Sea socio fundador de la Asociación de Amigos de Letras-Uruguay

 

Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!!

 
 

La conciencia de pecado como fatalidad y como destino
(Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne)
© Enrique  Castaños
Doctor en Historia del Arte
enriquecastanos@hotmail.com

 
 

Escrita en 1849 y publicada en 1850, la novela La letra escarlata (The Scarlett Letter), del estadounidense Nathaniel Hawthorne (1804 – 1864), indaga de modo muy penetrante en el concepto de pecado, en la conciencia de culpa y en los efectos que el fanatismo religioso puede tener en las comunidades humanas y en los individuos concretos. Mi intención es reflexionar sobre estos aspectos a partir de la personalidad, el carácter, el temperamento y la estructura anímica de los tres principales protagonistas de la obra, Hester Prynne, Arthur Dimmesdale y Roger Chillingworth, aunque también haré especiales referencias a Pearl, la hija de Hester y de Arthur, como contrapunto, sobre todo, de las atormentadas existencias de sus padres.

El contexto histórico y el clima religioso-espiritual en el que se desarrolla el relato tienen una importancia más que notable en el desenvolvimiento de los hechos y en la evolución de los personajes, cuyas vidas transcurren en unas circunstancias históricas muy específicas, perfectamente conocidas por el autor de la novela. En primer término, el arco cronológico y el lugar geográfico en el que suceden los hechos: en Boston, en la colonia de Massachusetts, entre 1642 y 1649. Es decir, en el territorio de Nueva Inglaterra. El primer asentamiento estable de los ingleses en Norteamérica tuvo lugar en 1607, en Jamestown, de la mano de John Smith, al norte del cabo Hatteras, llamándose Virginia a esa primera colonia, en honor de Isabel I Tudor, la «reina virgen». En noviembre de 1620, los llamados Padres Peregrinos, a bordo del Mayflower (Flor de mayo), y después de una accidentada

travesía que se había iniciado el 5 de agosto desde el puerto inglés de Southampton, llegaron a una zona situada junto al cabo Cod, al sureste de la actual Boston, en lo que sería territorio de la colonia de Massachusetts. En la primavera de 1630, junto con otros pueblos, se fundó Boston, en la Bahía de Massachusetts. Los 102 integrantes del Mayflower eran calvinistas ingleses que habían tenido que establecerse en Holanda por el hostigamiento de que fueron objeto al negarse a reconocer la supremacía eclesiástica del rey, Jacobo I Estuardo, lo que conllevaba el querer establecer su propia Iglesia. Max Weber afirma que «las discrepancias en la Iglesia anglicana fueron insuperables desde el momento en que la Corona y el puritanismo (en la época de Jacobo I) mantuvieron diferencias dogmáticas justamente en torno» a la doctrina de la predestinación; de modo general, tal doctrina «fue considerada como el elemento antiestatal del calvinismo, por lo que fue combatida oficialmente por las autoridades». Los puritanos ingleses, es decir, los calvinistas, fueron objeto de una auténtica persecución entre 1628 y 1640, por lo tanto bajo el reinado de Carlos I Estuardo. La disolución del Parlamento por el rey, que gobernó sin él durante diez años, disminuyendo notablemente las libertades inglesas, impulsó la emigración hacia las colonias de la costa este de lo que después serían los Estados Unidos, marchándose unas veinte mil personas durante el mencionado periodo, la inmensa mayoría de convicciones profundas. Durante el periodo en el que transcurre el relato de Hawthorne, esto es, desde el inicio de la guerra civil inglesa en 1642 hasta la ejecución de Carlos I Estuardo en 1649, menguó, no obstante, la emigración puritana.

Desde muy pronto surgió el autogobierno en las colonias. La primera carta constitucional se redactó en Virginia en 1619, y con ella se pretendía que los colonos gozasen del sistema de libertades por el que durante tanto tiempo se había luchado en Inglaterra. Inmediatamente después llegó el sistema representativo a la Bahía de Massachusetts, y, por lo tanto, a Boston. Pero con una importante y decisiva peculiaridad: que, desde el otoño de 1630, los nuevos miembros admitidos en el cuerpo político de gobierno de la colonia, debían necesariamente formar parte de alguna de las Iglesias establecidas dentro de los límites de ese cuerpo político. En la práctica, esto se traducía en el establecimiento de una suerte de teocracia o Iglesia-Estado. La concentración de los poderes judiciales y legislativos en manos del gobernador de la Bahía de Massachusetts, de sus asistentes y de los pastores protestantes, supuso la creación de una pequeña oligarquía en la colonia. Este sistema oligárquico empezó a tambalearse en 1632, por la protesta de los ciudadanos carentes de representación que se negaron a pagar un nuevo impuesto destinado a garantizar la defensa de la colonia. A partir de ese momento, comenzaron a ponerse los cimientos de una auténtica legislatura unicameral, en cuanto que el Gobernador y sus asistentes empezaron a reunirse periódicamente con los representantes o delegados de las distintas poblaciones. La Cámara inició sus sesiones en 1634, teniendo plena autoridad legislativa, aunque en 1644 escindióse en dos asambleas, una alta, constituida por los asistentes, y otra baja, integrada por los delegados de los pueblos. Durante medio siglo, la colonia de la Bahía de Massachusetts continuó siendo una república puritana, gobernada por sus propios legisladores. La historia narrada por Hawthorne entra de lleno en ese periodo de la colonia entendida como república puritana. La inexistencia de un Gobierno tiránico en las colonias no impide reconocer el establecimiento de una teocracia en Nueva Inglaterra hasta el último decenio del siglo XVII. Esta teocracia debe ser matizada. Mientras que en Virginia y en otras colonias del sur, «la Iglesia anglicana aceptó el auxilio del Gobierno», aunque sin ejercer «el menor control sobre el Estado», en cambio, «en Massachusetts y Connecticut, la Iglesia puritana se identificó en gran medida durante décadas con el Estado, ejerció un fuerte control sobre el Gobierno, y, de hecho, mantuvo mucho tiempo una suerte de despotismo eclesiástico». Allan Nevins y Henry Steele Commager afirman que «la razón fundamental por la que los puritanos emigraron a Massachusetts fue la de establecer una Iglesia-Estado y no la de encontrar libertad religiosa. Los puritanos no eran religiosos radicales; eran religiosos conservadores». Debe aclararse que el propósito de hallar libertad religiosa no puede ser desdeñado, pues resulta demostrado que sufrieron persecución en Inglaterra desde 1628 aproximadamente. En Inglaterra no les había satisfecho la preeminencia del rey sobre la Iglesia, el residuo de formas católicas en el culto y el relajamiento moral, parcela decisiva en la que eran mucho más estrictos. El caso es que la Iglesia-Estado calvinista triunfó en la Bahía de Massachusetts, con lo que eso significaba tanto de establecimiento de una dura disciplina, como de disolución del ideal de los Peregrinos de que cada congregación se autogobernase. Nos interesa particularmente recordar aquí los pasos que los dos mencionados historiadores admiten en la creación de la Iglesia-Estado en Massachusetts, una realidad notablemente articulada ya en 1646. El primero de esos pasos fue que para que un hombre pudiese votar o desempeñar un cargo en la administración de la colonia, debía necesariamente ser miembro de la Iglesia puritana. El segundo paso consistió en que resultaba obligatorio asistir a los oficios religiosos, medida que pretendía proteger a la Iglesia puritana de los descreídos. El tercer paso suponía que tanto la Iglesia calvinista como el Estado de la colonia debían aprobar conjunta e inseparablemente el establecimiento de una nueva Iglesia en el territorio de la Bahía de Massachusetts. Ningún espíritu religioso discrepante, pues, podía establecerse en todo el territorio de Massachusetts. En cuarto y último lugar, que el Estado debía subvenir al mantenimiento económico de la Iglesia puritana, de tal modo que tanto el Estado como los jefes de la Iglesia puritana actuaban juntos cuando se trataba de castigar una infracción de la disciplina moral y eclesiástica. Como descripción complementaria a lo anteriormente expuesto, reproduzco las palabras empleadas por el narrador de la novela para pergeñar los rasgos de la comunidad en la que se desenvuelven las peripecias de nuestros protagonistas: «…una comunidad que debía tanto sus orígenes como su progreso, y su actual estado de desarrollo, no a los impulsos de la juventud, sino a las austeras y controladas energías de la madurez, a la sombría sagacidad de la experiencia, habiendo logrado tantas cosas justamente porque habían imaginado y esperado tan poco» (cap. 3).

