Recuerdos lapidarios por Camilo José Cela
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En Padrón, mi pueblo, tengo una lápida en la casa en que nací; otra en la plazuela que lleva mi nombre, y aún otra en el Instituto Nacional Mixto de Segunda Enseñanza, que se llama como yo me llamo. La verdad es que lo único que me falta es una última lápida, la del cementerio, pero tampoco tengo mayor prisa en que le saquen fotografías los veraneantes. Esto de tener lápidas en vida es un saludable ejercicio y también un adiestramiento en las mañas de la modestia, porque siempre hay quienes tienen más, aunque a las de éstos, con frecuencia, acaban apedreándolas al menor descuido de las autoridades locales, provinciales y nacionales, que tampoco pueden estar en todo. Nacer en un pueblo y en una casa, que es como nacían antes las personas decentes, y no en una urbe y en una clínica, que es como ahora suele venir al mundo el paisanaje, tiene la ventaja de que siempre hay sitio para colocar la lápida. Además, antes, cuando nacíamos en las casas, se morían algunos, y no era necesario hablar del crecimiento demográfico, que es una ordinariez. En Padrón y sus alrededores, más o menos en el paisaje que se abre en un radio de cuatro leguas en torno a la villa, nacieron (de algunos tan solo se supone que nacieron) hombres y mujeres de mucho lucimiento: la Reina Lupa, cuyos descendientes tienen ahora un restaurante en La Esclavitud; San Pedro de Mezonzo, obispo de Iria, que inventó la Salve; Macías el Enamorado, que murió del pinchazo que le dio un marido cornudo; Juan Rodríguez de la Cámara, el paje de Juan II, que escribió El siervo libre de amor, y que, desairado por su dama, se metió a fraile; Rosalía de Castro, que dicen que nació en Santiago, pero que algún día se demostrará que no; Carolina Otero, la moza (es un decir) que tuvo amores con un zar, un kaiser, un rey emperador y un rey a secas, entre otros admiradores de menor monta, y que también era hija de cura; don Ramón María de Valle-Inclán y Montenegro, de joven Ramón Valle Peña, con quien D. Alfonso XIII cometió el error de no hacerle marqués de Bradomín y a cuyos descendientes, D. Juan Carlos I tuvo el acierto de otorgarles el título; Alfonso Castelao, arquetipo de todas las gallegidades; Francisco y Julio Gamba, que sabían escribir y comer; Rafael Dieste, hombre de muy nobles letras; la Pantera de Arosa, boxeador que no llegó a Jack Dempsey, pero le quedó cerca; mi primo Paquiño, que de tres pedradas hizo tres tuertos, etc. Los de Santiago, que son más, nos roban los muertos, pero como los padrones no somos rencorosos, no les tenemos rabia y hasta nos llevamos bien con ellos y no nos importa que nos vean tomando pulpo juntos. Primero nos robaron a Nuestro Señor el Apóstol (nosotros decimos que los huesos que quedan son de Prisciliano) y después arramblaron con el cadáver de Rosalía, que estuvo enterrada en el cementerio de Adina. ¡Qué barbaridad! ¡Qué ansiosos! Esto de ser profeta en la propia tierra tiene su aquel, ya que, por lo común, no suele ser fácil conseguirlo; si todos los españoles hicieran lo que los padroneses y siguieran su ejemplo, otro gallo nos cantaría en las parameras de la piel de toro. Los españoles, a escala nacional, propendemos a lo contrario y, en lugar de apoyarnos, andamos a punterazos y levantando falsos testimonios: ahora, lo que está de moda es llamarnos los unos a los otros rojos o fascistas, según los vientos, los nervios y los reflejos condicionados; en esto variamos poco y demostramos no tener un imaginación muy fértil, fallo que intenta suplirse con la mala uva. ¡Así, nos luce el pelo! Aquí, lo mejor es hacer un corte de mangas al tendido, quitarse de en medio y ver cómo se despellejan y zurran los demás; es muy recomendable hacer oídos de mercader a las crujidas del pellejo propio y también no darle a las cosas más importancia de la que tienen, que no suele ser mucha. Hace poco estuve en Padrón y volví orgulloso de mis paisanos, porque, sobre tener un sentido epicúreo de la existencia, no juegan a la baja; debo reconocer —y así lo hago— que el ribeiro del difunto Cruces, el pulpo de Espetún, las croquetas del Cuco, el marisco de Ramallo, el reo del Chef Rivera y lo que sea de quien fuere y excepción, ayudan mucho a conllevar las amarguras de este valle de lágrimas. A lo mejor también influye la cachondería propia de la latitud, que es muy saludable y produce mucha admiración entre los visitantes de allende los portillos de La Canda y el Padornelo. Los ciento y pico padroneses de la diáspora que nos reunimos todos los años a comer juntos para celebrar el domingo de Pascuilla (comiendo como leones, señora, y le agradecería que nos desease buen provecho, ya que la buena digestión la hacemos solos), volvemos porque nuestros paisanos nos acogen con los brazos abiertos, que si no, seguiríamos rodando por la mar abajo o ver el mundo adelante, que tampoco nos va mal. ¡Qué Nuestro Señor e Apóstol les pague su caridad! En Padrón —como decía- tengo tres lápidas y voy, con la mayor pausa que puedo, camino de tener la cuarta. La gente cree que esto de coleccionar lápidas en el pueblo de uno es importante, pues no: lo importante es tenerlas en el pueblo de los demás. Puesto que yo las tengo en el lugar en que nací y de este sarampión ya estoy curado, debo declarar en público y en voz alta mi más honrado pensamiento: las lápidas nombrando casas natales, calles e institutos, ni sirven para nada ni importan un bledo. Se agradecen y se pasa la hoja: lo que de verdad importa es tener un pueblo detrás y saber que los paisanos, sobre serlo, son también los hermanos que habrían de levantarle a uno si se cayera al borde del camino, como un viejo caballo harto ya de sudar herraduras y ver tierras distantes. La verdad es que en esto, como en casi todo, he tenido mucha suerte. |
por Camilo José Cela
Publicado, originalmente, en: Jaque Revista Semanario
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Camilo José Cela en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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