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El trasfondo religioso de La inquilina de Wildfell
Hall, de Anne Brontë |
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La segunda y última novela de Anne Brontë, La inquilina de Wildfell Hall, fue publicada por primera vez por el editor Thomas Cautley Newby, en Londres, a finales del mes de junio de 1848, con el título The Tenant of Wildfell Hall. La autora murió en mayo del año siguiente, cuando contaba veintinueve años. Un buen resumen de los pormenores biográficos de la escritora inglesa, la más pequeña de las hermanas Brontë, es el que escribió María José Coperías para la edición de Cátedra de Agnes Grey, la primera novela de la autora[1], publicada originalmente por el mencionado editor en diciembre de 1847, al lado de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights) de su hermana Emily, edición conjunta que no benefició precisamente a la novela de Anne. Como la intención de estas líneas es centrarse en determinados aspectos de La inquilina de Wildfell Hall [2], sólo aclararemos aquellas cuestiones que resulten esenciales para entender el pensamiento de la autora en esta novela, aunque es conveniente saber que, en muchos sentidos, las siete novelas escritas por las tres hermanas Brontë, así como sus maravillosos poemas, tienen numerosos puntos en común, y, en el fondo, resultan casi inextricables, pues están ligadas por una educación similar, una convivencia común muy intensa y por decisivas experiencias vitales compartidas, aun reconociendo lo distintos que eran sus respectivos caracteres individuales. En términos muy generales, puesto que no es propósito de este breve ensayo profundizar en estas razones, la mayor de las tres hermanas escritoras, Charlotte, nacida en 1816 (hubo otras dos hermanas, Elizabeth y María, que murieron en 1824, sin llegar a la adolescencia), era una mujer en cierto modo muy severa, muy celosa de los contenidos de las obras de sus otras dos hermanas, hasta el punto, por |
ejemplo, de destruir cartas, poemas y documentos de ambas, casi con toda seguridad capitales para reconstruir sus itinerarios espirituales, e incluso llegaría a oponerse siempre mientras vivió a que La inquilina fuese reeditada, quizás por creer que el vibrante realismo de algunos diálogos y escenas, así como la temática y el lenguaje empleado, no correspondían exactamente al temperamento y al carácter de Anne, o al menos al juicio que ella se había forjado de su hermana menor. Charlotte, aunque también murió joven, con treinta y nueve años en 1855, sobrevivió a Emily y a Anne, y fue la única que se casó, con un pastor anglicano, el reverendo Arthur Bell Nicholls, si bien su matrimonio duró muy poco tiempo. De las cuatro novelas que escribió, El profesor, Jane Eyre, Shirley y Villette, la primera no logró publicarla nunca en vida y la segunda fue un éxito inmenso desde el primer momento en Inglaterra y en los Estados Unidos, y todavía se lee con absoluta devoción en el ámbito anglosajón, entre otras razones por la extraordinaria habilidad de la autora en conseguir la simpatía del lector para con su heroína. Emily, la autora de Cumbres borrascosas, nacida en 1818 y fallecida por tuberculosis en diciembre de 1848, era sin duda una mujer indómita y rebelde, a la que gustaba dar paseos por los páramos sombríos y desolados de Yorkshire, estaba poseída, además de su incuestionable cristianismo, de difusas creencias panteístas, y tenía un carácter y una personalidad, como por otro lado ocurre con las tres hermanas, que en no pequeña medida se puede deducir con bastante exactitud de ésa su única novela, pues en las narraciones de las Brontë los rasgos autobiográficos son inusualmente explícitos. La tormentosa, salvaje, apasionada e incluso primitiva relación amorosa entre Catherine y Heathcliff, no tiene probablemente paralelo en la Historia de la Literatura universal, como muy bien señaló Bataille en su deslumbrante ensayo La literatura y el mal, en el que dedicó un penetrante capítulo a esta extraña y perturbadora novela, aparentemente inconcebible como producto literario en la hija de un clérigo[3]. Anne, nacida el 17 de enero de 1820, murió, como hemos dicho, en 1849, en Scarborough, junto al mar que tanto amaba. Como señala María José Coperías, a diferencia de Emily, que rechazó cualquier cuidado médico en el transcurso de su enfermedad, Anne sí hizo todo lo posible por curarse de la temible tuberculosis que acabó con su querida hermana y que perseguía a su familia como una maldición bíblica, pues sus dos hermanas mayores, Elizabeth y María, también habían fallecido por la misma causa. De los rasgos biográficos de Anne, nos interesan aquí especialmente cuatro. En primer lugar, la educación moral y formación intelectual recibida de su padre, el reverendo Patrick Brontë, ya que su madre había muerto cuando Anne contaba dieciocho meses. Precisamente al morir sus dos hermanas mayores en un internado, Charlotte y Emily fueron sacadas inmediatamente de allí, enseñándoles su padre a sus cuatro hijos restantes, pues también estaba Branwell, un varón, una serie de materias, en especial aritmética, lengua, historia y geografía. Anne, más adelante, además de perfeccionar esas disciplinas, estudió también canto, música, latín, alemán y dibujo. Es decir, conocimientos muy adecuados para ser una buena y eficiente institutriz, que fue el principal trabajo que desarrolló fuera de su casa, sobre todo para dos acomodadas familias, ocupación cuyos avatares y dificultades revelan magistralmente los capítulos de Agnes Grey, cuya protagonista es, como no podía ser de otra manera, una institutriz, es decir, ella misma. No olvidemos que esta profesión gozaba de muy poca consideración social entre las clases elevadas de la Inglaterra victoriana, si bien en la segunda familia con la que estuvo, logró mantener una amistosa relación con dos de sus pupilas, a pesar de la altivez y prepotencia de los padres. Su determinación para ser institutriz y trabajar, a fin de no constituir una pesada carga para su familia, son verdaderamente admirables, y contradicen el estereotipo de debilidad de carácter que algunos críticos han querido ofrecernos de ella; muy al contrario, a pesar de su naturaleza enfermiza, aquella determinación denota una valentía, una fortaleza y unas convicciones morales tan profundas, que sorprenden tanto más en cuanto contrastan con la debilidad de su naturaleza física. Pero aquí entra en juego el segundo factor, que es la influencia, sin duda extraordinaria, que debió ejercer en ella su tía materna, Elizabeth Branwell, quien, sin ningún ardor, se hizo cargo desde 1824 del cuidado de sus cuatro sobrinos, los hijos del reverendo Patrick Brontë, quien había perdido en septiembre de 1821 a su esposa, María Branwell, enferma de cáncer. Este segundo factor es decisivo, pues Anne pronto se convirtió en la favorita de su tía, que era de religión metodista. Anne se convirtió en la predilecta de la hermana de su madre porque, además de estar casi siempre en cama como consecuencia de su asma, era una niña buena, la que más se parecía a su madre y a quien su tía quiso, con las mejores intenciones, en palabras de María José Coperías, «moldear a su imagen y semejanza», inculcándole los preceptos morales de su religión metodista. Aquí se hace necesario hacer algunas precisiones sobre esta confesión religiosa. Ernst Troeltsch, el gran sociólogo e historiador de las religiones alemán, en su clásico estudio El protestantismo y el mundo moderno (1911), no se detiene en esta creencia, pues sus intereses se centran en Lutero y en Calvino. Tampoco lo hace Max Weber en su aún más célebre ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1901), pues su estudio le lleva a dirigir su atención en el luteranismo, el calvinismo, el puritanismo y el pietismo, pero, sin embargo, al comienzo de la segunda parte, al hablar de los fundamentos religiosos del ascetismo laico, sí estima conveniente advertir someramente que el metodismo es un representante histórico del protestantismo ascético, añadiendo: «El metodismo nació hacia la mitad del siglo XVIII dentro de la Iglesia oficial anglicana y en la intención de sus fundadores no aspiraba a ser tanto una nueva Iglesia como una renovación del espíritu ascético dentro de la Iglesia antigua; sólo más tarde, y sobre todo al pasar a América, se separó de la Iglesia anglicana»[4]. Los grandes estudios sobre el metodismo no están traducidos al castellano[5]. El que fuera Profesor de Historia de la Iglesia en la Universidad de Manchester, el reverendo Benjamin Drewery (1918-2008), escribió un conciso pero excelente artículo sobre el Metodismo en el muy autorizado Diccionario de Religiones Comparadas dirigido por S. G. F. Brandon[6], en el que, además de la enjundiosa bibliografía reproducida en la nota 5, resume muy bien los principales objetivos de esa «forma de vida y culto cristianos» iniciados por los hermanos John y Charles Wesley, cuyos seguidores, al morir los fundadores, constituyeron una confesión religiosa distinta, separación ajena a las intenciones de los Wesley, pero inevitable para Drewery, debido «al peculiar desarrollo de las Sociedades por ellos creadas». Los Wesley se habían opuesto a que sus predicadores administraran los sacramentos, algo ya discutido por Thomas Coke en América al identificar el presbiterado con el episcopado. Según los Wesley, sus seguidores debían asistir por la mañana a la comunión en la iglesia parroquial y por la tarde al servicio evangélico (predicación). Como había numerosos seguidores de los Wesley que no tenían vínculos con la Iglesia de Inglaterra y como los clérigos de esta Iglesia se negaban crecientemente a administrar la comunión a los metodistas, el distanciamiento derivó en abierta ruptura en 1836, bastante después de fallecidos los Wesley a finales de la centuria anterior. En el siglo XIX se producirá no sólo este alejamiento decisivo del anglicanismo, sino el propio cisma dentro del metodismo. Para lo que aquí interesa, sólo recordar que los Wesley rechazaban la doctrina de la «doble predestinación» de Calvino, que organizaron a sus seguidores en grupos locales que se reunían semanalmente y que resultaba imprescindible para ser admitido «el sincero deseo de salvarse del pecado