Valoración de Torres - García


ensayo de Guillermo de Torre

 

Leyendo hace pocos meses el libro de Michel Seuphor sobre el arte abstracto[1], que no obstante sus insuficiencias viene a ser la primera crónica histórica, si bien no historia crítica, de tal estilo— me asombró advertir el falaz escamoteo de que allí se hacía víctima a Joaquín Torres-García. Apenas si su nombre asoma en una mención incidental; no se reproduce ningún cuadro suyo; se ignoran sus abundantes y fundamentales libros, que tanto han contribuido al esclarecimiento de los actuales problemas artísticos. Ahora bien —y aunque especificar esto parezca una minucia— lo más curioso es que tal ocultación de la obra y la estética de Torres-García, en un libro donde su nombre debiera erigirse a parejo nivel del que ocupa un Kandinsky, quizá no sea consecuencia de una simple amnesia individual. El autor, en las líneas finales donde traza su autobiografía, anota: "Seuphor organiza con Torres-García la primera exposición internacional de arte abstracto, en la Galérie 23, rué de la Boétie 23, Paris, abril de 1930”. ¿Cabe, pues, aunque dicho al desgaire, reconocimiento más explícito del papel desempeñado por el gran pintor uruguayo en la formación o expansión del arte abstracto; de quien fue verdadero promotor de la mentada exposición —según nos consta a quienes estábamos presentes— y de otras muchas iniciativas, ya que Seuphor sólo asumía tareas secundarias? Por si este testimonio efímero no bastara, ahí queda como documento escrito la colección de la revista Cercle et Carré que Torres-García comenzó a publicar en Paris, en 1932, continuó en Montevideo hasta 1943, y que ha sido uno de los órganos iniciales y más característicos del arte no figurativo, después de la holandesa De Stijl, en 1917, y antes de la gran concentración internacional representada por ábstraction, création, art non figuratif, en 1932.

¿Cómo explicarse, pues, la eliminación de su nombre capital al llegar la hora del recuento antológico? Interpretar cabalmente ese desdén supondría internarse en una zona internacional fronteriza, llena de cepos peligrosos o, al menos, de vericuetos psicológicos. Apuntaré únicamente que ese incriminado desconocimiento u olvido, al igual que otros advertibles cotidianamente, obedece en principio a una peculiar insuficiencia óptica parisina: al hecho de considerar sólo valedero y vigente aquello que les cae parroquialmente más cerca, sin esforzarse en traspasar ninguna frontera. Sistema centrípeto, en contraste con la generosa irradiación centrífuga que todos les prestan; curiosidad alicorta, visión de radio mínimo, ombliguismo: producto paradójico del cruce entre provincialismo y cosmopolitismo. Resulta verdaderamente singular que toda la fuerza expansiva de un medio excepcional haya de aplicarse únicamente a los productos artísticos o intelectuales que allí se moldean, no tanto como se hacen: y que este beneficio nunca alcance a las obras y valores que aún habiendo rozado en cierto momento su meridiano, escapan luego hacia otras latitudes. Así Torres-García —quien, por cierto, no dejó de intuir muy bien este fenómeno[2] —, pudo contar como uno de los iniciadores y maestros indudables del arte abstracto o no figurativo, mientras permaneció en París; y no tanto por las excelencias de su obra, reconocidas o ignoradas, sino por el mero hecho de su presencia personal. Mas en cuanto llegó a Montevideo, su país natal, es decir, desde 1934, dejó de existir para los compiladores de historias amañadas.

Ya, sin embargo, la historia, la verdadera historia es muy distinta. Porque Torres-García, al retorno de media vida de peregrinaciones, desenvolvió en la capital uruguaya la actividad más trascendente de su existencia, fundó una escuela artística, escribió nuevos libros, dio cerca de un millar de conferencias, adoctrinó, removió los espíritus y marcó una huella profunda que no se extinguirá fácilmente. Al mismo tiempo, dueño pleno de su oficio, en posesión de diversos estilos, realizó las obras más expresivas de su fecunda vida, hasta morir en Montevideo —había nacido allí el 28 de julio de 1874— a los setenta y cinco años, el 8 de agosto- del pasado año.

 

¡Existencia varia y colmada la suya! Fuera largo referirla por lo menudo y anotar paralelamente las diversas épocas de su arte.

