Los inmortales de la Literatura Fantástica La maldición por Alejandro Dumas
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Ya sabe que el médico que vino a Francia con Walter-Scott era el doctor Sympson, uno de los facultativos más distinguidos de la Facultad de Edimburgo, el cual estaba relacionado con todas las personas de más consideración de la capital. Entre éstas se encontraba un juez del crimen, cuyo nombre nos ocultó, siendo éste el único secreto que respetó en cuanto tenía relación con la historia que me refería. Pues señor, este juez, a quien el médico visitaba, pero sin ninguna causa aparente de alteración en la salud, comenzó a desmejorar visiblemente, siendo uno de los síntomas principales de la enfermedad su sombría melancolía. La familia había interrogado al médico sobre su estado de salud, y éste por su parte interrogaba al amigo, del que no obtenía sino vagas respuestas que en nada satisfacían la ansiedad de su esposa, lo que probó al médico que allí existía un secreto, que el enfermo no podía revelarle. En fin, un día el doctor Sympson insistió tanto con su amigo para que le dijese qué sentía, que aquél, tomándolo de las manos lo interrogó: —Y bien —le dijo—, me siento enfermo, y mi enfermedad, querido amigo, es tanto más incurable cuanto que toda ella está en mi imaginación. —¿Cómo en vuestra imaginación? —Sí, me vuelvo loco. —¡Loco! ¿Y por qué? Vuestras miradas son naturales, la voz es clara y armoniosa —y tomando su mano—, el pulso está bien. —Pues he ahí precisamente lo que agrava mi mal, querido doctor. —Pues entonces, ¿en qué se funda su locura? —Tenga la bondad de cerrar la puerta para que no nos incomoden, y se lo diré, doctor. El médico cerró la puerta y volvió a sentarse junto al amigo. —¿Recuerda —le dijo el juez—, la última causa en que dicté sentencia? —Sí, recuerdo que era un bandido escocés a quien condenó a la horca, y luego ejecutaron. —Precisamente. Pues bien, en el momento en que me oyó pronunciar la sentencia, aquel hombre me miró con unos ojos que parecían quererme devorar, y hasta me amenazó con el puño. Yo no le hice caso porque ya sabe lo frecuentes que son estas demostraciones entre los condenados. Al día siguiente al de la ejecución el verdugo se presentó en mi casa, pidiéndome que lo perdonara por la visita, pero que creía de su deber advertirme una cosa importante por lo que pudiera acontecer. Entonces me dijo que el reo, antes de morir, había hecho una invocación en contra de mí a los malos espíritus, añadiendo, en el momento de expirar, que al otro día de la En el primer momento creí que tendría alguna sorpresa por sus compañeros, o que tratarían de vengarse a mano armada. Me encerré, entonces, en mi gabinete antes de la hora con un par de pistolas. Dieron por fin las seis en el reloj de la chimenea, y quedé en expectación, preocupado por la revelación que me había hecho el verdugo. Pero no vi nada, ni sentí otra cosa que una especie de gruñido sordo que no sabía de dónde provenía. Al volver el rostro me encontré con un gato de manchas negras y color de fuego. ¿Cómo o por dónde había entrado aquel animal? He ahí lo que yo no pude explicarme. En el instante era imposible porque las puertas y ventanas de mi habitación estaban perfectamente cerradas. Luego era seguro que e! animal estuviera allí desde mucho tiempo antes. Como no me había desayunado aún, toqué la campanilla y vino el criado. No pudo entrar porque había cerrado por dentro. Entonces me levanté de la cama y fui a abrirle. Le conté lo del gato negro y nos pusimos a buscarlo, aunque inútilmente, porque ya había desaparecido. Transcurrió toda la tarde sin acordarme ya de semejante hecho. Vino la noche, luego el día, e! cual transcurrió también sin que ocurriese la menor novedad, cuando al sonar las seis sentí el mismo ruido que en la víspera, y el mismo gato negro se presentó a mi vista. Pero esta vez saltó sobre mis rodillas, y aun cuando nunca había tenido antipatía por los gatos, aquella familiaridad me causó una impresión desagradable. Lo arrojé al suelo, pero volvió a saltarme encima. Lo eché por segunda vez. Fue inútil. Entonces me levanté