por la fe en Jesucristo y dar prueba de ello en la vida y en la conducta». Vida cristiana disciplinada y acción social eran muy relevantes. Los metodistas ingleses se preocuparon mucho de las cuestiones teológicas, mientras que las sociales prevalecieron entre los estadounidenses. También hubo entre los primeros metodistas una fuerte influencia del arminianismo. En el mencionado estudio de Troeltsch[7] se nos habla de esta corriente, en realidad, una reacción teológica iniciada por Jacobo Arminio (1560-1609) contra el determinismo estricto de los calvinistas. El arminianismo, que es de origen holandés, sostiene que la soberanía de Dios era compatible con el libre albedrío humano, y que Cristo murió por todos los hombres, no sólo por unos pocos elegidos. La heroína de la novela de Anne Brontë, en efecto, podría suscribir por entero aquellas palabras entrecomilladas del «deseo de salvarse del pecado por la fe en Cristo» y llevar una vida recta y ordenada, pero tampoco renuncia al libre albedrío, a la libertad individual que no admite sometimiento alguno y que se rige, ante todo, por la moral cristiana, evangélica, pero también por lo que le dicta la propia conciencia, que es inalienable. No podemos olvidar que esa ramificación característica de las Iglesias protestantes, y nos referimos aquí al cisma en el metodismo a la muerte de sus fundadores, tiene mucho que ver con la ausencia de jerarquía de estos movimientos religiosos y a la democracia interna de estos grupos, donde el debate y la discusión eran permanentes, algo que se halla en la entraña misma de las grandes democracias anglosajonas, pero de lo que carecen notablemente los partidos políticos actuales en el sur de Europa, desde Grecia hasta Italia, Francia, España y Portugal, como viese con agudeza difícil de superar el jurista, sociólogo y politólogo francés Maurice Duverger[8]. Aquí podríamos hacer una rápida digresión sobre la pretendida relación de Anne Brontë, y también de su hermana Charlotte, con el desarrollo del espíritu capitalista, o al menos su supuesta impúdica aceptación de este sistema económico nacido en Florencia a finales del siglo XIII[9]. Decimos esto porque ha habido investigadores que las han tildado, nada menos, especialmente a Charlotte, que de prosélitas del imperialismo liberal burgués de la era victoriana. En el estudio comparativo que lleva a cabo Nair María Anaya Ferreira, profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, entre la novela Jane Eyre y la sugerente novela Wide Sargasso Sea (publicada en 1966), de Jean Rhys[10], escritora nacida en la isla de Dominica, una república del mar Caribe perteneciente a la Mancomunidad Británica de Naciones, se hacen una serie de afirmaciones que carecen, en nuestra opinión, del necesario rigor crítico, por su tendenciosidad y forzadas deducciones, y que incluso parecen estar contaminadas de un feminismo radical de ideología marxista, pero también leninista, al menos del Lenin autor de El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916). El propósito de Jean Rhys es recuperar a esa mujer misteriosa, Bertha Mason, la esposa demente del Sr. Rochester, en cuya casa trabaja como institutriz y de quien se enamora Jane Eyre, que está encerrada en el ático de la casa, lo mejor atendida posible, dada su extrema y creciente agresividad incontrolada, y con quien se casó Edward Fairfax Rochester en la localidad de Spanish Town, al sudeste de Jamaica, muy cerca de Kingston[11]. De ahí que en el preciso momento en que va a consumarse la unión matrimonial entre Rochester y Jane Eyre, surja del fondo de la iglesia una voz, la del abogado que representa al hermano de Bertha Mason, que dice que sí que hay un impedimento, ¡y menudo impedimento!, ya que Rochester está efectivamente casado legalmente desde hace varios años. Jean Rhys crea un contrapunto, al narrar la infancia y juventud de Bertha Mason, de Jane Eyre, demasiado antipática para la escritora de Dominica por su severa rectitud moral. Pero interesan aquí sobre todo las conclusiones de Anaya Ferreira. Admite que «si bien es cierto que la institutriz creada por Charlotte Brontë trasciende las limitaciones impuestas a su posición social, también es verdad que sólo lo logra apoyándose en esas mismas nociones sociales y culturales que se propone rebasar [12] De ahí la importancia que concede la mencionada profesora universitaria a la «conciencia de clase» de la heroína de Charlotte Brontë: «Esta conciencia de clase subyace [bajo] la trama de la novela y sale a la superficie en los momentos en que es necesario definir socialmente a la protagonista. Así como la niña Jane se sitúa en la pobreza y la rechaza, la joven institutriz no acepta tampoco los intereses, los contactos y las conveniencias de los aristócratas, si bien no se atreve a juzgar los principios y el comportamiento del señor Rochester y la señorita Ingram [Blanche Ingram, una joven de clase alta de quien se rumorea se siente atraído Rochester]»[13]. Como últimos ejemplos de este extenso artículo de Anaya Ferreira, sólo reproduzco estos comentarios acerca de la resuelta heroína de Charlotte Brontë: En ella «la conciencia de clase se transforma en una conciencia nacionalista» … «la educación y la religión son los ejes sobre los que gira el desarrollo de Jane Eyre, no sólo como personaje sino como símbolo, en última instancia, del imperialismo inglés» … «Jane se convierte en un modelo arquetípico de la mujer inglesa educada cuya misión es “civilizar” a los menos afortunados (lo que precisamente constituye, para algunos críticos, el elemento central del imperialismo)»[14]. El problema de cierta crítica literaria es que, en vez de tratar de ser fiel a las verdaderas intenciones del escritor, en vez de atenerse lo más estrictamente posible a lo que dicen los personajes de las obras y, por supuesto después de analizar los valores formales, escudriñar los aspectos psicológicos y espirituales si los hubiere, como es en esta circunstancia el caso de manera sobrada, esa crítica, digo, lleva a cabo una suerte de hipóstasis, esto es, una suplantación, una mixtificación, que consiste en efectuar un análisis principalmente «ideológico» en el que encaje el concepto de ideología al que se adhiere el crítico, y que suele ser una ideología de índole marxista, o feminista-marxista, como ocurre en el ejemplo aducido. Hablamos de la «ideología», de la «superestructura» en la terminología de Marx, que no es más para él que una consecuencia de circunstancias materiales y económicas. Es decir, a este tipo de críticos —cuyo máximo ejemplo universal quizá sea el húngaro Georg Lukács, un hombre de una cultura inmensa y de un talento extraordinario, pero malogrados por ese prejuicio ideológico marxista-leninista con el que enjuició las grandes obras de la literatura, especialmente el periodo clásico de la novela burguesa desde Walter Scott hasta Thomas Mann, prejuicio que convierte desgraciadamente en inservibles, por espurios, sus eruditísimos análisis— no les parece interesar el alma, ni el espíritu, ni la psicología profunda de los personajes, ni los móviles de sus actos cuya raíz se encuentra en el sanctasanctórum de la conciencia, sino que lo que les interesa es intentar demostrar que son, por encima de todo, mejor aún, exclusivamente los exponentes de una clase social, de una «ideología», el resultado de unas circunstancias históricas, por supuesto esencialmente determinadas por causas económicas, y todo lo que hacen está, por tanto, en última instancia, explicado por la clase, la ideología y la base material de existencia. En definitiva, estos críticos no ven a la persona, al individuo, a ese hombre de carne y hueso que reivindica Unamuno en la primera página de su inmortal Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, sino que ven, por el contrario, sólo a la sociedad, a la colectividad, a la clase social, y estos son para ellos el verdadero sujeto de la Historia, como afirmase Carlos Marx en el Manifiesto Comunista y repitieran después sus seguidores más conspicuos, empezando por el artífice de la Revolución bolchevique, que fue en estos asuntos aún más radical y extremista que su mentor de Tréveris. A estos críticos les cuesta sobremanera entender que a estos autores, a las hermanas Brontë, o a Tolstoi o a Dostoyevski, por citar sólo algunos, les preocupa ante todo la condición humana individual, el corazón humano, con sus grandezas y con sus miserias, y que en sus obras hacen desfilar de manera muy intensa situaciones, esta vez, sí, humanas, que conmueven al lector, hasta hacer que le broten las lágrimas. Es decir que les preocupa indagar en el afán de superación, en el aprendizaje del espíritu, en el sentimiento de la maldad, de la bondad o en el deseo infinito de ser libres, y para eso tales encarnaciones literarias individuales tienen que decidir por sí mismas en el momento decisivo y llevar a cabo una elección de tipo moral. Por eso, las deducciones de Anaya Ferreira, traída aquí en esta ocasión, pero que podría haber sido perfectamente otro crítico, son, a nuestro entender, demasiado forzadas, demasiado artificiales, demasiado hipostasiadas. Puede ser, y resulta curioso que se da invariablemente en el caso de los novelistas que acabo de mencionar, que el crítico rechace las profundas convicciones religiosas de los mismos, sus recios principios morales, que en lo que se refiere a las hermanas Brontë eran, desde luego, diques infranqueables. ¿Es que se le pretende negar a estas escritoras su libertad de elección propia en lo que se refiere a la temática de sus novelas y poemas, y se las quiere convertir, en el mejor de los casos, en «inconscientes» heraldos del nacionalismo y del imperialismo británicos? ¡Dios mío, qué ceguera intelectual la de esos críticos! Además, el mencionado economista alemán Werner Sombart, que mantuvo importantes puntos de diferencia con Max Weber en lo referente a la influencia del catolicismo en el desarrollo del espíritu capitalista, señalaba en el aludido libro que no siempre se movió el capitalismo por un afán de lucro desmesurado y por la pura codicia, sino que hubo un capitalismo durante siglos que estuvo frenado poderosamente en sus apetitos por principios morales, católicos primero, y protestantes después; es más, que incluso, frente