 

Ya el mismo artista lo hizo en el libro Historia de mi vida, aunque con cierta elementalidad, muy a grandes rasgos, con técnica, diríamos, de muralista literario. No obstante, cuando se releen esas páginas, cuando se advierte la vastedad de territorios —geográficos, estéticos, espirituales—, que el pintor atravesó, parece casi inimaginable en la vida de un solo hombre. Pero más asombroso todavía, para quienes tratamos al artista, a lo largo de varios años —en Barcelona, en París, en Madrid, en Montevideo—, es llegar a comprender cómo si su vida fue un continuo recomenzar —y su arte una serie de rupturas inaugurales—, una pugna contra corriente, agravada por la sombra insoslayable de la precariedad económica, pudo guardar siempre indemne la misma ingenuidad fervorosa, idéntico espíritu creador. Soportó así impávidamente estrecheces, ignorancias e infraestimaciones. Aplicado a él el calificativo de insobornable no suena como ditirambo, sino como simple caracterización. El signo arielino presidía indudablemente sus andanzas, aligeraba sus metamorfosis, suavizaba los rigores de una estrella adversa —en puridad quizá se redujera a los reflejos naturales de una conciencia sin flaquezas, enemiga de todo pacto—; en suma, le mantenía intacto, como la luz inalterable de sus ojos azules, alumbrando el rostro marfileño y la barba nívea, a los setenta y tantos años, cual si acabara de comenzar. Había que verlo, rodeado por los suyos, en su ambiente doméstico, en su taller, en cualquier interior donde se instalara para trabajar, por escueto o desapacible que hubiera sido el día antes, pues Torres-García poseía la capacidad de metamorfosear toda atmósfera, convirtiéndola en un cuadro propio más. Era menester escucharlo teorizar calma, pero agudamente, para advertir hasta qué punto vivía su arte, para comprender que su motejado radicalismo artístico, su ardor apostólico, su afán proselitista no resultaban desmesurados; eran la expresión natural de su verdad estética..

 

Una verdad, que a lo largo de más de medio siglo de incesante y caudalosa producción, fue siempre la misma, aunque variaran sus modos de expresión, y aún sus medios, pues estos no quedaron limitados a la pintura de caballete, sino que se extendieron a muy diversas técnicas: los paneles decorativos, la piedra esculpida, la madera tallada, los frescos murales, la ilustración, el decorado escénico, llegando inclusive a trabajos industriales como la juguetería. De todo hizo vehículo expresivo este artista para quien cuadra como pocos otros, el calificativo de proteico.

No importa que otros le precedieran o le acompañaran en el camino de la pintura abstracta. Sin disminuir las obras y aportaciones teóricas de cuantos exploraron el mismo camino, desde Kandinsky, Mondrian y Van Doesburg, puede y debe afirmarse categóricamente que nada ceden ante ellas las realizaciones del maestro uruguayo. Al contrario, por momentos se alzan a un nivel superior, merced a su hondura de intenciones y a la riqueza conceptual que revelan. Que el nombre de Torres-García no haya alcanzado, plenamente, la dimensión internacional que aquellos gozan, a causa de muy distinto origen —según al principio hube de apuntar—, y no al valor intrínseco de su obra, debe achacarse.

 

Quizá por el hecho mismo de no haber llegado al constructivismo, súbitamente, sino en virtud de un proceso gradual, largamente vivido y meditado, cuando Torres-García encuentra tal estilo, se encuentra cabalmente a sí mismo. De palabra me explicó en alguna ocasión —y por escrito, aunque más sintéticamente consta en su libro autobiográfico— cómo en cierto momento se le planteó un problema: la necesidad de conciliar la dualidad entre lo natural y la abstracción, entre los elementos de la naturaleza, y la técnica abstracta, geométrica, que usaba para representarlos. Hasta que un buen día —ello aconteció en París, hacia 1930—, decide que los elementos representados sean también abstractos, logrando así una armonía absoluta entre el asunto y la técnica. Resuelve pintar en adelante no las cosas de la naturaleza, sino su representación esquemática, el signo gráfico sustancial. Aplicará así la ley de frontalidad y el principio euclidiano —visible en tantas obras de arte y formas de la naturaleza, mas que permaneció casi olvidado desde Leonardo hasta su restauración parcial por algunos cubistas— de la “divina proportio” o sección de oro. A este fin, divide el lienzo en planos ortogonales, y, en los diversos espacios, engendrados por los ángulos rectos, incluye algunos de los elementos más simples, que pueden estimarse significantes del cosmos fundamental. Todo ello sometido a un principio de unidad en un ámbito de universalismo. El 1 —la aspiración de convergencia e identidad— será la cifra que regule su arte, la clave de su grafismo matemático, el signo de su microcosmos pictórico.

