Una generación y la siguiente

por Camilo José Cela

A mí me parece que eso de tener muchos hijos debe ser algo muy parecido a una bendición de Dios; se conoce que en mi cabeza bullen ideas antiguas. Yo no tengo sino un sólo hijo legítimo y que hace años que vive de su trabajo y, claro es, no puedo hablar con demasiado conocimiento de causa; los hijos naturales, además de que no se sabe nunca con exactitud cuántos son, dan menos preocupaciones, porque suelen ser atendidos por sus madres o por los maridos de sus madres, que para eso están y, si no, que se hubieran casado con otra. Cada cual debe responder de sus actos y apencar con las consecuencias de sus decisiones.

Los hijos, pese a lo que se diga, no plantean más que problemas económicos que se pueden o no se pueden resolver, eso es todo. En la pelea planteada entre padres e hijos, que es una determinante histórica y vieja como el mundo, los padres suelen suponerse dueños —o al menos administradores-de unos derechos que no tienen lo que, aliado a un sentido de autoridad ya prescrito, les lleva a plantear la batalla que tienen perdida de antemano. Padres muy ridículos y hasta bajitos de estatura se sienten, de repente, Bismarck berrendo en Vázquez de Mella, y ni se dan cuenta siquiera de que la familia se muere de risa en sus propias narices; este tipo de padre es cómodo, por regla general, y su lidia no resulta difícil, porque toda la fuerza se les va en palabras solemnes y en consejos que parecen sacados del Vademecum del perfecto carabinero.

La familia está mal inventada y, con frecuencia, es una institución en la que —quizá para luchar contra el hastío— sus componentes se entretienen en el ruin deporte de hacerse la pascua unos a otros con aplicada reciprocidad. Los padres solemos ser muy latosos y también muy propensos a organizar un tiberio sobre si el aprobado del nene está en el alero o el virgo de la nena en su sitio, cuando lo más probable es que el mozo tenga ya el suspenso en la buchaca y la moza el virgo en el cogote. Las ideas que teníamos en mi generación sobre los estudios y la castidad ya no funcionan desde que se empezó a poder vivir bien de la especulación del suelo y se inventó la píldora; el suspenso seguido de la pobreza, al igual que el polvo que se prolonga en la secuela del hijo del público vilipendio y la privada ignominia, no son lo mismo que el cate no desviador de la trayectoria vital (¡ojo, qué frase más depurada!) ni el Feliciano que no deja rastro palpable y, en sus primeros tiempos, llorón.

Todo cambia, pero lo que pasa es que casi nadie se da cuenta del cambio hasta que los demás lo dejan más solo que la una y, claro es, ya es tarde para desandar lo andado. Alguien definió la familia diciendo que era un grupo de personas que, unidas por vínculos de sangre y viviendo bajo un mismo techo, empleaban sus mejores energías en odiarse los unos a los otros. Yo creo que esto es lo que se debe evitar, ya que supone un excesivo desgaste. A los hijos hay que dejarlos que vayan a su ser; se les da primero de mamar, se les paga el colegio, se les proporcionan medicamentos y reconstituyentes, se les opera de las amígdalas, de apendicitis y de fimosis, se les recompone algún que otro hueso partido, se les surte de unos duros para vicios, se les manda a la Universidad si quieren ir, y después, cuando son mayorcitos, se les suelta y que hagan de su capa un sayo, que ellos sabrán si aciertan o se equivocan y ya gozarán con el premio del éxito o ya se mesarán las barbas ante la coz del fracaso. Los padres, lo primero que tenemos que aprender es que nuestros hijos son ellos y no nosotros, y tienen sus gustos y sus ideas, y sus aficiones, y sus conductas que, omisión hecha de que sean buenas o malas —y me imagino que habrá de todo—, son suyas. Todo lo demás es tocar el violín de oído.

Armar un escándalo a la hora de comer porque el hijo se dejó crecer el pelo y parece un apóstol de los credos libertadores de la Humanidad, o la hija gasta pantalones vaqueros con los bajos deshilachados (que son más caros que los que tienen bastilla) y recuerda un cowboy de Arizona, es síntoma de que los padres, sobre todo el padre, propendan a malgastar las fuerzas en defensa de las causas sin objeto, que suelen ser las que más entusiasmos despiertan. En mis tiempos llevábamos el pantalón chanchullo, y las jóvenes se cortaban el pelo a lo garçon y fumaban en boquillas de ámbar de a palmo; pues bien: nuestros buenos padres creían que la raza degeneraba y que estaba ya próximo el fin del mundo. Después se vio que no: que la raza, en vez de ir para abajo, iba para arriba, y que el mundo, pese a todos los disparates que se inventaron para cargárselo, ahí seguía capeando el temporal.

Sí; los hijos no plantean más que problemas económicos, y eso sólo al principio. Lo que sucede es que hay padres para todos los gustos: unos creen que deben resolverles todas las situaciones (lo común es que se limiten a entontecerlos ayudándoles a cruzar la calle hasta que entran en quintas), y otros suponen que los hijos no cuestan ni un patacón, porque el instinto los nutre -lo que no es verdad- y, amparándose en el doble y falso lema de que “hijos, los que Dios quiera” (lo que queda algo raro, porque Dios, que se sepa, no suple a ninguno de ambos cónyuges), y de que “cada hijo trae un pan bajo el brazo” (lo que dista mucho de ser tal como se supone, ya que lo que suelen hacer es lo contrario), pueblan el mundo de mendigos. Las dos falaces consignas que dejé dichas -y que son el fundamento de los disparatados premios a la natalidad que tan en boga estuvieron entre españoles- fueron puestos en uso por la burguesía para poder seguir disponiendo de mano de obra barata; la resignación y los jornales oscilan en proporción inversa, esto es: a más resignación, menos cuartos para el resignado, y, si no, que no se resigne. De esta segunda especie de padres también conviene hablar un poco, aunque ya no queda mucho sitio y el tema comporte más vergüenza que alegría.

Hace unos años, tiempo que dejé pasar a propio intento y para no hurgar demasiado en la sangrante y abierta herida, leí en los periódicos del país una noticia estremecedora. En un pueblo de España, no importa señalar cuál era, un minero enfermo tenía dieciocho hijos. La mujer, se conoce que harta de parir pobres y de pasar calamidades, se le escapó, sin dejar rastro, y yo pienso que aún aguantó como una heroína. Los diez hijos mayores andan “esparcidos” (el señalamiento es del redactor de la agencia) y los ocho pequeños “en estado de abandono y desnutrición, fueron entregados por el padre a las autoridades municipales”. Yo pienso que este drama de la miseria llevada hasta sus últimas lindes y que parece sacado de una página de Dostoievski, debería hacer recapacitar a alguien. En el Punjab, que está en la India, el tener más de dos hijos es delito que se paga con un año de cárcel y una fuerte multa. Quizá las circunstancias españolas no sean las mismas, pero, mientras no se adecuen los medios para que los hijos puedan comer y no del cubo de la basura, como los gatos cimarrones, debería arbitrarse algún remedio para combatir tanto y tan gratuito y estúpido dolor. Tienen la palabra los sociólogos y los moralistas, que inmoralidad es —y no pequeña— el cruel deporte de engendrar hijos sin más ni más y a la que saltare. Y sólo salta la calamidad en la dolorida comba del hambre.

 

por Camilo José Cela

 

Publicado, originalmente, en:  Jaque Revista Semanario - Montevideo, 18 al 25 de Mayo de 1984 Año 1 N° 23

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3075

 

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