La línea y el laberinto: Las estructuras del pensamiento latino por Umberto Eco |
Est modus in rebus: sunt certi denique fines Quos ultra citraque nequit consistere recto Estos versos de Horacio podrían ser tomados como epítome del modus cogitandi latino. Naturalmente, “modus cogitandi” y “latino” exigen una definición. Se trata de un modelo cultural, no étnico. Hablaré de él como de un modelo elaborado por la cultura latina, desde los comienzos de la civilización romana hasta la escolástica medieval; sin embargo, nada establece que para aplicarlo haga falta ser “étnicamente” latino o escribir en latín —se han escrito pensamientos orientales en latín... Consideraría ejemplos del modelo latino a Virgilio y Cicerón pero no a Apuleyo o a Gregorio de Tours; a Santo Tomás de Aquino pero no a los neo-platónicos del Renacimiento florentino; a Kant pero no a Spinoza. El modelo latino es sin duda más complejo que el que delimitaré aquí. Pero justamente: para ser fiel al aspecto que de él determino, debo trazar una frontera. Efectivamente, la clave que me servirá para identificar dicho modelo me es dada por una palabra que se encuentra en los versos de Horacio anteriormente citados: fines. La frontera espacial y política La mentalidad latina está obsesionada por la frontera. La angustia nace con el mito de la fundación: Rómulo traza una frontera y mata a su hermano porque éste no la respeta. Si no se reconoce una frontera quem ultra citraque nequit, no puede haber ni civitas ni cultura. Los griegos conocen la polis, pero las ciudades de Grecia son numerosas. La etnia helénica tiene los confines móviles de una lengua fragmentada en varios dialectos. Los bárbaros empiezan donde no se habla más griego. El lenguaje determina la identidad. En cambio, para el romance, Roma es todo aquello a lo que se ha conferido una definición política (finis) romana, y los bárbaros empiezan donde ya no hay cives romani. El idioma latino se impone como un sello político de un orden “deseado”, no encontrado, pero nada impide que el intelectual romano hable también griego. La unidad y la identidad son un producto jurídico, Roma es un sistema de leyes que actúan dentro de ciertas fronteras, la ciudadanía romana es un privilegio para quien asume ciertas cargas e invoca ciertos derechos. Los mitos de origen se basan en la identificación de una frontera, que es una frontera especial pero también un principio de determinación. Horatius Cocles se convierte en héroe porque supo contener al enemigo en la frontera, un puente echado entre los romanos y los otros. El tercer Horacio, para vencer, no se comporta como romano: no resiste en el frente de combate, vaga en el espacio, dispersando a sus adversarios. Su padre no comprende por qué. Más tarde reconocerá la astucia, pero en el momento piensa en una cobardía. “¡Que muriera!” —dice una versión “latina” tardía del mito— antes que dejar entrar al enemigo en el espacio que debía defender[1]. La ideología de la Pax Romana y el proyecto político de Augusto se basan en la necesidad de precisar las fronteras: más allá de los confines se negocian tratados con reinos vasallos y se firman alianzas móviles e imprecisas, pero la fuerza del Imperio reside en el hecho de saber dónde están las fronteras, en qué vallum, dentro de qué limen es necesario establecer la defensa. Cuando ya no haya una noción clara de las fronteras y los bárbaros (nómades que abandonaron su territorio de origen y se mueven en cualquier tierra como si fuera de ellos, siempre listos para dejarla) logren imponer su visión nomádica, será el fin de Roma y la capital del Imperio podrá estar en todas partes —y por ende en ninguna—. Un imperio sin centro y sin periferia no es más que un imperio. Roma es un centro que define una periferia: sin centro, la periferia se torna incierta. Esa es la obsesión de los emperadores germanos que, para saber dónde y sobre qué reinan, quieren ser coronados en Roma. Fracasarán, salvo por un período muy breve, pues el poder que reina ahora en Roma mezcló el modelo latino con modelos orientales y helénicos, y considera a Roma como la capital (católica, luego universal) de un potencial oikoumene que no es territorial. Durante siglos, la Roma católica enviará a sus misioneros a catequizar poblaciones que no viven ni vivirán nunca dentro de las fronteras de Roma, y cuando piensa en términos de territorialidad espacial (el poder temporal de los papas), traiciona y humilla su naturaleza. Al cruzar el Rubicón, Julio César se enfrenta con la misma angustia que quizás se apoderó de Remo antes de violar la frontera trazada por su hermano. César sabe que al pasar el río invadirá, en armas, el territorio romano. Y poco importa el hecho de que se establezca en Rimini, como lo hace en un principio, o que marche sobre Roma: el sacrilegio se consuma en "el momento en que atraviesa la frontera. Pronuncia entonces su famoso Alea jacta est! revelándonos así un segundo aspecto de la noción latina de frontera. La frontera temporal La frontera existe en el espacio pero también en el tiempo. No puede borrarse lo que se ha hecho. El tiempo no es reversible. Una vez que se arrojan los dados, nada puede hacer que no hayan sido arrojados. En la historia hay secuencias lineales, y si un movimiento va de A hacia B, ninguna fuerza en el mundo podrá hacerlo ir de B hacia A. Tomemos esa obra maestra del realismo factual —expresado sintácticamente— que es el ablativo absoluto. Este establece que una cosa, una vez hecha, o presupuesta, no puede ya ser cuestionada. En el De bellogallico (3,24), César dice que 1º/ hizo salir sus tropas a la madrugada, 2º/ las dispuso en dos filas, 3°/ puso las tropas auxiliares en el medio de las líneas de batalla, 4o/ esperó los movimientos del enemigo. Pero ésta es mi traducción, y ante una secuencia de hechos tan paratácticamente ordenada subsiste la duda de que su orden podría haber sido alterado, o que las cosas podrían haber ocurrido de otra manera. El original es diferente. César “prima luce productis omnibus copiis, duplici acie instituía, auxiliis in mediam aciem conjectis, quid hostes consilii caperem expectabat". Aquí, la sintaxis dice que César realizó la cuarta acción sólo después de haber realizado las tres primeras, que eran su precondición, y es indiscutible que César hizo lo que hizo de manera irreversible. Todo lo que haga después deberá ser hecho dentro de la frontera lógica de lo que fue hecho antes, y la necesidad lógica de su hacer futuro nace de la necesidad temporal expresada por el ablativo absoluto. Este problema aparece también —reformulado en términos metafísicos— en la escolástica. La escolástica no es la teoría de la Iglesia católica considerada universal. Es la teoría que la Iglesia católica recibe de una cultura neolatina y europea que, sirviéndose del Aristóteles latino (que, como veremos, no es necesariamente el Aristóteles griego) y la cultura árabe, trata de instaurar su propia noción (latina) de la racionalidad. Una quaestio quodlibetalis de santo Tomás (V,2,3) se pregunta “Utrum Deus possit virginem reparare" —¿puede Dios hacer que una mujer que perdió su virginidad sea llevadas a su condición original? La respuesta de santo Tomás es firme. Establece una distinción entre la integridad del espíritu y del cuerpo, y las relaciones temporales. La pérdida de la virginidad es un hecho cuya consecuencia fue una afección espiritual y