En los últimos años de ese turbulento periodo que comprende cronológicamente la novela, surge en Inglaterra la poderosa figura de Oliverio Cromwell, el único dirigente político inglés cuyo poder se ha sustentado en el Ejército. Cromwell era, en materia religiosa, un puritano, esto es, un calvinista, aunque su tolerancia fue mucho mayor que la que practicaban los habitantes de las colonias inglesas a mediados del siglo XVII. De hecho, la novela tiene como uno de sus principales propósitos denunciar el fanatismo religioso de la sociedad puritana de las colonias de la costa Este norteamericana, en concreto en Massachusetts. Sobre los habitantes de Nueva Inglaterra en la época en que transcurren los hechos, afirma el narrador, pues la novela está contada en tercera persona, que «estos pequeños puritanos [pertenecían] a la generación más intolerante que jamás haya pisado la tierra» (cap. 6).

La intolerancia que hemos descrito en Nueva Inglaterra, fue documentada y analizada en el célebre estudio del jurista alemán Georg Jellinek (1851 – 1911) titulado La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, publicado por vez primera en 1895. En él se nos dice que, cuando en el año 1629, los puritanos fundaron Salem, la segunda ciudad de Massachusetts después de New Plymouth, olvidaron las persecuciones de que habían sido objeto en su patria y «se manifestaron intolerantes respecto de cuantos profesaban principios religiosos distintos de los suyos». Al desembarcar, en 1631, Roger Williams en Massachusetts, la comunidad de Salem lo eligió pronto como su pastor, pero las ideas tolerantes en cuestiones religiosas de Williams terminarían convirtiéndolo en un proscrito y un perseguido. Tuvo que abandonar Salem, y, en 1636, junto con otros seguidores, fundó la ciudad de Providence, que se convertiría en un refugio para aquellos que sufrieran persecución religiosa en los territorios colindantes. Roger Williams era partidario de «la separación de la Iglesia y del Estado, y reclamó además una absoluta libertad religiosa, no sólo para todos los cristianos, sino también para los judíos, turcos y paganos, los cuales debían tener en el Estado iguales derechos civiles y políticos que los creyentes. La conciencia del hombre pertenece a él mismo, no al Estado».

Las libertades democráticas y la tolerancia religiosa no se afianzaron en las colonias inglesas en América precisamente de la mano de las comunidades puritanas «calvinistas» establecidas en Nueva Inglaterra, sino por influencia del Independientismo puritano, cuya forma más primitiva es el Congregacionismo que se articula en Holanda en torno a la figura de John Robinson, cuya actividad transformó las ideas de Roberto Brown, quien a fines del siglo XVI en Inglaterra estaba promoviendo una Iglesia reformada, o, lo que es lo mismo, calvinista. Pero esta Iglesia reformada de Robert Brown debía identificarse con la comunidad de los creyentes en una forma superior de Comunidad, mediante un pacto con Dios, comunidad de creyentes que debía regirse por las decisiones de la mayoría. Será John Robinson, pues, el que quiebre esta idea originaria, ya que el Congregacionismo propugnaba la separación de la Iglesia y del Estado. Precisamente tales principios del Congregacionismo, convertido ahora en Independientismo, a pesar de sus orígenes puritanos, no cuajaron en el territorio de Nueva Inglaterra, que como hemos explicado orientóse en una dirección teocrática.

Basándose en Jellinek, el historiador y sociólogo alemán de las religiones Ernst Troeltsch (1865 – 1923), va a proporcionarnos una explicación convincente del origen de la idea de los derechos del hombre en las colonias inglesas de América, idea que Jellinek deriva de las Constituciones de los Estados norteamericanos, aunque tales Declaraciones de Derechos deriven a su vez de principios religiosos puritanos. Ahora bien, ¿de qué tipo de puritanismo están hablando Jellinek y Troeltsch? Éste último subraya cómo Jellinek establece una relación directa entre los principios religiosos puritanos y las exigencias político-democráticas que se contienen en las Declaraciones de Derechos como formulaciones jurídicas. La relación establecida por Jellinek, la resume así Troeltsch: «Estaríamos, pues, en presencia de una acción muy importante del protestantismo, que habría introducido en la realidad estatal y en la vigencia jurídica general una ley y un ideal fundamentales de índole moderna». Pero, a continuación, también admite Troeltsch una cierta falta de precisión en Jellinek, pues ese protestantismo puritano del que derivan para ambos las Declaraciones de Derechos, no es precisamente «calvinista», «sino un entretejido de ideas baptistas, independientes y espiritualistas subjetivas fundido con la vieja idea calvinista de la invulnerabilidad de los derechos mayestáticos divinos, combinación que desde un principio se halla muy cerca del tránsito a una fundación racionalista. Los Estados puritanos calvinistas norteamericanos han sido democráticos, pero no sólo ignoraban por completo la libertad de conciencia, sino que la rechazaron en calidad de escepticismo ateo. Libertad de conciencia la hubo sólo en Rhode Island, pero este Estado era baptista y odiado, por esta su condición, por los Estados vecinos como sede de la anarquía; su gran organizador, Roger Williams, se pasó primero al baptismo y luego se convirtió en un espiritualista sin confesión. E, igualmente, el segundo hogar de la libertad de conciencia en Norteamérica, el Estado cuáquero de Pensilvania, es de origen baptista y espiritualista». Repárese en que esa «invulnerabilidad de los derechos mayestáticos divinos» pasaría luego a los derechos de la persona, en cuanto que inalienables.

Lo que me interesa destacar aquí es el alejamiento de la teocracia que se instala en la Bahía de Massachusetts del espíritu de tolerancia religiosa y de su escasa participación en la génesis de las Declaraciones de Derechos en el marco de una sociedad democrática, aunque, como ya se ha dicho, las cosas cambian drásticamente allí desde finales del siglo XVII. Sólo hay un problema, acerca del cual nada dicen ni Jellinek ni Troeltsch. El problema es que, a pesar del grado de intolerancia religiosa de Massachusetts, en el seno de los que pertenecían a la «asamblea alta» de esta república puritana, sí regía un funcionamiento democrático. Salvando las distancias, y sin ánimo de establecer comparaciones forzadas, también en la Atenas de Pericles la democracia estaba bastante desarrollada entre los ciudadanos varones libres, a pesar de la exclusión de los esclavos, las mujeres y otros grupos sociales. La democracia esclavista de la Atenas clásica ofrece, por tanto, serias limitaciones, como también estaba limitada la democracia en la colonia de Massachusetts durante el siglo XVII, por mucho que funcionase en el seno de una oligarquía de notables.

Por lo que se refiere a la opinión del propio Nathaniel Hawthorne acerca de las convulsiones revolucionarias en cuanto acontecimientos históricos, la desliza parcialmente a través de la figura del narrador de la novela, cuando éste compara irónicamente el carácter del patíbulo en el que fue expuesta Hester Prynne, «un factor tan importante en la formación de buenos ciudadanos», con el papel de «la guillotina entre los terroristas de Francia» (cap. 2). Aunque con infinita mayor torpeza, me permito, del mismo modo que Herman Melville en el capítulo cuatro de su genial relato Billy Budd, marinero (escrito en 1889), hacer aquí una digresión en relación a las palabras que acabo de reproducir, en la que repito las observaciones que ya hice, a propósito de un penetrante juicio político-moral del personaje de Andrei Petróvich Versílov sobre Juan-Jacobo Rousseau, en mi ensayo de septiembre de 2013 sobre la novela El adolescente (1876) de Dostoyevski. Naturalmente, Hawthorne se está refiriendo al sanguinario periodo del Terror en Francia, esto es, desde que Maximiliano Robespierre asumió la dirección del Comité de Salud Pública en agosto de 1793, omnipotente órgano de Poder en el que se había integrado el 27 de julio, hasta el Golpe de Estado de 9 de Termidor (27 de julio de 1794), que es cuando caen Robespierre, Saint-Just y sus secuaces, si bien el Terror continuó, pues sólo por la ley del Gran Terror de 9 de termidor fueron enviadas a la guillotina 1376 personas. Ya hubo un Primer Terror entre el 2 y el 6 de septiembre de 1792, pocas semanas antes de la apertura de la Convención republicana. También habría, junto a otros execrables desmanes, una «forma larvada de Terror blanco» en el invierno de 1794-1795 y en la primavera-verano de 1795, bajo la Convención Termidoriana. Por no hablar de las renovadas matanzas de sacerdotes (entre 1700 y 1800 individuos) durante el Segundo Directorio, como consecuencia de las disposiciones adoptadas el 19 de fructidor de 1797 (5 de septiembre).

