Antes de hacer ninguna otra consideración,
quería proponerles la lectura de dos poemas de Antonio Machado. Se trata
del I y el IV de Soledades, galerías y otros poemas; por tanto,
aparecen nada más abrir su poesía completa. Quizá por eso los he
elegido, aunque no cuenten entre los más citados de su autor o los más
significativos: porque marcan un tono, porque introducen las cuestiones
que me gustaría abordar esta tarde.
(Leer “El viajero”, O.C., p. 427.)
Es el reencuentro con la familia de un
emigrante que retorna tras una larga ausencia. La rima consonante, la
adjetivación, las interrogaciones, algunas metáforas tópicas imponen su
peso por encima del esfuerzo que hace Machado para crear una atmósfera,
para evocar una emoción con el poema. Si bien busca cierta sobriedad y
rechaza las tentaciones ornamentales, la retórica ahoga la singularidad
del momento. Se diría que es un ejemplo de cómo el modernismo de los
jóvenes del cambio de siglo tiene aún puntos de contacto con la inerte
poesía realista y costumbrista que había ya agotado la voz del siglo XIX.
Estoy pensando, por ejemplo, en Campoamor.
(Leer “En el entierro de un amigo”, O.C.,
p. 429.)
Quizá se trate de un texto más desigual,
de construcción menos redonda que el anterior. Hay en él también tópicos
notables, como “el sol de fuego” del principio, y las esperables frases
del final, tan de educado pésame en un entierro. Sin embargo, hay
momentos del poema donde se trasluce una poética de otro orden. Así, en
la descripción que sigue a los versos iniciales sobre el calor de la
tarde: “A un paso de la abierta sepultura, / había rosas de podridos
pétalos, / entre geranios de áspera fragancia / y roja flor”: si las
rosas –pese a su carga aquí barroca y aun expresionista– se inscribirían
en los tópicos de lo efímero, los geranios asumen, en cambio, un
efecto de realidad, por utilizar la fórmula barthesiana. Por comunes
y populares, estas plantas no han entrado en ningún repertorio
simbólico; la sequedad del tono, apoyada en el encabalgamiento, el
adjetivo que –aplicándose de forma casi feísta a la fragancia
delmodernismo– evoca el tacto de la planta, la precisión del
detalle, hacen presente la aspereza de esas flores, su color que
es olor. Los dos adjetivos que se le dan después al aire –fuerte y
seco– se suman a la misma sensación, resultan nítidamente
sensoriales; ahora el calor del principio se advierte en la piel. Del
mismo modo se podrían contemplar los elementos de la narración
inmediata: la textura de las cuerdas, su grosor, la lentitud y esfuerzo
de los movimientos, el golpe de la madera en el fondo de la fosa.
Incluso entre lo forzado de algunos adjetivos y construcciones, toda
esta zona ofrece una emoción penetrada de realidad, una emoción que se
asocia por contacto a las cosas evocadas, a su experiencia perceptiva y
su concreta materia, cargándose mutuamente una y otras de sentido: el
sentido de un aquí, ahora, de un dolor que no remite tanto al
amigo muerto como a la textura de la vida.
Con el ataúd ya en la sepultura, encuentra tope luego la acumulación de
intensidad, se crea una pequeña distancia, caben el desdoblamiento y la
ironía, como si se quisiera suavizar la aspereza de lo real.
Vuelve aún, sin embargo, la breve descripción y se puede ver la caída de
una tierra reseca, agostada, la nube de polvo, se recuperan las marcas
de la vista y el tacto, y la metáfora tardorromántica –ese aliento–
se contagia de inquietud, como si se tratara de una respiración de la
propia tierra.
Cuando Edgado Dobry me pidió, hace ya tiempo, que diera un título para
esta conferencia, dije: Sobre la contradicción. Y tenía mi
respuesta algo de intuitivo, casi un sondeo, una forma de darse pistas a
uno mismo. Ahora no recuerdo bien qué me pasó por la cabeza cuando lo
dije.
Son, desde luego, mis contradicciones cuando leo a Antonio Machado:
porque sé que ha sido muy importante en mi formación como poeta;
primero, con el descubrimiento del núcleo que constituye la lírica: una
emoción de realidad capaz también de pensar; luego, por el peso de su
actitud moral a lo largo de la vida y su compromiso político en los
momentos más difíciles. Pero, aunque lo valoro en extremo; siempre acabo
quedándome con una docena de poemas y con el sabor de una obra tal vez
desigual y frustrada.
