Más fuerte que la muerte: de Pedro Páramo a Pedro el Largo

La muerte definitiva de Pedro el Largo (1998) de Mireya Robles
a la luz de Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo

ensayo de Anna Diegel

Cuando, después de una larga agonía, finalmente muere Ivan Ilich, al personaje de Tolstoi se le aparece una luz que para él es la revelación de que la muerte significa una liberación de su triste condición humana, y que va a descubrir otra dimensión. Varios escritores han descrito el pasaje dramático de la vida a la muerte, ya sea una visión luminosa como en La muerte de Ivan Ilich o la transición a la nada, como en Madame Bovary, donde la heroína “dejó de existir”. Aun en textos como La muerte en Venecia de Thomas Mann, en el que el autor no se pronuncia en cuanto a la existencia o no-existencia de un Más Allá (en este caso, el autor usa la idea de una muerte presentida para que su personaje descubra su verdadera personalidad antes de morir), la muerte aparece como un fenómeno definitivo y sin regreso. En la visión tradicional del mundo occidental, la muerte es la Parca que corta el hilo de la vida y deja al hombre separado de sus semejantes en la tierra para siempre.

A esta concepción familiar de la muerte se oponen dos escritores hispanoamericanos cuyo parentesco intelectual, emocional y espiritual es evidente. Se trata de Juan Rulfo y de Mireya Robles y de sus novelas, Pedro Páramo y La muerte definitiva de Pedro el Largo. Las dos novelas comparten la misma dimensión mítica y poética. Ambas tienen raíz en un ambiente regional determinado, el estado de Jalisco, en el suroeste rural de México para Rulfo y en la ciudad y la región de Guantánamo en Cuba para Robles, aun si el personaje central de ésta se desplaza a otros marcos geográficos. El color y el sabor de estos ambientes se transmiten a través del lenguaje cotidiano de las dos regiones. Pero sobre todo, las dos novelas coinciden en la idea central de que la vida y la muerte no son entidades separadas, sino que coexisten en un solo mundo, en el que no hay fronteras entre lo natural y lo sobrenatural, entre la realidad y el sueño. Esta idea abre la puerta al realismo mágico. También, la noción de que la vida y la muerte son las dos caras de una misma realidad abarca un concepto flexible del espacio y del tiempo: así como se borran los límites entre la realidad y la imaginación, no existen fronteras concretas en el espacio o un fluir lineal en el tiempo. Espacio y tiempo se manipulan con una libertad subjetiva y total, reproduciendo el no-espacio y el no-tiempo de la muerte.

En la obra de Juan Rulfo y en la de Mireya Robles, este concepto de un mundo sin fronteras entre la exterioridad y la interioridad del hombre brota de una misma percepción de la vida. Ambos escritores tienen una visión desesperanzada del mundo, un sentido hondo de la soledad, de la frustración y de la angustia, que los impele a buscar respuestas más allá de la realidad tangible. Sin embargo, los personajes de Rulfo y de Robles, en su mundo sobrenatural, no encuentran ligereza, ni se sueltan de su pena terrenal. Llevan la muerte por dentro y transmiten un sentido de la desilusión y de la inutilidad de los esfuerzos humanos. Una comparación que, frecuentemente, viene a la mente es el ambiente de las novelas de Kafka, en las que, a pesar de que los acontecimientos desarollan en un espacio abstracto e infinito en el que el autor juega con mayor libertad con las leyes físicas, sin embargo el ambiente es agobiante y opresivo, como el de las casas cerradas o de los cuartos sin aire que tantas veces son el escenario de la acción kafkaiana.

Con toda su desesperación, o a causa de ella, Rulfo y Robles anhelan comunicar sus sentimientos a través de la creación. Rulfo declaró que su propósito en escribir Pedro Páramo era “el deseo de hacer vivir de nuevo a un pueblo muerto”.[1] Y Mireya Robles, en una reciente entrevista, dijo que sentía “la necesidad de, por una parte, rastrear [esas] vidas y por otra, de darle a esta vida presente, tan limitada, una libertad espacio-temporal que no tengo”.[2] Como lo expresa un crítico[3], Robles “sobrevuela el sufrimiento”, dándole la forma de la Palabra. La tensión entre la visión desesperada de una vida sin salida e impregnada de muerte, por una parte, y el afán angustioso de trascender los límites humanos por medio de la literatura, por otra parte, es lo que confiere a ambas novelas su impacto poderoso.

