Bajo el signo de tauro

ensayo de Alejandro Casona

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

ES difícil encontrar a un solo español que no haya escrito alguna vez algo sobra los toros. Estoy temiendo que, si sigo así, yo acabaré siendo la única excepción, y no quiero que esta ambigua situación se prolongue ni un momento más. Por lo tanto —con licencia— voy a ponerle remedio ahora mismo. Cosa, por otra parte, que hago con verdadero placer ya que el toro, además de ser la más gallarda de las fieras lidiadas jamás en coso, es el más antiguo de los símbolo ibéricos, y es “constante” de la poesía española que se repite apasionadamente siglo a siglo.

Por lo pronto, sin que sepamos por qué fatal mandato del destino, ya el mapa de la Península tiene la forma de una piel de toro. Y en el país de la espada y la capa, la lidia taurina podría considerarse otro “drama de capa y espada". Si el horóscopo encierra algún fondo de verdad, no hay duda que España ha nacido bajo el signo de Tauro.

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

No intentaré ni siquiera un bosquejo elemental de la lidia a través de nuestra poesía, nuestra novela y nuestro teatro, porque de tal amarra está enlazada a nuestra sangre, que intentar una historia del toro sería como intentar un resumen de la historia de España. Los primeros pastores íberos ya señalaban con símbolos taurinos los caminos de sus rebaños trashumantes, los primeros gladiadores hispánicos ya prefirieron la lucha a muerte con la fiera antes que la lucha a muerte con el hombre; y los primeros Padres de la Iglesia ya condenaban “la impía costumbre española” considerándola como un recuerdo pagano de los coliseos de Roma.

En otros países cuando el caballero no estaba ocupado en la guerra se dedicadla al acoso de ciervos y jabalíes. En España el acoso preferido fue el del toro, lidiado a lanza y caballo en plaza cerrada. Así hace su aparición un nuevo tipo de héroe de torneo: el toreador.

Y nótese bien que digo el toreador y no el torero, lo cual no pretendo hacerme cómplice de Merimée, sino justificarle en la medida posible. Porque es muy corriente tomarlo a risa creyendo que su famoso toreador es un disparate de ópera. Y no. O por lo menos, no del todo, puesto que también dicen “toreador” Quevedo y Vélez de Guevara y Tirso de Molina, ninguno de los cuales ha escrito libretos de ópera para Bizet. El toreador era el caballero que lidiaba como ejercicio de torneo, y el torero el hombre del pueblo que lo hacía como profesión; el toreador lidiaba con lanza y a caballo; el torero, con estoque y a pie. En una palabra, un toreador era el Conde de Vlllamediana y un torero Lagartijo.

Pero a pie o a caballo, con lanza o con garrocha, lo cierto es que la fiesta taurina acabó por imponerse en España sobre toda clase de torneos, convirtiéndose a partir de Goya y el Romanticismo en la gran Fiesta Nacional. En vano la condenará la religión, incluso con bulas papales; en vano tratarán de abolirla los moralistas, los economistas, y hasta las propias Cortes de Castilla. Después de cada prohibición, el nuevo toro y el nuevo torero saltan a la arena más gallardos que nunca, a compartir majeza y bizarría a dos dedos de la muerte. El Romancero está lleno de toros. Tirso los describe detalladamente en comedias. Lope presenta una corrida como episodio de uno de sus dramas más hermosos. Goya les consagró docenas de cuadros y aguafuertes. Y Moratín el Viejo, en su “Madrid, castillo famoso” hace torear en un coso moro nada menos que al Cid Campeador.

Vistas estas citas alguien podría inclinarse a creer que, en cuanto a vigencia artística, quizá los toros no sean ya más que un colorista recuerdo del pasado. Al contrario; precisamente los poetas que más profundamente han sentido el tema, mucho más que los clásicos y los románticos, son los de nuestro tiempo, como Machado, Gerardo Diego, Adriano del Valle, Villalón, Alberti y García Lorca. Rafael Alberti, además de consagrarles una tragedia entera, "La Gallarda", que termina con una gran cornada de luz en el cielo formando el signo de Tauro, intuye la presencia del toro en todo lo que signifique coraje, arranque y bravura, hasta en la manera violenta de desembocar en el mar los ríos andaluces:

“Caracolea el mar; y entran los ríos

empapados de toros y pinares

embistiendo las barcas y navíos!”