Es importante destacar la observación del narrador, pues la Revolución norteamericana estuvo exenta de tales prácticas terroristas, que, en el caso de Francia, ya fueron proféticamente entrevistas, como consecuencia de un riguroso análisis de los hechos, y no por ningún don especial para la profecía, por el dublinés Edmundo Burke en su famoso libro Reflexiones sobre la Revolución en Francia, publicado a finales de 1790 y probablemente el texto fundacional del pensamiento político conservador en Europa, empleando aquí el término «conservador» en su acepción más noble, un libro cuyas premoniciones, a pesar de la rápida respuesta en contra de Thomas Paine con su Derechos del hombre (1791), se verían desgraciadamente verificadas por los hechos, como el propio Burke pudo constatar personalmente, pues murió en julio de 1797 (aunque no pudo conocer los masivos asesinatos de sacerdotes de finales del verano de ese año). Y es que, como de modo magistral e insuperable analizó y escribió la pensadora judía de origen alemán Hannah Arendt en Sobre la revolución (1963), la «voluntad general» de Rousseau, que es la única que admite Robespierre, es todavía esa «voluntad divina» de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene su fundamento y su explicación en la deificación del pueblo que se llevó a cabo en la Revolución francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de la misma fuente. La pretensión de la monarquía absoluta de fundamentarse en un “derecho divino” había modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del Dios cuya Voluntad es la Ley». Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa equivocación posterior de los revolucionarios franceses de confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del «arraigo espontáneo» del pueblo, pero la fuente de la ley tiene su puesto «arriba», en alguna región más elevada y trascendente. Es en el curso de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo, después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras el fracaso e incapacidad de los girondinos, cuando la volonté générale de Rousseau sustituirá definitivamente a la volonté de tous del pensador ginebrino. La «voluntad de todos» suponía el consentimiento individual de cada uno, y ello no se ajustaba a la dinámica propia del proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por esa otra abstracta «voluntad» que excluye la confrontación de opiniones y es una e indivisible. La república es, así, sustituida por le peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como volonté générale era su unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría». La ventaja inmensa de la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el haber tenido como modelo a Charles Louis de Secondat, barón de La Brède y de Montesquieu, es decir, el principio de la división de poderes, mientras que la desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido como modelo a Jean-Jacques Rousseau, es decir, la dictadura de la volonté générale, una pura abstracción racional que asfixia la libertad. De ahí el carácter mucho más violento y sangriento de la Revolución francesa y el embrión totalitario que se incubó en su seno. Quien sí que supo apreciar la impagable actuación de los Padres Fundadores y de los revolucionarios norteamericanos, fue el marqués de Condorcet, en su breve pero extraordinario ensayo Influencia de la Revolución de América sobre Europa (1788), al que poco caso se hizo en Francia. El propio Condorcet, que no votó a favor de la ejecución de Luis XVI, pues era contrario a la pena de muerte, tuvo que quitarse la vida, envenenándose, el 8 de abril de 1794, pues, a pesar de su labor en la Convención, a pesar de su espíritu de tolerancia y de sus ensayos, folletos y opúsculos en pro de una libertad real, no abstracta, fue detenido con el propósito prácticamente seguro de enviarlo a la guillotina.

*****

El personaje principal de la novela, alrededor del cual gira todo, es Hester Prynne, una mujer joven y bella, de sólidos principios morales, culta, indómita y amante de la libertad, en una época en que comenzaba a emanciparse el intelecto humano (cap. 13), pues nos encontramos en plena revolución científica, como consecuencia, sobre todo, de los hallazgos en el campo de la astronomía del italiano Galileo Galilei († 1642) y del alemán Johannes Kepler († 1630), quienes impulsaron de manera decisiva el establecimiento del nuevo método científico, delimitando nítidamente las parcelas de la fe y de la ciencia, que, como argumentó reiteradamente Galileo a partir de 1610, no tienen por qué entrar en contradicción, siempre y cuando una y otra permanezcan en sus respectivos campos, sin invadirse mutuamente. Galileo, que era un creyente y católico convencido, pretendía sinceramente, además, preservar a la propia Iglesia, evitando que cayese en el ridículo frente a los protestantes. Si las verdades de la ciencia, descubiertas a través de la observación y del método experimental, no pueden ser alteradas, pues eso sería contravenir las leyes y los fenómenos evidentes de la naturaleza, lo que deben hacer los teólogos es reinterpretar la Sagrada Escritura, a fin de acomodarla a tales verdades, lo que en ningún caso significa subordinación de la fe a la ciencia, sino delimitación estricta de sus respectivos campos de actuación. No hace falta insistir que las otras dos figuras fundamentales en los cambios que se están produciendo en las ciencias matemáticas y en la emancipación del intelecto humano respecto de los prejuicios, de la ignorancia y del fanatismo, son los pensadores franceses Renato Descartes († 1650) y Blas Pascal († 1662), si bien este último hará bien en advertir del peligro del ensoberbecimiento del hombre, que cometería un gravísimo error, como de hecho ocurrirá más adelante, en creerse un dios y no ser consciente de sus limitaciones.

En cuanto al carácter indómito y al amor por la libertad de Hester Prynne, el lector evoca de inmediato a la anticonvencional y apasionada Catherine Earnshaw de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights), la inmortal novela de Emily Brontë publicada en diciembre de 1847, tan sólo un año y medio antes del comienzo de la redacción de La letra escarlata. Aunque las circunstancias sean por completo distintas en ambas novelas, y aunque Catherine se case con el joven Edgar Linton, quién sabe si por atolondramiento de la juventud o deslumbrada ante el refinamiento de la familia que la acoge, si bien su corazón pertenece por entero íntimamente a Heathcliff, el narrador de la novela de Hawthorne hace una interesante observación en relación a Hester: «Es curioso que las personas que se atreven a dejar que su imaginación especule libremente sean a menudo las que se amoldan con mayor tranquilidad a los reglamentos externos de la sociedad» (cap. 13). La razón de ello se encuentra, al menos en el caso de Hester, tanto en la actividad del pensamiento, como en el hecho de que su alma se mantiene completamente libre. Otra razón muy poderosa es la compensación que halla en su plena dedicación al cuidado y educación de su hija, la pequeña Pearl. Será este conjunto de razones, principalmente, el que la conduzca a aceptar el humillante castigo impuesto por la comunidad en la que vive.