De ahí el ritmo, la arquitectura, la trabazón geométrica que presiden sus construcciones pictóricas. Contémplense y dígasenos si cada una de ellas no forma una suerte de microcosmos donde se contienen los elementos nucleares del mundo plástico. ¿Acaso puede ser otra la significación de esa silueta humana, esa estrella, ese triángulo, el ancla, el reloj, la botella, el barco, etc., recluidos en celdillas autónomas y diseñados como grafismos planistas, con trazos de aire pueril y sabio al mismo tiempo? Adviértase además —como antes indiqué— que ninguno de estos elementos está elegido al azar, sino deliberadamente, porque en su inexpresividad cotidiana y en su expresivismo inmutable son los símbolos menos locales, aquellos de significación más universal y permanente. A esta meta, por lo demás, tendieron unánimemente cuantos desde la segunda decena del siglo exploraron los caminos del arte abstracto. Así Van Doesburg[3], cuando escribía: “Encontrar lo bello no es otra cosa que descubrir lo universal. Esta universalidad es lo divino. Reconocer tal divinidad en cualquier obra de arte es experimentar una emoción estética”.

Se advertirá cómo Torres-García, situado en uno de los extremos límites de la pintura —a un costado la geometría y al otro la metafísica— aspiró a reinventar —o al menos a reordenar desde el principio— el mundo de las formas. Ahora bien, su titánica empresa no es tanto quizá una creación como una reanudación. Pues ya es sabido que a la meta de lo nuevo se llega no sólo mediante la zambullida en el futuro sino mediante la torsión retrospectiva hacia lo más remoto. El resultado sólo muy ocasional —y providencialmente— podrá ser genial; pero aún el logro más pequeño alcanzado por tal camino vale mil veces más que las calcografías de los sumisos.

 

Lo extraordinario es cómo Torres-García, con valerosa renuncia de todos los principios adquiridos, volvió a replantearse los principios esenciales del arte plástico; quiso retrotraer este arte a sus prístinas fuentes, a los moldes primarios. Pretendió empalmar con la gran línea del arte prehistórico, grecoarcaico, egipcio, mesopotámico. Se propuso dejar a un lado la corriente —a su juicio degenerada— que representa el arte pasivamente representativo, nacido de la figuración antropomórfica, que tiene sus raíces en Grecia y culmina en el Renacimiento. De ahí que aboliera radicalmente la perspectiva y cualquier simulacro de trampantojo, dejando únicamente reducido el cuadro a sus dos elementos realmente propios: anchura y altura. ¿Acaso este empeño no adquiere por momentos una dimensión sobrehumana, un alcance pronieteico? Realiza, pues, Torres-García un arte que aún siendo rigurosamente contemporáneo está fuera de las contingencias de tiempo y lugar. El propósito que durante cierta época alimentó, a raíz de su instalación en Montevideo, de enlazar con la tradición americana precolombiana, pronto hubo de abandonarlo, al advertir que, aún lejanamente, suponía un condicionamiento local. Siguió ateniéndose, por consiguiente, a normas extraespaciales y supertemporales.

 

Se me aparece así el arte de este pintor como la verdadera continuación y superación de la experiencia cubista. Lleva a término, en un plano más elevado, aquello que los puristas como Ozenfant y Jeanneret entrevieron fragmentariamente: la solidificación del cubismo —así como Cezánne había entrevisto la solidificación del impresionismo. Su punto de enlace más inmediato está en los neoplasticistas holandeses y en los constructivistas rusos, anteriores a la revolución. Como los primeros, arranca del plano rectangular; parte del valor concreto de las formas puras, que no intentan traducir ninguna realidad exterior. Como los segundos, carga el acento en la estructura. Este universo limitado —pero integral— de Torres-García, se nos presenta, por lo tanto, como la última consecuencia de la pintura pura en una de sus cimas más altas y logradas. Esta pintura de regla y compás, al afirmar los derechos de la geometría sobre el arabesco, de la razón sobre el capricho, se sitúa en el extremo antípoda de lo subconsciente, dando la espalda resueltamente, al superrrealismo.