al estereotipo que nos ofrecen algunos historiadores, hubo confesiones protestantes que se opusieron vivamente al espíritu del capitalismo, y que si éste salió en buena medida adelante fue debido a la racionalización ascética de la existencia practicada por esos grupos religiosos. Lo de los principios católicos merece ser subrayado, porque casi siempre se tiene la idea simplista de que el capitalismo se desarrolló gracias al calvinismo, el pietismo y otras confesiones protestantes, y si bien esto es en muy buena medida cierto, también lo es que el capitalismo, como ya hemos señalado, nació indiscutiblemente en Florencia, y que hombres como Santo Tomás de Aquino, o San Antonino de Florencia, arzobispo de la ciudad del Arno en el siglo XV, o el franciscano San Bernardino de Siena, muerto en 1444, o, sobre todo, Leo Battista Alberti, conocido principalmente como arquitecto y tratadista, pero que en sus Libri della Famiglia canta las alabanzas de la sancta masserizia (la santa economicidad, la economía doméstica), hicieron también mucho por el desarrollo de ese espíritu en sus escritos relacionados con la economía y la teoría del valor, un espíritu capitalista imbuido de preceptos morales y no carcomido aún por la codicia, la avaricia o el afán desmedido de acumulación de riquezas[15]. Estas últimas características empezaron a abrirse camino desde finales del siglo XVIII, y desde luego podemos asegurar que no prendieron en el ánimo ni en el alma de las hermanas Brontë. Por supuesto que eran partidarias de la propiedad privada y del sistema económico de libre mercado, pero con unos límites, sin perder nunca de vista al ser humano y sus necesidades, esto es, sin renunciar a esa ya perdida humanización del capitalismo, que, aunque no se lo crean esos críticos, ha existido y todavía pervive entre algunos empresarios occidentales. Pero no quiero extenderme aquí más sobre un tema tan complejo y problemático. Sólo añadiré que sí que hay acercamientos de otra muy distinta naturaleza a este tipo de novelas, como la que efectúa Paz Kindelán en la introducción de la edición de Cátedra de Cumbres borrascosas[16], donde sí logra aproximarse bastante a las verdaderas intenciones de la autora, a su indómito sentido de la libertad, a su concepción apasionada del amor y a su panteísmo filosófico, un término que, sin embargo, hay que emplear con suma cautela al hablar de una escritora educada en una estricta religión anglicana. En tercer término, la relación con sus hermanas, sobre todo con Emily. El acercamiento de Anne a Emily se produjo cuando Charlotte fue enviada con quince años a Roe Head, un internado. Es entonces cuando la ágil y fecunda imaginación de Anne y de Emily inventa un mundo increíble de fantasía, el de los reinos de Gondal y de Gaaldine, cuyos personajes aparecen en numerosas ocasiones en los poemas posteriores de ambas hermanas. En ese mismo colegio de Roe Head, adonde vuelve Charlotte como profesora en 1835, es internada Anne un año antes de lo previsto por su edad, ya que Emily no ha podido resistir la disciplina del internado aun en compañía de Charlotte, y allí sufrirá Anne una fuerte crisis emocional y física, aunque, como indica María José Coperías, la resistió con admirable valentía y entereza. En cuarto lugar, su sincero cristianismo, ajeno a cualquier tipo de fariseísmo. Sus acendradas creencias religiosas convierten a Anne probablemente en la más destacada escritora en el seno de la fe cristiana del siglo XIX, no sólo en Inglaterra, sino en toda Europa. La síntesis argumental y temporal de la novela es, de manera abreviada, la siguiente. Todo el relato está escrito en primera persona por Gilbert Markham, quien le escribe a su cuñado Halford, marido de su hermana Rose, veinte años después de conocer a Helen, la protagonista absoluta de la novela, y, por tanto, veinte años después de dar comienzo los acontecimientos, a fin de explicarle pormenorizadamente su intensa experiencia vital. Con el propósito de esclarecer esos acontecimientos, Gilbert se retrotrae al jueves anterior al último domingo de octubre de 1827. El relato lo empieza a escribir en 1847, poniendo fin al mismo el 10 de junio de ese año. Gilbert, un campesino relativamente acomodado que se esfuerza en su trabajo, es hijo de la señora Markham, viuda, y sus hermanos son Rose y Fergus. Los cuatro miembros de la familia viven en Linder Car, una casa rodeada de un amplio terreno que en el imaginario de Anne Brontë debía estar situada en los páramos de Yorkshire. Especialmente a Gilbert le causa una viva impresión la llegada a la mansión abandonada de Wildfell Hall, a unos tres kilómetros de Linder Car, en la cima de una colina, de una extraña inquilina, Helen, que está acompañada de su pequeño hijo Arthur y de su criada Rachel. Entre los dos se establece al poco tiempo una respetuosa y cordial relación, que irá convirtiéndose de manera creciente en admiración y fascinación por parte de Gilbert, quien adivina paulatinamente que esa enigmática y hermosa mujer esconde tras de sí un indescifrable misterio. La atracción hacia la nueva vecina se ve acentuada, además, por la mediocridad espiritual de las jóvenes que rodean a Gilbert, en especial Eliza Millward, que coquetea con él de modo presuntuoso como corresponde a una persona que ante todo sólo está prendada de sí misma. Eliza es hija del reverendo Michael Millward, y tiene una hermana que se llama Mary. También están los Wilson, ricos hacendados, encabezados por la señora Wilson, viuda de un terrateniente, y sus hijos, Jane, Robert y Richard. Otro personaje fundamental es Frederick Lawrence, amigo de Gilbert, pero que, cuando en éste se despierta el sentimiento amoroso hacia Helen, malinterpreta la sigilosa y discreta actuación de Frederick para con Helen, malentendido que sólo se desvanecerá cuando Gilbert conozca la realidad de la historia de la misteriosa inquilina de la sombría y destartalada mansión de la colina. Cuando la relación de amistad entre Gilbert y Helen ha llegado a su punto álgido, cuando Gilbert, que es un hombre tímido y reservado, pero de ardiente corazón capaz de amar plenamente y de nobles sentimientos, cree tener alguna esperanza en su relación con Helen, a la que visita con frecuencia y de cuyo hijo, Arthur, se ha hecho muy amigo, la enigmática inquilina aparentemente lo defrauda, pues Gilbert piensa que mantiene una relación íntima secreta con Frederick. Ante las palabras de desolación y de cierto reproche de Gilbert a Helen al final del capítulo XV por lo ocurrido, que, como hemos dicho, no es más que un malentendido, Helen se limita, en un rasgo muy propio de su carácter, a entregarle un Diario que ella ha estado escribiendo hasta entonces, para que lo lea y conozca la realidad del halo de misterio que la rodea, agrandado por las habladurías del lugar, algunas de cuyas vecinas, sobre todo Eliza Millward, critican con maledicencia a la inquilina, considerándola una mujer de moral dudosa o incluso depravada. El único que siempre ha confiado enteramente en ella es Gilbert, que bajo ningún concepto permite que en su presencia se pronuncien chismorreos y críticas malintencionadas e infundadas sobre Helen. Pero aquel comportamiento de Helen con Frederick, que Gilbert no acierta a entender, le lleva por primera vez a dudar de su sinceridad, y como Helen lo estima de verdad, y quizá sienta ya por él algo más que estima y amistad, le confía su Diario, convencida de la nobleza de intenciones y ausencia de doblez de Gilbert para con ella. El Diario de Helen, que está escrito en primera persona, ocupa íntegramente, sin interrupción alguna, desde el inicio del capítulo XVI hasta el final del capítulo XLIV de la novela, que consta en total de 53 capítulos. El Diario comienza el 1 de junio de 1821, cuando ella tiene dieciocho años, y se interrumpe bruscamente el 3 de noviembre de 1827, muy pocos días después de conocer Helen a Gilbert Markham. En este Diario, que Gilbert lee ávidamente y en un estado de ánimo de creciente admiración e incluso veneración por su autora, da cuenta muy detallada Helen de sus experiencias vitales durante esos años y de las circunstancias que la han llevado a alojarse en Wildfell Hall. Nos enteramos que Helen, cuyo apellido de soltera es Graham, vive en compañía de sus tíos, el Sr. Maxwell y su esposa Peggy Maxwell, dos excelentes personas, que hacen admirablemente la labor de tutores y consejeros de Helen, educándola en unos consistentes principios morales que no excluyen, a pesar de la aparente severidad de su tía, que en realidad esconde un tierno amor hacia ella y un inquebrantable deseo de protección ante el peligro y las maldades que se esconden entre los hombres, que no excluyen, decimos, la enseñanza de la inalienable libertad de decisión propia y de la autonomía personal, evitando que se deje llevar por la irreflexión, la improvisación y el atolondramiento. Al contrario, potencian en ella el análisis sereno de las situaciones, la observación atenta del carácter y de las inclinaciones espirituales de las personas y actuar siempre según los principios que dicta nuestra conciencia más escondida, en correspondencia con las enseñanzas de Jesús, que nunca pueden ser perjudiciales. Por supuesto que toda esta educación encuentra su verdadero fundamento en la ética cristiana evangélica, esto es, no tanto, como suele resultar más común en los Estados Unidos y en algunas confesiones protestantes, en la lectura atenta del Antiguo Testamento, que también, como, sobre todo, en la lectura y enseñanza del Nuevo, en especial de los Evangelios y del mensaje del Nazareno. De ahí la actitud de servicio desinteresado, la abnegación y la capacidad para el sacrificio de que dará muestra Helen en su dramática y atormentada experiencia personal, así como su ilimitada capacidad para perdonar. Estas actitudes morales inquebrantables en Helen sólo podían provenir del mensaje de Cristo. La primera prueba que se le presenta a Helen es la decisión que debe adoptar ante las pretensiones matrimoniales del Sr. Boarham, amigo del Sr. Maxwell y terriblemente aburrido y vulgar, aunque adinerado. Por diversas razones, sus tíos ven, sin embargo, este partido conveniente para Helen, pero como ella ha aprendido muy bien la independencia de criterio que le han