y comencé a pasearme por el cuarto. El gato me seguía paso a paso, sin que nadie lo quitara de mi lado. Impaciente ya de su tenacidad, toqué la campanilla y vino en criado. Al abrir, el gato se metió bajo la cama, y aun cuando lo buscamos siempre fue en vano, porque una vez debajo de la cama había desaparecido como el día anterior. De noche salí a visitar unos amigos, y volví a casa, donde entré sin ser visto. Como no tenía luz, me vi obligado a subir muy despacio. Al llegar al último escalón oí que mi criado estaba conversando con la doncella de mi mujer. Al oírles pronunciar mi nombre me detuve, y vi que mi muchacho le contaba a la chica la escena de la víspera y la del día, añadiendo: “te digo que es preciso que nuestro amo se haya vuelto ioco. ¡Empeñarse en que había un gato negro y rojo en su habitación, es buena aprensión!” Aquellas pocas palabras me infundieron temor, porque, o la visión era verdadera, o era falsa. Si verdadera, me hallaba sometido a la influencia de un poder sobrenatural. Si falsa, y yo creía ver cosas que no existían, según mi criado, estaba loco, y en cualquiera de ambos casos estaría perdido. Considere, amigo mío, con cuánta impaciencia mezclada de pavor no aguardaría yo las seis del tercer día, pero este día, so pretexto de arreglar el el criado. Al abrir, el gato se cuarto, detuve a mi criado has ta las seis, en que oí idéntico ruido y se presentó el inseparable animalito, sentándose a mi lado. Permanecí callado un rato, esperando que al ver al animal el muchacho me hablara. ¡Pero nada! Iba y venía en todas direcciones sin advertir lo más mínimo. Viendo su indiferencia, pensé mandarle traer algo que estuviese en la misma línea que el gato, a ver si pasartdo a su lado tropezaba con él o lo veía. —John —le dije—, ponga esa campanilla sobre la mesa. El muchacho estaba a la cabecera de mi cama, y la campanilla encima de la chimenea, de modo que para ir de un punto a otro era indispensable pisar al animal o saltar sobre él. Hizo lo que le dije, pero al llegar al animal, éste dio un salto y vino a posarse sobre mis piernas sin ser visto por John, o al menos aparentó no verlo. Le confieso que entonces un sudor frío bañó mi frente y que aquellas palabras de John: “Es seguro que el amo se haya vuelto loco”, se representaron en mi imaginación de una manera terrible. —John —dije a mi criado—, ¿no ves nada sobre mis rodillas? Me quedó mirando un instante, y luego, como un hombre que toma una resolución definitiva: —Sí, señor —contestó—. Veo un gato. Entonces respiré con más libertad, y tomando al animal con mis propias manos: —Pues mira, tómalo, y hazme el favor de llevártelo. Efectivamente, sus manos chocaron con las mías. Le puse el gato sobre el brazo, y luego se marchó a una seña mía. . Durante diez minutos estuve mirando para descubrir algún animal, pero no vi absolutamente nada, quedándome tranquilo hasta el extremo de decidirme a preguntar a John qué había hecho del dichoso gato. Salía de mi cuarto con la intención de preguntarle, cuando al llegar a la puerta de la sala oí una estrepitosa carcajada, que salía como del gabinete de mi mujer. Me acerqué de puntillas por no hacer ruido, y conocí la voz de John. —Amiga mía —le decía a la doncella—. El amo no está por volverse loco, como te dije, sino que lo está ya rematado. Ya sabes que le ha dado por estar viendo siempre un gato negro y rojo. Hoy me ha preguntado si no lo veía sentado en sus rodillas. —¿Y qué le has respondido? —preguntó la doncella. —¿Qué había de responderle? Por no contrariar al pobre señor, le dije que sí, que lo veía, y ¿a que no s?bes lo que hizo luego? —¿Cómo quieres que lo adivine? —Pues tomó al supuesto gato y me dijo: ‘¡Llévatelo! ¡Llévatelo!’ Entonces hice que me llevaba al animal, y quedó satisfecho. —“Pero, entendámonos. Si te lo llevaste, el gato existiría verdaderamente”. —¡Qué disparate! El gato no existía ni ha existido nunca. Es su imaginación. Lo he dejado en su tema, porque, ¿qué conseguía con decirle la verdad? ¿Que se hubiera incomodado y me hubiera puesto en la calle? ¡No, diablo!, que me va muy bien en la casa. Que dice que ve un gato, y que quiere que yo lo vea también, aunque no exista, está bien, lo veremos. ¿Qué me importa a mí todo esto si me paga mis veinticinco libras por año? Que me dé treinta, y veré, no digo uno, sino dos, si así le place. No tuve valor para escuchar más, y me entré otra vez en mi gabinete con un profundo suspiro. No había nada. A las seis del día siguiente ya estaba mi inseparable allí, donde permaneció hasta el otro día por la mañana, en que desapareció rápidamente. —Pero, ¿qué más podré decirle? —continuó el enfermo—. Durante un mes entero se renovó la aparición continuamente, hasta el extremo de irme ya acostumbrando a aquel animal. El día 30 contado desde aquel en que tuvo lugar la ejecución, dieron las seis sin que el gato volviese a aparecer. Me volví loco de alegría al verme libre de aquella atroz pesadilla. El día siguiente lo pasé entre anhelante y fervoroso deseando, sin embargo, que llegase la hora fatal. Entre las cinco y las seis mis ojos no se apartaron del reloj, siguiendo sin pestañear siquiera los acompasados movimientos de la aguja, que al fin llegó a las XII. El ruido de atención que precede a la hora se dejó oír. Inmediatamente después el martinete dio el primero, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto golpe, y al sonar el sexto la puerta de mi cuarto se abrió súbitamente... —dijo el desgraciado magistrado— y entró una especie de ujier de cámara, vestido de uniforme como los de la servidumbre del lord lugarteniente de Escocia. Lo primero que se me ocurrió fue que quizá sería algún mensaje que el lord lugarteniente me enviaba, e inmediatamente tendí la mano al desconocido. Pero éste no hizo caso de mi insinuación y sin hablar una palabra vino a colocarse detrás de mi butaca, de donde no tuve que levantarme para mirarlo, porque lo veía en el espejo que había enfrente. Me levanté por fin, y el hombre me siguió algunos pasos. Fui a la mesa y llamé. Vino el criado, pero pareció no darse por entendido tampoco de la presencia de aquel como ujier que estaba a mi lado. Lo mandé irse, y me quedé solo con el extraño personaje, a quien tuve ocasión de examinar detenidamente de los pies a la cabeza. Estaba vestido de corte, con coleta, espadín atravesado por los riñones, y una especie de vesta bordada, apoyando el sombrero sobre el brazo. Me acosté a las diez, y él, tratando de pasar la noche lo más cómodamente posible, se sentó en mi butaca, que colocó próxima a mi cama. Entonces me volví del lado de la pared. Mas como no podía dormir, volví la cara dos o tres veces, y lo vi a la luz de la lamparilla que continuaba sentado sin moverse, aunque tampoco él dormía. Finalmente, al despuntar el día, cuya claridad penetraba a través de las persianas, giré la cara hacia mi hombre, pero ya no estaba. Respiré entonces, quedándome libre de esa fatal visión. Aquella noche recibía al gran comisario de la parroquia, y a las seis menos cinco minutos llamé al criado, so pretexto de que me preparase el traje de ceremonia, mandándole al mismo tiempo que echase el cerrojo a la puerta. Así lo hizo, pero al sonar la última campanada de las seis, en el momento en que yo no quitaba ojo del sitio, la puerta se abrió y entró el ujier. Inmediatamente me dirigí a la puerta, y la encontré herméticamente cerrada, como la había dejado mi criado. Vi al ujier, como el día anterior, de pie, detrás del asiento, sin que John, que andaba de uno a otro lado, hubiese notado que semejante hombre estaba allí, por lo que no me quedó duda de que sucedía con el hombre lo mismo que con el animal. Comencé a vestirme, y entonces ocurrió una cosa singular. Lleno de atenciones mi nuevo ayuda de cámara, atendió a John al vestirme, sin que él advirtiera tal cosa. Si John tomaba la casaca por el cuello, él la suspendía por los faldones. Cuando él me ataba el calzón por la pretina, el fantasma lo sostenía por las piernas. En mi vida había tenido un criado más oficioso y servicial. En esto llegó la hora de irme, y entonces el ujier, en lugar de seguirme, me precedió por la puerta. Bajó las escaleras y permaneció con el sombrero en las manos, mientras John abría la portezuela del carruaje. Cuando