Aquí se acaba la comparación entre Pedro Páramo y La muerte definitiva de Pedro el Largo. Pues a pesar de la visión común que los une, visión de un mundo donde predominan la frustración y el sentido de pérdida, a pesar de una similitud en su temática (la idea de que lo visible y lo invisible se comunican) y a veces en su técnica, los dos escritores difieren en varios aspectos. Son estas diferencias las que las páginas siguientes pretenden indagar, o más exactamente, el camino ideológico transcurrido por Mireya Robles, de la lectura de Pedro Páramo a La muerte definitiva de Pedro el Largo.

La novela de Juan Rulfo transmite la idea de una continuidad entre lo natural y lo sobrenatural por medio de una estructura poco convencional: en setenta viñetas, o más bien fragmentos, sin relación cronológica, y a veces sin lazos entre los personajes (aunque la transición de un fragmento al otro se hace fácilmente, porque están relacionados por tema), dos narradores cuentan los acontecimientos en la vida del pueblo de Comala, entre las décadas que preceden la revolución mexicana y 1934, fecha de la muerte del primer narrador. Este narrador, que habla en primera persona, es Juan Preciado. Va a Comala en busca de su padre Pedro Páramo, el cual lo abandonó en su infancia. El segundo narrador de la novela es objetivo, pero no omnisciente, y relata, en tercera persona, las vidas de los habitantes del pueblo. Los dos narradores alternan en estos fragmentos, que contienen diálogo y narración poética. Se aplaza la revelación de datos importantes o se prefiguran futuros acontecimientos por indicios apenas perceptibles, y se hace un uso frecuente de símbolos. El resultado es un extraño texto que produce una impresión de confusión y de ambigüedad, y que transmite un ambiente de sueño que refleja el mundo sombrío de Comala, que es el mundo interior de Juan Rulfo.

No tarda mucho el lector en darse cuenta de que todos los personajes en Comala están muertos. Estos muertos reviven sus experiencias pasadas, aparecen como fantasmas en la tierra (para el asombro aterrorizado de Juan Preciado, el único vivo, pero que también muere, de terror, a medio camino de la novela), o hablan entre sí desde la tumba. Así, detrás del supuestamente bien mexicano pueblo de Comala, donde la gente habla el idioma local, respira otro mundo, un mundo eterno en el que no tienen vigencia las nociones de espacio y tiempo, donde, sin embargo, el hombre solamente tiene una visión imperfecta de esta otra realidad, que se manifiesta por “ruidos, voces, rumores” y el “eco de las sombras”.[PP, 113]

Esta imperfección de la visión viene del hecho de que los muertos de Comala son “ánimas en pena” [PP, 119]. Sin embargo estas ánimas no tienen esperanza de paraíso y están condenadas a vivir en la “mera boca del infierno” [PP, 68], bajo un cielo siempre gris. Padecen un sufrimiento que, más que dolor, parece ausencia del deseo de vivir, esterilidad, negativismo. Pedro Páramo, cuyo nombre simboliza la sequedad emocional del mundo de Comala, ha convertido una frustración amorosa en una fuerza de autodestrucción y de violencia que extiende al pueblo, que lleva a la ruina. El amor que figura en Pedro Páramo siempre aparece en forma de fracaso, o de sueño sin base en la realidad, como el amor no correspondido de Pedro Páramo por su amiga de infancia, o el de una mujer por su hijo imaginario, o la alucinación de la amada de Pedro, la cual se forja un recuerdo ficticio del amor con su primer marido, que supuestamente le correspondía y la llevaba al mar. Todos estos seres están derrotados por la pérdida de la ilusión o la no-aparición del amor. Pedro Páramo es un ser brutal y violento, pero sus acciones violentas no asombran ni trastornan a nadie, pues el pueblo entero vive en un vacío emocional, en un lugar en que “le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno…” [PP, 135]. Al mismo Pedro Páramo “le agarró la desilusión” [PP, 149] cuando murió la mujer que había amado en vano, y “no sintió dolor” [PP, 137] cuando murió su hijo favorito. El fracaso o la ausencia del amor es uno de los rasgos más determinantes en el ambiente agobiante y estático de Pedro Páramo. Este negativismo desengañado da lugar a un extraño sentido del humor, humor sardónico o amargo, como el de una muerta en su tumba, que le aconseja a su compañero igualmente muerto que piense “en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.” [PP, 130]