enseñado, especialmente su tía, se muestra inflexible, y, con toda la cortesía del mundo, rechaza la proposición del ya impertinente Sr. Boarham, con la consiguiente perplejidad de éste. La firmeza de Helen es manifiesta cuando le espeta al ansioso pretendiente que «en un asunto tan importante como éste [el matrimonio], me tomo la libertad de juzgar por mí misma, y ninguna opinión puede alterar mis inclinaciones… » (cap. XVI). Es muy importante tener en cuenta la fecha en que escribe su novela Anne Brontë, en plena época de triunfante moral victoriana, cuando la conveniencia material solía imponerse en los acuerdos matrimoniales, cuando muchas veces la moral era inequívocamente hipócrita, y, sobre todo, cuando una joven muchacha que pertenecía a una clase social elevada, como era el caso de Helen, no podía prácticamente decidir por sí misma en asuntos tan «trascendentales». Este será el primer ejemplo, pero a lo largo de toda la novela Anne Brontë se opondrá con todas sus fuerzas a esa moral hipócrita y a esas convenciones y prácticas sociales de sumisión de la mujer. A los tíos de Helen no les hizo este rechazo matrimonial por parte de su sobrina ninguna gracia, pero la querían y respetaban tanto que terminaron aceptándolo sin más reproches. Otro pretendiente fracasado será también el Sr. Wilmot, asimismo amigo del tío de Helen. No ocurre lo mismo con el joven y apuesto Arthur Huntingdon, por quien desde el primer momento se siente atraída Helen después de haberlo conocido en un baile en casa del Sr. Wilmot. En ese baile conoce también a Annabella Wilmot, sobrina del Sr. Wilmot y rica heredera, y a Milicent Hargrave, prima de Annabella y que se hará muy pronto amiga y confidente de Helen. Pero en este caso de su sugestión por Arthur, sin embargo, su tía sí pone algunos reparos, aconsejándole que no se precipite, aunque ella argumenta que es muy buena «fisonomista» (cap. XVI) y que está convencida de no haberse equivocado en su elección. Su tía le advierte reiteradamente que Arthur es un calavera, que se rumorea fundadamente que mantiene relaciones con una mujer casada, pero Helen lo niega todo y se aferra a la sincera atracción que siente hacia él y a su puro amor. Hasta Rachel, la fiel criada, le dice al respecto a su querida señorita, mientras le ayuda a vestirse: «Creo que una dama nunca es demasiado cuidadosa al elegir marido» (cap. XXII). Incluso admitiendo que tales pecados fuesen ciertos, cosa que ella no cree, Helen le dice a su tía en una conversación sobre tan delicado asunto: «… pero si bien odio los pecados, amo al pecador, haría mucho por su salvación…» (cap. XVII). Esta frase es completamente evangélica y nos recuerda inmediatamente la actitud de Jesús con María Magdalena, con la mujer adúltera (Jn 8, 2-11) o con aquella otra mujer pecadora pública que le unge los pies con perfume y se los besa en la casa del fariseo, perdonándole Jesús sus pecados (Lc 7, 36-50). Con posterioridad, en 1879, ese mismo sentimiento de amar al pecador, lo pondrá Dostoyevski en boca de una de sus creaciones más beatíficas y santas, el stárets Zósima (un stárets es un consejero y maestro de un monasterio de religión ortodoxa griega) de Los hermanos Karamazov, cuando enseñaba que se debía «amar al hombre hasta en su pecado», palabras que nos recuerda oportunamente Helen Iswolsky en su sobrecogedora síntesis de la historia de Rusia[17]. El enamoramiento de la heroína se intensifica con motivo de la estancia de varios días, desde el 19 al 24 de septiembre de 1821, de Arthur y de algunos de sus amigos en la casa de los tíos de Helen, invitados por el Sr. Maxwell para una cacería. Allí se darán cita, entre otros, Arthur, Annabella, Milicent, el Sr. Boarham y Lord Lowborough, muy amigo de Arthur. La Sra. Maxwell descubre casualmente a Arthur colmando de besos a Helen en una habitación, circunstancia que le sorprende sobremanera, y fuerza una breve conversación privada entre la severa y prudente tutora y el fogoso amante, en la que éste llega incluso a afirmar que sacrificaría su cuerpo y su alma por su amada, enfáticas palabras de las que recela con instintiva convicción la Sra. Maxwell, diálogo que será seguido de un rápido pero sincero intercambio de palabras a solas entre tía y sobrina. Al día siguiente de este incidente, Arthur redobla sus acometidas con Helen, que ni mucho menos son falsas, pues es cierto que se siente fascinado por la hermosa joven, que finalmente vence cualquier escrúpulo y resistencia, quedando rendida ante él. Su tía lleva a cabo un postrer intento de evitar un desenlace que intuye fatal para su sobrina, diciéndole, cuando ésta le confiesa que el único y peor vicio de Arthur es la irreflexión, que «la irreflexión puede conducir a actos criminales, y no será más que una pobre excusa a los ojos de Dios» (cap. XX). A los argumentos de su tía, Helen responde con una batería de diversas citas de las Sagradas Escrituras que dejan más que sorprendida a la Sra. Maxwell, quien ignoraba el profundo conocimiento de Helen de la Biblia. Finalmente, se fija la fecha de la boda para el día de Navidad. En la extensa anotación del Diario con fecha de 18 de febrero de 1822, Helen hace balance de las primeras semanas de matrimonio, incluido el viaje de novios por Francia y por Italia, donde apenas se han detenido a ver monumentos y obras de arte, que para nada interesan al Sr. Huntingdon. Tampoco le atraen en absoluto los libros, algo que comienza a dificultar la relación cotidiana de Helen con su marido, pues ella es una gran e inteligente lectora, y le gustaría mucho poder intercambiar esas experiencias y sensaciones íntimas que proporcionan los buenos libros con su querido esposo. Pero muy pronto se da cuenta que eso es sencillamente imposible. En relación directa a esta cuestión, anota Helen el 25 de marzo: «Hago todo lo que puedo para entretenerle, pero es imposible hacer que se interese por aquello de lo que más me gusta hablar…» (cap. XXIV). Del mencionado 18 de febrero, hay otro apunte muy singular: «Está muy enamorado de mí… casi demasiado. Me conformaría con menos caricias y más racionalidad» (cap. XXIII). Helen, que, a pesar de su juventud, es una persona emocionalmente muy adulta y equilibrada, no quiere ser un «animalito mimado» (cap. XXIII). Cuando su marido le reprocha sus rezos, que en ningún momento han mostrado la más mínima señal de beatería, sino de íntima y directa comunicación con Dios, de estímulo ante las adversidades de la vida, Helen le responde que, sin embargo, a ella sí que le gustaría verlo absorto en sus rezos sin tener una mirada para ella, «porque cuanto más amaras a tu Dios, más profundo, puro y verdadero sería tu amor por mí» (cap. XXIII). Estas insólitas y anticonvencionales palabras, prácticamente imposibles de encontrar en la literatura de la época, brotan de lo más hondo del sentimiento religioso de Anne Brontë, que está convencida, como auténtica cristiana, que el mejor camino para llegar al corazón del hombre es a través de Dios. De nuevo la evocación de algunas frases de Jesús en el Evangelio, es aquí evidente. En el marco de esa misma conversación, cuando Arthur le responde riéndose que él no está hecho para ser un santo, Helen aduce de nuevo argumentos extraídos de las parábolas de Jesús, por ejemplo de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30). Así se explica que le conteste apaciblemente a Arthur, quien, en realidad, no comprende nada de ese extraño lenguaje de su esposa: «A quien le es dado poco, le será pedido poco, pero a todos se nos pide el mayor esfuerzo de que seamos capaces […] pero todos nuestros talentos aumentan con el uso, y todas las facultades, tanto buenas como malas, se fortalecen con el ejercicio […] Nunca esperaría que te convirtieras en un beato, pero es perfectamente posible ser un buen cristiano sin dejar de ser un hombre feliz y alegre» (cap. XXIII). El natural alegre de Helen, la infancia feliz que ha vivido, la autoestima que ha sabido despertar en ella su tía, su amor por todas las criaturas de Dios, le orientan a una concepción de la ética cristiana en la que, naturalmente, sin renunciar al esfuerzo, el autodominio, la disciplina y el control de los instintos y de las pasiones desordenadas, hay un claro rechazo a que la persona viva como una amargada, en constante disputa con el mundo y con los hombres; muy al contrario, el cristiano debe ser una persona feliz y estar alegre, puesto que se le ha dado conocer la buena nueva. El Cristo evangélico no quiere hombres sombríos y taciturnos, reprimidos y resentidos (como fue, sin duda, el eximio teólogo Juan Calvino, quintaesencia del fanatismo religioso en la Europa moderna[18]), sino alegres, nobles, limpios de corazón, inocentes y felices. Lo que ni mucho menos significa que esa inocencia y esa felicidad haya que interpretarlas como ingenuidad estúpida, como la renuncia a la responsabilidad de la propia libertad que tan siniestramente desea el nonagenario interlocutor de La leyenda del gran inquisidor de Dostoyevski, sino como puro candor (como ese candor sencillo y sublime de Inger en la película Ordet, de Carl Theodor Dreyer), como «pobreza de espíritu», al modo como después quedaría encarnada en el personaje más «pobre de espíritu» y más auténticamente evangélico de toda la literatura mundial, el príncipe Mischkin de la novela El idiota del mismo escritor ruso, cuya pureza de alma era tan infinita —no tan grande, sino tan infinita— que semeja ser un alter Christus, al modo de San Francisco de Asís, quizás el único «otro Cristo» que haya existido en la vida real de la humanidad. Helen ansía que su marido esté contento, viva feliz y alegre, pero para que eso sea factible tiene que lograr encontrarse a sí mismo, y esto es algo que ni puede él solo hacer ni tampoco —bien sea por orgullo, por soberbia o por cualquier otra razón— permite que los demás le ayuden a conseguir, empezando por su solícita, desinteresada y, especialmente dotada para ello, esposa. Casi todos los críticos y estudiosos coinciden en que Anne Brontë se inspiró, para elaborar el personaje de Arthur Huntingdon, en su propio hermano Branwell Brontë[19], un joven que fracasó en todos sus intentos profesionales, aficionado a la pintura, y que, después de haber encontrado empleo como preceptor, se enamoró de la señora