Don Ramón Valle Inclán entrevista de José María Carretero Novillo ("El caballero audaz") Ramón Valle Inclán - Magnifico retrato del insigne literato, pintado por el laureado artista Anselmo Miguel Nieto |
Tenía yo entonces una docena de años—de esto hace diez y seis—y acababa de llegar a Madrid. Nos conocimos, ó mejor dicho, le conocí en una casa de huéspedes de la calle Mayor, 18. El era igual que ahora, un hombre extraño, un caballero de pesadilla, que parecía escapado de un lienzo del «Greco»... Tenía algo de fantasma, mucho de místico y algo de loco. Su barba era una abundosa madeja negra que le caía sobre el pecho yendo a fundirse en los tonos oscuros de sus trajes. Usaba entonces una gran melena alisada hacia atrás. Eran sus ojos pardos y agresivos y sus cejas dos intensos bordes negros. Estaba muy enflaquecido, y bajo la piel lívida de sus sienes se podían contar las azulosas venas. Aquel rostro tenía algo del Nazareno; tal vez el matiz pálido y tétrico. tal vez la expresión serena y soñadora de místico enamorado de un ideal. Recuerdo que a mí me infundía algo de pavor y sugestión al mismo tiempo. Si me tropezaba con el en los pasillos obscuros dábame miedo y, sin embargo, me gustaba observarle cuando estaba aposentado en el comedor; y placíame oírle discutir exaltado con los demás huéspedes y me agradaban en extremo las frases cariñosas, que de vez en cuando, con gesto arisco y voz atiplada, me dirigía.—«Hola, buen mozo»— me saludaba;—y, al mismo tiempo, con su mano de cera, descarnada y fría, acariciábame la frente o me daba unos leves golpecitos en la nuca. Y aquel raro huésped que contaba cosas tan entretenidas y estupendas, que por entonces era dueño de sus dos brazos y que no había escrito nada en periódicos ni libros, tenía una autoridad enorme e indiscutible sobre los demás. Era considerado como un superhombre, y a pesar de que iba algo extravagante con un macferlán y un sombrero de copa repelado, todos le llamaban «Don Ramón»; y Don Ramón poseía como nadie ese privilegio misterioso de captación de ánimo: era un imperativo hipnotizador. Si durante las discusiones le decía a alguno: «¡Es usted un bruto!», el agredido le disculpaba pacientemente, diciendo: «Nada, cosas de Don Ramón». Mas un día «Don Ramón» desapareció, y ya, cuando al cabo del tiempo le volví á ver, tenía la barba más corta, se había quedado manco y escribía en El ¡mparcial. La gloria le hizo á Don Ramón olvidarse de este pequeño amigo. Perdona, lector. OOO Hoy «Don Ramón» nos recibe en su hogar; un pisito coquetón donde todo es arte, lujo y luz. En su compañía están Ricardo Baroja y Anselmo Miguel Nieto. «Don Ramón» ha variado muy poco. Tiene las mismas barbas, tal vez un poco más crecidas y con el triste aderezo de algunos hilos plateados, y la misma mirada burlona, agresiva é indómita. No conserva la larga melena: sino que ahora lleva su cabeza, alta de occipital, pelada al rape. Unas gruesas gafas de concha se agarran como tenazas a sus sienes ambarinas. Más pálido que antes, tal vez, y también más reposado de espíritu. Ante su presencia de monje soñador y legendario o de caballero de horca y cuchillo, hemos sentido revivir en nosotros los ya olvidados miedos de la infancia. —¿Se acuerda usted, Valle-Inclán?—le hemos preguntado nosotros. —Mucho, de aquellos tiempos, mucho. —¿Qué edad tendría usted entonces?... —No sé. Ajuste usted. Nací en el año 70, y de eso hace ya quince o diez y seis años. —En efecto, eso hace. ¡Y qué de cosas han ocurrido desde entonces!... Y tras estas palabras hemos hecho un silencio para rememorar, para que nuestra imaginación se torture y se deleite recorriendo el pasado. Nosotros estamos hundidos en una muelle butacona. El poeta permanece de pie, apoyado de espaldas en el radiador de la calefacción. Los reflejos de sus lentes no nos dejan verle los ojos. La manga izquierda de su americana cae sin brazo. —¿Cómo fui perder el brazo?