¿Cuál ha sido su pecado? Según el gran lógico de la primera mitad del siglo XII en el Occidente cristiano, Pedro Abelardo, «lo característico del pecado es su consentimiento al mal». Para Abelardo, «la causa de la transgresión» es «un simple movimiento de abandono». Pero, como vamos a ver en seguida, en la acción de Hester Prynne ni puede hablarse propiamente de maldad ni tampoco de «abandono», esto es, de despreocupación o perezosa inconsciencia; en todo caso, y tampoco podemos estar seguros, de irreflexivo impulso. Su pecado, si puede llamársele así, es el único desliz que ha cometido en su vida: mantener una fugaz relación con el pastor protestante Arthur Dimmesdale, fruto de la cual será su embarazo y el nacimiento de Pearl. Los jueces, que podrían muy bien haberla condenado a muerte si se hubiese tratado de un adulterio normal, es decir, en el caso de haber mantenido relaciones extramaritales engañando al esposo, la obligan a llevar permanentemente una gran letra A de adúltera sobre su pecho, una letra que ella misma bordará de manera exquisita, pues era una excelente bordadora, con hilo de oro, sobre un fondo rojo. No obstante la precisión sobre el concepto de pecado de Pedro Abelardo que me ha parecido pertinente hacer, Hester Prynne sí tendrá, efectivamente, conciencia de haber cometido un pecado, aunque mayor será ese sentimiento de culpa en Arthur, un personaje verdaderamente atormentado. La educación recibida y el ambiente religioso opresivo en el que viven, les predispone sin duda a tener esa conciencia. Pero conviene reparar en una serie de circunstancias que Hawthorne ni mucho menos consiente que sean las que rodeen el hecho por un simple capricho de su imaginación creadora, sino presentándolas, si puede decirse así, en cierto modo como atenuantes, a la vez que las acompaña de una decisión al menos que engrandece desde el punto de vista moral a su valiente heroína. La primera es que Hester, cuando se entrega a Arthur, está absolutamente convencida de que su marido, Roger Chillingworth, está muerto, sumergido para siempre en las profundidades del Atlántico, al creer todos los habitantes del poblado que había naufragado el barco que lo transportaba de Inglaterra a Boston, pues Chillingworth, al objeto de resolver una serie de asuntos pendientes, partió después que Hester. Insisto en que no es que lo creyesen ella y Arthur, sino que lo pensaba toda la población del pequeño Boston. Lo que no se le perdona a Hester es que haya mantenido una relación, aun estando casi con absoluta certeza viuda, con un hombre sin estar casada.

Una segunda circunstancia es que un pastor calvinista, como cualquier otro sacerdote protestante, podía casarse, es decir que no estamos ante una rotunda obligación de celibato, como la establecida por la Iglesia católica para los sacerdotes, y más aún después del Concilio de Trento, cuyas sesiones finalizaron en diciembre de 1563. Naturalmente, un pastor calvinista, así como cualquier otro protestante, no podía mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, a pesar de que los dos únicos auténticos sacramentos admitidos finalmente por Martín Lutero serían el Bautismo y la Eucaristía. Esas relaciones, en tales circunstancias, sí eran un grave pecado, especialmente entre los puritanos y otras confesiones de similar naturaleza, y, de ahí, en buena medida, la honda conciencia de pecado que se apoderará de ambos amantes. Conviene, además, resaltar, que, aunque el celibato sólo regía para los sacerdotes católicos, sin embargo, la intolerancia en el seno de las confesiones protestantes en torno a estas cuestiones relacionadas con el contacto carnal extramarital, era mucho mayor, entonces también, que la que era común en la Iglesia de Roma. Es muy probable que esa intolerancia derivase en parte del profundo rechazo hacia el engaño y la mentira entre las distintas Iglesias protestantes.

Una tercera circunstancia que no debe ser olvidada es que tanto Hester como Arthur han mantenido su fugaz relación como consecuencia de la atracción, tanto física como espiritual, que sentían mutuamente, afinidad que puede deducirse de la entrevista que ambos mantendrán, siete años después de la condena, en el interior del bosque, con la intención de clarificar su futuro. Aunque el novelista no nos proporciona ningún detalle relacionado con el contacto carnal entre ambos, pues sumerge desde el principio mismo de la narración al lector en medio del humillante espectáculo de la condena pública de Hester, es decir, lo sitúa in media res, en mitad mismo de la historia, sin preámbulos preliminares de ningún tipo, lo cierto es que la narración misma se encarga de dejar claro en la apreciación del lector que Hester no es precisamente una «cualquiera», una mujerzuela de moral laxa, sino todo lo contrario, una mujer de sólidos principios morales, de conducta intachable, que ha sido una buena y paciente esposa durante el tiempo que ha durado su matrimonio, a pesar del carácter del marido, y que por nada del mundo se entregaría a un hombre por capricho de la voluntad o para satisfacer meramente un apetito carnal. Si Hester se ha entregado a Arthur es porque lo ama, porque se ha dado cuenta inmediatamente que también él le corresponde y que pueden construir juntos un porvenir. No cabe pensar que Hester Prynne se haya entregado a un hombre voluble, disoluto, a un hombre que sólo pretendiese aprovecharse de ella. Ni Arthur es ese tipo de hombre, pues sus escrúpulos morales son muy firmes, ni ella tampoco lo hubiese consentido. Pero la conciencia de haber hecho algo prohibido―pues resulta indiscutible que estaba prohibido por las leyes religiosas de la comunidad en la que voluntariamente viven―es tan fuerte en ambos, que los atenaza, les impide reconducir satisfactoriamente la delicada situación a que los ha llevado su actitud impulsiva. Más aún; muy cerca del poblado hay tribus indias, y ella podría perfectamente haberse puesto en contacto con alguna de ellas a fin de obtener un brebaje que le interrumpiese el embarazo. No lo ha hecho; ni siquiera se le ha pasado por la imaginación, y ello tiene tanto que ver con sus firmes principios morales y religiosos como con la percepción de que, si bien ha hecho algo prohibido, un pecado a los ojos de los hombres, en el fondo no es algo que pueda ser considerado absolutamente malo a los ojos de Dios. La condena que se cierne sobre ella es una condena ejercida por los hombres, por los censores y jueces humanos, no una condena explícita del propio Dios. Pero, al ser plenamente consciente de la falta cometida, acepta con todas sus consecuencias el castigo impuesto, sin oponer la más mínima resistencia, de igual modo que tampoco ha ocultado ni el embarazo ni el nacimiento de su hijita.

Ahora bien, eso sí―y esta sería una nueva circunstancia a tener en consideración, o mejor dicho, un factor decisivo que pone de relieve con prístina clarividencia la dignidad e integridad moral de la heroína―, Hester se niega reiteradamente, y así se mantendrá hasta el final de la historia, a revelar el nombre de su amante, a pesar de que éste, devorado por los remordimientos y por lo que ella lleva padeciendo desde que la ingresaron en prisión, la exhorta, delante del patíbulo donde transcurre su humillación pública, a que diga el nombre de su amante, a que lo pronuncie en voz alta, sin tapujos ni medias palabras. Esta exhortación de Arthur es indudablemente sincera. Constituye un deseo de expiación de su culpa. Pero Hester no lo hace; precisamente porque ama a Arthur, porque sabe que éste se ha conducido honestamente con ella, no quiere perjudicarlo, arruinándole su carrera, pues ello conllevaría a hacer con él lo que están haciendo con ella, delante de todos sus feligreses, que lo tienen por un hombre recto, honrado y virtuoso. De hecho lo es, e incluso, en cuanto tenga oportunidad, intercederá valiente y noblemente por Hester para que no le arrebaten a la pequeña Pearl.

Hawthorne dibuja en Hester el personaje de una mujer fuerte, que consigue sobreponerse a la adversidad, concentrando toda su vida en el cuidado y educación de su hija. Ya en el camino de la cárcel al patíbulo para ser exhibida públicamente, Hester Prynne mantuvo una actitud serena que sólo se explica por esa condición de la naturaleza humana según la cual «el que sufre no conoce la intensidad de lo que padece sino por el dolor que sigue a ese momento» (cap. 2). Sobrellevará con ejemplar dignidad la humillación a la que es permanentemente sometida, pero acabará ganándose la admiración de sus congéneres, no sólo por su vida de recogimiento, de trabajo (ya he dicho que es una estupenda bordadora) y de abnegación, sino porque con total altruismo se dedicará a hacer el bien a sus semejantes, ayudándoles de verdad en momentos de tribulación, de enfermedad o de desgracia. El credo de Hawthorne se expresa en las palabras del narrador, cuando dice que la naturaleza humana, a no ser por la presencia del egoísmo, está más predispuesta al amor que al odio (cap. 13), a pesar de la delgada frontera que separa a ambos. Hester Prynne es un vivo ejemplo de ello. A continuación de esas palabras, se nos resume la evolución espiritual de Hester después de su condena, cómo no ha esperado que sus semejantes se compadezcan de su sufrimiento, cómo se ha deslizado sinceramente por la senda de la virtud, sin odio alguno hacia quienes la han humillado tan espantosamente, sino aceptando el castigo debido por su pecado y encauzando su vida por el camino del bien (cap. 13).

