Los cuadernos de Paul Celan en mayo y
junio de 1968 se llenan de notas sobre lo que ve a diario en las
calles del Barrio Latino; con fama de hermético y de permanecer
recluido en un mundo fijado por el exterminio de los judíos en los
campos, su libro Parte de la nieve parece sensible
a imágenes del presente: “yo también, a la calle, / salgo, para no
recibir ningún corazón, / hasta mí mismo en lo pedregoso /
múltiple”, “rebelde como / el ánimo de piedra / ofrecido por lo que
dijo la mano, / y que se elevó al mundo / a la orilla del silencio
vuelto”, “en el megáfono / la Historia agujerea, // en las avenidas
orugan los tanques, / nuestro vaso / se llena de seda, // estamos
ahí en pie”. Y, con sus piedras y megáfonos y tanques, se puede oír
la descripción que Gilles Deleuze —una de las mejores cabezas de
nuestra época— hace de ese momento: “fue un fenómeno de videncia,
como si una sociedad viese de repente lo que tenía de intolerable y
viese al mismo tiempo la posibilidad de algo distinto”. De la mano
de los dos escribo ahora, no ya por la cercanía de algún aniversario
o circunstancia inmediata; solo por el impulso de las lecturas de
las últimas semanas y quizá de una raíz personal del pensamiento.
¿Cuáles fueron los hechos? “Mayo fue —resume Kristin Ross— el mayor
movimiento de masas en la historia francesa, la mayor huelga en la
historia del movimiento obrero francés y la única insurrección
‘general’ que el mundo desarrollado ha conocido desde la segunda
guerra mundial”. Es verdad que, desde entonces, las versiones que
más han circulado lo reducen a una algarada de estudiantes (borrando
los diez millones de obreros que hicieron huelga y ocuparon las
fábricas), o a una cuestión juvenil y generacional (enlazando con la
ola de este signo que recorrió el mundo, pero tampoco lo de Praga,
por ejemplo, fue cosa de la edad), a un cambio de hábitos sociales,
a unas ingeniosas pintadas. Para la composición de ese relato
único han confluido la derecha neoliberal, la socialdemocracia
y la izquierda oficial, en una especie de ensayo conjunto de la
posverdad. No cabe extrañarse: solo con repasar la historia
reciente de cualquier país —incluidos los que presuntamente tienen
mayor crédito democrático— se encuentran estas zonas de silencio
clamoroso. Quizá una arqueología de los años 50 y 60 vaya
siendo necesaria para sacar a la luz los estratos omitidos de lo que
tan enfáticamente llamamos Europa.
La brutalidad policial en la tarde del 3 de mayo de 1968 es lo que
de hecho desencadena el movimiento, y la violencia social del
sistema económico favorece su generalización; nuestra experiencia
reciente de cómo el desamparo y empobrecimiento de capas enteras de
población coexiste con la brusca aceleración de la riqueza de otros,
ayuda a entender la idea de rechazo tal como la elaboró
Maurice Blanchot en aquellos años. Es similar a lo que ahora se
llama antisistema. Se trata —dice— de un “No certero,
inquebrantable, riguroso” que, siendo el único consenso de partida,
no es nunca fácil de sostener —al contrario de lo que se cree— y, en
esa dificultad de resistir a fuertes presiones, genera algo para
vivir en común, algo que une con más fundamento que cualquier
discurso positivo. Es así, pensaba Blanchot, porque apunta
verdaderamente a lo insoportable y bloquea las tentativas de
recuperación que la lógica del sistema siempre tiene a mano
—“rechazamos que se empaquete con un lacito nuestro rechazo y se le
ponga una etiqueta”, escribió entonces Marguerite Duras.