una afección física. En cuanto a la afección espiritual, Dios puede perdonar y volver a la virgen al estado de gracia. En cuanto a la afección física, Dios puede devolver a la virgen su integridad corporal por un milagro. Pero ni el mismo Dios puede hacer que lo que fue no haya sido, pues esta violación a las leyes temporales sería contraria a su naturaleza. Dios no puede violar el principio lógico según el cual “p ocurrió” y ‘‘p no ocurrió” resultan racionalmente contradictorios. Alea jac est. Por sensata que pudiera parecer esta idea tomista, fue puesta en duda —cabe recordarlo— por el debate escolástico sobre la potentia absoluta dei. ¿Acaso un Dios absolutamente omnipotente no podría crear o haber creado otros mundos distintos del nuestro? El pensamiento moderno, desde Giordano Bruno hasta Fontenelle, responde afirmativamente; Lucrecio, por su parte, ya había respondido en este mismo sentido. Pero la metafísica de los mundos posibles, desarrollada más tarde, no se refiere solamente a la posibilidad de la existencia de muchos mundos físicamente diferentes del nuestro. Se refiere a la posibilidad de la existencia de nuestro propio mundo bajo formas numerosas y mutuamente contradictorias. Es decir, que no sólo pueda pensarse en la contradicción, sino que ésta se concrete, de cualquier manera “ontológica". La ciencia ficción nos ha hablado de la posibilidad de la existencia de un universo ‘‘donde se desarrolla la misma escena que se desarrolla aquí y ahora, salvo que tú o tu compañero tienen puestos uno zapatos negros y el otro zapatos amarillos”[2]. Pero no se trata únicamente de imaginación narrativa. La microfísica prevé cadenas causales cerradas en las que A determina a B, B determina a C y C determina nuevamente a A, de modo que “podría ser que alguien encontrara a su propio yo en un estado anterior y conversara con él”[3]. Y si esto realmente no puede sucederle a alguien, podría sucederle a algo infinitamente pequeño. La lógica moderna de los “condicionales contrafactuales” (“¿Qué habría ocurrido si César no hubiera cruzado el Rubicón?’’) con frecuencia se ha convertido en una metafísica de la contrafactualidad. Después de citar el ejemplo de César, D.K. Lewis añade: “Quiero señalar que no identifico de ninguna manera los mundos posibles con respetables entidades lingüísticas. Los asumo como entidades respetables de pleno derecho. Cuando profeso una actitud realista respecto de los mundos posibles, pretendo ser tomado al pie de la letra...”[4] No vamos a debatir ahora las ventajas heurísticas de este modo de pensamiento. Diremos solamente que siempre pareció ajeno al modo de pensar latino. El pensamiento escolástico está atormentado por este problema: es interesante señalar que son los franciscanos ingleses quienes abren el debate sobre la potencia absoluta dei, pero ni el mismo Occam logra aceptar la idea de que cuando los dados han sido arrojados Dios pueda hacer que no hayan sido arrojados. La frontera cosmológica y lógica Pensar en el tiempo de manera lineal significa creer en la linealidad de la relación causal. Si A causa a B, porque precede a B, porque precede a B en el tiempo, B no podrá causar a A. El cordero de Fedra, y con él Fedra, no se escandaliza por el hecho de que el lobo lo coma (entra dentro de la normalidad) sino por el hecho de que el lobo quiera fundar su derecho no en la fuerza sino en la alteración de los procesos causales: el río no puede correr de abajo hacia arriba. Si superius stabat lupus, el agua del lobo será causa del agua del cordero, y no viceversa. Es el mismo principio que regirá la lógica interna de la sintaxis latina. La linealidad irreversible del tiempo, que es una linealidad cosmológica, se hace sistema de subordinaciones lógicas en la consecutio temporum.
Giacomo Devoto[5] Para expresar la dependencia lógica, para decir que el segundo hecho es consecuencia del primero (si p, entonces q), la sintaxis debe adoptar formas hipotácticas, y la linealidad lógica debe por consiguiente expresarse en forma de subordinación sintáctica entre enunciados. Devoto indica que, al principio, este fenómeno no es realmente claro, pues el si es aún indistinto del sic. “Sólo gracias a una transposición —llamémosla sofística— la circunstancia puesta adelante pudo transformarse en condición o, lo que viene a ser lo mismo, la circunstancia afirmada después apareció como una consecuencia necesaria... Tenemos pues ante nuestros ojos un primer proceso de nacimiento de las formas hipotácticas: un elemento formal, que no implica en sí una hipotaxis, se convierte en símbolo de hipotaxis en virtud de una inversión que no es totalmente gramatical". La observación de Devoto resulta aún más significativa si consideramos que las Doce Tablas son del siglo V y que el silogismo hipotético (si, entonces) no será teorizado por los estoicos sino varios siglos más tarde. Además, en el siglo V, tampoco se había tenido la formalización de las reglas del razonamiento realizada por Aristóteles —y es sabido que los romanos nunca brillaron por la sutileza lógica y filosófica, al menos técnicamente hablando, y que más tarde sacaron sus conocimientos de los griegos. La transformación de la sintaxis latina orientada en una lógica rigurosa de la consecutio temporum se efectúa bajo el impulso de exigencias jurídicas, y precede, de manera autóctona, el desarrollo de la lógica griega. Creo que este fenómeno es una prueba más de todo lo que se ha dicho hasta ahora. Tomemos el famoso debate sobre la lógica griega: ¿Quiere determinar las leyes autónomas del pensamiento, o considera que dichas leyes reflejan las leyes de la realidad? Pues bien, la mentalidad romana aborrece estos problemas metafísicos. Se plantea problemas jurídicos: quiere establecer fronteras. No fronteras espaciales, sino “líneas de conducta” que traza para hacer posible la coexistencia civil —así como, digamos, la escolástica “traza”, instituye líneas de conducta para el comportamiento divino, pues si Dios actuara sin ninguna ley no se podría confiar en su palabra. La consecuencialidad jurídica no es afirmativa: es imperativa. pero la fuerza del imperativo se basa en la convicción de que, cuando la condición —que es un hecho— se concrete, ya no podrá ser ignorada, y la pena que postula deberá necesariamente (en término de necesidad práctica, de obligación legal) resultar de ella. Alea jacta est, si has hecho esto, las consecuencias serán irreversiblemente aquello. No hay lugar para la negociación . ' ‘Sipater filium ter venum duit, filius apatre líber esto ” (IV,2). El hijo se liberará del padre si el padre lo puso en venta tres veces. No una ni dos, sino tres veces. Y no será libre antes de la tercera vez, independientemente de las circunstancias... Esta rigidez caracterizará y caracteriza al derecho romano en relación con la Common Law anglosajona (bárbara) basada en la costumbre. El “si, entonces” de las Doce Tablas no es ni lógico (no refleja las leyes de la naturaleza). El pensamiento latino sabe muy poco acerca de la naturaleza y cuando, más tarde, produzca “historias naturales”, las concebirá de manera descriptiva; el pensamiento escolástico deberá buscar un modelo de leyes naturales en la filosofía griega; por otro lado, el principal tratado cosmológico latino, el De natura rerum, se inspirará en el griego Epicúreo. El mundo romano sabe más bien cómo doblegar la naturaleza a fines