Para Hawthorne, uno de los mayores enigmas del mundo es «ese misterio que es el alma femenina, sagrado incluso en su corrupción» (cap. 3), misterio al que tendrá que dirigirse Arthur, impelido por sus superiores, para que convenza a Hester a revelar el nombre de su amante. Ante la negativa de la joven, Dimmesdale murmura para sí: « ¡Portentosa fortaleza y generosidad del corazón femenino!» (Cap. 3).

A pesar de la afrenta, la humillación y la ignominia, Hester se niega a abandonar el poblado. Esta gallarda y noble determinación, también merece una reflexión por parte del narrador: «Pero hay una fatalidad, una sensación que casi invariablemente impulsa a los seres humanos a deambular y penar como fantasmas alrededor del sitio donde algún suceso grande e importante ha marcado sus vidas, y tanto más irresistiblemente cuanto más oscura sea la marca que les haya dejado» (cap. 5). La letra escarlata parecía haberle otorgado un como sexto sentido, la extraña adquisición de «una percepción muy especial, llena de comprensión por los pecados escondidos en otros corazones» (cap. 5). A veces producíanse en ella momentáneas e intermitentes pérdidas de la fe, que sólo cabía interpretar como «una de las más tristes consecuencias del pecado» (cap. 5). Pero estas tentaciones del Maligno eran pasajeras, pues su fe era honda y se robustecía cada vez más.

Tampoco había desaparecido en ella la femineidad que le era consustancial; a pesar de la sobriedad de su arreglo y de su esforzada labor cotidiana, de sus privaciones y abnegaciones, la femineidad permanecía con ella: «La que una vez fue mujer y dejó de serlo puede en cualquier momento convertirse nuevamente en mujer; depende sólo del toque mágico que logre efectuar la transfiguración» (cap. 13). Más adelante, cuando se entreviste con Arthur en el interior del bosque, lejos de toda mirada malsanamente curiosa, aunque sin ningún atisbo por parte de ambos de entregarse a su escondida pasión, despertará de nuevo en ella, bien es verdad que como una pura y efímera llama, aquella femineidad.

Como la inmensa mayoría de hombres que creen en la supremacía del reino del Espíritu, Nathaniel Hawthorne no sólo nos muestra un sacrosanto respeto hacia la condición femenina, sino que la considera igual, en lo que a sus potencialidades intelectuales se refiere, al hombre. Pero también sabe que en una sociedad, como en la que le tocó vivir a Hester Prynne, que no permite que la mujer desarrolle esas potencialidades espirituales e intelectuales, si la mujer se entrega a meditaciones especulativas, como era el caso de Hester, podía entristecerla más aún, pues, al fin y al cabo, está abandonándose a una tarea desesperanzadora. El primer paso para que la realización plena de la mujer sea posible, debe ser destruir la sociedad constituida y volverla a edificar. Naturalmente, Hawthorne no está manifestando aquí esas tendencias anarquistas destructivas que se exponen en los textos de Mijaíl Bakunin, para quien el nuevo mundo de su personal utopía ácrata debía levantarse sobre las ruinas completas del antiguo. Hawthorne está aludiendo sólo a la desigualdad existente entre hombres y mujeres, que debe ser corregida sobre la base de destruir, mediante la educación, los viejos e infundados prejuicios sobre la mujer. En ningún momento manifiesta Hawthorne esa ridícula idea de que hombres y mujeres deben ser completamente iguales en todo; por supuesto que deben continuar siendo diferentes en lo que a su naturaleza orgánica y a su vida anímica se refiere. La igualdad, como es lógico, la entiende Hawthorne como una igualdad jurídica y una igualdad de oportunidades. Ambos, hombres y mujeres, son sujetos de plenos derechos individuales, y, en este sentido, no puede haber restricción de ningún tipo en los derechos individuales de la mujer como miembro de la sociedad y de un cuerpo político. No obstante, sí es cierto que en Hawthorne, y especialmente en esta novela, se manifiestan ciertas tendencias vagamente anarquizantes, seguramente por influencia de dos pensadores estadounidenses a los que conoció personalmente y estimó: Ralph Waldo Emerson (1803-1882) y Henry David Thoreau (1817-1862), ambos de Massachusetts, el primero precisamente de Boston y el segundo de Concord. De igual modo que Thomas Jefferson, también Nathaniel Hawthorne estaba persuadido de que los derechos naturales del hombre de que habla el pensador inglés John Locke, tales como el derecho a la libertad, a la vida y a la propiedad, son verdades evidentes por sí mismas, no sujetas a demostración empírica, verdades, como si dijéramos, axiomáticas, tales como lo son las verdades geométricas. Muchas de las principales ideas del liberalismo político de John Locke, tal como se manifiestan en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, cuya tercera y última edición en vida del autor es de 1698, pasaron a los Padres Fundadores, como el propio Jefferson, y a los mencionados Emerson y Thoreau. Para ningún historiador del pensamiento político es un secreto que las ideas antiestatalistas de William Godwin (1756-1836) proceden del liberalismo político de Locke, llevado en el caso de Godwin a sus últimas consecuencias, lo que no significa que el gran pensador político inglés no creyese firmemente en el poder político y en el Estado. En el capítulo primero de su Segundo Tratado, puede leerse: «Considero, pues, que el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de regular y preservar la propiedad y emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público». También en Emerson y en Thoreau, aunque en menor grado que en Godwin, hay una desconfianza hacia el Estado, como de hecho la hubo en el tercer Presidente de los Estados Unidos y principal redactor de la Declaración de Independencia. Pero desconfianza hacia el Estado no significa hostilidad hacia el Estado. Esa hostilidad la veremos muy clara, después de Godwin, en Pierre-Joseph Proudhon, y después en el anarquismo ruso de Bakunin y de Piotr Kropotkin. Pero no es esta la tradición, ni mucho menos, que alimenta a los dos pensadores estadounidenses citados que influyeron en Hawthorne. En el caso de Emerson, sus ideas pueden adscribirse a lo que se ha denominado «Trascendentalismo», y parece evidente que profesaba un difuso panteísmo. En el tercero de un conjunto de cinco ensayos reunidos en castellano bajo el título de Los fundamentos de la sociedad contemporánea, dedicado a la «Política» («Politics», 1844), puede leerse lo siguiente: «Todos los fines públicos presentan un aspecto vago y novelesco al lado de los fines privados. En efecto, a excepción de aquellos que los hombres se imponen a sí mismos, todas las leyes tienen algo que mueve a risa […] Dedúcese de todo esto que a menos gobierno, a menos leyes y a menor delegación de poder, corresponde mayor bienestar. El antídoto de ese abuso del gobierno formal, es la influencia del carácter personal, el desenvolvimiento del individuo, la acción del maestro para sustituir la revuelta del poder, el influjo del sabio con quien, precisa reconocerlo, los gobiernos existentes apenas guardan una ligerísima semejanza […] El Estado existe para educar al sabio; cuando éste aparece, desaparece aquél. La presencia del carácter hace inútil al Estado. El sabio es el Estado».

