Al confesarse insistente lector de
América, decía el personaje de Lunas, novela que Bárbara Jacobs
publicó en 2010: “La otra mañana, repentinamente, me pregunté:
‘¿Brunilda? ¿Quién es Brunilda?’ Y me tomó todo un día situarla”. La
Brunilda de Kafka abandona su carrera de cantante de éxito, pierde su
riqueza, empieza a engordar de forma monstruosa, y todo por un hombre
que la explota mientras mantiene la ficción de que ella gobierna la vida
de cuantos la rodean. La Brunilda de Los Nibelungos fue también, pese a
su capacidad de venganza, la enamorada que sufre toda clase de trampas
de los hombres, compinchados para arrebatarle su posición social y su
ilusión de vivir. Un nombre, pues, que es un lugar marcado por el
género.
"Me gustaría mucho hacer una excursión con
un grupo de absolutamente nadie. Naturalmente, a la montaña; ¿adónde si
no? ¡Cómo se apiñan esos brazos extendidos y entrelazados, todos esos
pies con sus innúmeros pasitos! Por supuesto, todos están vestidos de
etiqueta" –así empieza La excursión a la montaña, el brevísimo
texto de Kafka. Pensé en evocar algunas de estas excursiones contadas
por escritores mientras leía En presencia de la ausencia, la
autobiografía de Mahmud Darwix: cuando, tras un largo exilio, puede
visitar los lugares de su infancia y juventud y, al irse acercando a
ellos, repite para sí: "¿Por qué bajé del Monte Carmelo?", referencia
literal a este monte, situado junto a Haifa, en la costa de Palestina,
donde nació. Me preguntaba por el destino simbólico de las cosas –aquí,
las montañas–, por su uso como términos de un vocabulario metafísico.
Si los griegos compensaban la alta dignidad del Olimpo con la condena de
Prometeo en el Cáucaso, la tradición judía tomó los montes como lugar de
revelación divina y trasfiguración humana a su luz (Nebo, Tabor...).
Petrarca inicia esta línea narrativa con su ascenso al Mont Ventoux en
la primavera de 1336, que reconstruye en una epístola tardía; apenas
cuenta nada del pelado monte provenzal, la cabeza del montañero se ocupa
en sus meditaciones, encuentra en la excursión cauce adecuado para
repasar la vida y hacer balance, convirtiendo la subida en proceso
alegórico y moral que habla de la superación del pecado (y la torpeza de
Petrarca para trepar o su retraso respecto a los acompañantes ya no
serían datos realistas) y el perfeccionamiento espiritual. Solo dedica
un momento a elogiar el maravilloso panorama que se divisa desde arriba.
Pensé como contrapartida en La doctrina del Sainte-Victoire, de
Peter Handke, que recordaba dentro de un proyecto para salvar las cosas.
Tras la estancia del geólogo Sorger en la Alaska de Lento regreso,
Handke –ya sin interponer nombre de personaje– decide subir a la montaña
provenzal tantas veces pintada por Cézanne, buscando la huella del
pintor y respuestas a su pregunta sobre la realidad; la Ética de
Spinoza, llamado aquí "el Filósofo", es el libro de cabecera. Pero,
releído a la luz de Petrarca, el relato de Handke se suma al mismo
género de excursión metafísica; buena prueba es la dificultad del
narrador para atender a su propio ascenso: preparativos, reflexiones
paralelas van llenando las páginas; luego por fin emprende la excursión
por tres veces: la primera, contornea la base del pequeño macizo; la
segunda y la tercera, alcanza la cresta por distintas rutas; pero en
ninguno de los tres casos hay descripción, encuentro con la materia de
esa montaña tan conocida como imagen. Incluso él se reprocha: "No estés
pensando siempre en comparaciones con el cielo cuando se trata de la
belleza: mira la tierra. Habla de la tierra, o simplemente de las
manchas de tierra que hay aquí. 'Nómbrala' con sus colores". En medio de
la naturaleza, parece acelerarse la meditación sobre las contradicciones
del yo, orientándose todo como búsqueda de un sentido, una
esencia que de las cosas se transfiera a lo humano, se transponga en
términos de su lengua, elementos de su repertorio ideológico. Handke es
ciertamente un escritor con ojos, y el conflicto que le crea esta
posesión de la mirada por lo metafísico queda al fin indeciso.