de la casa, acabando por ser despedido, cuando aquélla decidió no traspasar determinados límites. A partir de ahí, la vida psicológica y física de Branwell Brontë empeora, se da a la bebida, fuma opio y lleva una vida disipada que le conducirá muy joven a la muerte a finales de septiembre de 1848. Helen es una mujer culta, muy sensible hacia las maravillas de la naturaleza y del arte, pero al mismo tiempo incapaz de mentir, lo cual es para ella un gravísimo pecado, y de una profunda e indestructible confianza en Dios, sin el que la vida no tendría sentido. No podemos olvidar que Anne Brontë publica su novela nada menos que en julio de 1848, es decir cuando una oleada revolucionaria no vista anteriormente recorre de un extremo al otro Europa, en muchos casos con el decidido propósito de liberar a los campesinos y a los trabajadores de las durísimas condiciones materiales que impone la industrialización y el capitalismo deshumanizado, aunque prácticamente todas esas revoluciones terminarán en fracaso. Junto a esas nobles aspiraciones, también se extiende por Europa el ateísmo, que redoblará su envite después de un breve interregno durante la época dorada del Prerromanticismo y del Romanticismo, sobre todo alemán (pensemos, por ejemplo, y sin ser exhaustivos, en Wilhelm Heinrich Wackenroder, en Ludwig Tieck, en Novalis, en Carlos Guillermo Federico Schlegel o en Annette von Droste-Hülshoff). El ateísmo tiene sus principales antecedentes en las ideas de los materialistas mecanicistas franceses del siglo XVIII, aunque recibirá un empuje decisivo con el cienticifismo, esto es, la fe ilimitada en la ciencia como sustitutivo de la religión revelada y del misterio de la Encarnación, fe ilimitada que muy pronto dará sus frutos en el Positivismo de Augusto Comte, quien sustituye, en efecto, la religión por la ciencia, convirtiéndola en Ciencia con mayúsculas, esto es, en la verdadera y única Religión del hombre, una Ciencia que también tendrá su Iglesia y sus oficiantes, de la que él será su sumo sacerdote. Contra este espíritu creciente de fe ilimitada en el progreso científico, que tanto descuida el progreso moral, se rebela Anne Brontë, lo que ni mucho menos significa que rechace la ciencia y los adelantos de la técnica, sino que la ciencia positiva y la investigación empírica pueden ser perfectamente conciliables con la fe en la verdad revelada. En esto, Anne Brontë, a pesar de ser inglesa y protestante, es tomista, es decir, ve con simpatía los intentos de Santo Tomás de Aquino de conciliar la Teología y la Filosofía, la fe y la razón. Un mundo que excluye a Dios, como desde al menos 1864-1866 comprenderá de modo insuperable en toda la literatura universal de cualquier época el gran novelista ruso Dostoyevski, es un mundo que termina destruyendo la dignidad y libertad del hombre, más aún, un mundo que aniquila al hombre y lo transmuta en un mero instrumento al servicio del Estado y de la consecución de fines estatales[20]. A partir de mayo comienzan las ausencias y los viajes, cada vez más frecuentes, prolongados e injustificados. Se manifiesta, asimismo, cada vez más, en la convivencia cotidiana la inconsistencia moral de Arthur, su inmadurez, sus caprichos de niño consentido y mimado, sus desaires y falta de respeto hacia su mujer, su ociosidad contumaz o sus quehaceres vulgares. Tres semanas antes del 23 de septiembre llega un grupo de amigos de Arthur, a los que invita a pasar una temporada en su casa, estancia que se prolonga más allá del 4 de octubre. Anne Brontë hace una aguda descripción psicológica, en ese capítulo y en los siguientes, de esta galería de personajes con los que se relaciona Arthur, en buena medida para saciar su vacío existencial, personajes cuyos caracteres y maneras de ser van desde la sumisión y la resignación hasta la más desordenada y amoral depravación de la conducta. Describamos someramente a los principales de ellos, siguiendo de modo conciso sus itinerarios vitales. En primer lugar, la ya mencionada Annabella Wilmot, una mujer hermosa, culta, dotada para la música, inteligente, pero terriblemente superficial, vanidosa, engreída y fatua, que coquetea descaradamente con hombres casados, como con el propio Arthur Huntingdon, provocando situaciones de penosa humillación para Helen, quien trata de salir airosa lo mejor que puede de tan comprometidas y bochornosas situaciones. Aunque a quien tiene verdaderamente desesperado Annabella es a su marido, Lord Lowborough, amigo de Arthur, del que se irá distanciando cuando vaya descubriendo poco a poco su verdadero comportamiento, mucho peor que cuando eran jóvenes condiscípulos; pero, sobre todo, sufre indeciblemente al convencerse de que su mujer, Annabella, de la que está sinceramente enamorado, no sólo no le ama, sino que incluso le desprecia. En el transcurso de la novela terminamos enterándonos que Lord Lowborough, un hombre de corazón noble y de espíritu hogareño, cuando ve con sus propios ojos la infidelidad de su esposa, acaba separándose de ella y encontrando por fortuna la felicidad con otra mujer. También hemos mencionado a Milicent Hargrave, prima de Annabella Wilmot, una muchacha encantadora, que se hace pronto cómplice en la comprensión de los infortunios de Helen, pues su propio marido, Ralph Hattersley, amigo de correrías de Arthur, es un depravado, con un comportamiento instintivo y animal, pero que, también por suerte, acabará reformándose por completo y volviendo al regazo de su sufriente esposa. La hija de Ralph y de Milicent se llamará Helen por expreso deseo de su madre, en honor a su querida amiga. Quien sí que no tendrá posibilidad alguna de regeneración, lo mismo que Arthur, es Grimsby, otro de sus amigos, quizás el más depravado de todos ellos. Cuando Helen corrobora, mediante una sencilla estratagema, que Arthur le es infiel con Annabella, y se produce entre los esposos un creciente e irreversible distanciamiento, tiene lugar un hecho penoso para Helen, y es que el hermano de Milicent, Walter Hargrave, pretende conquistarla, de manera poco limpia y farisaica, independientemente de que se sienta atraído por ella, una atracción que parece ser más bien sensual, pero la perspicaz Helen lo advierte de inmediato, y, además de rechazarlo varias veces, la última con una resolución y firmeza encomiables, se incubará en su alma una profunda aversión hacia él, hacia Walter, pues siente íntimamente que no ha sido leal y se ha aprovechado de un momento de crisis en su matrimonio. Este acoso persistente y semiclandestino, lo sabe resolver Helen con discreción e inteligencia; por ejemplo, con el silencio, no respondiendo a las insinuaciones y mediante el autocontrol. Por eso, en uno de esos últimos intentos del oblicuo Hargrave, en que Helen le responde con afilada sequedad, ella misma piensa luego para sí: «¡Qué buena cosa es ser capaz de dominar el propio temperamento» (cap. XXXV). Pero en Helen no tiene cabida el resentimiento. Por eso, ese mismo día, cuando Walter aprovecha una oportunidad para disculpar su injustificable comportamiento, ella le responde evangélicamente: «Váyase, pues, y no vuelva a pecar». Como él insistiera en solicitar su perdón y en que olvide su «precipitada arrogancia», Helen le dice con frialdad: «El olvido es algo que no se compra con un deseo». Finalmente, ante la nueva insistencia de Walter de obtener su perdón (sin duda para lavar su mezquina conciencia), y que en prueba de ello le dé la mano, Helen da por zanjado el breve encuentro buscado por Walter, respondiéndole otra vez a la manera evangélica: «Sí… aquí la tiene [la mano], y mi perdón con ella; pero… no vuelva a pecar» (cap. XXXV; la cursiva es del texto novelístico). Anteriormente, cuando Walter quiere presentarse ante ella como un amigo, le expresa Helen: «A la verdadera amistad debe preceder un conocimiento íntimo; le conozco a usted poco, señor Hargrave, y sólo de oídas» (cap. XXIX). Mucho más adelante en el tiempo, un eminente discípulo heterodoxo de Sigmund Freud, el psicoanalista alemán de familia judía Erich Fromm, escribirá en su hermoso libro El arte de amar (1956), que amar supone conocer a la persona amada, que no se puede amar en abstracto, como el fatuo y autocomplaciente Autodidacto de La náusea (1938) de Jean Paul Sartre, quien estúpidamente afirmaba que amaba a toda la Humanidad, sino que se ama a una o a varias personas en concreto, y que para eso es preciso conocerlas. El amor (y la amistad es una forma de amor), viene a concluir Fromm, es conocimiento. Para concluir con este desagradable arquetipo humano, en su penúltimo intento por conseguir la rendición de Helen, y después de manifestarle con ironía sarcástica que le parece un ser a la vez humano y angelical, le pregunta, asimismo con amarga ironía, si es feliz, si es «tan feliz como quisiera». A lo que ella responde con una contestación sublime e imperecedera: «Nadie es tan bienaventurado hasta ese punto, a este lado de la eternidad» (cap. XXXVII). «¡A este lado de la eternidad!» Desde luego, no hace falta decir nada más. Con eso está dicho todo. La respuesta de Helen, de Anne Brontë en realidad, tiene no sólo una honda significación religiosa, sino una profunda significación metafísica. La felicidad, la bienaventuranza completa, la dicha plena, será la contemplación eterna de Dios por parte de la persona, en cuerpo y alma, como tan ardientemente deseaba Miguel de Unamuno. La otra felicidad es una felicidad terrestre, sin duda un derecho del individuo, incluso, si se quiere, inalienable, como creían honradamente los Padres Fundadores, en especial Thomas Jefferson, pero solamente una felicidad terrenal, no celestial. De otro lado, nos hallamos aquí ante la estremecedora y temblorosa, en el sentido kierkegaardiano, noción de eternidad, lo que no tiene principio ni fin; nosotros estamos instalados en ella, en un lado de ella, el lado temporal, sufriente, pero hay otro lado, y ese no se terminará nunca. Esta idea, esta creencia, este sentimiento, que a tantos aterra, a Helen, a Anne Brontë, la llena de gozo, pues la contemplación eterna de Dios, del Misterio último del Universo, de ese Punto Omega del que hablaba Pierre Teilhard de Chardin en Ciencia y Cristo[21], significa la anulación del tiempo, un único instante que es siempre el mismo, aunque renovado e