La nostalgia del antipoeta: añoranza e ironía de Nicanor Parra
Antipoet’s Nostalgia: Longing and Irony of Nicanor Parra

ensayo Jesús Cano Reyes[1]

E-mail: jesuscanoreyes@ucm.es
Universidad Complutense de Madrid

Resumen

Si bien la antipoesía parece ubicarse a priori en el polo opuesto de la nostalgia —el humor cáustico, la iconoclasia y la rebeldía de una estética heterodoxa en perpetua combustión no se compadecerían con la tristeza melancólica—, hay en la obra de Nicanor Parra una larga serie de poemas de un marcado tono nostálgico. Algunos textos de Poemas y antipoemas (1954), y notablemente el libro Canciones rusas (1967), que habitualmente la crítica ha despachado con premura, dan cuenta de la existencia de una corriente nostálgica en la obra de Parra, no siempre bien subrayada a pesar de que estos peces que nadan a menor velocidad en el torrente vertiginoso de la antipoesía constituyen una parte esencial de su ecosistema. Si en su sentido etimológico, la nostalgia —neologismo acuñado por Johannes Hofer en el siglo xvii—, alude precisamente al dolor del regreso, este se manifiesta visiblemente en la obra de Parra en temas como la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido de la infancia y el recuerdo de los amores de juventud, aunque de un modo u otro interviene siempre un matiz de ironía para atenuar la añoranza. ¿Qué significado cobra entonces la nostalgia en la poesía de Parra y qué papel juega la ironía en la configuración de su mirada retrospectiva?

Palabras clave: Nicanor Parra, nostalgia, ironía, poesía chilena.

Abstract

Although antipoetry might seem to be opposed to nostalgia —its scathing humour, iconoclasm and heterodoxical aesthetic rebellion have little to do with melancholic sadness—, many poems by Nicanor Parra display a noticeably nostalgic tone. Texts from Poemas y antipoemas (1954) and above all Canciones rusas (1967), which have usually dealt with haste by crit-ics, reveal a nostalgic current in Parras work that forms an essential part of his antipoetic ecosystem. If in an etymological sense, nostalgia —neologism coined by Johannes Hoffer in the xviith century— alludes to the painful experience of return, this sorrow is visibly revealed in Parras writing in the impossibility of recovering the lost paradise of childhood and in the memory of youthful love, despite moments of irony which would appear to attenuate the longing. What meaning is given to nostalgia in Parras poetry and what is the role played by irony in the configuration of his retrospective view?

Keywords: Nicanor Parra, Nostalgia, Irony, Chilean Poetry.

En abril de 1970 tuvo lugar el trascendente viaje de Nicanor Parra a los Estados Unidos: invitado al Festival Internacional de Poesía de Washington, el día 15 fue recibido junto al resto de poetas en la Casa Blanca. De ese improvisado encuentro quedó como testimonio una fotografía que mostraba al poeta recibiendo un libro de manos de la mujer del presidente Nixon, lo que supuso el inmediato repudio de Cuba y su gobierno revolucionario, que consideraba el gesto una traición política intolerable. Unas semanas después, en los agitados días de mayo, Parra viajó a Los Ángeles y mantuvo largas conversaciones con Leonidas Morales, donde, además de reflexionar sobre la evolución de la antipoesía y el valor de los artefactos que estaba escribiendo en ese momento, rememoraron la infancia del poeta. Parra, que contaba entonces con cincuenta y cinco años, cedió a la tentación de la nostalgia y rescató un puñado de resplandecientes recuerdos: las excursiones al campo con su padre, que robaba huevos de los pájaros para dárselos o pescaba «toda clase de maravillas» en las transparentes aguas del río Cautín; las travesuras de anudar el pelo de sus hermanas Violeta y Hilda cuando se quedaban dormidas; los niños trepando al membrillo para comer sus frutos al sol, bajo el cielo azul del Sur de Chile. «Ayayay, qué recuerdos...», exclama embriagado de añoranza el poeta, que también revive las escenas venturosas del descubrimiento del amor, no siempre tan platónico como el que siente por Olga Juárez, una niña vestida de hada o de mariposa que ve una vez y ya no olvida. Tendrán que pasar treinta años para que —ya convertido en el autor de Poemas y antipoemas— decida un día bajarse impulsivamente en Lautaro del tren que lo llevaba desde Valdivia a Santiago:

Me bajé en Lautaro y me instalé en el Hotel Central, que estaba a la orilla de la línea, cerca de la estación. Fue una experiencia increíble. Este pueblo estaba igual, estaba idéntico. Entonces yo dije, lo primero que voy a hacer es ir a ver a la Olga. Fui a la esquina de la plaza y golpeé. Me salió a abrir una señora morena, pecosa, gordita, muy entrada en carnes, una señora cuarentona. Yo dije: «Ando buscando a don Abel Juárez». «Ah, mi papá —dijo—. Está en cama y hace mucho tiempo que no recibe a nadie». «Ah, no recibe a nadie. ¿Y usted es la Olga?», le dije yo. «Sí —me dijo—, yo soy la Olga». «Ah, usted es la Olga». [.] Pero a medida que conversaba con ella me daba cuenta que este personaje no tenía nada que ver con lo que yo había ideado, y era simplemente una gordita, una profesora gordita de la Escuela Vocacional. De una limitación mental provinciana tremenda. Me quedé un par de días ahí, en Lautaro, y vi otras gentes.

                                                                                                                                                                                                                                               (Morales 44-45)

Ante este cuadro, es inevitable pensar en la María del poema «Es olvido» y su «aspecto de plaza de provincia», de cuya historia amorosa reniega el yo poético abochornado y contradictorio que, tras el paso por la ciudad, marca las distancias respecto a su origen pueblerino. Si bien la evocación de los recuerdos felices es a partir de cierto momento uno de los placeres más indispensables y menos dañinos —siempre con un consumo razonable—, regresar a los lugares del pasado suele constituir la manera más fácil de caer en las trampas del tiempo y la memoria.

Nostalgia e ironía

La etimología de la palabra nostalgia es una de las más sugerentes, pues sus formas griegas la revisten de una épica remota: el vóoxo^ (nóstos, ‘regreso’) nos recuerda el retorno de los héroes de Troya, mientras que el sufijo -a^yía (—algía) revela la impronta del dolor. La nostalgia, por lo tanto, alude al dolor del regreso (pero también al regreso al dolor, o al dolor que regresa una y otra vez). Sin embargo, a pesar de sus resonancias clásicas, el término es en realidad un neologismo del siglo xvii, acuñado por el joven estudiante de medicina Johannes Hofer en una disertación de 1688: con la palabra pretendía referirse al mal acuciante que aquejaba a los soldados suizos en el extranjero. La añoranza de la tierra demacraba su piel, les provocaba náuseas, fiebres e incluso paros cardiacos, y al mismo tiempo les hacía perder pie con la realidad, confundiéndoles pasado y presente y provocándoles alucinaciones que bien podían ser los fantasmas de sus familiares susurrándoles la urgencia del regreso. Si el tratamiento con sanguijuelas o el opio no funcionaban, la única solución era retornar a los Alpes.

Poco a poco, sin embargo, la nostalgia fue dejando de ser una enfermedad curable para convertirse en un mal incurable[2]; en otras palabras, los médicos —desesperados por no encontrar el lugar preciso donde se alojaba la afección— la fueron dejando en manos de los poetas y los filósofos. El resultado de semejante imprudencia no podía ser otro que la multiplicación virulenta de la patología y, como señala Svetlana Boym (30), lo que hasta entonces había sido una afección provinciana (el mal du pays) se convirtió en el siglo xix en la enfermedad de la era moderna (el mal du siecle):

En lugar de desaparecer, la epidemia de la nostalgia se propagó por doquier. La nostalgia cambió de género. Abandonó su condición de enfermedad y adquirió la categoría de romance con el pasado. Cambió el escenario de los campos de batalla y de los pabellones de hospital por el de los paisajes neblinosos con estanques en los que uno podía verse reflejado, las nubes pasajeras y las ruinas medievales o clásicas. Donde no había ruinas se construyeron de forma artificial o se derruyeron parcialmente las construcciones antiguas con suma precisión, para conmemorar así tanto el pasado real como el imaginario de las nuevas naciones europeas (36).