prácticos, gracias a la arquitectura, el arte de la construcción y de la industria, la hidráulica. Sabe muy poco de la matemática y del estremecimiento de infinito que puede provocar. El romano sabe que dos paralelas no se juntan porque lo “ve” en los límites finitos de su experiencia de constructor (digamos que reconoce como paralelas a rectas que construye de manera que no se junten) y no porque especula en lo abstracto sobre su destino en el infinito. Lo que le interesa al romano, es lo que está dentro de la frontera, y la frontera es establecida por una ley[6]. Cuando el pensamiento helenístico traduzca los principios legales en principios lógicos y el imperativo hipotético de la ley se convierta en el silogismo hipotético de la lógica, el pensamiento latino estará dispuesto a aceptarlo. Sin embargo, no tratará de estudiarlo abstractamente; intentará aplicarlo al estudio de las relaciones reales de causa a efecto: en la escolástica, la lógica minor —formal— está al servicio de una lógica major, lógica de las sustancias concretas. La traducción del pensamiento griego Los principios de identidad, de no-contradicción y del tercero excluido, así como la estructura del silogismo, afirmativo o hipotético, son una creación griega, y la cultura latina los adopta. Pero es singular (ver el desarrollo de la escolástica) que identifique el pensamiento griego sólo con Aristóteles, cuando la civilización griega no nos brindó únicamente el modelo aristotélico. Sin pretender hacer intervenir la oposición entre apolíneo y dionisíaco, se puede decir que la civilización griega está atrapada en el conflicto entre finito e infinito; Aristóteles es griego pero los misterios de Eleusis también son griegos: el mundo griego está constantemente fascinado por el apeiron. El mundo latino no, incluso la sugerencia de Lucrecio se limita a algunos versos de su poema. El infinito, es reducido, ordenado, disciplinado, reconocido dentro de las fronteras de un finito que la técnica (técnica como ingeniería y técnica como derecho) puede establecer. La latinidad medieval construirá un Aristóteles latinus que no corresponde completamente al Aristóteles real, menos sistemático, más problemático, más flexible, más dispuesto a transigir con principios que él mismo había afirmado. La teoría de la definición, el árbol de Porfirio como jerarquía inmutable de los géneros y las especies, será una creación escolástica: Aristóteles, a quien se atribuyó la imagen del árbol a través de los comentarios de Porfirio al Isa-goga, no creía en esa jerarquía inmutable, la postula en Los segundos analíticos, como principio de método para elaborar definiciones, pero no lo sigue en la Historia animalium, donde debe tratar de definir y clasificar las especies según las evidencias empíricas de que dispone. Aquí, renuncia a postular un orden global, y concreta sistemas locales[7]. La escolástica no puede aceptar este empirismo y construye una imagen “latina” del pensamiento griego. Que una historia que conocemos bien. El modelo del modo de esa imagen latina, que trata de imponer fronteras rígidas al universo, no podrá luego servir a la ciencia moderna, es una historia que conocemos bien. El modelo del modo de pensamiento latino tiene sus límites y no debemos ocultárnoslos. Nada es más regular, ordenado, codificado que el modelo hipotáctico de la consecutio temporum. Impide que el pensamiento reconozca hechos desconocidos, que los alinee y los “mire” antes de haber encontrado un orden que los una. La ciencia moderna será empirista y el lenguaje del empirismo inglés será paraláctico. Existe esto y existe aquello, el vínculo no se da, y si se considera que hay un vínculo, tal vez haya que ponerlo en duda y atribuirlo a los idola de la cultura anterior (Francis Bacon) o a nuestras creencias (Hume). En cambio, el pensamiento latino ve dos hechos y no puede hablar de ellos si no les encuentra primero un vínculo. El vínculo no es hallado después de los hechos; constituye los hechos como significativos. Por eso Kant pertenece al modus cogitandi latino. La cultura latina corre el riesgo de poner en el universo más sentido del que hay en él; por su parte, las culturas no latinas corren el riesgo de no ver al sentido donde éste aparece y donde podría ser reconocido para respetar a toda costa el de la lectio. presunto origen primero de los elementos empíricos. Los escritores de lengua neo-latina que hacen traducir uno de sus textos al inglés viven una experiencia común: la reacción del traductor ante sus frecuentes “por eso”, “no obstante”, “por consiguiente”, “pese a ello”, “por otra parte”. El traductor trata de expresar estas preposiciones y conjunciones mediante aparentes sinónimos ingleses. Resultado: el texto se vuelve denso y el lector se pregunta el por qué de todos esos vínculos, últimos vestigios de una consecuencialidad rígida que insuflaba su presencia a toda la página. ¿No basta con alinear hechos u observaciones, y dejar al lector el trabajo de sacar sus conclusiones? Eso es precisamente lo que el pensamiento latino trató de evitar en el siglo V, transformando la parataxis de las Doce Tablas en la sintaxis más madura de la clasicidad. El orden de las cosas y el orden del lenguaje ¿Cuál es la relación entre el lenguaje y el universo del que habla? O bien el universo existe, con sus leyes, y el lenguaje refleja su orden, o bien la acción lingüística y las leyes del lenguaje determinan nuestra manera de ver el universo. Para Aristóteles, el objeto primero de la filosofía es el ser; pero, luego, define al ser como “lo que se dice de múltiples maneras”. Terrible insinuación que puede transformar su metafísica en una semiótica. La escolástica no dará demasiada importancia a esta insinuación. Actualmente, pensamos que lo que nos llevó a ver al mundo como una organización de substancias a las que son inherentes accidentes es quizá la estructura de las lengus indo-europeas (sujeto, cópula, predicado); además, es sabido que la metafísica de la substancia puede parecer ajena a pueblos que hablan lenguas de estructura diferente. Los modistas medievales elaboran una gramática universal sin plantearse el problema de la relatividad del latín, y no deshacen totalmente el nudo que se establece entre mod¡ significandi, modi cogitandi y modi essendi. El pensamiento judío va más lejos. No sólo el mundo nace de la palabra de Dios, sino que —como enseña el Sefer Yetsirah—la creación entera depende de una combinación (lingüística y matemática) de las letras de un alfabeto primordial —que son también números o nombres de números. Dado que dichas letras habrían podido, podrían, y podrán eventualmente ser recombinadas de varias otras maneras, sólo en virtud de un acto de lenguaje el mundo es tal como aparece o aparece tal como es. En cambio, la retórica latina prescribe, con Cicerón: "Rem teñe, verba sequentur". La lengua latina es flexible en cuanto al orden de las palabras. Se puede decir Petrus amat. Paulum, Paulum Petrusamat, amat Paulum Petrus: la diferencia es estilística, pero el sentido no cambia[8]. La cosa no cambia: el pensamiento latino considera que la co- sa fue fijada antes de la intervención del lenguaje, y el lenguaje expresa la cosa, independientemente del orden de las palabras, a través de la lógica de las flexiones. Por otro lado, el stilus —grave, templado, humilde— depende del sujeto. Estamos lejos de nuestra obsesión, pasión, vértigo