infinitamente pleno de dicha. Esto fue, entre otras cosas, lo que le faltó comprender a Federico Nietzsche, cuando hablaba de haber tenido su pensamiento más abismal, la idea del eterno retorno, que por primera vez intuyó, como afirma en Ecce Homo, en agosto de 1881. Pero Nietzsche se queda sólo con el «sentido de la tierra», como Empédocles, como Hölderlin, que desde luego no es poco, sino mucho, mucho, mucho, pero le falta alcanzar las alturas inefables de la beatitud celestial, de la trascendencia del alma que se extasía ante la contemplación de Dios, como supieron intuir, incluso sentir, como nadie en Occidente los místicos españoles, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. De ahí, que el originalísimo y tremendo pensamiento del solitario de Sils Maria, sea un pensamiento fallido, abortado, apresado en un callejón sin salida intelectual y espiritual. Sería demasiado prolijo —y no se pretende aquí, ni mucho menos, narrar todos los pormenores de la novela, que para eso está Anne Brontë, quien lo hace de modo admirable— detenerse en los innumerables episodios de maltrato psicológico, de humillante desconsideración y falta de respeto de Arthur hacia Helen, quien sólo encontrará consuelo en su pequeño hijo Arthur, del que teme, con más que fundadas razones, que termine influenciado por la amoralidad y el comportamiento desordenado, caprichoso y dominado por los apetitos más groseros, de su padre. Por eso, en uno de sus soliloquios sobre el papel, Helen, ante el destino incierto de su pequeño, se deja llevar, por un instante, el único en toda la novela, por un leve eco de la doctrina de la predestinación de Calvino, cuando es bien sabido que Anne Brontë no participaba de esa terrible y angustiosa creencia religiosa (ver la anotación del Diario del 25 de diciembre de 1822, cap. XXVIII). Arthur Huntingdon, por si fuera poco, bebe alcohol de un modo cada vez más alarmante, y esta descomunal ingestión cuando está con sus amigos, que en alguna ocasión le lleva prácticamente al delírium trémens, explica en parte su animalidad. Pero todo es mucho más complejo, porque Arthur, en determinados momentos, parece que quiere como un niño grande desvalido a su mujer, y, sobre todo, que siente que no puede prescindir de ella, que la necesita, pues en el fondo de lo que queda de su desbaratada alma vislumbra, aunque sea muy ligeramente, que es un perdido y que con una crueldad rayana en lo patológico está haciendo desgraciada a la mujer que una vez lo quiso como nadie lo habrá de querer nunca. Los principios morales de Helen son tan recios y tan hondos, su pensamiento tan sano y noble, que, aunque naturalmente se vaya aislando de manera progresiva, evitando el contacto social, nunca se le agriará el carácter, nunca se convertirá en una resentida con deseo de venganza, nunca perderá su capacidad para perdonar y para la piedad. Ello podrá descubrirse en la última parte de la novela, cuando Helen —que termina por huir de la casa de Huntingdon con el mayor sigilo, en compañía de su fiel criada Rachel y de su hijo Arthur, instalándose en Wildfell Hall, que es donde la conoce Gilbert Markham—, en un acto inaudito, decida volver a cuidar a su esposo enfermo. En medio de ese terrible calvario en que se ha convertido su vida al lado de Huntingdon, todavía tiene ánimo y sentido común Helen para aconsejar con cordura y extraordinaria madurez a otras personas, como a la joven Esther Hargrave, la hermana pequeña de Milicent, a quien, en relación a un matrimonio precipitado, y teniendo en cuenta, además, su amarga experiencia, le confiesa: «Cuando te aconsejo que no te cases sin amor, no te aconsejo que te cases sólo por amor. Hay otras muchas cosas que deben considerarse. Mantén el corazón y la mano bajo tu dominio hasta que veas una buena razón para entregarlos» (cap. XLI). Asimismo, en una conversación con Ralph Hattersley, sin que pueda escucharla Milicent, ante los reproches de Ralph por cómo se está consumiendo su esposa después de cinco años de matrimonio, haciéndola culpable de ese deterioro físico, que él, para desviar la culpa, atribuye a los quebraderos de cabeza que le dan los niños, Helen le abre los ojos y con bondad, pero también con resolución, le dice al disoluto marido de su íntima amiga: «Le diré lo que es: es el desgaste silencioso y la constante angustia por culpa de usted, mezclados, sospecho, con un miedo físico por parte de ella. Cuando usted se porta bien, sólo se atreve a alegrarse con miedo; no tiene seguridad, ni confianza en su juicio o en sus principios, sino que está siempre temiendo el final de una felicidad pasajera; cuando usted se porta mal, sólo podría enumerar todos los motivos de su terror y su tristeza. Al soportar en silencio la maldad, ella se olvida de que es nuestro deber llamar la atención a nuestros semejantes por sus transgresiones» (cap. XLII). Ya que Ralph ha tomado de modo tan cretino el silencio de Milicent por indiferencia, Helen le da a leer un par de cartas que le ha escrito a ella su querida amiga, en las que no hay el más mínimo reproche hacia su execrable marido; todo lo contrario: lo disculpa constantemente y atribuye sus actos a la influencia de sus amigotes. Ralph se ruboriza, se avergüenza, se maldice, y se compromete a dar satisfacción de los delitos cometidos, y, si no es capaz, que Dios le condene. Pero Helen, cual auténtica madre espiritual, le responde con inusual hondura teológica: «No se maldiga, señor Hattersley. Si Dios hubiera tenido en cuenta la mitad de sus invocaciones como ésta, hace tiempo que estaría en el infierno; y usted no puede dar cumplida satisfacción por el pasado cumpliendo con su deber en el futuro, puesto que su deber no es más que lo que le debe usted a su Creador, y no puede hacer otra cosa que cumplirlo: es otro quien debe dar satisfacción por sus delitos pasados. Para reformarse, invoque la bendición de Dios y Su misericordia: no Su condena» (cap. XLII). El deber del hombre, pues, no es primordialmente el deber del hombre con el hombre, sino ante todo el deber del hombre con Dios. Sólo cumpliendo el hombre este deber que tiene contraído con Dios, que consiste en creer en Él y en amarlo, puede el hombre cumplir con su deber para con el hombre, que consiste en hacerle el bien. Toda esta concepción del deber es de raigambre evangélica y está asimismo en las Cartas de San Pablo. A pesar de conocerla gracias a las enseñanzas de su padre, Anne Brontë se distancia aquí de la Crítica de la razón práctica de Manuel Kant y de su imperativo categórico, del deber por el deber, es decir, de esa autonomía moral del sujeto que se encuentra solo con su conciencia, «ante el tribunal de su conciencia» en palabras de Kant, y deberá elegir en los momentos auténticamente decisivos. Es evidente que para Anne Brontë, el hombre, sin la ayuda de Dios, no puede nada[22]. Una vez que se interrumpe el Diario de Helen, ha podido ya Gilbert enterarse de que quien le ha facilitado la huida ha sido el propio hermano de Helen Graham, Frederick Lawrence, que lo dispone todo para que se instale en la antigua casa familiar, pues la destartalada casa de la cima de la colina, Wildfell Hall, es la mansión donde nacieron ella y Frederick. Esto deshace de inmediato el malentendido de Gilbert para con Helen y con Frederick, a quienes había visto juntos de la mano, de noche, paseando, y los había supuesto, lógicamente, amantes, error que conduce a Gilbert, quien en esta única ocasión se deja llevar por sus impulsos, a propinarle un puñetazo a Frederick, hecho del que, por supuesto, como corresponde a su nobleza, se disculpará oportunamente, disculpas que serán rápidamente admitidas. Nada más terminar de leer el Diario, acude a grandes zancadas Gilbert a Wildfell Hall, pero tendrá que vencer, lo que consigue gracias a la ayuda inesperada de su admirador el pequeño Arthur, la resistencia de la vieja Rachel, que se ha convertido en la «guardiana del honor de su señora», y de la que ya tiene Gilbert un concepto muy distinto, es decir, claramente positivo, pues se ha informado a través del Diario de lo fiel que le ha sido a Helen en medio de todas las dificultades, peligros y sinsabores. La extensa conversación que mantienen ambos es uno de los momentos culminantes de la novela, y, por supuesto, Gilbert, como un auténtico caballero que es, lo primero que hace es pedirle disculpas a la mujer que ama con todas las fuerzas de su corazón. Pero Gilbert se queda profundamente abatido, confuso, casi no sabe qué decir, cuando ella le dice que no deben verse más, que lo estima y lo considera un amigo, pero resulta imposible cualquier relación. Ante la incredulidad y la desazón de Gilbert, que no acierta a comprender, Helen trata de reconfortarlo diciéndole que ya «nos encontraremos en el Cielo» (cap. XLV). Hay en esta parte del diálogo entre ambos, un diálogo que de manera clara dirige intelectualmente Helen, una alusión, probablemente intencionada por parte de Anne Brontë, a la distinción neoplatónica entre amor carnalis y amor spiritualis, tal y como lo expresó, basándose en Plotino, el humanista italiano Marsilio Ficino a finales del siglo XV. El amor carnalis sería el amor ferinus, es decir, la pasión puramente física, que es la que rechaza en este momento Helen, y el amor spiritualis, por su parte, puede adoptar la forma de amor humanus o de amor divinus. Como nos explica con toda su apabullante erudición Panofsky a propósito de esta teoría de Ficino, tanto el amor humanus como el amor divinus son amor, esto es, vienen a ser engendrados por una Belleza («el esplendor del rostro de Dios») que, por su propia naturaleza, llama al alma a Dios. El que el amor adopte una de esas dos formas no es una cuestión cualitativa, sino de grado[23]. Dado que Helen es una gran aficionada a la pintura y ella misma pinta cuadros cualitativamente estimables con destino a la venta para sobrevivir en Wildfell Hall, no está de más recordar que la pintura donde quizás más admirablemente se expresa esa distinción neoplatónica entre los dos grados de amor, sea el célebre lienzo de Tiziano conocido como Amor sagrado y Amor profano, de 1514, que se conserva en la Galería Borghese de Roma. Aunque parezca paradójico, la figura femenina desnuda es, según la conocida interpretación de Panofsky, «la Venere Celeste