Creo que son también sus propias contradicciones: en sus poemas y en sus
textos en prosa encontramos dispersos rasgos y propuestas que se
anularían a sí mismos, haciendo imposible la elaboración de una poética
unitaria, o distinguir una evolución clara, que los contenga todos;
quizá uno de los problemas de la crítica que se ha ocupado de Machado ha
sido presumir una coherencia en él, y me parece que sólo podemos leerle
de verdad si prescindimos de ella y no queremos forzarle a coincidir
consigo mismo.
No en vano el propio Machado nos enseña a no tomar la obra y el valor de
los clásicos como dogmas ajenos a crítica: “Yo creo que la lírica
española –con excepción de las coplas de Jorge Manrique– vale muy poco,
poquísimo; vive no más por el calor que le prestan literatos, eruditos y
profesores de retórica –calor bien menguado”. Y, más allá de la justicia
o no de su juicio, saca de modo rotundo las conclusiones: “La tradición,
tal como ha llegado a nosotros, no es un valor poético; con ella no se
puede construir nada. Que la poesía es siempre agua que corre, actual,
de esa actualidad que tiene su raíz en lo interno”. Es decir: que los
clásicos sólo pueden seguir siéndolo en la medida en que podamos
acercarnos a ellos como poetas vivos.
Las contradicciones de Antonio Machado se inscriben en el difícil
proceso de asimilación de la modernidad poética en España; él mismo se
refirió, en varias ocasiones, a la inevitable dependencia de todo poeta
respecto al mundo que le rodea; en su caso, ese país sombrío y mediocre
de la Restauración y la Dictadura de Primo de Rivera, que sólo se abrió
fugazmente a otro aire en abril de 1931. Aunque eso sea cierto –y hay
que recordarlo–, no todo puede justificarse así: mientras los hermanos
Machado escribían su teatro neotradicionalista, tratando de hablar de
Freud en el verso de Lope de Vega, Valle-Inclán se arriesgaba a una
propuesta de absoluta radicalidad; la distancia que separa La Lola se
va a los puertos de Luces de bohemia no se explica por
razones de época.
Hoy Antonio Machado, a despecho de la cronología, parece un poeta
anterior a la ruptura decisiva que significó Rimbaud en la década de
1870; desde este punto de vista, sería Machado un poeta bisagra, como lo
fue su admirado Verlaine: con textos que miran hacia atrás, que nacen ya
fósiles, y con otros que abren caminos, que sueñan caminos aún no
recorridos, de un modo semejante a como contrastan los dos poemas que he
leído para empezar. Quizá sea la falla que existe en la raíz de la
poesía española moderna –tal vez no en el conjunto de la poesía en
castellano, donde poetas como Huidobro o Vallejo la colmaron–, quizá sea
esa falla la que le ha conferido a Machado una responsabilidad histórica
excesiva, un papel que no parece el suyo. Sin embargo, y en parte por
todo ello, su lectura seguramente guarda las claves de ese proceso y
tiene el mayor interés para tratar de entenderlo: el papel que asumió
formula una pregunta en sí mismo.
En lo que sigue, querría simplemente asomarme a algunos de esos caminos
que dejó abiertos, anotar sus pasos en ellos.
Una de las Canciones a Guiomar, recuperando el tono popular de la
copla, dice: “Te mandaré mi canción: / ‘Se canta lo que se pierde’, /
con un papagayo verde / que la diga en tu balcón”. Si volvemos por un
momento a la escena de la llegada del emigrante, veremos que nada tiene
de celebración, sino que su atmósfera es de aguda melancolía: el haberse
reencontrado no se sitúa en el centro, sino que prevalece la conciencia
casi insoportable de lo perdido –el tiempo, las ilusiones, la vida que
se han escapado sin que se pudieran retener. Se canta lo que se
pierde. Con este punto de vista se empieza a hablar, se abre la
obra, ausente cada sujeto de sí mismo, con un espesor de tiempo que pesa
sobre el presente volviéndolo casi imposible.