Repasando los documentos y también los análisis posteriores, se
diría que la masiva comprensión espontánea e inmediata de esto dio a
Mayo del 68 su sello, pues impidió a la vez la manipulación del
movimiento por discursos previos y controló los liderazgos con el
ejercicio de una democracia directa —“no se trata de saber quién
estará a la cabeza de todos, sino más bien cómo formaremos una sola
cabeza”, dice un panfleto anónimo. Si algún precedente histórico
hay, será sin duda la Comuna de 1871, también en París. Pero la
Comuna entra sin reparo en el catálogo de las revoluciones y no sé
si sucede lo mismo con Mayo. El rechazo, la negación
hicieron un vacío y lo que en su seno alentó era necesariamente otro
tiempo. Algo ocurre y, en ese tener lugar, descubre su posibilidad a
la vez que su existencia; como propone Deleuze, “lo posible no
preexiste al acontecimiento sino que es creado por él. Es cuestión
de vida”. Y por eso lo imposible se da a veces. Quizá la palabra
revolución solo concreta su significado y encuentra un
referente cuando la realidad los produce.
El término que usan muchos testigos es acontecimiento y, al
calor de esas semanas, se consolidó como un concepto decisivo de la
reflexión contemporánea, sea en la voz de Deleuze o en la de Badiou.
El acontecimiento es un desajuste de la causalidad, una desviación
de las leyes, una torcedura, inestabilidad que abre un nuevo campo
de posibilidades; en la ciencia, Prigogine estudia un tipo análogo
de estados físicos, las estructuras disipativas, en que los
desfases mínimos se propagan en lugar de anularse y los fenómenos
más dispares entran en resonancia. Por eso, anota Deleuze, “aunque
un acontecimiento sea contrariado, recuperado, traicionado,
reprimido no por ello deja de implicar algo insuperable”. Aunque se
diga “ha quedado superado”, no es así; deja abierto —insistamos— un
nuevo campo de posibilidades.
En él se inscribirían las largas horas de discusión colectiva, el
fin del miedo y la docilidad ante los discursos, o, en fórmula de
Michel de Certeau, la “toma de la palabra”. La comprensión del
poder a la manera de Foucault, como una energía que lo
atraviesa todo; la necesidad de una distancia entre la revuelta y
sus propios canales institucionales, y la interacción crítica que
esto supone. La aparición de lo común en torno al núcleo
impersonal y anónimo del rechazo compartido, esa comunidad sin
comunidad en la que insistía Blanchot como modo de mantener
activo el pensamiento. Porque este solo se genera donde no hay
fijeza, como en aquel título que firmaron juntos Toni Negri y Felix
Guattari: Las verdades nómadas. Las que reaparecen.
Paul Celan, Partie de neige. Traducción al francés y notas
de Jean-Pierre Lefebvre. París, Seuil, 2007.
Gilles Deleuze, “Mayo del 68 nunca ocurrió”, en: Dos regímenes
de locos. Textos y entrevistas (1975-1995). Traducción de José
Luis Pardo. Valencia, Pre-Textos, 2007.
Kristin Ross, Mayo del 68 y sus vidas posteriores.
Traducción de Tomás González Cobos. Madrid, Acuarela & Antonio
Machado, 2008.
Maurice Blanchot, Escritos políticos. Traducción de Diego
Luis Sanromán. Madrid, Acuarela & Antonio Machado, 2010.
Emmanuel Burdeau, François Ramone, “Pensar el surgimiento del
acontecimiento” (entrevista con Alain Badiou). Traducción de Coto
Adánez. Achipiélago, 80-81, mayo 2008.
Toni Negri, Felix Guattari, Las verdades nómadas. Por nuevos
espacios de libertad. Traducción de Raúl Cedillo. San
Sebastián, Tercera Prensa, 1996.
Jacques Baynac, Mayo del 68: La revolución de la revolución.
Traducción de Marisa Pérez Colina. Madrid, Acuarela & Antonio
Machado, 2016.
Daniel Blanchard, Crisis de palabras (Notas a partir de
Cornelius Castoriadis y Guy Debord). Traducción de Álvaro
García-Ormaechea. Madrid, Acuarela & Antonio Machado, 2007.
|