El Romanticismo se apoderó de la nostalgia y la enar-boló como un sentimiento distinguido, tanto en el plano colectivo, que edificó sobre ella las emergentes identidades nacionales, como en el individual, donde la añoranza pasó a ser un refinamiento de la personalidad. La cultura del recuerdo reemplazó a la cultura del salón dieciochesco y se dedicó a cultivar alegremente la nostalgia y a celebrar «una conmemoración ritual de la juventud perdida, de las primaveras perdidas, de los bailes perdidos, de las oportunidades perdidas. [...] La sensación melancólica de pérdida se convirtió en un estilo, en la moda del siglo xix» (Boym 42). Y ya entrado el siglo xx, basta encontrar la magdalena proustiana como motor de una minuciosa nostalgia para darse cuenta de que su potencial recreativo seguía intacto.

Por su parte, los últimos tiempos han continuado haciendo un uso inmoderado de la nostalgia (y así lo han refrendado pensadores como Steiner con su nostalgia de lo absoluto o Lyotard con el abandono de los grandes relatos). Sin embargo, en su ambigua relación de continuidad y ruptura con la modernidad, la posmodernidad ha matizado la nostalgia con una cierta distancia irónica. Linda Hutcheon vincula nostalgia e ironía porque ambas provienen de un desdoblamiento: la primera desdobla el tiempo (el pasado idealizado y el presente insatisfactorio), mientras que la segunda desdobla el significado (aquello que se dice frente a aquello que se quiere decir). En este sentido, Hutcheon sostiene que la mirada al pasado de la posmodernidad está atravesada por una paradoja:

Lo posmoderno recuerda ciertamente el pasado, pero siempre con una especie de doble visión irónica que reconoce la imposibilidad final de complacerse en la nostalgia, aun evocando de manera consciente su poder afectivo. En otras palabras, en lo posmoderno (y he aquí la causa de la tensión), la nostalgia misma es convocada, aprovechada e ironizada. Se trata de una operación complicada (y postmodernamente paradójica) que supone una ironización de la propia nostalgia, de su anhelo de buscar la autenticidad en el pasado, y, al mismo tiempo, una invocación a veces impúdica de la fuerza visceral que acompaña la realización de ese anhelo (23. La traducción es mía).

En el campo de los estudios hispanoamericanos, sin embargo, términos como posmodernidad y posmodernismo deben hacer frente a una ambigüedad semántica, pues en la literatura hispánica el posmodernismo alude específicamente a la corriente literaria surgida en torno a la segunda década del siglo xx como evolución o depuración del Modernismo —y el Modernismo hispanoamericano, naturalmente, nada tiene que ver con el Modernismo anglosajón—. Entre las distintas direcciones que ensayan los autores posmodernistas (a veces en connivencia con las vanguardias pero casi siempre transitando derroteros distintos[3], viene al caso recordar como una feliz coincidencia la poesía del mexicano Ramón López Velarde, que anticipa varias décadas el maridaje de la nostalgia y la ironía. Los poemas recogidos en libros como La sangre devota en 1916 (año de la muerte de Darío) y Zozobra (1919) son una bucólica rememoración de la infancia y los amores distantes e imposibles pero al mismo tiempo aparece ya en ellos una cierta disonancia irónica. Basta leer, por ejemplo, «Como las esferas» para darse cuenta de que hay un recato en la evocación del pasado que conduce al yo poético a tomar distancia: «Muchachita hemisférica y algo triste / que tus lágrimas púberes me diste [...]. En un día de báquicos desenfrenos, / me dicen que preguntas por mí, te evoco / tan pequeña, que puedes bañar tus plenos / encantos dentro de un poco / de licor, porque cabe tu estatua pía / en la última copa de la cristalería» (López Velarde 214); lo mismo sucede con «No me condenes.», recuerdo remordedor de un amor de provincia en el que el sentimiento de nostalgia es rebajado por la ironía que traslucen la rima y las imágenes humorísticas:

Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:

ojos inusitados de sulfato de cobre.