 

En cuanto a García Lorca, ya el momento mejor conseguido de su primer drama es la descripción de una corrida en Ronda:
 

“Y cuando el gran Cayetano

cruzó la pajiza arena

con traje color manzana

bordado de plata y seda

frente a los toros zainos

que España cría en su tierra...
¡parecía que la tarde

se ponía más morena?"

Desde ahí hasta el “Llanto par Sánchez Mejías", en toda su obra hay una obsesión de toros, jinetes y dehesas, semejante a la que Lope sintió en su tiempo, salvo que la de Federico es de complacencia y la de Lope es de cólera, porque le venía de una trágica corrida presenciada en su juventud. Escena que hoy podemos reproducir exactamente. ya que nos la ha contado con todos sus pormenores un gran escritor de la época: don Luís Zapata de Chavez.

El drama ocurre en Alba de Tormes, donde Lope joven es secretario del duque de Alba. La plaza arde en fiesta y color celebrando las bodas del duque, y en honor de la desposada sale a a lancear un toro el mozo don Diego, hermano del duque, que gana el entusiasmo de la multitud haciendo derroches de gallardía. De repente el toro, en un “rebufo" de fuego, embiste como una centella contra el ijar; el caballero pierde el estribo y resbalando por su misma lanza cae sobre las astas, que le cornean furiosas una y otra ves, atravesándole la cabeza por un ojo y vaciándole los sesos. (Perdón si la descripción resalta demasiado realista: es la de Zapata de Chaves). Primero hay un grito de mil gargantas; después un instante infinito de estupor; y finalmente la plaza entera se vuelca rabiosa al ruedo a tomar venganza del toro.

Esta tremenda escena dejó una impresión imborrable en el ánimo de Lope, que la tiene presente al describir la corrida de “El Caballero de Olmedo'’, y más tarde, al comienzo de “Peribáñez”, en que un novillo bravo, en una fiesta de bodas, derriba y cornea al Comendador de Ocaña. provocando con la maldición popular uno de los romances más bellos del teatro español:

“¡Oh, malhayas el novillo!

Nunca e nel abril lluvioso

halles yerba en prado verde

más que si fuera en agosto..."

La manera que en este romance tiene Lope de decir al toro recuerda punto por punto otra maldición famosa del Romancero: la del Cid al rey Alfonso en la jura de Santa Gadea. Porque lo que el Cid pide para el rey si jura en falso no es un castigo “cruel", sino “deshonroso”. La gran amenaza, la que “al buen rey llena de espanto” es que no sea muerto a espada ni a caballo, ni con puñal de oro, sino a manos plebeyas, con navaja y en cuadrilla. En suma “sin dignidad”.

“Villanos te maten, rey,

villanos que non hidalgos.

Abarcas traigan calzadas,

que no zapatos con lazo.

Traigan capas aguaderas,

no capuces ni tabardos...

Mátente por las aradas,

no en camino ni poblado;

con cuchillos cachicuernos,

no con puñales dorados;

sáquenle el corazón vivo

por el derecho costado

si no dices la verdad

de lo que te es preguntado:

si tú fuiste o consentiste

en la muerte de tu hermano”.

Del mismo modo, cuando el labrador de "Peribáñez” maldice al novillo que ha derribado a su señor, lo que pide para él —y casi con las mismas palabras— es esa misma “muerte indigna”:

“¡Mueras en manos del vulgo,

a pura garrocha, en coso;

no te mate caballero

con lanza o cuchillo de oro,

mas lacayo por detrás.
con el acero mohoso,

que te haga sentar por fuerza

y manchar en sangre el polvo!"

¿Recordaba Lope al escribir esto la famosa imprecación del Romancero? Es muy posible. Pero no es necesario. Si la antigua maldición no hubiera sido escrita nunca, igualmente Lope habría escrito la suya con las mismas ideas y palabras. Es un producto natural de su tierra y de su tiempo, ya que en un país que había edificado su máximo ideal sobre la Honra, lo peor que se le podía desear a un enemigo, incluso a un toro, es morir "deshonrosamente".

 

ensayo de Alejandro CASONA

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Suplemento Huecograbado del diario "El Día"

Montevideo, s/d

 

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