Aunque, al comentar la escena del entierro, he subrayado lo que tiene de
aquí, ahora, las manifestaciones de un tiempo presente son
problemáticas en Machado. En Soledades resultan muy numerosos los
poemas en que el presente se descarta como imposibilidad: “La fuente
cantaba: ¿Te recuerda, hermano, / un sueño lejano mi canto presente? /
Fue una tarde lenta del lento verano. / Respondí a la fuente: / No
recuerdo, hermana, / mas sé que tu copla presente es lejana”. Es la
sensación estática de lo ya vivido, de una temporalidad que no tiene
etapas, cortes, cambios, sino que compone un solo tiemposin divisiones,
marcado por la noria de la repetición. La estructura reiterativa de la
vida condiciona al yo cuando observa la experiencia hasta hacer
que se equiparen las valoraciones negativas (“Dice la monotonía / del
agua clara al caer: / un día es como otro día; / hoy es lo mismo que
ayer”) y las que podrían resultar positivas (“‘¿Qué es amor?’, me
preguntaba / una niña. Contesté: / ‘Verte una vez y pensar / haberte
visto otra vez’”), y es en ella, en esa estructura reiterativa, donde se
concentrapara Antonio Machado el spleen, ese viejo malestar de
los escritores del XIX, aquel mal del siglo; su spleen es
una sensación de vacío, de que todo está ya de antemano jugado.
Aunque tonalmente la pérdida y la reiteración pueden confundirse, en su
sentido resultan contradictorias, pues, si nunca se ha tenido nada en
presente, ¿qué se ha podido perder? Y hay, sin embargo, en los poemas
una intensa emoción de finitud, la herida de lo irrecuperable: “La tarde
de abril sonrió: La alegría / pasó por tu puerta –y luego, sombría: /
Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa”. No se ha perdido nada que se
tuviera, pero se ha vivido con una sensación de permanente aplazamiento,
de expectativa cuyo momento nunca acababa de llegar; es, como acuñaba
Vicente Núñez, “la consistencia de la ausencia”. Esto es la angustia
en Antonio Machado: el modo en que fluye el conflicto entre su
conciencia de estancamiento y de absoluta reiteración, por un lado, y,
por otro, la conciencia de fin; la angustia es el modo en que fluye ese
conflicto y se hace único tacto de la vida propia.
Por eso, la angustia no remite nunca a hechos concretos, a un dolor que
se mencione o sienta en particular; los alumnos de Mairena decían que su
maestro se había adelantado a Heidegger y es cierto que hay una notable
coincidencia en este punto: “El ante-qué de la angustia –escribe el
filósofo alemán– se caracteriza por el hecho de que lo amenazante no
está en ninguna parte. La angustia ‘no sabe’ qué es aquello ante
lo que se angustia. […] Aquello ante lo cual la angustia se angustia es
el estar-en-el-mundo mismo”. Es verdad que en Heidegger, la angustia
aparece como conciencia de ser-para-la-muerte, es decir, en función de
un final que llegará, y que en Machado parece más bien una forma de
ocupación (en el sentido militar, bélico, de la palabra o en el
actual sentido de okupa), ocupación de la vida por el
pasado, una metamorfosis en que el final adopta el rostro de lo que ya
ha ocurrido; pero el análisis heideggeriano ayuda a entender la
constitución en Machado de la angustia como punto de vista, como lugar
de la voz: “No es un estado de ánimo cualquiera, ni una accidental
‘flaqueza’ del individuo, sino una disposición afectiva fundamental”.
Por eso, cuando nos acercamos con asentimiento a la consagrada fórmula
machadiana para definir la poesía, palabra en el tiempo, habría
que resistir a toda idealización y entender que palabra en el tiempo
querrá decir más o menos: palabra que da cuenta de la temporalidad
como tejido de la tortura existencial. Es muy significativo el pasaje en
que Mairena explica su idea del infierno cristiano, un lugar –dice– en
que “se renuncia a la esperanza”, “pero no al tiempo y a la espera de
una infinita serie de desdichas. Es el Infierno la espeluznante mansión
del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un
reloj gigantesco por su propia mano”. Me parece clave esta reducción
existencial del sentimiento del tiempo, sobre todo para acostumbrarse a
no despegar la lectura de los poemas de una determinada realidad en la
que se escriben, y para no dejarse arrastrar por la transparencia
solemne y engañosa de las grandes palabras. En el memorable “Poema de un
día”, se leen estos versos, precisos en su aparente tono menor:
“Tic-tic, tic-tic, el latido / de un corazón de metal. / En estos
pueblos, ¿se escucha / el latir del tiempo? No. / En estos pueblos se
lucha / sin tregua con el reló, / con esa monotonía, / que mide un
tiempo vacío”: no es el latir del tiempo, sino la resonancia
hueca de la falta de vida.