la cerró para ir a ocupar su puesto, él monto en el pescante, en el cual el conductor le hizo lugar para que pudiera ubicarse. Cuando llegamos a la casa, John bajó para abrirme, pero el fantasma estaba ya detrás guardando siempre la misma posición. Apenas puse el pie en tierra, echó a andar delante de mí, atravesando por entre la infinidad de lacayos que esperaban en la puerta. Algunas veces giraba la cabeza para ver si yo lo seguía. Entonces tuve la idea de preguntarle al conductor. —Patrick, ¿quién es ese hombre que estaba a tu lado? —¿Qué hombre? —me contestó el cochero. —El que venía contigo en el pescante. —Por nuestra vida, señor, no sé de quién me habla --continuó Patrick mirando en derredor. —Vamos, me habré engañado —le dije, y entré. El ujier que vio que me había detenido, se paró en la escalera para esperarme. Luego, al ver que yo seguía mi camino, él también hizo lo mismo, entrando delante de mí en la sala como para anunciarme. Una vez que yo entré volvió a la antecámara y ocupó el lugar que le competía a su clase. Es de advertir que el fantasma era tan invisible para todo el mundo como lo fue para John y para Patrick. Entonces, degeneró el miedo en terror, y yo mismo me convencí que perdía el juicio, y desde esa noche es cuando todo el mundo comenzó a notar la repentina variación que se operaba en mi persona. A la salida el fantasma estaba en la antecámara, y al verme echó a andar otra vez delante de mí. Subió al pescante, volvió a casa, entró en la habitación detrás de mí, y se sentó en la misma butaca en que se había sentado la víspera. Entonces quise asegurarme de si efectivamente había algo de real, y sobre todo de palpable en esta aparición. Y haciendo de tripas corazón, me dirigí de espaldas a la butaca con el objeto de sentarme y ver si sentía algo. Pero, ¡nada!, no lo sentí, y en cuanto me senté lo vi en el espejo, siempre de pie y detrás de mí. Aquella noche me acosté también, aunque mucho más tarde que el día anterior, y tan pronto como me metí en la cama el fantasma corrió a sentarse en mi puesto. Al otro día por la mañana desapareció, después de un mes entero de estar apareciendo diariamente, excepto el día 30, en que faltó. Como se da cuenta, ya no creí que la visión desaparecía completamente, como sucedió la primera vez, sino por el contrario, que sufriría alguna modificación, tal vez más terrible, y en lugar de gozar de la soledad, esperé conmovido el día siguiente. Efectivamente, al otro día, al dar la última campanada de las seis, sentí un ligero rozamiento sobre la colgadura de mi cama. Al levantar la cara vi que había un esqueleto, precisamente en el sitio en que la flecha que sostenía las cortinas entraba en la pared. El esqueleto estaba inmóvil, fijando en mí sus cóncavas y sombrías órbitas. Me levanté al verlo, y empecé a pasearme por el cuarto como si nada hubiese visto. Pero él seguía la dirección que yo tomaba, girando su cabeza a derecha e izquierda, si bien el cuerpo permanecía siempre en su estática inmovilidad. Aquella noche ya no tuve valor para acostarme y resolví dormir, o mejor dicho, pasarla sin abrir los ojos, sentado en la butaca en que acostumbraba a pasarlas el fantasma. Al comenzar el día desapareció el esqueleto. Di orden a John para que mudase la cama a otro sitio, mandándole- que desenrollase bien las cortinas, pero en vano, porque a las seis en punto volvió a oírse el mismo rozamiento. La colgadura se agitó levemente y vi que dos huesudas manos separaban las cortinas del lecho, poniendo al descubierto el esqueleto entero, que conservaba el mismo sitio y posición del día anterior. Ya en aquel caso no tuve valor para acostarme. Entonces la cabeza se inclinó hacia mí, como haciéndome una reverencia, y sus órbitas se fijaron en mí más que nunca... ¡Ya puede imaginar la noche que yo pasaría...! Pues bien, querido doctor, con ésa ya son veinte que paso con la misma angustia. Y ahora que ya conoce la causa de mi mal, dígame si se compromete aún a emprender mi curación, y si es posible encontrar un remedio. —Hombre, trataremos de hacerlo —dijo el doctor. —¿Y cómo? ¡Dígamelo! —Yo estoy firmemente persuadido de