La idea de la «desobediencia civil» es más nítida aún en Thoreau, al que le costó trabajo independizarse de las concepciones de Emerson, del que sin duda fue su principal discípulo. Thoreau, aún con más ahínco que Emerson, abogaba por una vuelta del hombre al medio natural, a un mayor contacto con la inocencia de la naturaleza, ajena como es a la artificialidad de la civilización. Intentó explicarlo en el más célebre de sus textos, Walden, que comenzó a escribir en 1846, fruto de la experiencia que vivió en la cabaña que él mismo comenzó a construir, en una parcela de su amigo Emerson, en la primavera de 1845, junto a la laguna de Walden, en Concord, adonde se trasladó el 4 de julio de ese año. En 1848 pronunció su famosa conferencia acerca de la relación del individuo con el Estado, que terminaría adoptando el título de Desobediencia civil, aunque primero se publicó bajo el de Resistencia al gobierno civil, en 1849. En relación con la conciencia de pecado de ambos amantes en La letra escarlata, así como de la posible vinculación de esa convicción de haber pecado con el hecho de haber mantenido contacto carnal, debe prestarse atención a unas cuantas líneas de Thoreau escritas en el capítulo titulado «Leyes superiores» de Walden. En ellas se lee lo siguiente: «Tal vez no haya nadie que no se avergüence a causa de la naturaleza inferior y animal a la que está unido […] La sabiduría y la prudencia provienen del ejercicio; la ignorancia y la sensualidad de la pereza […] Una persona impura es universalmente perezosa […] Si queréis evitar la impureza y todos los pecados, trabajad seriamente, aunque sea limpiando un establo». Estas palabras están muy próximas a la moral puritana (recordemos la abnegada entrega de Hester al duro trabajo de bordadora después de su condena), y, de otro lado, sería demasiado aventurado pensar que Hester Prynne―en cuanto a Arthur Dimmesdale no tendría fundamento alguno dudarlo―, incluso después de su castigo público, haya abandonado en su fuero interno por completo algunos de los principios esenciales de la moral calvinista, tales como el rechazo a la mentira y la ética del esfuerzo y del trabajo como un bien en sí mismo para el hombre. Lo que Hester rechaza con todas sus fuerzas, además de la hipocresía social, es, sobre todo, el fanatismo, el extremismo a que puede conducir una confesión religiosa intransigente e intolerante, y, por supuesto, que se invada de una manera tan impúdica y tan agresiva su vida privada, habida cuenta que de su acción no se ha derivado ningún mal concreto para la comunidad en la que vive. Naturalmente, sus jueces no lo vieron así, y por eso la condenaron, porque apreciaban en su comportamiento un mal ejemplo, un ejemplo disolvente de la estructura social. Es evidente que la ética protestante en general y la calvinista en particular, al menos en lo que atañe al contacto carnal, aunque esté fundamentado en un amor limpio y auténtico, se inspira más en determinados pasajes del Antiguo Testamento, que toma al pie de la letra, que en la ética que se desprende de los Evangelios. Bastaría con traer aquí a colación el modo de proceder de Jesús con la mujer adúltera. Sólo si hubiesen tenido en cuenta aquellos miembros del tribunal que juzgó a Hester la infinita humanidad y la infinita capacidad de perdón que se desprende de la manera de actuar de Jesús hacia esa mujer pecadora, hubiesen resuelto el caso de un modo completamente distinto, esto es, evangélico. Pero eso era algo completamente utópico, en aquellos tiempos, en el seno de las comunidades puritanas de la costa Este norteamericana.

Continuando con las ideas que vierte Hawthorne en su novela sobre la liberación de la mujer, estima que la naturaleza del hombre, del varón, debe «ser modificada en su esencia antes de que la mujer pueda asumir la que tiene que ser su posición justa y verdadera» (cap. 13). Cuando todas estas dificultades hayan sido vencidas, la propia mujer deberá, a su vez, cambiar completamente. Pero la mujer nunca podrá superar estos problemas por medio del pensamiento. Son problemas sin solución, a no ser que el corazón adquiera la preeminencia en la naturaleza de la mujer (cap. 13). Apreciamos aquí la desconfianza de Hawthorne, como en cierto modo veíamos en Emerson y en Thoreau, hacia la civilización, hacia la cultura libresca, incluso hacia la razón. Aquí se nos muestra, quizás, el Hawthorne más romántico y menos ilustrado. Aunque Hawthorne esté refiriéndose a la condición femenina, su principio podría aplicarse igualmente a la condición masculina, a saber, que el corazón adquiera primacía sobre el intelecto. Semejante alegato antiilustrado, sin embargo, es de dudosa aplicación práctica en la vida social, a no ser que se renuncie al progreso material, o, al menos, se reduzca considerablemente la confortabilidad artificial de la civilización por el bienestar espiritual que produce el contacto íntimo con la naturaleza. Hawthorne, y no conviene endulzar o tergiversar sus palabras en esta delicada cuestión, está demandando un puesto clave en la sociedad al misterioso y problemático territorio del sentimiento, en cuanto que debe ser el corazón de cada ser humano el que guíe preferentemente sus actos. ¿Qué ocurriría entonces con la competitividad salvaje? ¿Y con el ánimo de lucro?

En cuanto a la mentira, la única vez que Hester ha mentido es ocultando al mundo, y sobre todo a Chillingworth, la identidad de su amante. Lo hizo, sin duda, para garantizar el bienestar de Arthur, «pero la mentira―le dice a Arthur al desvelarle la identidad de Chillingworth―nunca está bien, aunque sea con amenaza de muerte» (cap. 17). En la biografía de Kant escrita por uno de sus más tempranos discípulos, Borowski, terminada en octubre de 1792, pero que el filósofo de Königsberg, a pesar de autorizarla después de hechas algunas correcciones, prohibió terminantemente que se publicase mientras él viviera, se nos informa cómo el padre de Kant, que era un humilde guarnicionero, inculcó a su hijo el más firme rechazo a la mentira, de igual modo que fue su madre, una ferviente creyente de religión pietista, la que le enseñó que debía rezar todos los días.

En cuanto a Arthur Dimmesdale, que es un hombre de profundas convicciones religiosas, temeroso de Dios y entregado por entero a su feligresía, el sentimiento de culpa lo atormenta de manera terrible por su acción con Hester, de la que se arrepiente sinceramente, aunque continuará amando apasionadamente en secreto, dentro de sí mismo, a la valerosa joven. Desde el principio del calvario por el que tiene que pasar Hester, le insta a que desvele su nombre, aunque, como hemos dicho ya, con nulo resultado, pues ella quiere evitar a toda costa que finalice su actividad como pastor y que se exponga de manera tan humillante al escarnio público. Pero no vaya a pensarse que Arthur es un cobarde o un despiadado egoísta. Hace todo lo que está en su mano por aliviar el sufrimiento de Hester. Por ejemplo, cuando intercede con valentía e impecable argumentación, en presencia del Gobernador de la colonia, Richard Bellingham, y de su superior, el humanitario reverendo John Wilson, en favor de que Hester continúe viviendo con su hija Pearl, haciendo una encendida y conmovedora defensa de los «derechos inalienables» que asisten a una madre que ama con total desinterés y dedicación a su hija (cap. 8). Entre madre e hija, alega el ministro, «existe una relación terriblemente sagrada», que se ve acentuada por el hecho de que la misión de Pearl es la de bendecir, «de ser la única bendición en la vida de esta mujer»; más aún: la función de la pequeña Pearl es de carácter expiatorio, y eso explica que el atuendo de la niña recuerde el símbolo que su madre lleva sobre el pecho (cap. 8).

Arthur no es un hombre de ideas liberales; para tener paz espiritual, necesita sentir sobre él la presión de la fe, que lo confinaba en una especie de armazón de hierro (cap. 9). Pero, aunque sinceramente arrepentido, el sentimiento de culpa casi lo conduce a la locura. Ello es así, en parte, por la sutil y demoníaca actuación de Roger Chillingworth, quien, bajo la apariencia de la amabilidad y la amistad, tratará de destruir psicológica y moralmente a un espíritu tan sensible como el de Arthur. Su sensibilidad es tan intensa, su imaginación y su pensamiento tan activos, que la enfermedad física tenía así muchas probabilidades de originarse en el interior de este turbulento magma espiritual (cap. 9). En Arthur se daba una «extraña compenetración de su cuerpo con su alma»; de ahí que, en su caso, «una enfermedad del cuerpo» pueda ser «sólo un síntoma de una enfermedad del espíritu» (cap. 10). Pero un «hombre que está agobiado por un secreto», como era su concreta circunstancia, «debería evitar toda intimidad con su médico» (cap. 9), pues no olvidemos que Chillingworth ha tenido la suprema habilidad de ganarse la confianza de Dimmesdale sin que este sospeche nada, ofreciéndose como su médico, pues como tal se ha presentado en la comunidad después de su repentina aparición en el poblado, sin que nadie, salvo, naturalmente, Hester, lo reconozca. En una conversación con el sigiloso y vengativo falso médico, Arthur manifiesta juicios y opiniones que pudieron haber influido en Miguel de Unamuno al escribir San Manuel Bueno, mártir (novelita publicada en marzo de 1931), especialmente porque, además de esconder un profundo secreto que no quiere conozca la comunidad de feligreses a la que atiende espiritualmente, sugiere que si tal secreto se conociese, entonces no podría llevar su bálsamo y consuelo a los pecadores, que necesitan verlo como un hombre puro y sin mácula. Su tormento, indecible, es interior, está oculto, y, por eso mismo, es aún más devastador (cap. 10).