frente al poder del lenguaje. Mallarmé no piensa de ninguna manera en latín. Volveremos sobre el tema cuando hablemos de la lectio. La búsqueda de la identidad y el rechazo de Hermes Ya en tiempos de San Agustín, la cultura latina retiene, de todo el pensamiento bíblico, una fórmula latinizada en estos términos: Dios hizo el mundo según numerus, pondus et mensura. De todos los conceptos matemáticos griegos, la latinidad acepta como principio metafísico fundamental, a través de la relectura musicológica de Pitágoras, el de proportio. Pero en la metafísica tomista la proporción siempre va paralela a otros dos conceptos: la claritas y la integritas. Una cosa es lo que es y no puede ser otra cosa. Esta individualidad, basada en la definición de la forma universal concretada en una materia signata quantitate, debe aparecer claramente: el carácter legal de esta forma universal (no de otra) resplandece en la individualidad de dicha El orden de las cosas y el orden del lenguaje cosa (que no es otra). Es la única manera de comprender que no sólo esa cosa es, sino que también es una, que es verdadera y que es bella[9]. Este modo de pensamiento nos resulta muy familiar, al punto de olvidar que Grecia no nos transmitió únicamente el modelo del principio de identidad y del tercero excluido. También elaboró la ida de la metamorfosis continua, simbolizada por Hermes. Hermes es evanescente, ambiguo, padre de todos los artes pero dios de los ladrones, juvenis et senex a la vez. Las metafísicas de la transmutación y de la alquimia serán herméticas, y el principio fundamental del Corpus bermeticum cuyo descubrimiento en el Renacimiento marca el fin del pensamiento escolástico y el nacimiento del nuevo neo-platonismo -es el de la semejanza y de la simpatía universal. Gracias al Asclepius -conocido por la latinidad medieval- la escolástica latina es rozada por esta tendencia, pero trata de ocultar y rechazar la tentación de la metamorfosis continua. En términos metafóricos, podría decirse que el modo de pensamiento latino opone la línea, o el árbol binario ordenado, al laberinto hermético, donde todo puede unirse a todo. El laberinto hermético no es el laberinto original de la mitología griega. El de Teseo no es un lugar donde uno se pierde: se entra de un lado y se sale del otro. Imposible equivocarse: si el laberinto clásico fuera desenrrollado, nos hallaríamos ante un hilo único, el hilo de Ariadna. La leyenda del hilo de Ariadna es curiosa —como si fuera necesario tener un hilo para orientarse en el laberinto clásico. Por el contrario, el laberinto clásico es el hilo de Ariadna de sí mismo. Por eso, en el centro, está el Minotauro, para hacer más inquietante la aventura; y es una aventura inquietante ya que, una vez adentro, no se sabe exactamente qué va a ocurrir. Pero si se lo mirara de arriba, como no podía hacerlo Teseo, se vería que el laberinto clásico tiene un itinerario único. De ahí que pueda ser metáfora de la fatalidad y de la necesidad pero no metáfora de la complejidad y de la no-identidad de los recorridos. Sea como fuere, no es casual que el laberinto clásico haya sido vivido como un lugar en el que es posible perderse. El pensamiento griego no descartaba ni el terror a perderse si la eventualidad de la cantidad y la confusión de los caminos a recorrer. Después tenemos el laberinto manierista. Si fuera desenrrollado no se presentaría como un hilo único, sino como un árbol, un árbol binario, del tipo del que utilizan los expertos en gramática e informática. Este laberinto presenta una gran cantidad de caminos: sólo uno lleva al exterior y todos los demás son callejones sin salida. Por lo tanto, ya constituye un modelo de proceso de interrogación, de tentativa y de error, pues a cada paso uno corre el riesgo de romperse la nariz contra un muro cerrado (y hay que volver atrás e intentar otro camino). No obstante, por numerosos que sean sus nudos y sus ramificaciones, el laberinto manierista tiene una racionalidad inmanente que es la racionalidad binaria. En efecto, puede ser descripto en términos de álgebra de Boole: en él toda elección es o verdadera o falsa. Para encontrar una representación latina de este laberinto, basta recurrir al arborporphiriana, es decir a la representación de la jerarquía universal de los géneros y las especies. Por último, está el laberinto en “rizoma”[10]. Su forma más intuitiva es la de la red ferroviaria, donde no solamente todo punto está conectado con varios otros puntos, sino que nada impide que se establezcan, entre dos nudos, nuevas uniones, e incluso entre los que no estaban unidos antes. No obstante, lo que diferencia al rizoma de la red ferroviaria es que en teoría el primero no tiene límites porque no se extiende sobre un territorio definido y limitado: es el rizoma en sí, en su forma abstracta, el que define los territorios. No vale la pena preguntarse si el rizoma es finito e ilimitado, o limitado pero infinito: lo esencial es que no tiene exterior y por consiguiente no tiene fronteras. Cada ruta puede ser la correcta, siempre y cuando uno quiera ir hacia donde va y cada punto puede estar unido a cualquier otro punto. El rizoma es por ende el lugar de las conjeturas, de las apuestas, de los azares, de las reconstrucciones, de las inspecciones locales descriptibles, de las hipótesis globales que deben ser continuamente replanteadas, pues una estructura en rizoma cambia de forma constantemente. El rizoma constituye el modelo del laberinto hermético. Pero ocurre que el pensamiento latino siempre fue ajeno a la idea del rizoma. Cuando Ovidio cuenta una historia de metamorfosis no piensa de ninguna manera que toda cosa pueda convertirse en cualquier otra cosa. En Ovidio —ha sido demostrado— las transformaciones están, en el fondo, justificadas por una ley: son formas estructuralmente semejantes que se transforman una en otra[11]. Es necesario que haya una garantía formal de la metamorfosis: para que dos cosas puedan confundirse, convirtiéndose una en la otra, es necesario primeramente haberlas reconocido en su individualidad morfológica. El milagro de la trans-substanciación, tal como lo define la escolástica, aun cuando representa una metamorfosis por excelencia, depende de una ontología de las substancias. Como milagro, quiebra por un instante los lazos de la identidad substancial, pero no los niega. Frangar, non flectar. El laberinto neo-platónico El neo-platonismo le da al Medioevo latino la posibilidad de ver al rizoma bajo una nueva forma. No olvidemos que las diversas doctrinas gnósticas o herméticas del período helenístico se organizarán en base a una estructura neoplatónica, en la que el mundo es una compleja encrucijada de emanaciones, eones, arcontes, hipóstasis, ángeles y demonios. El Medioevo latino conocerá al neo-platonismo a través de la versión cristianizada del Corpus dionysianum. Para el pseudo-Denys, el problema es el siguiente: el Uno divino es irreconocible y anterior a toda determinación, pero no obstante es necesario adjudicarle nombres (o: es necesario hablar de Dios, aunque Dios escape a toda nuestra palabra sobre él). ¿Cómo adjudicar nombres a algo cuyas naturaleza y formas se desconocen? El neoplatonismo cristiano del Areopagita es el neo-platonismo “débil” —a diferencia del neo-platonismo del Renacimiento que, ya veremos, será “fuerte”. Si bien reconoce la complejidad cósmica, el