Por un lado, el gozo de la subida a la montaña es de signo filosófico:
"Y vi que se abría el Reino de las Palabras, con el 'Gran Espíritu de
las Formas'; con el velo de lo oculto; con el intermedio de la
invulnerabilidad; para 'la prosecución indeterminada de la existencia',
como definió el Filósofo la duración". Por otro, tras esta artillería
pesada de proyectiles abstractos, el personaje abandona Provenza,
aparece en Salzburgo, vuelto por fin a casa (lento regreso), pasea por
el bosque que trepa las colinas de las afueras, y el libro concluye con
una larga descripción, cuajada de detalles y matices, ajena a
transferencias de sentido, calladas ya la analogía y su compañera, la
moral.
Este final abierto me llevó a El Monte Análogo, la "novela de
aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas", que dejó
inacabada al morir, en 1944, René Daumal. Se trataba de encontrar "la
montaña simbólica por excelencia" y su autor –alma del grupo surrealista
disidente de la revista Le Grand Jeu– solo tuvo tiempo de contar
la indagación, científica y esotérica, para situar en el mapa el pico
desconocido; la formación del grupo expedicionario; la llegada a la isla
donde se levanta el monte, y apenas el comienzo del camino, el encuentro
con los habitantes, extraña sociedad entre utópica y borgiana. Si el
relato, fresco y sugerente, extrema el papel espiritual de las altas
cumbres, su negativo está en las páginas que dedica a la leyenda de "los
hombres huecos". En coincidencia con Eliot –"somos los hombres huecos/
somos hombres de trapo/ unos en otros apoyados/ con cabezas de paja"–
compone una intensa figura: "Los hombres huecos viven en la piedra, se
pasean por ella como cavernas móviles. Se pasean sobre el hielo como
burbujas de forma humana. El vacío es su único alimento, comen la forma
de los cadáveres y se embriagan de palabras huecas". Es un mito de la
montaña, dice Daumal. Y antes el narrador había explicado el miedo "a la
muerte que experimento a cada instante, a la muerte de esa voz que
también a mí desde el fondo de mi infancia me pregunta '¿Qué soy?'
Cuando esa voz calla, me convierto en un armazón hueco, un cadáver que
se agita". Es la angustia de la identidad: vacío y muerte, fantasía de
hombres huecos. La montaña –abierta a la trascendencia celeste–
ofrecería acceso al sentido, redención para esa amenaza de oquedad.
Pero suena la canción de Kafka. Su alegre escena fantasmal
parodia este conflicto y el empeño que genera; se ríe, hace un gesto de
extrañeza, celebra, siempre con lucidez sin semejanza: "Vamos tan
contentos; el viento se cuela por los intersticios del grupo y de
nuestros cuerpos. En la montaña nuestras gargantas se sienten libres. Es
asombroso que no cantemos".
Lecturas:
Franz Kafka, "La excursión a la montaña", en: La condena.
Traducción de J.R.Wilcok. Madrid, Alianza, 1986.
Mahmud Darwix, En presencia de la ausencia. Traducción de Luz
Gómez García. Valencia, Pre-Textos, 2011.
Francesco Petrarca, Subida al Monte Ventoso. Traducción de
Plácido de Prada. Palma de Mallorca, Olañeta, 2011.
Peter Handke, La doctrina del Sainte-Victoire. Traducción de
Eustaquio Barjau. Madrid, Alianza, 1985.
–, Lento regreso. Traducción de Eustaquio Barjau. Madrid,
Alianza, 1985.
René Daumal, El monte Análogo. Traducción de María Teresa
Gallego. Girona, Atalanta, 2006.
T.S.Eliot, "Los hombres huecos", traducción de Jordi Doce, en: La
tierra baldía, Cuatro cuartetos y otros poemas. Edición de Juan
Malpartida y Jordi Doce. Barcelona, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2001.
* Este texto ha sido publicado en "La sombra del ciprés",
suplemento del diario El Norte de Castilla. |