También, el entumecimiento emocional angustioso al cual están condenados los muertos de Comala se debe a la idea de lo que el autor nombra “pecado” o “vergüenza”, una noción que penetra toda la obra de Juan Rulfo. A veces, se trata de pecado sexual, como en el caso de la pareja incestuosa en Pedro Páramo. (“¿No me ve el pecado? […] Por dentro estoy hecha un mar de lodo” [PP, 118] dice la transgresora.) En los cuentos de Juan Rulfo, El llano en llamas, su única otra obra publicada, también es una constante la noción de culpa, que sea pecado sexual, o simplemente el sentimiento de vergüenza que acompaña la pobreza física y la indigencia moral: una pareja adúltera renuncia a su relación por su sentido de culpa después de la muerte del marido enfermo, o un niño huérfano teme al infierno con el que lo amenaza su madrastra, porque disfruta la leche de la buena sirvienta que le da de mamar. En estos cuentos, que relatan las vidas áridas de los pobres campesinos de Jalisco, el ambiente es más sombrío todavía que en Pedro Páramo, pues está ausente hasta la ilusión del amor, y los personajes cargan consigo un sentido de la inutilidad de la vida y se resignan a unas situaciones que consideran como la consecuencia de sus pecados. Así como los de los cuentos, los personajes de Pedro Páramo padecen de una honda desmoralización y de un letargo causado por la vergüenza, que les impide cualquier mejoramiento en su situación. Saben que no hay esperanza, a causa del peso de culpa que cargan. “¿Y qué crees que es la vida… sino un pecado?” [PP,179], pregunta uno de los personajes. Hasta Pedro Páramo, el mayor y más cínico pecador del pueblo, se sabe condenado por una justicia divina. Después de la muerte de su hijo favorito, comenta: “Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para teminar pronto.” [PP,137]. Sabe también que no hay la mínima posibilidad de que jamás alcance a su amada perdida: “Escondida en la inmensidad de Dios…donde no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.” [PP, 77]. La consciencia de la inexorabilidad del “infierno” [PP, 180] de la vida, provocado por el pecado, y la resignación dolorosa a esta condición es el segundo rastro que marca la narrativa de Rulfo.

Esto nos lleva a la obra de Mireya Robles y a las diferencias fundamentales entre ésta y la de Juan Rulfo: en la escritura de Robles, no hay pecado, y abunda el amor. Mejor dicho, cuando Mireya Robles se refiere a la noción de culpa, es para desmantelarla como un invento pernicioso. No se encuentra en los personajes de la autora la actitud de resignación desesperada ante el castigo que les toca: por el contrario, protestan vehementemente, o se engañan a sí mismos, negándose a aceptar la acusación de culpa. En cuanto al amor, casi siempre aparece con su resultado negativo, el dolor, el corolario del cual es la muerte emocional y espiritual. Pero no se trata del estado de ánimo fúnebre y paralizante de los personajes rulfianos, en los que la muerte se manifiesta por la ausencia de sentimientos o la indiferencia al sufrimiento, sino de una sensación asfixiante y dolorosa proveniente de la pérdida del amor y del recuerdo de éste, lo que lleva a los protagonistas a una incesante peregrinación para recobrar el paraíso perdido. El afán de recuperar lo perdido y de escapar del dolor es lo que conduce al protagonista de La muerte definitiva de Pedro el Largo a desdoblarse en otros personajes, escapando de las leyes del espacio y del tiempo, en una especie de movimiento reencarnatorio permanente, como lo veremos en el análisis de la novela más abajo.