que simboliza el principio de la belleza universal y eterna, pero puramente inteligible. La otra [la que está vestida] es la Venere Volgare que simboliza la “fuerza generadora” que crea las imágenes perecederas, pero visibles y tangibles, de la belleza en la tierra. Ambas son, por tanto, honorables a su manera». Por eso, unas líneas más arriba, matiza: «Frente al contraste moral o incluso teológico de [Cesare] Ripa, el cuadro de Tiziano no es un documento de moralismo neomedieval, sino de humanismo neoplatónico. Sus figuras no expresan un contraste entre el bien y el mal, sino que simbolizan un principio en dos modos de existencia y dos grados de perfección. El noble desnudo no desprecia a la criatura mundana cuyo asiento accede a compartir, pero, con una mirada generosamente persuasiva, parece estarle comunicando los secretos de una región más alta; y nadie ignora el parecido más que fraternal entre ambas figuras». Por eso, para el gran iconólogo alemán, «en realidad, el título debería ser Geminae Veneres (Venus Gemelas), pues las representa [Tiziano] en el sentido de la filosofía neoplatónica de Ficino»[24]. Como la conversación entre Helen y Gilbert es de una intensidad filosófica y teológica nada corriente en una novela escrita por entonces por una mujer en la Inglaterra victoriana, conviene insistir en ella, subrayando el largo párrafo que contiene toda una disertación de Helen sobre lo que debe ser en el futuro su relación con Gilbert, alocución en la que, si bien momentos antes hemos detectado ecos del pensamiento neoplatónico y de Dante Alighieri, ahora la visión extática neoplatónica nos retrotrae a Miguel Ángel y su relación ideal, como correspondía al neoplatonismo profundo de Buonarroti, con la muy real pero virtuosa sin tacha Vittoria Colonna, viuda del español Marqués de Pescara, allá por los años de 1536 a 1538, una amistad, que, como admite el máximo conocedor del genial creador florentino, el historiador de origen húngaro Charles de Tolnay, «avivó y ahondó la fe del artista, datando de estos años su conversión espiritual»[25]. En este punto sería pertinente hacer una sucinta aclaración sobre la literatura escrita por una mujer y la literatura escrita para mujeres o incluso literatura feminista. Lo estimamos necesario por lo expresado en el párrafo anterior de «una novela escrita por entonces por una mujer en la Inglaterra victoriana», que no debe interpretarse como que el autor de estas reflexiones distinga entre literatura hecha por hombres y literatura hecha por mujeres. La forma de esa expresión tiene más bien un carácter puramente sociológico, de sociología de la literatura, pues la única distinción que en aquel sentido hacemos es entre buena y mala literatura, aunque, para ser precisos y rigurosos, no existe «mala» literatura, puesto que, sencillamente, eso no sería literatura, sino, en todo caso, pseudoliteratura, un mero sucedáneo, y no una creación artística. La buena literatura, la literatura a secas, sí admite grados, naturalmente. Así pensaba de hecho la propia Anne Brontë, lo que revela su fina educación cultural y espiritual, y lo manifiesta en el Prefacio a la segunda edición de la novela, todavía bajo el pseudónimo de Acton Bell, de 22 de julio de 1848: «… si un libro es bueno, lo es independientemente del sexo de quien lo ha escrito». También en ese Prefacio, en su segundo párrafo, hace toda una brevísima pero firme declaración de principios: «Deseaba decir la verdad, porque la verdad siempre comunica su propia moral a aquellos que son capaces de aceptarla». La prueba decisiva a la que será sometida Helen en relación con la consistencia o no de sus principios morales cristianos, su sentido de la piedad y de la compasión, tendrá lugar cuando, unos dos meses después de esa última conversación con Gilbert, abandone inesperadamente Wildfell Hall para atender a su marido enfermo, a pesar de que ella huyó de su lado porque la convivencia con él era absolutamente insoportable. Esta huida y esta entrega de esposa, no la entiende Gilbert, aunque Frederick, que al principio pensaba lo mismo, le despeja la única explicación de tan inusitado comportamiento: no le ha movido «nada, salvo su propio sentido del deber» (cap. XLVII). Insistimos que se trata de un sentido del deber, no kantiano, sino cristiano. Ya hemos señalado antes la diferencia. Los capítulos postreros de la novela están dedicados a describir la abnegada entrega de Helen en cuidar lo mejor posible a su incorregible esposo, que, lejos de arrepentirse de lo que ha hecho, continúa insultándola y tratándola con verdadero vilipendio. En el fondo, como insinuábamos antes, lo que siente Arthur Huntingdon es un profundo aborrecimiento de su propia persona, aunque su orgullo y su soberbia le impidan reconocerlo. El estado del paciente se irá agravando progresivamente, entrando cada vez con mayor frecuencia en estados de delirio que constituyen un trastorno y una merma del control de sus facultades mentales. También sufre físicamente mucho. Helen le advierte del enorme peligro que corre si continúa bebiendo, pero él no abandona el alcohol. La angustia y el horror ante la muerte del desdichado enfermo, ya casi moribundo, resultan verdaderamente patéticos. Le resulta de todo punto imposible poder creer en una vida más allá de la muerte, en la trascendencia del alma. En algunos momentos de lucidez reconoce ante Helen lo distinto que hubiese sido todo si le hubiera hecho caso, pero inmediatamente vuelve una y otra vez a proferir maldiciones y mostrar reacciones propias de un animal acorralado. De pronto, como en un arrebato de desesperación, le coge la mano a su esposa, se la besa con emoción, pero, al darse cuenta de que Helen no comparte su alegría, le reprocha de nuevo su supuesta frialdad, lo que él cree que es insensibilidad y dureza de corazón. Está incapacitado para entender la misericordia y el perdón. Llega incluso a preguntarle si no lo va a perdonar. Ella, por supuesto, le contesta que hace tiempo que le ha perdonado. Ante la esperanza que alberga aún de curarse, y de cuál sería el futuro con ella, Helen mantiene lo que hace mucho ha decidido en su interior: «… si quieres que tenga consideración por ti, son los hechos, y no las palabras, los que deben ganarte mi afecto y mi estima» (cap. XLVIII). Finalmente, sobreviene la gangrena. Helen hace un supremo esfuerzo por reconfortarlo espiritualmente, por conseguir que se arrepienta con sinceridad. Pero él no puede. Sólo siente miedo. Miedo ante la muerte, ante lo desconocido, ante el ingreso terrible en la nada. Él trata de aferrarse a la posibilidad de vivir, y ante su pregunta de si esa posibilidad, en su estado, resulta verosímil, Helen le ofrece una respuesta que no oculta la palmaria realidad, pero que sobre todo atiende a la disposición que de manera permanente debe tener el individuo hacia la muerte, esto es, que hay que tener preparada el alma ante lo inevitable: «Siempre existe la posibilidad de morir y es siempre conveniente vivir teniendo en cuenta semejante posibilidad» (cap. XLVII). Cuando ella le sugiere que piense en la bondad de Dios, él le responde que «Dios no es más que una idea». Sin embargo, Helen no se rinde. De ahí que le responda: «Dios es Infinita Sabiduría, y Poder, y Bondad, y AMOR; pero si esta idea es demasiado vasta para tus facultades humanas, si tu entendimiento se pierde en su abrumadora infinitud, fíjala en Aquel que condescendió a asumir nuestra naturaleza, que ascendió a los Cielos incluso en Su glorificado cuerpo humano, en quien la plenitud de la divinidad brilla» (cap. XLIX). Con la muerte de Arthur Huntingdon, la novela entra en su recta final. Gilbert y Helen terminan encontrando la dicha juntos para siempre, no sin antes, en el último capítulo, mostrarnos Anne Brontë su inmensa capacidad para describir la ternura y el puro sentimiento amoroso entre quienes se aman intensamente. Este último encuentro entre ambos, fortuito, cuando Gilbert casi se había resignado a no poder poseerla más que en su corazón y en sus sueños, pero sin palparla, sin sentir su aliento y la vibración de su grácil y hermoso cuerpo, es de un lirismo plenamente romántico, en el más alto sentido del término. El intermediario casual entre los amantes es un hermoso eléboro, la llamada Rosa de Navidad, una flor perteneciente a las ranunculáceas, como las peonías, que es de una fragilidad y de una delicadeza exquisita, pero, asimismo, de una increíble fortaleza. Es, por supuesto, un símbolo, un símbolo de que el amor es algo sumamente hermoso y delicado, pero que si está asentado en cimientos firmes, no sólo no se romperá, sino que sobrevivirá eternamente. Como ese aparentemente frágil eléboro, que ha resistido las peores heladas del invierno. En el ofrecimiento que le hace Helen a Gilbert de la delicada flor, que él al principio no sabe interpretar, se encierra un profundo simbolismo. Y aún hay más. Las diferencias sociales y de rango, pues Helen es una rica heredera y Gilbert un campesino, a veces rudo, no son nada cuando el amor fructifica entre los enamorados con pureza y nobleza de sentimientos, con confianza mutua, sin engaños ni dobleces. A la pregunta de Gilbert, «¿Me amas de verdad, Helen?», responde ella «con expresión seria», es decir, manifestando su inmenso amor pero manteniendo el control de sí misma, como es consustancial a su carácter: «Si me amaras como yo te amo, no habrías estado tan cerca de perderme; esos escrúpulos de falsa delicadeza y orgullo jamás te habrían turbado de esa manera; habrías visto que esas diferencias y distinciones de rango, nacimiento y fortuna tan importantes para el mundo son como polvo comparadas con esa unidad de pensamientos y de sentimientos, de almas y corazones que se aman y se comprenden sinceramente» (cap. LIII). Frederick Lawrence, el prudente, pacífico y caballeroso hermano de Helen, termina casándose con Esther Hargrave. Del mismo modo que en Cumbres borrascosas, el futuro quedará asegurado, un futuro lleno de esperanza en la bondad del corazón del hombre, cuando nos enteramos que el apuesto Arthur, el hijo de Helen Graham y Arthur Huntingdon, y la bella Helen, la hija de Milicent Hargrave y Ralph Hattersley, acabarán casándose y uniendo sus destinos, como antes lo hicieran Gilbert Markham y Helen Graham.