que ese fantasma no existe más que en su imaginación. —¿Y qué me importa que exista o no, si al cabo yo lo veo? —¿Quiere que haga una prueba a ver si yo lo veo? —No deseo otra cosa. —¿Y cuándo quiere que la haga? —Cuando guste, cuanto más pronto mejor. Mañana mismo. —Bien. Hasta mañana... Entretanto le recomiendo valor —dijo el doctor abandonando la sala, y el enfermo sonrió. Al día siguiente, a las siete de la mañana, estaba ya el médico en casa de su amigo. —¡Y bien!, le preguntó, ¿y el esqueleto? —Hace muy poco que ha desaparecido —le respondió aquél con voz débil. —Pues vamos a ver si lo arreglamos de manera que no vuelva esta noche a incomodarlo. —¡Bienf —¿Dice que se presenta al dar la última campanada de las seis? —Eso es. —Pues empecemos por parar el reloj, dijo, y detuvo el péndulo con el dedo. —¿Qué va a hacer? —En primer lugar quiero evitar que mida el tiempo ¡entras llega la hora. —Bueno. —Ahora dejaremos las persianas cerradas, y correremos bien las cortinas. —¿Y para qué? —Con el objeto siempre de que no conozca la hora por el cambio de luz. —Está bien, está bien, pero vamos a quedarnos a oscuras. —No tema nada. A ver, John, continuó el doctor, encienda esos candelabros, y téngame preparado un almuerzo y una comida para que la sirva no a la hora de costumbre, sino cuando lo llamemos. —¿Ha entendido bien, John? —añadió el enfermo. —Perfectamente, señor. —Ahora traiga una baraja, los dados y un dominó, y déjenos solos. John dio al doctor los objetos que había pedido y se retiró. En seguida el doctor empezó a distraer a su amigo como mejor pudo, ya en conversaciones, o jugando hasta que el enfermo dijo que se sentía con algún apetito. Entonces el médico dejó las cartas y llamó. „ John, que sabía para qué se lo llamaba, se presentó con el almuerzo. Después continuó la partida comenzada, que no fue interrumpida sino por la campanilla que el médico agitó por segunda vez, y a cuyo eco respondió John sirviendo la comida. Se comió con apetito, se bebió regularmente, se tomó el café de costumbre, y se continuó jugando. Pero el día se hizo tan largo que creyendo el médico, según sus cálculos, que la hora terrible había transcurrido, se levantó exclamando: —¡Victoria! —¿Cómo victoria?, preguntó el enfermo. —¡Ya son las nueve cuando menos, y el esqueleto no ha venido! —Me parece que se equivoca, doctor. No puede ser tan tarde, si no, mire su reloj, que es el único que anda, y si efectivamente ha pasado la hora gritaré victoria con usted, pero hasta tanto seré cauto. El doctor miró su reloj y no dijo nada. —Se ha engañado, ¿no es cierto? -dijo el enfermo—. Ahora serán las seis en punto. —¿Y qué? —¡Qué...! Que ahí tiene al esqueleto que entra en este momento. Y el enfermo se recostó sobre su asiento y suspiró. —Pero, ¿dónde lo ve? —exclamó el médico mirando a todos lados. —En el mismo sitio de siempre, entre las cortinas de mi cama. Al decir esto se levantó el médico, retiró la cama de la pared, se subió en ella y se situó en el mismo sitio que el enfermo designaba. —¿Y ahora lo ve? —No veo el cuerpo porque usted lo cubre enteramente, pero veo el cráneo. —¿Dónde? —Por encima de su hombro derecho. Parece como si usted tuviera dos cabezas, una muerta y otra viva. A estas palabras del enfermo el médico tembló a pesar suyo, pero al volver la cara y ver que no había nada, bajó de la cama y volvió hasta el amigo, al que le dijo con aire de tristeza: —Amigo mío, siento darle una mala nueva, pero si tiene alguna disposición testamentaria que hacer, no la demore. Dijo esto, y salió del aposentó enjugándose una furtiva lágrima. Nueve días después, a los tres meses justos de ser ejecutado el bandido escocés, entró John en el cuarto de su amo y lo encontró muerto en la cama. |
por
Alejandro Dumas /
Versión de Eduardo J. Lynch
Publicado, originalmente, en: Umbral Tiempo Futuro. Selección de relatos fantásticos y ciencia ficción Nº 4, abril de 1978
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/umbral-tiempo-futuro-no-4/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
Editado por el editor de Letras Uruguay
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