Al llegar a este punto, es pertinente rastrear las obras publicadas de Mireya Robles, para trazar el camino temático que conduce a su última obra. En los años 70, Robles publicó dos volúmenes de poemas, Tiempo artesano (1973) y En esta aurora (1978), que ya prefiguran los temas constantes en su narrativa: el amor y la pérdida de éste. En el primer poemario predomina el sentido de muerte viva que deja la pérdida amorosa y el segundo celebra la resurrección del amor y de la alegría. También, en los poemas, figuran importantemente los temas del tiempo y de la muerte. (“El tiempo no vivido/ se agita fuertemente/ en las cien mil entrañas/ del alma”, y: “Cuando llegue la hora infinita,/ […], que huya el pulso de mis sueños/ y se esconda en una estrella…” [4]. En los dos volúmenes de poemas se afirma la existencia de otra dimensión, más alla del lugar o del instante presente. Al mismo tiempo que los poemas, Mireya Robles escribía y publicaba, en varias revistas y antologías, cuentos cuyo contenido temático, como el de los cuentos de Rulfo, presagia el sabor de su futura obra. Se trata, otra vez, de la búsqueda del amor y del dolor de la pérdida y del hondo sentido de soledad que causa el rechazo de otros humanos. Mientras la mayoría de estos cuentos nos sorprenden por su tono “rulfiano”, tono de desesperanza y de angustia al borde de la pesadilla kafkaiana, ya se entrevé en muchos de ellos la actitud de protesta y de autoafirmación que será característica de las obras siguientes de Robles. En el cuento “Trisagio de la muerte”[5], un cuento que parece un temprano esbozo de La muerte definitiva de Pedro el Largo, la ingenua Enana del Destino se recusa a la victimización y se niega a aceptar el sentido de culpa que tratan de infundirle los demás. En “La fuente de cocoa”[6], la protagonista, aunque desilusionada por las constantes pérdidas y por la inutilidad de la vida, sacude, simbólicamente, el peso de las culpas que la aplastan. También, en los cuentos de Mireya Robles, se asoma, de vez en cuando, la visión de ternura y de alegría que marca los poemas de En esta aurora. En algunos de estos cuentos figuran niños (El charco[7]) o la alegría de la reunión con el ser amado (En la otra mitad del tiempo[8]). El tono de ternura es el que predomina en la primera novela de Mireya Robles, Hagiografía de Narcisa la Bella[9], publicada en 1985, y cuyo escenario es la Cuba de los años cincuenta. La novela funciona en dos planos. El primero es una sátira del sistema patriarcal. En el segundo plano está la historia de Narcisa (niña, después joven) en busca del amor de los suyos, que la rechazan continuamente y que acaban devorándola, en una escena simbólica que la convierte en la mártir de esta heroicoburlesca “hagiografía”. Pero Narcisa no se siente martirizada. Como la Enana del Destino del cuento y como su sucesor, Pedro el Largo, Narcisa tiene una ingenuidad que la hace incapaz de percibir la realidad inmediata, al mismo tiempo que posee una sabiduría que la eleva por encima de los seres mezquinos y ávidos que la rodean y que le permite seguir en la búsqueda. Es esta inocencia la que despierta el tono de ternura de la autora hacia su personaje. Además, Narcisa no tiene carácter de víctima, sino es un ser que afirma su personalidad, ya sea en sus preferencias sexuales o en su voluntad de crear. He aquí todos los temas de Mireya Robles. Estos se encuentran esparcidos por su obra, que culmina en La muerte definitiva de Pedro el Largo. Es interesante notar que la obra entera de Mireya Robles está bañada en la atmósfera del realismo mágico, en la que lo real y lo sobrenatural se funden. También, el lenguaje de los poemas, con sus imágenes y símbolos, se repite en los cuentos y las novelas. Por ejemplo, la imagen de las aves que llevan “piedras de [mi] sangre” por los aires (una imagen que evoca la pérdida, y la desintegración de la personalidad) se encuentra en Tiempo artesano, en los cuentos (“Trisagio de la muerte”) y en La muerte definitiva de Pedro el Largo.