Esta concepción de la angustia sin un referente concreto, de la vida
como vacío reiterativo, acaba ofreciendo obstáculos considerables para
constituir una poética personal. Como dice un conocido poema de
Soledades: “las canciones llevan / confusa la historia / y clara la
pena”, y el spleen se convierte, así, en enemigo del efecto de
realidad: se apropia de los elementos materiales, los vuelve
simbólicos dentro de un campo limitado de valores, los sentimentaliza,
los lleva a un plano genérico. Y el poema se pierde en atmósfera, se
acerca a un mantra doloroso sin relieve particular; lo que es peor:
quizá deja de servir para combatir ese vacío. Hay en ello una lucha que
se desarrolla sordamente en la propia mesa de escritura, una pugna por
tocar el mundo allí donde sólo parece caber un espacio simbólico, por
aislar un momento de historia allí donde sólo se oye la pena,
por nombrar algo vivo donde apenas lo hay.
En esos atardeceres una y otra vez repetidos, de pronto se dibuja un
violento contraste de color: “En el camino blanco / algunos yertos
árboles negrean”. O, en el paisaje más conocido, una mirada táctil
devuelve las sensaciones de aspereza y falta de color como materias que
están ahí: “¡Colinas plateadas, / grises alcores, cárdenas
roquedas / […] oscuros encinares, / ariscos pedregales, calvas
sierras…!”: matices de una sola gama, piel. O, en un momento de
Campos de Castilla, se traslada esta clase de sensaciones al
sentimiento: “Agria melancolía / como asperón de hierro / que raspa el
corazón”, y de pronto en ellas se podría percibir –a través de lo
ingrato y lo duro– la existencia. Como cuando Lenz, en la cristalina y
sombría novela de Büchner, experimentaba la irrealidad hasta un punto
tan insoportable que se lanzaba a darse cabezazos contra el brocal del
pozo, sólo para sentir que estaba vivo.
De este modo, realidad e irrealidad, materia concreta y retórica
genérica, no se manifiestan en su relación con el poema como un más o
menos discutible asunto de estilo, sino que se inscriben en el
mismo campo en el que se juega la vida, el modo de estar en ella, de
percibir su relieve y su daño, de oponerse a la dictadura del tiempo. Y
obsérvese que si, tomando como punto de partida esa fórmula, “confusa la
historia / y clara la pena”, algo se moviera en la dirección de perfilar
poco a poco la historia, para entender la pena, si se
intentara hacerle así frente con más fortuna, no estaríamos en esa tarea
muy lejos de Freud. Más allá de la anécdota de que el psicoanálisis sea
clave en el argumento de Las adelfas, una de las obras teatrales
que escribió Antonio Machado con su hermano Manuel, creo que tener esto
en cuenta puede ser útil para seguir en la línea planteada.
En Machado, las palabras sueño, soñar son muy frecuentes, con
valores variables: sinónimo de memoria, recurso retórico, mundo onírico
de inquietante densidad. Juan de Mairena niega que los sueños ofrezcan
mejor material poético que la vigilia, pero reconoce que antes había
estado “muchos años de su vida pensando lo contrario”. Así, los
encontramos desde los poemas iniciales que, por su carácter primerizo,
no fueron incluidos en Soledades (“sueños bermejos, que en el
alma brotan / de lo inmenso inconsciente, / cual de región caótica y
sombría”), hasta los poemas atribuidos a los apócrifos, como los
“Recuerdos de sueño, fiebre y duermivela”, de Abel Martín, donde se
reelabora –dentro de lo sugerido por el título– una larga pesadilla
anotada ya en los cuadernos de Baeza, en la que el personaje sueña una
kafkiana ejecución sin juicio previo, a cargo de un verdugo peluquero y
ante un público enfervorecido y discutidor, que ha agotado las entradas
puestas a la reventa por los curas; es, sin duda, uno de los grandes
textos oníricos en castellano.
Sin embargo, lo que más me interesa es hasta qué punto –del modo que he
ido mostrando respecto a su proceso temporal– Machado pone en escena una
percepción de la realidad que, en numerosas ocasiones, no se distingue
apenas de los sueños. De hecho –y esto se ha estudiado mucho– esa
palabra se hace en él sinónimo de recuerdo o de imaginación o de
percepción condicionada por el pasado, casi tanto como se usa en su
valor onírico. Cuando en un poema de Soledades se lee: “Yo voy
soñando caminos de la tarde”, y las texturas de la luz y del campo son
tan vívidas, su paseo tan real, nos damos cuenta de que no hay
límite entre los dos mundos, de que la frontera se había borrado quizá
cuando el poeta decidió empezar a escribir, allá en el París del cambio
de siglo, en contacto con los últimos restos de la energía verlainiana.