Llamábase María; vivía en un suburbio,

y no hubo entre nosotros ni sombra ni disturbio.

Acabamos de golpe: su domicilio estaba

contiguo a la estación de los ferrocarriles,

y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre

campanadas centrífugas y silbatos febriles? (192)

¿Existen los antipoemas láricos?

La nostalgia es «el mal poético por excelencia», declara Jorge Teillier en su ensayo «Los poetas de los lares» (1965), donde sistematiza su propuesta estética y la extiende a un grupo de poetas contemporáneos que practicarían una poesía afín, arraigada en el Sur y marcada por los mitos telúricos, el regreso a la provincia y la añoranza de una Edad de Oro «que no se debe confundir sólo con la de la infancia, sino con la del paraíso perdido que alguna vez estuvo sobre la tierra» (53). En realidad, como todo programa estético, no deja de ser una maniobra defensiva, y el texto funciona como la respuesta de Teillier a los ataques provenientes de la izquierda de que la suya sería una poesía ingenua, conservadora y evasiva[4]. Es para contrarrestar esta imagen reaccionaria que pocos años después, en un nuevo ensayo titulado «Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética», ahonda en la definición de su poética y, mediante una audaz acrobacia conceptual, convierte la nostalgia de los lares en una suerte de dudoso regreso al futuro: «la infancia es un estado que debemos alcanzar, una recreación de los sentidos para recibir limpiamente la ‘admiración ante las maravillas del mundo’. Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado, pero debiera pasarnos» (15).

En un principio, la antipoesía parece situarse en las antípodas de la poesía lárica: el humor cáustico, la iconoclasia y la rebeldía de una estética vanguardista en perpetua combustión no se compadecerían con la mirada retrospectiva y el recuerdo improbable del paraíso perdido. Se podría pensar que no hay en la poesía de Parra, volcada en alimentar la pira del lirismo y la sentimentalidad, demasiada concesión a la tristeza. Sin embargo, es posible rastrear una veta nostálgica en la mina antipoética, un filón no menor e insuficientemente explotado que atraviesa distintas etapas de la obra de Parra y que impone reconsiderar los rasgos esenciales que constituyen la antipoesía.

Después de la publicación de Cancionero sin nombre en 1937 y coincidiendo con un regreso a Chillán que se prolonga hasta 1939, Parra proyecta un poe-mario titulado Dos años de melancolía. El libro, sin embargo, no llega a ver la luz, y descontando la aparición de algunos textos en antologías y revistas, tendrá lugar un largo silencio hasta la irrupción de Poemas y antipoemas en 1954[5]. En la primera parte de ese libro —que corresponde ciertamente a la sección más convencional—, hay al menos tres textos que podrían leerse desde una clave lárica: «Hay un día feliz», «Es olvido» y «Se canta al mar». Son poemas primerizos de Parra, los que aparecen en la antología de Tomás Lago Tres poetas chilenos (1942)[6], y no por casualidad los mismos que destacará precisamente el propio Teillier en 1968: «Por mi parte, lo que más me llamaba la atención en la obra de Nicanor Parra eran más bien los poemas como ‘Es olvido’ y ‘Hay un día feliz’, en donde había una chilenidad esencial, un encanto y humor soslayado, a veces sólo alcanzado por López Velarde en sus poemas provincianos» (79). La voz que habla en esos textos da pábulo a una sentimentalidad inusual en Parra, que se recrea en volver la vista atrás para evocar algunas imágenes aureoladas por el halo de lo perdido: el retorno imposible a la aldea, el recuerdo de un amor de juventud y la celebración de una experiencia luminosa de la infancia constituyen el pasto habitual de la nostalgia, que se alimenta siempre de lo irrecuperable, y son también algunos de los tópicos que habrá de frecuentar poco después la poesía de los lares. ¿Podría entonces considerarse la existencia de un racimo de antipoemas láricos, acuñando una etiqueta sugerente y productiva que permitiría leer ciertos textos de Parra como la fuente de las dos grandes vertientes de la poesía chilena de la segunda mitad del siglo xx, o sería más preciso asumir la existencia de un manantial nostálgico y pre-antipoético —casi subterráneo— en la obra de Parra, una posibilidad apenas señalada y rápidamente abandonada en favor de su sedicioso proyecto de la antipoesía, cediendo el testigo de la nostalgia a un Teillier militante (que habría de apoderarse de ella y resignificarla hasta hacer válido el modus operandi de la lectura borgiana y hablar en este caso de Teillier y sus precursores)?