Este breve viaje panorámico a través de la obra de Mireya Robles, obra escasa, pero rica y compleja, nos lleva a su última novela, La muerte definitiva de Pedro el Largo. En esta obra, que enfoca los temas del dolor, del tiempo y de la muerte, el lector se enfrenta a un máximo desafío de interpretación, pues los acontecimientos no se siguen en secuencia cronológica, como en Hagiografía de Narcisa la Bella, sino en un orden caótico que recuerda el de la novela de Juan Rulfo. El texto está estructurado en veinte “capítulos”, o más bien, fragmentos de varios tamaños separados por espacios en blanco (pero sin punto final al cabo de cada capítulo) . Dentro de cada uno de estos fragmentos, donde no hay párrafos, la única puntuación consiste en puntos y comas, y comas. Como en Hagiografía de Narcisa la Bella, la densidad visual del texto sirve para expresar la complejidad y la continuidad de un pensamiento que difícilmente se podría organizar en párrafos lógicamente ordenados, y la falta de puntuación convencional subraya el carácter poético de la obra. Los capítulos mencionados representan, más o menos, las diversas personalidades de Pedro el Largo, el personaje del título, ya que éste tiene la capacidad de desdoblarse en varios avatares. No se trata de las reencarnaciones sucesivas de las religiones orientales, sino de personajes que coexisten en el espacio y en el tiempo, y cuyo denominador común es una especie de búsqueda poética, expresada en varias formas. En este sentido, estos personajes recuerdan los heterónimos del poeta portugués Fernando Pessoa. Pedro el Largo es, simultáneamente, un vago sin domicilio de la muy cubana Villa del Guaso (o sea, Guantánamo), personaje que reaparece a través de la novela y que se expresa en “letanías” destinadas a conjurar la “muerte definitiva”, es una especie de predicador y profeta errante, es un poderoso visir del faraón Ramsés II, que ambiciona ser el embalsamador de éste, es un impotente esclavo de varias épocas y que ansía la libertad, es el héroe de una ficticia leyenda inca, es un imperador chino que es al mismo tiempo monje budista, y es varios otros personajes más. En todos los avatares de Pedro, por más exóticos que sean, domina el ambiente cubano, gracias al lenguaje. Como ya dicho, estos personajes tienen en común un espíritu poético, que brota de su inconformidad con los límites de la vida, lo que los impulsa a salir de estas restricciones, en una búsqueda constante, fuera del espacio y del tiempo. Pedro el Largo es la “suma de [su] pasado y de [su] presente múltiple repartido en este siglo, en tiempos distintos, en espacios diferentes”. [PL, 143]

Dijimos más arriba que los capítulos sólo correspondían “más o menos” a los avatares de Pedro, pues frecuentemente, en un mismo capítulo cambia el objeto de la narración. Esto es particularmente evidente en el caso de un personaje que aparece por primera vez en la cuadragésima página (la novela tiene 147), en medio de un capítulo sobre Pedro el vago, una protagonista a quien se dirige la voz narradora en segunda persona (los demás personajes están mayormente descritos en tercera persona) y en quien el lector, gradualmente, reconoce la razón de ser, o primera causa de la obra. A este personaje, el más importante de la novela aparte del multifacético Pedro, no se le dedica capítulo separado, sino constituye la tela de fondo de La muerte definitiva de Pedro el Largo. Se trata de una mujer que fue amada por el metamorfoseante Pedro, cuando éste era mujer, en la bien determinada época entre 1975 y 1985, y vivía en la región de Nueva York. Estos pasajes relatan la historia de la progresiva deterioración de la relación sentimental entre las dos mujeres y del abandono de la amada, lo que culmina en una separación. El lector se da cuenta de que esta narración es un grito de dolor de la abandonada, y al mismo tiempo una protesta y una justificación. Esta abandonada no tiene nada de la resignación a la desgracia de los personajes de Rulfo, ni tampoco acepta los tabúes sexuales de éstos. Por el contrario, niega la idea de pecado, y afirma que el acto sexual expresa “lo más puro, lo más hermoso” [PL,65] de su personalidad. También, varias veces recuerda la belleza de los momentos del amor compartido. Pero por lo general, estos episodios transmiten tristeza y desesperanza, aunque en una forma que la misma autora nombra “kitsch”[10], en un tono bobalicón de parodia de novela sentimental. “Cuando me pongo a hacer monerías y a reírme,” dice la protagonista, “es para espantar el miedo a que me llegue la tristeza”. [PL, 60] Finalmente, hay que notar que los pasajes que tratan de esta relación sentimental están caracterizados por un casi puro realismo, que los distingue de las hazañas mágicas de los otros avatares de Pedro el Largo, el cual tiene la facultad de salir de la corteza de un árbol, de andar por levitación o de volar astralmente. Los acontecimientos del mundo mágico de Pedro se funden, casi sin que uno se dé cuenta, en las escenas realistas, o vice versa. Por ejemplo, después de lanzar sus conjuros de siempre, se ve a Pedro desapareciendo hacia las montañas; esto, por asociación de ideas, lleva la narración a un episodio en el que las dos mujeres de la trama central están subiendo y bajando pirámides en México, y así la transición de un mundo al otro se hace sin dificultad.