© Enrique Castaños. Doctor en Historia del Arte. Málaga, 21 de agosto de 2012. Festividad de la beata Victoria Rasoamanarivo, fallecida en la capital de Madagascar en 1894, y que estuvo casada con un hombre violento.
Notas: [1] Anne Brontë. Agnes Grey. Madrid, Cátedra, 1996. [2] Anne Brontë. La inquilina de Wildfell Hall. Barcelona, Alba, 2009. [3] Georges Bataille. La literatura y el mal. Madrid, Taurus, 1977, págs. 21-33. «Entre todas las mujeres —escribe Bataille en el primer párrafo—, Emily Brontë parece haber sido objeto de una maldición privilegiada. Su corta vida sólo fue moderadamente desdichada. Pero, a pesar de que su pureza moral se mantuvo intacta, tuvo una profunda experiencia del abismo del Mal. Pocos seres han sido más rigurosos, más audaces, más rectos que Emily, que, sin embargo, llegó hasta el límite del conocimiento del Mal». Aunque Catherine Earnshaw, enfatiza Bataille, sabe que en Heathcliff anida el mal, le ama tanto que dice de él la frase decisiva de toda la novela: «I am Heathcliff» («Yo soy Heathcliff»). El ensayo de Bataille es de 1957, pero ya en 1951 publicó Albert Camus un ensayo inmarcesible, El hombre rebelde (Madrid, Alianza, 1982), en cuyo segundo párrafo escribe este inquietante juicio: «Heathcliff, en Cumbres borrascosas, mataría a la tierra entera con tal de poseer a Cathie, pero no le ocurriría la idea de decir que ese asesinato fuese razonable o estuviese justificado por el sistema. Lo realizaría, y ahí termina toda su creencia. Eso supone la fuerza del amor, y el carácter». [4] Max Weber. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona, Península, 1998, pág. 111. [5] Entre ellos deben citarse la History of Methodism, de William John Townsend, Herbert Brook Workman y George Eayrs (1909); A History of the Methodist Church in Great Britain, cuyos editores fueron Rupert Eric Davies y Ernest Gordon Rupp (1965); John Wesley in the Evolution of Protestantims, de Maximin Piette (1937); The Rediscovery of John Wesley, de George Croft Cell (1935); John Wesley: A Theological Biography, de Martin Schmidt (1962-1973), y Wesley and Sanctification, de Harald Gustaf Åke Lindström (1950). [6] Samuel George Frederick Brandon (director). Diccionario de Religiones Comparadas. Madrid, Cristiandad, 1975, tomo II, págs. 1014-1017. [7] Ernst Troeltsch. El protestantismo y el mundo moderno. México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1967. [8] Maurice Duverger. Los partidos políticos. México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1951. [9] Véase el libro de Werner Sombart, El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno (1913). Madrid, Alianza, 1993, especialmente las págs. 107-110 y 145-147. [10] Jean Rhys. Ancho Mar de los Sargazos. Madrid, Cátedra, 1998. [11] La edición de Jane Eyre en la Colección Austral de Espasa Calpe, en la espléndida traducción de Juan González-Blanco de Luaces, en vez de Spanish Town, como aparece en todas las ediciones inglesas, dice por error Puerto España, que está en la isla Trinidad y es actualmente la capital de Trinidad y Tobago. [12] Nair María Anaya Ferreira, «De Charlotte Brontë a Jean Rhys: Wilde Sargasso Sea como antidiscurso de Jane Eyre». Universidad Nacional Autónoma de México, Anuario de Letras Modernas, volumen 6, 1993-1994, págs. 69-98. [13] Ibídem. [14] Ibídem. [15] Werner Sombart. El burgués, op. cit., págs. 115-125 y 243-260. [16] Emily Brontë. Cumbres borrascosas. Madrid, Cátedra, 1989, páginas 9-110. [17] Helen Iswolsky. El alma de Rusia. Buenos Aires, Emecé, 1954, pág. 169. [18] Sobre el fanatismo de Calvino, resulta admirable el ensayo de Stefan Zweig. Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia. Barcelona, El Acantilado, 2001. [19] Sobre Branwell Brontë, entre otros, han escrito por extenso Winifred Gérin, Daphne du Maurier y Tom Winnifrith. Ninguno de estos estudios biográficos está traducido al castellano. [20] Una de las más portentosas descripciones de ese mundo sin Dios que se avecinaba y que Dostoyevski intuye de modo profético como nadie en el mundo, es la que le hace el personaje de Andrei Petróvich Versílov a su hijo Arkadii en la inmarchitable novela El adolescente. Madrid, Aguilar, 1964, tomo II de las Obras Completas, parte tercera, capítulo 7, págs. 1855-1856. [21] Pierre Teilhard de Chardin. Ciencia y Cristo. Madrid, Taurus, 1968, págs. 76-82. La primera edición francesa es de 1965, diez años después de morir el controvertido jesuita, teólogo, místico y paleontólogo. [22] En un pasaje innumerables veces citado de la Crítica de la razón pura, escribe Kant: «Por lo tanto, la ley moral no expresa sino la autonomía de la razón pura práctica, o sea: la libertad…». Cito por la versión de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid, Alianza, 2007, pág. 102 (Parte I, Libro I, capítulo I, § 8 [A 59]). Esta libertad de autonomía de las personas, en sentido kantiano, tampoco la compartirá más adelante el pensador católico francés Jacques Maritain, que se inclina por esa expresión en su sentido aristotélico (no olvidemos que Maritain era un destacado neotomista) y paulino. Todo ello lo explicaba en 1936 en su conocido ensayo Humanismo integral. Madrid, Palabra, 2001, págs. 222-225. Debemos aclarar, no obstante, que la honestidad intelectual del filósofo de Königsberg es probablemente única en la historia de la filosofía occidental, y que, a pesar de creer sinceramente en Dios como en un Ser trascendente y Personal, elude deliberadamente esta creencia íntima a la hora de enfrentarse con el que él consideraba el problema mayor de la filosofía: el problema de la libertad. De ahí que se remita a las solas posibilidades humanas, porque él está hablando de una moral práctica filosófica, no teológica. La honestidad consiste en separar exquisitamente ambas esferas. Por supuesto que cabe abordar el tremendo problema de la libertad humana desde otra perspectiva, quizás desde otra única perspectiva, que es la cristiana, en cuyo caso el acercamiento de Dostoyevski en La leyenda del gran inquisidor continúa siendo la más profunda hecha nunca por espíritu humano alguno. [23] Erwin Panofsky. Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Madrid, Alianza, 1975, págs. 262-270. Además de esta espléndida síntesis, es imprescindible, en lengua castellana, consultar también el estudio clásico de André Chastel. Arte y humanismo en Florencia en tiempos de Lorenzo el Magnífico. Madrid, Cátedra, 1982, especialmente las págs. 281-289. Del mismo historiador francés, su insuperado Marsile Ficin et l’art (Ginebra, 1955), no se ha traducido al español. La obra fundamental de Ficino, su Teología platónica, tampoco está traducida a nuestra lengua. [24] Erwin Panofsky. «El movimiento neoplatónico en Florencia y el norte de Italia», en Estudios sobre iconología. Madrid, Alianza, 1980, págs. 189-237. Nuestras citas proceden de las págs. 208-210. [25] Charles de Tolnay. Miguel Ángel. Escultor, pintor y arquitecto. Madrid, Alianza, 1999, especialmente el capítulo 6 y la pág. 147, que es de la que se reproduce la cita. Vittoria Colonna pertenecía al movimiento promovido en Italia por el erasmista español Juan de Valdés, la llamada corriente de la «Reforma italiana», que abogaba por una transformación profunda en el seno de la Iglesia romana. |
Enrique Castaños
Doctor en Historia del Arte
enriquecastanos@hotmail.com
web del autor:
www.enriquecastanos.com
Publicado, originalmente, en la revista GIBRALFARO.uma.es
Revista de Creación Literaria y Humanidades
Publicación trimestral de cultura
AÑO XI ● II ÉPOCA ● NÚMERO 78 ●
OCTUBRE-DICIEMBRE 2012
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