—le preguntamos. —A consecuencia de un flemón difuso producido por la herida de un gemelo del puño. —No me explico... Cuéntemelo usted. —No tiene importancia. Manolo Bueno, a quien quiero mucho, y yo, tuvimos una discusión. El, en el acaloramiento de la controversia, me sujetó la mano y al apretar me clavó el gemelo aquí en el mismo canto de la muñeca. Nada; un rasguño sin importancia; pero pasaron ocho días y la mano se fue hinchando y yo sentía unos dolores desesperados; consulte a los médicos y me dijeron que aquello era un flemón difusa; en seguida me lo dilataron y no fue suficiente. Aquella noche de la operación leí yo en el Heraldo que el torero Argel Pastor había muerto de un flemón igual al que yo tenia... Esto me dejó algo perplejo y al llegar el medico le dije mi propósito de que me amputara el brazo; él no se decidía, pero yo insistí «Nada, doctor—le dije;—estoy decidido a que hoy mismo me corte usted el brazo; así desaparecerán dolores y peligros», y aquel mismo día me amputaron el brazo por encima del codo; mas la infección ya se había corrido y tuvieron que volver a cortar al día siguiente por el mismo hombro. —¿Le darían a usted cloroformo las dos veces? —¡Ah! no, señor, ninguna; me opuse a ello. —¿Y cómo pudo usted resistir la operación? —Sin moverme y sin proferir un grito, ni el mas leve quejido... Recuerdo que para ver yo bien las amputaciones, hubo necesidad de pelarme el lado izquierdo de la barba, y así... ¡con la cabeza vuelta, . presencié todo! —¡Es horrible eso!... Usted es un hombre estoico exclamamos, al mismo tiempo que un escalofrío de horror nos corría por los huesos. —Soy un poco sereno, sí —responde el maestro con voz desazonada y sin darle importancia. —Para usted constituirá una gran desgracia haber quedado manco. —¡Qaiá, no, señor!—rechaza, rápido, Valle-Inclán—. No necesito para nada el brazo perdido. Vamos, no lo echo de menos en absoluto. Me valgo con el derecho para lodo. —¿Sin ayuda de nadie? |
—Sin auxilio de nadie, escribo, me desnudo, me visto, me lavo, como, en un, todo, todo lo que usted pueda hacer con las dos manos, lo hago yo con la derecha. Es más; me corto las uñas, parto la carne, mondo la fruta, me hago los lazos de las corbatas del frac y construyo mueblecitos de papel... Solamente he echado de menos el brazo perdido cuando murió mi pobre hija... La voz de Valle-lnclán se entristece. Nosotros esperamos, identificados con su dolor, a que continúe. —Se moría y yo no pude abrazarla como hubiese deseado. —Entonces, ¿no tiene usted hijos?... —Si. me queda la mayorcita, de siete años; pero mi pequeña, que. tanto Josefina corno yo la adorábamos, quedó muerta allá en Galicia. ¡Un horror!... Hubo una pausa; después le preguntamos: —¿Usted es gallego?... |
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—Si. señor; nacido en Puebla del Deán. Todos los años pasamos en aquellas tierras siete u ocho meses. Terminaremos por irnos a vivir allí definitivamente. ¡Aquella quietud, aquella sinceridad! ¡Muy hermosos aquellos lugares! —¿Allí estudió usted?... —No, señor. Estudié en Santiago, hasta terminar la carrera de Leyes. —¿Y empezó usted a escribir?... Meditó un instante; después exclama: —Mi mujer se acordará en qué fecha publiqué mi primer libro. Y dirigiéndose a la puerta, inquiere: —Josefina... Josefina... ¿Recuerdas en qué año di mi primer libro? Una voz dulce responde: —Sí. Ramón: en 1902. Y a poco entra en el estudio la compañera del poeta. Recordad, y a todos os será familiar y simpática esta dama menuda y dulce, siempre sonriente y siempre aniñada, que se llama Josefina Blanco. Lejos del teatro, sigue siendo una artista llena de tremuleces y sonrisas. Le hemos ofrecido nuestros respetos y después continuamos dialogando con el poeta: |