Un ingrediente importante de La muerte definitiva de Pedro el Largo es el humor que penetra muchas partes de la novela. Como con el tono paródico del relato “kitsch” mencionado arriba, se trata, otra vez de “espantar el miedo”. Este no es el humor amargo de Juan Rulfo, sino una jocosidad pueblerina, de sabor muy cubano y de lengua verde, que surge a veces en momentos supuestamente solemnes del relato, como, por ejemplo, el de una prédica de Pedro el Largo, destinada a enseñar “lo hermoso de la vida” [PL, 116] y otras verdades a sus compatriotas . He aquí el comentario de un oyente: “… si alguien me viene a hablar de la limitación de nuestros sentidos y con el cuento de que vivimos solamente una vez, me voy a encojonar bien pero bien encojonado y le voy a decir al que se atreva, oye, chico, qué cuento es ése ni qué niño muerto” [PL, 116]. Especialmente, el humor está implícito en los discursos rituales de Pedro, ceremonias sagradas destinadas a conjurar la muerte. Pero se trata de disparates cuyo contenido no tiene la menor connotación de rito religioso: “soy un chivito no perentorio y quitasol; soy la cotorrita de colores de crisantemo; esos enanos van a montar a tres pericas; Torcuata Remembrada, Eusebia Limón, las toticas moras son muy cerradas…etc” [PL, 85] Esta última tirada letánica propulsa la narración (por asociación de ideas, como siempre) en la dimensión del relato de la situación sentimental realista, en la que la voz narradora recuerda a la amante hablando disparates en su sueño. Éste es un recuerdo alegre y hermoso, “porque no hay mayor crimen que la tristeza, porque no hay monstruo mayor que la falta de alegría…”. [PL, 86]

De este delicado equilibrio entre el realismo y la magia y entre lo serio y lo risueño surgen los temas principales de la obra. A nivel ideológico, estos temas se aproximan a los de Rulfo: no hay separación entre la vida y la muerte, y por esto la idea de un tiempo cronológico es ilusoria. A nivel personal, la novela de Robles transmite las sensaciones de soledad, de desencaje con la vida y de desesperanza, mas también el recuerdo de la belleza y de la alegría, y la idea de protesta contra la pérdida. El personaje múltiple de Pedro el Largo es el resultado del fracaso sentimental descrito en los pasajes en primera persona: representa el esfuerzo del ser desesperado de reencajarse en el mundo, traspasando los límites físicos de éste. “[…] cómo sería estrar en la piel de otra persona, […] cómo sería habitar un cuerpo y una mente que no tuviera tristeza…” [PL,86], preguntaba, ya desde su niñez, la heroína del relato sentimental. Lo irónico es que el esfuerzo de traspasar los límites de una sola, finita personalidad para unirse a los demás fracasa también. Pedro el Largo, que sea loco cubano, visir egipcio, emperador chino o lo que sea, permanece el personaje solitario, aunque famoso, que sólo se comunica con los leprosos, o el ser “inconforme” o “equivocado” [PL, 142] que nunca logra alcanzar la comunicación que anhela, y cuyo destino es “saber que todo está ahí y que existe, pero no a mi alcance ni para mí, aunque no recuerdo haber hecho mal.” [PL, 107]

Otra forma de combatir la soledad y las frustraciones de la vida es lo que, en La muerte definitiva de Pedro el Largo, se presenta simbólicamente como los discursos y “letanías” de Pedro el Largo. Éstas representan el afán de ir más allá del mundo físico por medio de la palabra, o, hablando más generalmente, por la creación, que es un puente hacia otros humanos. Éste es un tema constante en la obra de Mireya Robles, tanto en los poemas como en los cuentos (la protagonista de “Trisagio de la muerte” letaniza también, creyendo “lanzar en estas palabras la definición de sí misma“[11]), y que desarolla plenamente en las novelas. La heroína de Hagiografía de Narcisa la Bella, como Pedro el Largo, se imagina predicadora y creadora, y construye mágicas chimeneas de ladrillos que son al mismo tiempo una forma de elevarse por encima del mundo que la sofoca y un podio desde el cual puede lanzar sus predicaciones. La función principal de los discursos de Narcisa es comunicarse con sus semejantes que la rechazan. Los de Pedro van un paso más lejos: aunque su papel de predicador no deja de ser un medio de alcanzar a los demás hombres por la “Autoridad de la Palabra” [PL, 23], por último, las letanías de Pedro el Largo tienen el propósito confesado de buscar “la fórmula de la muerte definitiva”, [PL, 132] lo que desconcierta a su público pueblerino y confunde al lector.