Cuando descubra la identidad de su compañero de casa y de cuáles son sus verdaderas intenciones, desveladas por Hester en lo más profundo del bosque, Arthur recibirá una impresión muy intensa. Esta escena del encuentro en la umbría de los que una vez fueron fugaces amantes, después de transcurridos siete años de sufrimiento en silencio, es de una belleza indescriptible. Es la cita furtiva entre dos seres puros y buenos que todavía se aman con ternura y absoluto desinterés. «Si fuera un ateo―le dice Arthur a Hester entre el rumor de las hojas―, un hombre sin conciencia, un desalmado con instintos toscos y brutales, puede que hubiese encontrado paz hace mucho tiempo. Más aún, no la habría perdido nunca» (cap. 17). La penitencia que ha hecho hasta entonces la estima insuficiente, una prueba más de su severa autoexigencia moral: « ¡Es verdad que ya he hecho bastante penitencia! Pero no he logrado verdadero arrepentimiento » (cap. 17). Para Arthur, el pecado de Chillingworth es mayor que el de Hester y el suyo propio, pues el médico «violó a sangre fría el sagrado secreto de un corazón humano» (cap. 17). Sólo ante los ojos de Hester, delante de ella en la soledad del bosque, podía Arthur, que había sido falso ante Dios y ante los hombres, ser por unos instantes él mismo (cap. 17). La cruda verdad, dice el narrador en referencia a Dimmesdale, «es que las huellas que la culpa deja en las almas no se pueden reparar en este mundo» (cap. 18).

Es al final del relato cuando Arthur nos ofrece una actitud inequívocamente gallarda y decidida, precisamente al tomar la irrevocable decisión de comunicarle a toda la comunidad―después de haber pronunciado su último sermón, que casi lo ha transfigurado en un santo a ojos de todos―cuál es la verdad del hecho que tan celosamente ha guardado, bien es cierto que a instancias de Hester, durante siete prolongados años, y la expresa, además, encima del mismo patíbulo vergonzoso en el que Hester Prynne, con su hijita en brazos, sufrió entonces tan espantosa humillación. Hace algún tiempo que siente, que intuye de un modo muy difícil de explicar racionalmente, que va a morir, y no está dispuesto a permitir que esto ocurra sin haber asumido públicamente su culpa. Las graves palabras que pronuncia desde el oneroso tablado, dejan atónita y sobrecogida a la multitud que lo escucha en profundo y recogido silencio. Se arranca violentamente la banda de ministro, y la misma marca, igual a la de Hester, que ha estado durante todo ese tiempo quemando su corazón, surge de pronto, como un signo del castigo divino, ante las miradas de una multitud paralizada por el horror, sobre su pecho (cap. 23). Pero Hawthorne nos propone aquí una metáfora, pues el narrador no deja definitivamente aclarado si la marca era o no real, nítidamente visible o no, ya que algunos de los presentes manifestaron haberla visto con sus propios ojos, mientras que otros afirmaron, igual de resolutivos, que no habían visto estigma alguno hendido en la carne viva del pecho de Arthur Dimmesdale. Lo importante, viene a decirnos el novelista, es el estigma que durante siete interminables años ha quemado lo más escondido del corazón y el pecho de Arthur, con independencia de que los ojos de los sentidos puedan o no verlo. Lo que sí pudo comprobar la muchedumbre congregada es que el espíritu de Dimmesdale, desde el momento en que se hubo desprendido de su culpa, se hundió en un profundo reposo, como si un pesado fardo le hubiese sido arrancado. Para Nathaniel Hawthorne, que nunca pierde de vista el temible combate entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que tiene lugar a todo lo largo de la existencia de la vida de los hombres desde el momento de la caída, la actitud de Arthur confirma que el demonio no puede triunfar; expresado de otro modo: que Chillingworth ha fracasado por completo. Pero Arthur lo perdona lealmente, sin atisbo alguno de rencor. Pearl, que un poco antes se había abrazado a las piernas de su padre, lo besa ahora en los labios. Las lágrimas de la que está a punto de dejar de ser una infanta, caen sobre su padre como una promesa de futuro y de esperanza para ella. Arthur, al fin de esta conmovedora escena, muere en brazos de Hester, muy poco después de que ella le haya dicho: « ¡Estoy segura de que hemos pagado el precio de la libertad, el uno con el dolor del otro!» (Cap. 23). La libertad, parece decirnos Hawthorne, la libertad individual, la libertad de elegir, lleva aparejado el sufrimiento, en este caso provocado por unos principios religiosos impregnados de prejuicios, de intolerancia y de fanatismo. Hay aquí un contacto muy tangencial con la cosmovisión dostoyevskiana de la libertad, un autor, en cualquier caso, que no pudo influir absolutamente nada en el contenido moral de La letra escarlata. Para el gran novelista ruso, sobre todo a partir de 1866, año en que comienza a publicarse Crimen y castigo, la libertad, que constituye el máximo distintivo del ser humano, es libertad de elegir entre el bien y el mal; el problema de la libertad no puede disociarse del problema de Dios y del problema del mal; la redención del mal cometido exige arrepentimiento y castigo; y la vida del hombre es inconcebible sin sufrimiento, pues éste es consustancial a la condición humana. En la novela de Hawthorne, el precio de haber elegido libremente los amantes, en el seno de una comunidad intransigente, conlleva ineluctablemente el recíproco sufrimiento de ambos, la separación definitiva y la marginación social de uno de los amantes, que se sacrifica voluntariamente y a un precio terrible por el otro, una muestra indubitable de la misteriosa fuerza del amor. Las últimas palabras de Arthur, antes de expirar, son memorables. Dice que lo que ambos hicieron fue una cosa en la que mostraron olvidarse de Dios, algo que supuso una violación del respeto que mutuamente se debían el uno para con el otro, algo que parecía hacer para siempre imposible que se encontrasen en la otra vida, en la vida verdadera, en la vida eterna, pero la infinita misericordia de Dios hará posible ese anhelado encuentro, de igual modo que esa misma misericordia se ha manifestado en las terribles aflicciones de Arthur: en el estigma que abrasaba su pecho (por eso se ponía tanto la mano en él, para asombro constante de la pequeña Pearl), en la aparición y fatal presencia obsesiva de su enemigo declarado Chillingworth, en su confesión pública delante de todos.

Después del penúltimo capítulo, el autor coloca una Conclusión del relato, el capítulo 24, que debe ser leída con atención, pues está impregnada de un hondo significado moral. Dos cuestiones deben ser subrayadas. La primera, que al exhalar su último suspiro en los brazos de Hester Prynne, Arthur Dimmesdale está expresándole a toda la humanidad cuán débil es el derecho de los hombres a la autosatisfacción. En presencia de todos estaba dejando entrever una gran verdad: que todos somos pecadores frente a la Pureza Infinita, esto es, Cristo. La segunda, y éste sí puede ser considerado un planteamiento ético kantiano, que hay que decir la verdad, la verdad más recóndita que anida en nuestro ser, y si no somos capaces o no tenemos el valor de decirla completa, al menos debemos manifestarla de tal manera que permita a los demás atisbar cómo somos verdaderamente por dentro y qué escondemos.

