en la calle. Conocía cada casa y cada comercio y, naturalmente, la plaza. Aquí había vivido más de 20 años. Pero ahora aparecía como visitante. Cuando entró en la casa de su familia, miró a los castaños, cuyas hojas ocultaban la torre de la iglesia. Una bandada de palomas volaba en la pradera. Tocó el timbre y subió la escalera. Ana estaba en la puerta. Le abrazó impetuosamente y él cogió a su hija en brazos. Los otros, detrás, gritaron: “Papá está aquí”. Cruzó el pasillo y sintió que ya no era el pasillo de su casa, y que también había cambiado la habitación con los visillos claros. Aquí ya no estaba en su hogar. Se sintió angustiado al enfrentarse con su mujer, pero no tan fuertemente como en ¡os primeros meses de ¡a separación Entonces entró en aquella casa con el corazón palpitante y apenas se había atrevido a mirarle a la cara. En seguida, y con un pretexto, había huido. Se sentaron a la mesa redonda y comieron. Después, Ana saco el acordeón y se lo colgó a su padre. Estaba indeciso, pero todo le gustaba. Le rodeaban su mujer y sus hijos cuando estiró el fuelle y empezaron a sonar los primeros compases. De nuevo tocó Viena es siempre Viena[1] y El barón gitano[2]. Cuando se levantó para despedirse era ya de noche. “Entonces, hasta pronto’’, le dijeron en voz alta. “Sí, hasta pronto”, respondió. No volvió la cabeza cuando bajaba la escalera. Cruzó lentamente la plaza hasta el coche. Después volvió a su casa.
Michael Ende nació en 1929, hijo de Edgar Ende, uno de les primeros pintores superrealistas alemanes. De joven quiso ser actor y empezó a escribir para cabaréts, luego fue critico literario para la radio, pero su búsqueda de la realidad a través de la fantasía se materializó en dos libros. Momo (1973) y La historia interminable (1979), traducido a 27 idiomas. Ambos han tenido gran éxito de venta y versión cinematográfica, no muy del agrado del autor, y el movimiento pacifista alemán los adoptó como libros de cabecera. El espejo en el espejo y Jojo. Historia de un saltimbanqui, son las últimas obras de Ende. |
Michael Ende
Semanario "Jaque" - Año V - Nº 213
Montevideo 27 de enero de 1988
Texto digitalizado y editado por mi, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay. Se agregan videos para complementar el texto, e imagen. echinope@gmail.com - https://twitter.com/echinope fb https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
[1] Marchas Militares Austríacas-" Wien bleibt Wien"( Viena siempre Viena) |
[2] El Barón Gitano de Johann Strauss |
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