¿Qué es la “muerte definitiva?” El lector intuye que se trata, una vez más, de “espantar el miedo”, o mucho más radicalmente, de acabar con el dolor y los sentimientos de tristeza causados por la desilusión y la pérdida del amor. “Quiero dormir en blanco, sólo dormir en blanco y que se apague todo” [PL, 41], y “…me lancé a la calle… como buscando la verdadera muerte, ésa que lleva a la desaparición definitiva” [PL, 139], dice la protagonista del relato central. De hecho, Pedro el Largo, en su encarnación de vago cubano, muere aplastado por un carro en la calle, y hasta asciende a “Shamballa”, la ciudad legendaria que supuestamente reaparecerá en los últimos días del mundo. Pero ya se sabe que Pedro continúa viviendo en otras encarnaciones, como lo hemos visto a través de la novela. Se lo confirman los Guías de Shamballa: “regresa, Pedro, para que aprendas a olvidar la muerte definitiva…” [PL, 143]. El título de la novela, pues, es irónico. Así, en un sentido, el mundo de Mireya Robles se parece al de Juan Rulfo: la muerte y el tiempo no existen, y el hombre está condenado a vivir eternamente, cargando su pena.

La ambigüedad del personaje de Pedro el Largo, el predicador que “creía haber nacido para dar mensajes universales” [PL, 18] y el incansable buscador de la muerte definitiva, oculta otra paradoja. Este ser ubicuo y sin limitaciones temporales es también un apasionado conservador de las cosas de la vida. Esto también es un afán de encajar en la vida humana, mas en la vida futura, “extendiéndose en el Tiempo” [12], y así quizás alcazando alguna comunicación con sus semejantes. En su encarnación de visir egipcio, Pedro está obsesionado con la idea de “embalsamar” al Faraón, y en otra encarnación en la que es agente de propaganda de un candidato político en su municipio cubano, propone embalsamar a este personaje también, para “conservar [su] efigie para siempre” [PL, 34]. Aunque anhela la “desaparición eterna”, Pedro quiere dejar “una huella sobre la tierra […], una obra que fuera motivo y que diera lugar a que por los siglos de los siglos, se mencionara su nombre…” [PL, 34] Mireya Robles apunta, con mayor exactitud, datos, fechas, y acontecimientos de la vida real. La muerte definitiva de Pedro el Largo ofrece, a trozos, un cariñoso retrato de la Cuba de los años cincuenta, de las calles de Guantánamo y del paisaje del pueblo de Caimanera, de la atmósfera de una elección municipal o de una factoría de tabaco, de los excéntricos aldeanos o de los antiguos ritos de la mitología afrocubana, y finalmente, una fiesta del lenguage cubano, reproducido en sus variaciones en diversas clases sociales. Este rasgo, el amor a la tierra natal y la obsesión de retratarla, también acerca la obra de Mireya Robles a la de Juan Rulfo.