 

Ahora bien, respecto a la situación de este arte con referencia al cubismo y al superrealismo, me interesa hacer algunas precisiones. Si bien desde hace algunos años somos varios los que venimos señalando la filiación cubista del arte abstracto, hay otros, entre los apologistas del primer estilo, que la niegan. Así Daniel Henry Kahnweiller. Este, en su condición de “marchand” del cubismo e inteligente turiferario de Juan Gris[4]; llega inclusive a negar la cualidad de pintura al arte abstracto. A su zaga, con mayor vehemencia todavía, y más recientemente, Georges Limbour[4], sostiene que “si los cubistas fueron precursores, lo fueron a su pesar”, y que “el arte abstracto no es solamente el rechazo del mundo exterior, sino su condenación en el plano estético”. Sus argumentos, no por impresionantes a primera vista, dejan de parecerse bastante a los que en su día se aplicaron al propio cubismo...

 

Menos ha de extrañarnos la acometida llevada, también ha poco, por Benjamín Péret[5], contra el arte abstracto, negando a su vez, que sea posible considerarlo como un arte, pues, escribe, “obra sobre un plano que no es el del arte, desde el momento en que rehuye toda intuición y toda imaginación". Pero faltaría antes ponerse de acuerdo sobre el sentido que adjudica a ambos conceptos, y replicarle, mientras tanto, que por intuición e imaginación no cabe entender únicamente la incongruencia prevista ni la mecanización de lo fantástico.

 

Mas rehuyamos llevar más adelante estas discusiones. La gran exposición de Torres-García, realizada hace poco en Washington, la más vasta y significativa aún, que se prepara en el Instituto de Arte Moderno de Buenos Aires, contribuirán —esperémoslo, si el gusto por los problemas estéticos no ha sucumbido— a remover y elucidar estas cuestiones, situando además el arte del gran pintor uruguayo en el plano de altitud merecida.


 

Notas:

 

[1] MICHEL SEUPHOR, L’art abstrait. Ses origines, ses premiers mal tres .(Maeght, París, 1949).

[2] Véase Historia de mi vida, página 266

[3] THEO VAN DOESBURG: Die Nieuwe Beeíding in de schilderkunst (Leyde, 1916). Cí. SEUPHOR, ob. cit.

[4] DANIEL HENRY KAHNWEILLER: Juan Cris (Gallimard, París, 1946).

[5]  V. Ahnanacti surréaliste du dcmi-siécle (La Nef, núms. 63-64).

 

Exposición 'Joaquín Torres-García: un moderno en la Arcadia'

Publicado el 14 nov. 2016

Joaquín Torres-García (Uruguay, 1874-1949), al igual que Pablo Picasso, tuvo la valentía de experimentar constantemente, dejando una inmensa producción artística en gran variedad de medios.

La exposición 'Joaquín Torres-García: un moderno en la Arcadia' es una gran retrospectiva de su obra organizada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York en colaboración con el Museo Picasso Málaga y la Fundación Telefónica, comisariada por Luis Pérez-Oramas, Conservador de Arte Latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

El comisario, Luis Pérez-Oramas, y el director artístico del Museo Picasso Málaga, José Lebrero Stals, comentan en este vídeo algunos de los aspectos más destacados de la exposición.

 

Joaquín Torres García: "Un volcán en erupción"

Publicado el 19 oct. 2015

El director del Museo Torres García, Alejandro Díaz, introduce la figura del artista y su vínculo con Nueva York, ciudad que alojará una retrospectiva de su obra en uno de los museos más importantes del mundo, el Museo de Arte Moderno (MoMA).

Vea el especial aquí:

http://especiales.elobservador.com.uy

#LaMañana Monumento cósmico de Joaquín Torres García

 

 

ensayo de Guillermo de Torre Buenos Aires, 1950.

Revista "Clima" Cuadernos de Arte Nos 2 / 3

Montevideo, octubre / diciembre 1950

 

Ver, además: Joaquín Torres García (1874-1949), por Carlos Real de Azúa

 

                        El pintor Joaquín Torres-García y la “modernidad incompleta” en América Latina, por Iñigo Sarriugarte Gómez

 

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