neoplatonismo del Areopagita, no piensa que el Uno, que constituye su origen, sea el lugar contradictorio de todas las determinaciones posibles. Al contrario, por ser el origen y la racionalidad misma del Cosmos, el Uno se conoce sin ambigüedad. Somos nosotros quienes lo conocemos de manera confusa y contradictoria, nosotros que, en razón de la inadecuación de nuestro lenguaje, no sabemos cómo nombrarlo. Tratamos de llamarlo unidad, verdad, belleza, pero no sabemos que dichos términos son inadecuados. Denys dirá que utilizamos ciertos términos para hablar de Dios, pero en sentido hipersubstancial. Es decir que significan mucho más —o mucho menos, lo que viene a ser lo mismo— que lo que significan normalmente. Por lo tanto, siempre significan otra cosa. De ahí que sea acertado llamar a Dios monstruo, oso, pantera, pues así nos daremos cuenta de que no decimos realmente la verdad acerca de él, y sabremos que hablamos sólo “simbólicamente”. Es fácil entrever el riesgo laberíntico de esta situación: todo el aspecto del universo, hasta el más impensablemente desproporcionado, sirve para hablar de Dios. ¿Como “leer” el libro del mundo cuando en él todo puede significar todo? Podría tomar la iniciativa la actividad fabulatoria del lenguaje místico, con sus metáforas incontroladas. Y es lo que se producirá con el neo-platonismo hermético y alquímico. Pero dijimos que el neo-platonismo medieval es de naturaleza débil. Ante todo, se niega a admitir lo que admitía el neo-platonismo de Plotino, a saber, que Dios se emana, que el Universo es, por así decirlo, un ectoplasma del Uno, y que, hasta en sus niveles más ínfimos, está hecho de la misma pasta que Dios. La filosofía cristiana debe salvar la absoluta trascendencia de Dios; por eso, transforma lentamente —es el trabajo que harán sobre el Corpus los teólogos posteriores, hasta Santo Tomás— la idea neo-platónica de emanación en idea cristiana de participación. El Uno divino es infinitamente distante de nosotros, no estamos hechos de la misma pasta, hemos sido creados por él pero existe una distancia, una interrupción entre él y nosotros, no hay una corriente, un magma continuo. Con esta perspectiva, es fácil comprender cómo, aun admitiendo que el mundo es un bosque de formas significantes y que todas pueden hablar de Dios de diferente manera, se trate de limitar la polisemia del cosmos. Es necesario llegar a expresar de manera unívoca esa univocidad y ese carácter no contradictorio que es Dios en sí. Se trata de transformar una pululación de alusiones, de relaciones imprecisas de semejanzas, en cadenas de causas y efectos acerca de las cuales se pueda razonar de manera unívoca. El principio tomista de la analogía no se basa en semejanzas inasibles y vagas, sino en un criterio metodológico que permite inferir a partir de los efectos, según reglas lo más unívocas posible, la naturaleza de la causa. Por eso el universo dionisíaco, en su reinterpretación tomista, ya no es —si bien para Denys podía serlo— un laberinto de semejanzas: es un árbol de relaciones jerárquicas en el que, siguiendo las cadenas causales, cinco vías —y no una infinidad de vías— conducen a un solo término, y nada más que uno; la demostración de la existencia de Dios. Utrum... Para que este discurso sea posible es necesario creer firmemente en el principio de identidad, y sostener que tertium non datur. Los principios de la lógica griega reafirman la certeza que tienen los latinos de poder trazar con una exactitud absoluta las fronteras entre las cosas y entre las ideas. Puede haber opiniones contradictorias, pero el objetivo de la búsqueda filosófica es llegar a una conclusión desprovista de ambigüedad. Al rever este modo de pensamiento latino es grande la tentación de encontrar en los mitos fundadores de la latinidad el origen de la voluntad escolástica de llegar a la identificación del único argumento “correcto”. Mucius Sca-evola se equivoca, confunde una persona con otra y mata a un cortesano en lugar de matar a Porsenna; se castiga quemándose la mano que cometió el error, que se equivocó, que no supo operar la distinción exacta entre dos entidades diferentes. El debate escolástico está animado de la misma voluntad de distinción; esta observación puede parecer trivial, pero nos abocaremos a comparar el modo de razonamiento escolástico con el del hermetismo y el Renacimiento. El estilo escolástico —observa Chenu— puede reducirse a tres procedimientos fundamentales: la lectio, la questio y la diputatio[12]. La lectio. La lectio presupone un texto. Las Santas Escrituras, serán, antes incluso que Aristóteles o las sentencias de Pierre Lombard, el texto por excelencia. ¿Cuál es la actitud de la latinidad cristiana respecto de dicho texto? Los Padres de la Iglesia establecieron que los dos Testamentos hablan de dos cosas diferentes, y hasta a veces fuertemente contradictorias: los preceptos de la antigua Ley no son siempre los de la nueva Ley. Para conciliar dos libros tan distintos y aceptar la idea de que ambos fueron escritos dígito Dei, es necesario admitir que un libro habla del otro, pero de manera oscura y por ende “simbólica”. Es el nacimiento de la lectura “simbólica” de los dos Testamentos. Hablan figurativamente de dos maneras. Ante todo, hablan por medio de lo que los exégetas llaman la alegoría in verbis. Es un problema lingüístico acerca del cual el mundo helenístico y romano tardío del primer cristianismo no vacila: en efecto, se nutre de cultura retórica y conoce perfectamente las reglas que permiten comprender el funcionamiento de una metáfora, de una hipérbole, de una figura de pensamiento: el autor sagrado se ve obligado a expresarse a través de figuras, por razones de comprensibilidad y de estilo. El problema de la alegoría in factis es más complejo. El libro sagrado nos cuenta que se producen hechos: Abraham lleva a Isaac al monte, la mujer de Loth se transforma en estatua de sal, los judíos cruzan el Mar Rojo, María Magdalena lava y perfuma los pies de Jesús. Pero ocurre que no todos estos hechos son de igual naturaleza. Jesús muere en la cruz, es un hecho, pero también es un hecho (aparentemente) que Jesús se haga lavar los pies por María Magdalena. El primer gran teórico de la interpretación textual, San Agustín, sostiene que entre estos dos hechos hay una diferencia. Que los judíos huyan del cautiverio en Egipto es un hecho, pero que la verga de Aaron se transforme en serpiente no se ubica en el mismo nivel factual. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos cuentan hechos cuya razón no comprendemos exactamente porque o son contrarios a las buenas costumbres o parecen no esenciales y redundantes, como ciertas insistencias en las correspondencias numéricas o ciertos nombres propios. Para San Agustín, es necesario recurrir a la interpretación simbólica cada vez que se enfrenta un hecho cuya razón exacta no sea comprendida, y que, a la luz del sentido común, ni siquiera debería ser mencionado. Dios armó la Historia sagrada de manera que esos hechos —de los cuales algunos son insignificantes— se sucedan para que sean leídos como símbolos que significan otra cosa. Es el nacimiento de las teorías de la doble, y luego la triple y la cuádruple lectura del Testamento, a nivel literal, alegórico, moral, analógico. Si hace falta comprender el significado simbólico de los hechos, entonces —según San Agustín— hay que conocer el significado simbólico de las cosas mencionadas por las Escrituras. Por consiguiente, el simbolismo del libro se vuelca al simbolismo del mundo: es necesario interpretar nuevamente el mundo como una reserva de símbolos y para ello sirven los bestiarios, los lapidarios, las enciclopedias. Procedente de una tradición anterior al cristianismo, este cotejo del significado de los objetos del mundo empieza a cobrar importancia pues, el reconocer el significado de los objetos profanos, permite comprender el significado de los hechos citados por las Escrituras. Nos hallamos en una situación parecida a la del universo neo-platónico dionisíaco. En el mundo, y en el libro que habla de él, todo se vuelve multisignificante. La hermenéutica medieval, fascinada por el carácter laberíntico del libro, proclama su vértigo frente a la infinidad de cosas que el Libro sagrado puede decir. Origen o habla de “latissima Scripturae Silva” y San Jerónimo de "oceanum myste-riosum Dei” de “labyrintum”. Se habla de la Escritura sagrada como de un río muy rápido, que corre para aplacar la sed del espíritu, y que vive eternamente generando torbellinos ilimitados de sentidos espirituales... El Libro sagrado es considerado un volcán en el que no se pierde ninguna colada de lava, en el que cada una vuelve al ciclo y se renueva. Si el libro es así, se torna muy semejante, en su estructura semiótica, al laberinto hermético. Un texto puede tener infinidad de sentidos. Pero el pensamiento cristiano no puede aceptar esa perspectiva. El libro debe tener un solo sentido, el que marca su autor divino, y debe decir una sola cosa. La insistencia en la búsqueda de la intentio auctoris, que Santo Tomás extiende a la lectura de la poesía profana, refleja la certeza que tienen los latinos de una “cosa” que precede la superficie lingüística del texto[13]. El problema de las interpretaciones de la escritura no tiene solamente un alcance teológico: también tiene un alcance semiótico: aunque el texto sea un laberinto y pueda decir cosas infinitas, no puede decirlas todas y no puede decirlas de manera contradictoria, con San Agustín, en el De doctrina christiana, nace la teoría de las reglas contextúales para determinar si la interpretación de un pasaje del libro puede ser confirmada por el contexto. Si bien los bestiarios y los lapidarios —que fijan las reglas de atribución de un significado a los objetos del mundo citados por las Escrituras— nos dan la impresión de que cualquier entidad del mundo es multívoca —el león puede significar Dios, pero también puede significar el diablo— es necesario fijar reglas de contextualización. Las reglas que toda la patrística y la escolástica elaboran y proveen sirven para establecer que las Escrituras sagradas, torbellino y maraña de infinitos discursos, dicen siempre lo mismo, aunque lo digan de maneras infinitamente nuevas. Non nova, sed nove. La teoría de la lectio se refiere a la determinación de reglas a partir de las cuales puede hallarse siempre la misma verdad constantemente reformulada de manera diferente y sin embargo unívoca. Por consiguiente, la cultura latina está fascinada con el vértigo del laberinto escriturario (que no asustará a la cultura judía y cabalística), pero trata de exorcisar su fantasma. Reconoce el carácter laberíntico del libro como una impresión de superficie: el problema es encontrar allí las reglas subyacentes y los recorridos legítimos, deslegitimizando los que son errados. Si el libro fue escrito dígito Dei, y si Dios es el principio mismo de la identidad, el libro no puede generar significados contradictorios. Como veremos más adelante, en virtud del “corte epistemológico” que se crea con el Renacimiento, esta idea de lectura del libro no es la que prevalece en el mundo moderno, ya sea para las escrituras sagradas o para las escrituras profanas, principalmente la poesía. Pero la mentalidad latina no habría podido adherir a la idea de Valéry —“no hay un sentido verdadero de un texto”— ni a las nociones contemporáneas de deriva, de lectura libidinal o de desconstrucción del sentido. Una vez más, el modo de pensamiento latino trata de fijar fines a la interpretación. A riesgo de regular la lectio mediante un principio de autoridad. Y así se comprende cómo la Iglesia de Roma, en la medida en que todavía encarna una cultura latina, no puede aceptar el principio luterano de la libre interpretación. Como Mucius Scaevola, consiente en mutilarse una mano —la mitad del cuerpo de fieles— con el solo objeto de no admitir que Porsenna no es Porsenna. La quaestio. La quaestio escolástica, que halla su mayor concreción en la quaestio tomista, no desconoce la variedad de opiniones. Al contrario, las enumera, las clasifica, las enfrenta. Pero en el momento en que enfrenta las opiniones discordantes, en el momento en que es atrapada por el vértigo del ultrum y atisba la posibilidad de dos verdades contradictorias, se presenta como una máquina, que pretende ser infalible, para reducir ad unum los términos del dilema. El respondeo de la pregunta no ignora la variedad de las opiniones precedentes: trata de demostrar que no estaban en contradicción, y lo hace a costa de distinciones exageradamente sutiles, a menudo puramente formales, con todas sus fuerzas, trata de evitar que la respuesta a un problema pueda ser doble o múltiple. La disputatio. La disputatio, que es pública, asume públicamente el riesgo de la derrota: en efecto, no confía la enumeración de las razones contradictorias al rsumen del maestro, sino que las deja, por así decirlo, moverse libremente, presentadas por los adversarios en el punto máximo de su fuerza. La disputatio es una práctica teórica y es al mismo tiempo un torneo, un duelo, un riesgo calculado. ¡Cómo no imaginar la gloria que le corresponderá al maestro si logra conciliar las contradicciones y dar una respuesta única, pese al valor dialéctico de los adversarios! Sin embargo, como observa Mandonnet, la disputatio no se limita al proceso oral del debate; debe terminar en la determinatio confiada al maestro, de aquél que deberá hallar la conciliación final, indiscutible. El gusto problemático del espíritu moderno, para el cual un debate puede terminar con un interrogante abierto, rechaza este cierre de la disputa con una determinatio. Pero el espíritu latino, por su parte, rechaza la pregunta de Pilato, “Quidest veritas?’’ (Pilato es romano pero no sigue el modus cogitandi latino: su estadía en Oriente ha de haberlo corrompido...) La grandeza de la escolástica, como dispensadora de certezas, reside en su estrechez romana. Después, empieza el mundo moderno, con su vértigo del planteo ininterrumpido y el privilegio que sabe dar a los estados de crisis... El corte epistemológico Para comprender a fondo el modo de pensamiento latino es necesario oponerlo al modo de pensamiento hermético que se perfila en los albores del Renacimiento, en el momento en que el Corpus hermeticum es introducido en el mundo occidental. De hecho, el Corpus se remonta a los primeros siglos helenísticos, pero llega a Ficino y a Pico de la Mirandola como si hubiera sido escrito antes de Moisés y Pitágoras, y por ende como la expresión de una antigua sabiduría tradicional. El pensamiento hermético llega a Occidente al mismo tiempo que el renacimiento del neoplatonismo y el conocimiento del pensamiento cabalístico judío. La cabala es influida por el gnosticismo y el neoplatonismo: el mundo cabalístico es hasta tal punto laberíntico que la Torah puede ser cambiada un número infinito de veces, ilimitadamente, pues al final podría salir de ella el verdadero nombre de Dios. El trabajo del cabalista devoto es hacer girar el molino de la Torah para descontruirla continuamente y continuamente hacer surgir de ella nuevos significados, sin llegar nunca al término de la obra. Lectura infinita del libro y del mundo que el libro no sólo expresa sino que, según la mística cabalística, también funda y constituye. La teología del neo-platonismo florentino es lo que yo llamaría un neo-platonismo fuerte. En primer lugar, la doctrina neo-platónica es tomada en su sentido emanatista. Para utilizar términos corrientes, estamos en pleno panteísmo, el cual reconoce una continuidad material entre el Uno y el mundo. En segundo lugar, el Uno no es el de la teología medieval, lugar de la racionalidad unívoca; es el lugar de todas las determinaciones y contradicciones posibles, es la estructura misma de la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa. Para el Corpus hermeticum, no sólo el Uno original es contradictorio e insondable, sino que el mundo al que da origen es proteiforme; es una maraña de semejanzas que remiten una a la otra, generando constantemente nuevos significados. Dios, y el mundo con él, es el lugar de la contradicción misma. Eso explica por qué todo adepto a la tradición que se refiere a estos textos tiene hábitos que parecen y son insostenibles para mentes educadas de manera racionalista. Argumenta mediante analogías muy vagas, halla evidencias donde nosotros no vemos ninguna, pues el espíritu hermético quiere que todo se apoye en semejanzas metafóricas y proteiformes y que el mundo sea precisamente el lugar de todos los discursos contradictorios posibles. Por lo tanto, no estamos en el mundo medieval en el que la contradicción entre dos autores requiere una meditación que sea una y definitiva. Aquí, en cambio, toda idea contradictoria puede convivir con cualquier otra idea contradictoria, dado que la verdad es la acumulación de todas esas contradicciones. Es aquí donde se produce el corte epistemológico del que hablábamos al comienzo. Entre las características de la nueva episteme[14], encontramos primeramente el rechazo de la metricidad. Puede parecer extraño que esta característica emerja cuando nace la nueva ciencia, y por consiguiente la metricidad galilea, que lee el mundo como si estuviera escrito en caracteres matemáticos... Pero los manuales de historia del pensamiento pusieron en evidencia un solo aspecto del nacimiento del mundo moderno, desdeñando las profundas conexiones que existían en esa época entre pensamiento científico y pensamiento mágico, entre pensamiento de la calidad y pensamiento de la cantidad. La ciencia moderna nace alimentándose de magia y hermetismo, en una mezcla de la que hasta ahora nadie ha dado una receta satisfactoria. La oposición de lo cualitativo y lo cuantitativo, con el rechazo de la metricidad, lleva a la creencia de que nada es estable y que todo elemento del universo actúa sobre todo otro elemento, por una acción recíproca. Por esa razón, Ficino tratará de influenciar el curso de los astros y el destino del mundo mediante prácticas y operaciones mágicas, ya que lo semejante puede actuar sobre lo semejante. Sumemos a esto el rechazo del causalismo. Sabido es hasta qué punto el pensamiento teológico medieval se basaba en un fuerte noción de causa y efecto: sin la idea de un causalismo lineal no podrían funcionar los cinco caminos de Santo Tomás para la demostración de la existencia de Dios así como tampoco el principio de analogía. El rechazo del causalismo significa que la acción recíproca de los diversos elementos del universo no sigue una secuencia lineal sino más bien una lógica de la mutua simpatía, que origina el pensamiento alquímico y químico. Esta estructura de la mutua simpatía, que origina el pensamiento alquímico y químico. Esta estructura de la mutua simpatía no es lineal sino espiraliforme y está emparentada con la estructura del laberinto del tercer tipo. Si el universo es una red de similitudes y de simpatías cósmicas, ya no hay cadenas causales privilegiadas. El hermetismo del Renacimiento encuentra evidencias, asociaciones, conexiones, con una ausencia de escrúpulos que el pensamiento latino habría condenado (baste recordar la condena cicerónica a los métodos adivinatorios). Por último, el pensamiento hermético rechaza el dualismo, de modo que el principio de identidad y el del tercero excluido son duramente sacudidos. En el mundo del Renacimiento, tertium datur. Los medievales tenían el sentido de la separación y de la incompatibilidad entre los opuestos. No podían creer en dos cosas al mismo tiempo: una u otra era falsa. Para la nueva epistema, en cambio, la verdad se manifiesta incluso a través de los contrarios. Todo el tesoro de la sabiduría milenaria es verdadero, y es considerado digno de ser tomado. La tradición hermética se basa en el principio de similitud: lo que está arriba es comparable con lo que está abajo, lo que está abajo es comparable con lo que está arriba, sicut superius sic inferius. A partir del momento en que se decide identificar similitudes, éstas se pueden encontrar en todas partes, ya que, bajo cieno ángulo, todo puede ser visto como semejante a todo. En Jung, la teoría de los símbolos como arquetipos —que es explícitamente deudora de la tradición hermética— constituye un ejemplo contemporáneo de este modo de pensamiento: los símbolos son inagotables, densos de significados apenas atisbados, auto-contradictorios, tan cargados de sentido que es imposible cualquier interpretación definitiva; esta vaguedad es tan constitutiva de su naturaleza que cuando corren el riesgo de transformarse en alegorías o en emblemas esclerosados, y por ende unívocos, necesitamos pasar a símbolos de culturas más exóticas. Si se vuelve interpretable de manera unívoca, el símbolo pierde su poder simbólico: este principio rige gran parte de la crítica literaria y artística contemporánea, así como el planteo hermenéutico, por lo menos a partir del romanticismo. Esta tendencia —ampliamente seguida también en nuestros días— a leer el libro como un universo laberíntico, en el que ya no es posible encontrar un significado definitivo, crece y se forma en el momento de ese corte epistemológico, en la atmósfera hermética desde Pico de la Mirándola hasta Marsilio Ficino y Giordano Bruno, desde los kabalistas cristianos y de Reuchlin hasta Robert Fludd. Se desarrollará siguiendo un recorrido fácil de delimitar, que pasa por el ocultismo de numerosos románticos, hasta el simbolismo francés, a Yeats, a la desconstrucción de Yale, a la deriva de Derrida, a todo el post-estructuralismo y a una gran parte de la crítica psicoanalítica. Al hablar, como lo hacen, de lo informe, los símbolos no pueden tener un significado definido, y su lectura es por lo tanto infinitamente abierta. Ya no hay una búsqueda del código. Se ha operado un cambio de teología. El mundo moderno no constituye el fin de la teología sino la sustitución de una teología por otra. Los medievales confesaban la suya; Ficino, Pico de la Mirandola y el Renacimiento la llamaban eología platónica. En cambio la cultura contemporánea, heredera del pensamiento del Renacimiento, con frecuencia tiende a ocultar su o