Se podría decir, como en el caso de Gabriel García Márquez y Cien añs de soledad, que Mireya Robles probablemente no hubiera podido escribir La muerte definitiva de Pedro el Largo sin leer Pedro Páramo. Pero en varios aspectos fundamentales, las dos obras difieren. Como ya mencionamos, la novela de Rulfo describe un mundo en el que predominan la sequedad emocional y la resignación a la desgracia. En La muerte definitiva de Pedro el Largo, por el contrario, detrás de la desesperación y del dolor de la pérdida, estalla el profundo deseo de vivir, simbolizado por el hambre voraz que invade a la protagonista principal después del abandono: “y fue entonces cuando empecé a devorarlo todo: dos cafeteras italianas, …las tablas sueltas de un librero sostenidas por tres columnas de ladrillos ...etc." [PL, 125]. También, en la novela de Mireya Robles, surge, repetidas veces, una protesta contra la resignación a la inutilidad de la vida: ya desde el primer momento que aparece Pedro el Largo en la imagen del viejo llorando e inclinado sobre sí mismo en un dibujo de Van Gogh, se lo ve simbólicamente protestando, levantando la cabeza para salir del cuadro, “desobedeciendo, desobedeciéndote, Van Gogh”. [PL, 8] Finalmente, y sobre todo, la novela La muerte definitiva de Pedro el Largo, a pesar del mensaje sombrío que transmite, está penetrada por una subyacente corriente de los recuerdos de la belleza y de la alegría, sin los cuales no se sentíría tan profundamente el dolor: recuerdos de un hogar compartido y consagrado por rituales comunes en búsqueda de la luz, de salidas juntas a un “paraíso” [PL, 99] mexicano o a una caverna lejana que se queda en la memoria como un lugar de alegría y risa, de paisajes amados. Estos recuerdos luminosos permiten que Pedro el Largo, en una de sus “salidas”, imagine y se adelante a la visión de una “tierra perfecta, a un ciclo de distancia, donde predominaban la sabiduría, la luz, el amor…” [PL, 55]. Y por eso, la novela de Mireya Robles termina con puntos suspensivos. Pedro el Largo se imagina, momentánea y equivocadamente, haber llegado al fin de su búsqueda, al momento de su “muerte definitiva” (“[…] hoy la alquimia está en el aire…” [PL, 146]), y empieza a recitar letanías, “hasta que desaparezca” . Y añade: “y está bien, estaría bien así, si no existiera este hueco carcomido, si no fuera este dolor tan secamente mío, si no fuera esta resignación tan identificable, si no fuera…” [PL, 147]. El lector tiene que suplir el resto de la frase. Probablemente sea algo así: “ …, si no fuera esta resignación que rechazo, si no fuera la alegría que todavía me espera.”

Anna Diegel, enero de 2002
Durban, África del Sur

FUENTES PRINCIPALES

Mireya Robles, La muerte definitiva de Pedro el Largo, Lectorum, Colección Marea Alta: México, 1998 (“PP”).

Juan Rulfo, Pedro Páramo, Edición de José Carlos González Boixo, Catedras, Letras Hispánicas: Madrid, 1990 (“PL”).

NOTAS

[1] Luis Leal, “Juan Rulfo”, en Joaquín Roy, ed., Narrativa y crítica de nuestra América, Editorial Castalia: Madrid, 1978, pág. 270.

[2] Vitalina Alfonso, “Llevo siempre mis raíces conmigo”, entrevista inédita con Mireya Robles, Miami Beach, abril de 2001.

[3] Joaquín Aguirre Romero, Sobrevolando el sufrimiento”, reseña de La muerte definitiva de Pedro el Largo, en Espéculo, número 16, Universidad Complutense de Madrid, 2000.

[4] Mireya Robles, Tiempo Artesano, Editorial Campos: Barcelona, 1973. (“Misterio del tiempo” en Poemas del tiempo, pág. 59, y Poemas de la muerte, III, pág. 85).

[5] Mireya Robles,” “Trisagio de la muerte” en Julio E. Hernández-Miyares, ed., Narradores cubanos de hoy (antología), Ediciones Universal: Miami, 1975.

[6] Mireya Robles, “La fuente de cacao” en Cuadernos americanos, número 5: México, septiembre-octubre 1971.

[7] Mireya Robles, “El charco” en Latino Stuff Review, número 21: Miami, otoño 1996.

[8] Mireya Robles, “Nell’altra meta del Tempo” (en traducción italiana) en Silarius: Batipaglia (Italia), julio-octubre 1975.

[9] Mireya Robles, Hagiografía de Narcisa la Bella, Ediciones del Norte: Hanover, NH, 1985.

[10] Mireya Robles, Mireya Robles dice de su personaje, introducción (hoja suelta) a La muerte definitiva de Pedro el Largo, Lectorum, Colección Marea Alta: México, 1998.

[11] Mireya Robles,” “Trisagio de la muerte” en Julio E. Hernández-Miyares, ed., Narradores cubanos de hoy (antología), Ediciones Universal: Miami, 1975.

[12] Mireya Robles, Tiempo Artesano, Editorial Campos: Barcelona, 1973. (“Extendiéndome en el tiempo” en Poemas del tiempo, pág. 61.)

 

ensayo de © Anna Diegel 2002
 

Publicado, originalmente, en Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid Nº 20. Marzo-junio 2002 Año VIII

Espéculo (del lat. speculum): espejo. Nombre aplicado en la Edad Media a ciertas obras de carácter didáctico, moral, ascético o científico.

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero20/pedro.html 

 

Juan Rulfo en Letras Uruguay

 

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