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—¿Tendrá usted gran afición á la literatura? —No, señor. Ni antes ni ahora. Mi deseo es no escribir. Llenar cuartillas me molesta y sólo recurro a ellas cuando tengo necesidad. Me cuesta mucho trabajo, mucho. —No lo comprendo. Entonces ¿cómo nació en usted la idea de hacerse literato?... —No sé. Cuando usted me conoció hace diez y seis años, todavía no se me había ocurrido coger la pluma ni para escribir una carta. —¿Le parecía a usted difícil? —Quiá, no, señor; todo lo contrario; me parecía y me parece demasiado fácil. Creo sinceramente que es una de las muchas cosas que no tienen mérito alguno. A mí me llamaba la atención extraordinariamente y me llenaba de asombro lo mal, lo pésimamente que se escribía entonces. Claro que yo tenia un sentido literario, y a mi juicio todas aquellas reputaciones de escritores eran injustas. Había muchos señores que no escribían más que necedades y se les llamaba «maestros» y «sabios». ¡El delirio!... Y entonces, seguro yo de escribir mejor que se hacía entonces, me lancé a demostrarlo... Durante unos meses que estuve en la cama escribí unas Memorias... Nada: por pasar el rato. Yo era amigo de Machado y de Villaespesa, y me acuerdo que cuando fueron a verme se las leí. «Esto se parece a La Virgen de la Roca, de D'Annunzio. Es muy hermoso.» —Me dijo Villaespesa. —Y aquellas Memorias ¿qué libro fue después?... —Sonata de otoño... Siguieron animándome los amigos y escribí las otras tres Sonatas. —¿Y cuántos libros tiene usted ya publicados? —Veinticinco. —Y de todos ¿cuál le gusta a usted más? |
—Me gustan más las Sonatas; pero Romance de lobos lo creo mejor hecho. —¿Y le producen a usted mucho?... —Muy poco; para vivir. Al principio apenas se vendían; ahora algo más. y como yo los edito y administro, sin dejarlos pasar por la serie de cribas tradicionales, me vienen a dejar treinta ó treinta y cinco mil pesetas al año. —¿Produce usted con facilidad? —Me cuesta gran trabajo empezar; mas después numero las cuartillas, antes de escribir, en la seguridad de que no desperdicio ninguna... Yo trabajo siempre en la cama... y antes de casarme me acostaba también para comer, y se daba el caso de ponerme malo si comía fuera del lecho. Yo digo que debo de tener alma de senador romano.., —¿Lee usted mucho? —No. Ahora me hace daño hasta leer. —¿Cuales son sus más grandes aficiones? —La pintura, el baile y los toros... La imperio, la Tórtola y la Argentina me producen una gran emoción estética... Un gran placer artístico. ¡Porque en el buen baile se juntan todas las más bellas cosas! La música, el color, la belleza, el movimiento, el arte, la línea. Yo no voy a ningún teatro sino a ver bailar. Respecto á los toros, me entusiasman: sólo que a mí me parece que el público no entiende una jota de toros, los críticos menos que el público y los toreros menos que el público y los críticos; yo creo que el único que entiende de toros es el toro; porque a lo menos embiste hoy lo mismo que hace cuatro mil años. Toda esa campaña que los escritores cursis han hecho contra las corridas de toros, me parece ridícula. A mi juicio, los toros es la única educación que tenemos aquí. Una tiesta de toros es lo más hermoso que se pudo imaginar. La emoción, el arte, la valentía, la luz... Yo, en Belmonte, por ejemplo, admiro el tránsito. Aquel hombre que lejos del toro es feo. pequeño, ridículo, encogido, sin belleza, al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra y nos emociona. Ese es el arte en las corridas de toros. ¿Hay nada más hermoso que ese tránsito, esa transfiguración, esa armonía de contrarios? El pueblo griego—que ha sido el más artista veía morir al héroe en la tragedia y le amaba más, porque