sus teologías. Pero el hecho de reconocer, de distinguir dos teologías opuestas, tal vez sea nuevamente una manera de plantear el problema según el modo de pensamiento latino. Con las observaciones del párrafo anterior, no quisimos decir que el modo de pensamiento latino termina con el Renacimiento. Es indudable que el Renacimiento hace vacilar el modo de pensamiento latino de la escolástica, y se vuelve más hacia Grecia, o mejor aún, hacia la koine helenística, que hacia Roma. No quisimos decir que el modo de pensamiento latino se mantiene ajeno al nacimiento de la nueva ciencia experimental y empírica. Aparece en el método galileano, en la lógica leibniziana y en las lógicas formales que de ellos derivan. No se trataba de bosquejar aquí un proceso histórico, ni de escenificar una disputa de los antiguos y los modernos. Queríamos delimitar un modelo de pensamiento que tuvo su origen en la cultura latina pero que subsiste como posibilidad, alternativa, signo de contradicción, obstáculo, solución, para toda la cultura occidental (y para otras culturas que entraron en contacto con él). El modo de pensamiento latino se opone a otros modos de pensamiento, como el sistema métrico decimal se opone al sistema de medidas anglosajón. Las culturas lo adoptan si consideran que sirve para resolver algunos de sus problemas. Cada vez que nos preguntamos si el principio de identidad puede valer incluso donde se lo niega, y justamente por poder negarlo, recurrimos al modo de pensamiento latino, y lo oponemos a la resistencia de los elementos empíricos que lo contradicen. Cuando nos preguntamos si un texto, en tanto superficie lineal de enunciados, tiene un sentido que controla la libertad de las interpretaciones, y cuando decidimos que algunas interpretaciones no pueden ser legitimadas, aun sin ir ya ingenuamente en busca de la presunta intentio auctoris, cada vez que lo hacemos estamos persiguiendo la utopía, imposible, quizá, del modo de pensamiento latino, que oponemos a la indeterminación hermética de nuestros impulsos y nuestro deseo —la que, por definición, no tiene fronteras... Lucrecio (De natura rerum, II) puso al mundo latino frente al infinito y al azar del clinamen. Lo obligó a mirar dentro del rayo de sol que entra en el interior de las casas por las opacas ventanas, Multa minuta modis multis per inane videbis Corpora misceri radiorum lumine in ipso y le pidió que reconociera en esa luz el signo de la existencia de muchos movimientos secretos de una materia oculta: Quod tales turbae motus quoque materiae Significant clandestinos caecosque subesse El pensamiento latino se preguntó en el transcurso de los siglos —y tomó del pensamiento griego los instrumentos conceptuales para una respuesta— si, en esos motus (movimiento, actividad, energía), había motus (rumbos, móviles, intenciones y por ende leyes ocultas). A veces, para encontrar la ley a toda costa, impuso al universo fronteras estrechas. Es indudable que el modo de pensamiento latino no puede dar cuenta de la entera realidad, en todas sus contradicciones. Y el pensamiento moderno aprendió a no temerle a la contradicción. Pero sin la advertencia del pensamiento latino, la realidad correría el riesgo de transformarse en una danza de átomos sin objetivo. Ahora sabemos que no es necesario que los átomos tengan objetivo. Pero el modo de pensamiento latino nos dice que dicho objetivo, debemos no obstante postularlo, para poder hablar tanto de los átoníos como del mundo que engendran. Hasta para hablar de un universo sin límites y sin leyes, hace falta, de una u otra manera, fijar un universo de discurso, y por consiguiente establecer fronteras, aun cuando fueran más lábiles y provisorias que las imaginadas por los poetas de la Pax Romana. Notas: [1] Sobre la relación entre puente y frontera, ver, Anita Seppilli, Sacralitá dell'acqua e sacrilegio deiponti, Palerme, Sellerio, 1977. La etimología discutida de pontifex (de pons y facere), sugerida por Varron, nos dice que el puente podría ser sacrilego porque atraviesa el sulcus, la frontera, el círculo mágico de la ciudad que, en algunos casos, es trazado por el agua. De ahí que su construcción debe hacerse bajo un rígido control ritual. [2] Fredric Brown, “What mad universe”, Startling Stories, septiembre 1948, cap. XVII. [3] Hans Reichenbach, The Direction ofTime, University of California Press, 1957, p. 37. [4] Counterfactuals, Oxford University Press, 1973, p. 85-87. [5] Stona delta lingua di Roma. Boloña, Cappelli, 1962, 2daed.,p. 95. [6] Esto no quiere decir que el tema del infinito sea ajeno a la cultura romana: aparece en Lucrecio y en la visión de la metamorfosis universal de Ovidio. Pero tomemos a Rodolfo Mondolfo, L 'infinito del pensiero dei greci (Florencia, Le Monnier, 1934): en el pensamiento romano, el infinito aparece más bien como concepto moral, relacionado con la eternidad del alma —en Séneca— o como eterno retorno a las aventuras humanas —en Marco Aurelio—. "La mutación tiende a allanarse en la inmutabilidad, y la infinidad del tiempo tiende a volver a ese estado de presencia, eterno, indiferenciado (en el que se disipa toda distinción de pasado y futuro) que es propio de la visión religiosa y de la consciencia mística” (p.121) Mondolfo señala que el tema del infinito es retomado más bien por el neo-platonismo helenístico y después por el Renacimiento de Giordano Bruno y de Nicolás de Casa, como lo diremos más adelante. [7] Ver respecto de este punto mis escritos: “L’Anti-Porphyre”, L'Infini N° 3, 1983; "Dizionario vs. Enciclopedia”, in Semiótica e filosofía del linguaggio, Turín, Einaudi, 1985 (en traducción en Presses Universitaircs de France) y “Corna, zoccoli, scarpe: algune impotesi su tre tipi di abduzione”, in U. Eco y Th. A. Sebeok (ed): II segno deitre, Milán, Bompiani, 1983. [8] Cf. Eugenio Coseriu: Systema, norma y habla. Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias Nº 9. [9] Ver. U. Eco, Il problema estético in Tommaso d’Aquino, 2da ed. Bompiani, Milán, 1970. [10] Naturalmente, tomo la metáfora del rizoma de Deleuze y Guattari: Rhtzome, Paris, Minuit, 1976. Para un desarrollo de este concepto, ver mi Semiótica e filosofía del linguaggio, ya citada. [11] Ver el estudio de J. K. Sceglov sobre los rasgos estructurales en las Metamorfosis: "Nekotorye certy struktury 'Netanirfiz' Ovidija”, in Struktumo-tipolkogiceskie issledovania, Moscú, 1962 (trad. ¡tai. in U.Eco y R. Faccani (ed): / sistemi di segni e ¡o strutturalismo soviético, Milán, Bompiani, 1969). [12] Ver el hermoso análisis de M.D. Chenu: Introduction a l'ctude de la más que uno; la demostración de la existencia de Dios. sa,nt Thomas d’Aquin, París, Vrin, 1950, cap. 2. [13] P. Mandonnec: “Chronologie des qucstions disputées de saint Tilomas d’Aquin”, in Revue thomisíe, N? 23, 1928. [14] Sigo las huellas de un autor que delimitó los caracteres del pensamiento hermético tratando de oponerlo como modelo positivo a los modelos del racionalismo clásico: Gilbert Durand (Science de l'homme et tradition, París, Berg, 1979, cap. 4). |
por Umberto Eco
Publicado, originalmente, en: revista
Vuelta Sudamericana
Núm. 9, abril de 1987
Vuelta Sudamericana apareció en Buenos Aires, entre 1986 y 1988
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/vuelta-sudamericana-no-9/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
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