Así leemos en otro lugar que las sombras del crepúsculo “copiaban el
fantasma de un grave sueño mío”, y con frecuencia el sueño invade la
vigilia tiñendo las percepciones de algo fantasmal: hay muchas veces
“sombras blancas”, o la metáfora adquiere un tono inquietante y turbio
en el que se funden muerte y vida: “Primavera / viene –su veste blanca /
flota en el aire de la plaza muerta”.
Entre los poemas del llamado “ciclo de Leonor” [hace un mínimo
paréntesis biográfico], al que luego volveré, hay uno en que se
reflexiona sobre la memoria, distinguiendo en ella dos tipos opuestos:
por un lado, evoca esa Soria que tiene tan presente en su pérdida y que
no le parece pertenecer a otro tiempo distinto del que ahora fluye, pues
se inscribe bergsonianamente en la duración indivisible de la
vida; son recuerdos vivos, que permanecen conectados sentimentalmente al
corazón. Pero el estar residiendo de nuevo en Andalucía, en Baeza, hace
también que evoque su infancia en Sevilla, lo que de allí recuerda tan
lejano; enumera algunas de las imágenes que conserva, pero estima que
este otro tipo de memoria no es verdadera memoria, sino una especie de
retentiva vana, muerta. Y describe así sus características: “falta el
hilo que el recuerdo anuda / al corazón, el ancla en su ribera, / o
estas memorias no son alma. Tienen / en sus abigarradas vestimentas, /
señal de ser despojos del recuerdo, / la carga bruta que el recuerdo
lleva”. Sin alma, despojos: esta memoria remota parece separada
de la vida, ajena a ella, como si se tratara de un saber que se refiere
a otro.
Me he ocupado de la primera clase de memoria al referirme al modo en que
la experiencia personal se inserta en el tiempo, a sus estructuras
reiterativas y su ambiguo sabor; pero la descripción de esta segunda
clase –aun con el aparente desprecio que merece del poeta– se adentra en
un espacio de frontera afín al de los sueños. Los rasgos que se le
atribuyen (“abigarradas vestimentas”, “despojos del recuerdo”) se
asemejan mucho a los que Antonio Machado suele atribuir a las llamadas
galerías, que componen, con sus variables profundidades, la vida
interior; además, al leer “la carga bruta que el recuerdo lleva” y su
desconexión con el sentimiento, es imposible que no pensemos que esos
recuerdos anecdóticos y no vividos, su presunta banalidad, se están
caracterizando como el inconsciente freudiano: carga bruta, sin
asimilar, sin elaborar. Y, como he dicho, parece que esos recuerdos le
pertenecieran a otro, del mismo modo que ocurre con las voces de
ese inconsciente. La menospreciada memoria segunda se transforma
así en una vía de acceso a otra clase de materias personales, a otro
escalón de la intimidad.
Almacén disforme de objetos conservados en polvorientos estantes, las
galerías del recuerdo suponen quizá una de las imágenes más
consistentes y densas de la poesía de Machado. Aunque su presumible
modelo sea el patio de la infancia sevillana: “soñé la galería / al
huerto de ciprés y limonero; / tibias palomas en la piedra fría”, las
galerías se despliegan a la manera de las que van ahondado una mina,
pasillos horizontales en ocasiones, directamente verticales hacia el
centro de la tierra en otras. Como en Freud, son almacén y a la vez
taller: “En esas galerías, / sin fondo, del recuerdo / donde las pobres
gentes / colgaron cual trofeo / el traje de una fiesta / apolillado y
viejo, / allí el poeta sabe / el laborar eterno / mirar de las doradas /
abejas de los sueños”. Es, pues, el sueño el que trabaja con esos
materiales y la cualidad distintiva del poeta reside, sencillamente, en
su capacidad de observación de ese trabajo, el que el sueño hace con la
memoria inconsciente. “¡Oh cámaras del tiempo y galerías / del alma!
¡tan desnudas!, / dijo el poeta”: y así exclama en el último texto
recogido en su poesía completa, el que la cierra. |