convertía la emoción en materia artística; antes nosotros éramos así; moría un torero en la plaza y continuaba la lidia, porque éramos un país fuerte y ante todo artista. Bueno, pues ahora convertimos todo en materia sentimental y lloramos como mujeres; y un pueblo bien templado, que sabia hacer del dolor abalorios de arte, que se iba a los cementerios de romería, que le gustaban los crímenes, nos lo quieren convertir en un pueblo de llorones... Y esa es la labor que está llevando a cabo esa prensa ridícula, que siempre esta con lamentaciones cursis, que se duele de que muera un teniente en la guerra. ¡Hombre! muere un teniente, como si murieran cincuenta. ¿Hay cosa más lógica y natural que un teniente muera en la guerra y un torero en la plaza?... Calla un momento Valle-lnclán. La luz se ha ido y él, en el centro de la habitación, parece un fantasma. —Y dígame, amigo Valle. ¿Qué opina usted del teatro contemporáneo en relación con el pasado? Dudó un momento; después, trenzándose la barba con los dedos, exclama: —Es una pregunta que me deja un poco perplejo; sin embargo, procuraré contestar a ella. Mire usted: Si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista. ¡Habría que oír al Fénix cuando los empresarios le hablasen de las conveniencias de escribir manso y pacato para no asustar á las niñas del abono...! El autor dramático con capacidad y honradez literaria hoy lucha con dificultades insuperables, y la mayor de todas es el mal gusto del público. Fíjese usted que digo el mal gusto y no la incultura. Un público inculto tiene la posibilidad de educarse, y esa es la misión del artista. Pero un público corrompido con el melodrama y la comedia ñoña es cosa perdida. Vea usted el público de la Princesa. —¿De modo que usted no cree en la labor cultural y artística de Díaz de Mendoza?... —Creo que no ha hecho lo que debía hacer, lo que podía hacer y lo que acaso desea hacer. —Y usted ¿á qué lo atribuye?... —A falla de energía. Díaz de Mendoza es un hombre sin carácter. Amoldó siempre sus gustos a los gustos del público. María hubiera hecho todo lo contrario. ¡Esa si que es un gran carácter! Pero, claro, ¡ya es muy tarde!... Yo creo que un artista, ante todo, debe tener normas que imponer al público, e imponerlas, y si no hay público, crearlo. Ese es un gran orgullo. Cuando yo escribí mi primer libro, vendí cinco ejemplares. Era iodo el público que entonces podía haber para mi literatura. ¡Y por esto no se me ocurrió robar el público hecho como las escobas del cuento; el público que otros habían creado y que correspondía a los modos de su arte, ajeno y extraño a mí... El artista debe imponerse al público cuando está seguro de su honradez artística, y si no lo hace así es porque carece de personalidad y de energía. —Ahora una pregunta... que tal vez le moleste a usted. —Venga. — Dicen que tiene usted mal carácter. —Yo no tengo mal carácter; lo que no me gusta es la vida en común. Soy enemigo de !as adulaciones y de ese ridículo intercambio de cortesías hipócritas. —¿Que' trabajos prepara usted? —Ahora voy á publicar un libro místico que se llama La lámpara maravillosa, y luego tengo que hacer una tragedia para la Xirgu, que se llamará Pan divino. —Creo que en América le han ocurrido a usted muchas aventuras. —¡Oh, en América! Muchísimas... Verá usted. Una vez... Y la florida fantasía del maestro corrió hasta desbordarse... ¡Oh. si yo dispusiera de espacio!... |
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entrevista de José María
Carretero Novillo ("El caballero audaz")
Publicado, originalmente, en: revista "La esfera" Año II Nº 62
Madrid, España, 6 de marzo de 1915
Gentileza de de los fondos de la Biblioteca Nacional de España
Editado por el editor de Letras Uruguay
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