Quizá sea este el momento de discrepar con algunas de las rotundas afirmaciones del eruditísimo e inimitable escritor argentino Jorge Luis Borges, contenidas en el texto de una conferencia sobre Nathaniel Hawthorne que pronunció, en marzo de 1949, en el Colegio Libre de Estudios Superiores de la ciudad de Buenos Aires. Apoyándose en la opinión de Edgar Allan Poe de que Hawthorne tendía a la alegoría, algo indefendible para el gran escritor bostoniano, así como en la creencia de que un «error estético» dañó al autor de La letra escarlata: «el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas», Borges concluye diciendo que los cuentos de Hawthorne son mucho mejores que sus novelas. En su excesiva propensión a la metáfora, lo compara con Ortega y Gasset, y, además, opina que, a pesar de su «curiosa imaginación», Hawthorne es un escritor «refractario, digámoslo así, al pensamiento». Las preferencias de Borges se decantan por Twice-Told Tales (Cuentos dos veces contados, de la primavera de 1837), en donde se prefiguran, sobre todo en Wakefield, el mundo de Herman Melville y de Franz Kafka. No sólo no creo que haya fundamento para afirmar que un escritor como Hawthorne es «refractario al pensamiento», siempre y cuando ese concepto de pensamiento se amplíe, como debe hacerse, a la esfera de lo religioso y lo moral, sino que, antes de leer el deslumbrante ensayo de Borges, he entrevisto relaciones, desde el punto de vista de las consecuencias morales y del trágico fin que puede derivarse de una acción, con uno de los más excelsos relatos de Herman Melville, Billy Budd, marinero, aunque el escritor bonaerense no acierte a ver ninguna. Tampoco me parece un descrédito, sino todo lo contrario, procurar «hacer del arte una función de la conciencia», como con acertado juicio crítico deduce el rioplatense de las novelas del estadounidense. A diferencia de lo que opinaba Henry James, Jorge Luis Borges no ve «objetividad» alguna en La letra escarlata. Objetividad que, tanto para Henry James como para Ludwig Lewisohn (1882-1955), se fundamentaba básicamente en la autonomía e independencia del personaje de Hester Prynne. Esa objetividad, sin embargo, la ve Borges en Joseph Conrad o en León Tolstoi, pero no en Hawthorne. Nosotros, no obstante, sí compartimos la opinión de ese gran representante de la novela psicológica que fue Henry James.

Sólo resta completar el dibujo de la personalidad del complejo personaje de Roger Chillingworth, el marido de Hester Prynne al que todos creían muerto en un naufragio, durante el viaje desde Inglaterra hasta la Bahía de Massachusetts, pero que aparece de improviso en el poblado, bajo un nombre supuesto y ocultando su identidad, salvo a su propia esposa, después de haber sido retenido durante un periodo prolongado por los indios, de los que ha aprendido mucho, en especial el elevado poder curativo de las hierbas y plantas silvestres. Él mismo admite que ha empleado «sus mejores años en alimentar el sueño hambriento de la sabiduría» (cap. 4). Chillingworth es un hombre, desde mucho antes de conocer a Hester, volcado casi exclusivamente en el estudio y en el mundo frío, marmóreo y rígido de los libros. La aventura imprevisible de la experiencia de la vida, con sus caídas y contradicciones, con sus aciertos y desatinos, con sus misterios y transparencias, es algo completamente desconocido para él. Sólo vive encerrado en el limitado universo de los libros que estudia, sin pasión, sin ardor, sin fuego que abrase el alma. En la única entrevista que mantiene con Hester cuando ésta se halla en la cárcel, le dice a la que una vez fue su esposa: «Mi mundo era un mundo sin alegría. Mi corazón era una habitación suficientemente grande para albergar a muchos huéspedes, pero solitaria y fría, y sin un fuego que la calentara» (cap. 4). En esa misma conversación carcelaria, le confiesa a Hester que está decidido a descubrir la identidad del hombre que ha yacido con su mujer: «Créeme Hester, hay pocas cosas (ya sea en el mundo exterior, o, hasta cierto punto, en la esfera invisible del pensamiento), pocas cosas que permanezcan ocultas al hombre que se dedica intensa y exclusivamente a resolver un misterio» (cap. 4). Chillingworth se nos presenta, pues, como un ejemplo de perseverancia, aunque el objeto de sus indagaciones sea la venganza. Sin haber estudiado Medicina en ninguna Universidad, sus amplias lecturas y sesudos conocimientos le facultarán, mediante el engaño y la simulación, ejercerla en Boston, en donde se presenta como médico, manteniendo desde muy pronto unas excelentes relaciones con las autoridades locales. Enterado desde el principio de lo que su mujer ha hecho, es decir, simultáneamente al resto de los miembros de la comunidad, el principal y casi único objetivo de la existencia de Chillingworth es la venganza, especialmente dirigida contra ese hombre, todavía desconocido, que es el padre de Pearl, hombre cuya vida se propone destruir lenta y cruelmente, pero con la astucia de un zorro y la prudencia de una serpiente como valiosas auxiliares. Todo el motor de su vida, desde que conoce los hechos, nos dice el narrador en la Conclusión del libro, había sido entregarse a la organización y ejecución de esa despiadada venganza.

Entrado en años, deforme, inteligente y astuto, Chillingworth es, sobre todo, un malvado. En cierto modo, al igual que el Claggart de Billy Budd, marinero, el mal que anida en el corazón de Chillingworth es una maldad más allá del vicio, que «no participa en nada de lo sórdido ni de lo sensual», aunque, a diferencia de Claggart, no se trata de una «depravación natural», sino de una malignidad alimentada por el odio e incluso por una incapacidad para asimilar correctamente los parabienes de la civilización, representados por los libros de la más alta cultura. La única persona que conoce la verdadera identidad de Chillingworth es, naturalmente, Hester, aunque, bajo siniestras amenazas, tendrá que mantenerla oculta, decidiéndose, al fin, pasados siete años, a revelarle a Arthur, en la entrevista del bosque, la identidad de Roger y que comparte casa nada menos que con su más declarado enemigo.

Pearl, por último, es el fruto, la encantadora hija nacida de la relación adúltera entre Hester y Arthur. Representa la inocencia, lo indómito, lo incontaminado y natural, y, en este sentido, podríamos encontrarle un cierto paralelismo con la niña Catherine Earnshaw que se cría medio salvaje en las landas del Yorkshire, del mismo modo que hay en ella destellos luminosos que proceden de ese culto «trascendentalista» a la Naturaleza de Ralph Waldo Emerson y de Henry David Thoreau, y quién sabe si no la tuvo algo en cuenta Melville para pergeñar la más pura inocencia y bondad que aflora de todas sus creaciones, «la bondad más allá de la virtud», tal como se revela en la enigmática e inmarcesible encarnación del bello marinero Billy Budd. Pero Pearl también parece estar inconscientemente rodeada de un extraño halo de misterio, pues de su comportamiento se desprende una innata capacidad para saber qué ocurre a su alrededor, cómo es el interior de las personas, que energía desprenden, si salutífera y buena, o perversa y demoníaca. Pearl es traviesa, indomable, caprichosa, inquieta, algo así como un duendecillo de los bosques, pero ama con locura a su madre. Representa lo contrario de las convenciones sociales, de las normas trasnochadas, de la hipocresía, del fanatismo religioso y la falsedad moral. Como muy bien acierta a decir Arthur―ya lo hemos recordado―,la misión de Pearl «es la de bendecir; de ser la única bendición en la vida de esta mujer [Hester]. Su función es también, como la misma madre ha dicho, expiatoria» (cap. 8). En la educación de Pearl encontrará un campo propicio para desahogarse la fantasía del pensamiento de Hester Prynne.

A la muerte de Chillingworth, Pearl recibió una sustanciosa herencia. Después de esa muerte, madre e hija desaparecieron durante largos años. Pero, al fin, Hester Prynne regresó al que consideraba su verdadero hogar. Madre e hija terminaron separándose, y es comprensible pensar que Pearl vivió con comodidad y entre los encantos de su juventud, posiblemente en Inglaterra, o en lejanas y extrañas tierras, aunque con certeza nunca más se supo de sus pasos. Hester Prynne, por su parte, y sin que nadie se atreviese ahora a obligarla a ello, colocóse voluntariamente de nuevo la letra escarlata sobre su pecho, pero en esta ocasión el estigma sólo provocaba admiración y respeto entre quienes la rodeaban. Deseaba en lo más íntimo continuar haciendo penitencia. Hester Prynne dedicó lo que le quedaba de vida al trabajo y a la altruista dedicación a sus semejantes, y, como había tenido una gran experiencia en el dolor y en el sufrimiento, sus consejos eran muy estimados por los habitantes de la colonia. Al morir, su tumba fue cavada junto a la de quien una vez había sido el hombre de sus sueños.

Málaga, 1 de mayo de 2014, festividad de Santa Columba de Cornualles, princesa virgen del siglo VI que fue decapitada por no querer casarse con un esposo pagano.

Enrique  Castaños
Doctor en Historia del Arte
enriquecastanos@hotmail.com
web del autor: www.enriquecastanos.com
 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Castaños, Enrique

Ir a página inicio

Ir a índice de autores