Quizás la respuesta dependa, en primera instancia, de cuánta carga de antipoesía (vale decir, de subversión) pueda haber en esos poemas para poder considerarlos antipoéticos[7], una vez que el componente lárico —lárico, si se quiere, avant la lettre— presente en ellos parece indiscutible. En «Hay un día feliz», el yo poético regresa a su aldea y recupera los paisajes, los olores y los ruidos de su infancia, que parecen haber permanecido inmutables a pesar del paso del tiempo y «su pálido manto de tristeza»: ahí están las casas blancas con sus portones de madera, los nidos de golondrinas en la torre de la iglesia, las piedras cubiertas de musgo, el olor de la violetas que la madre cultivaba, todo ello cifrando «la dicha verdadera» que sólo se manifiesta retrospectivamente; no obstante, los últimos dos versos revelan la hondura terrible del poema, y es que nada de todo eso existe ya en realidad y el recorrido no ha sido más que una vívida alucinación[8]. «Es olvido» es la rememoración de una historia de amor inconfe-sada con una muchacha de su pueblo, del que por cierto «sólo queda un puñado de cenizas»; todo el poema, y con él los versos finales («La olvidé sin quererlo, lentamente, / Como todas las cosas de la vida»), constituye una vana refutación que provoca el efecto contrario y termina por subrayar la eficacia del recuerdo: es posible que no fuera un amor propiamente dicho entonces, pero lo es desde luego ahora, a la luz de la memoria, que negándolo lo afirma[9]. Por último, «Se canta al mar» reconstruye una epifanía de la infancia: el descubrimiento del mar, al que acompañan elementos de gran significación lárica como el viaje al Sur y el rol del padre como guía («Como quien reza una oración me dijo / Con voz que tengo en el oído intacta»)[10]. El tema de los tres textos es finalmente uno solo: la evocación de un mundo perdido que sobrevive con un fulgor extraordinario —y convenientemente corregido— en la memoria del yo poético.

Sin embargo, y sin dejar de ser profundamente nostálgicos, estos poemas presentan al mismo tiempo la marca de una corrosiva ironía: el incipiente antipoeta, mientras se complace en evocar un pasado feliz, parece cuestionar su mismo anhelo con un sarcasmo contradictorio que pone en tela de juicio la verosimilitud de su sentimiento y su recuerdo. No pocos indicios obligan a realizar una lectura en clave irónica: el sentimentalismo hiperbólico o grandilocuente («Hoy es un día azul de primavera, / Creo que moriré de poesía»; «Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice / Que la vida no es más que una quimera; / Una ilusión, un sueño sin orillas, / Una pequeña nube pasajera»); la dignidad impostada o ridícula del yo poético («Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera!, / Y eso que soy persona de energía»; «Al establo volvían las ovejas. / Las saludé personalmente a todas»; «Por aquel tiempo yo no comprendía / Francamente ni cómo me llamaba»); las incongruencias e interrupciones de su discurso («Vamos por partes, no sé bien qué digo, / La emoción se me sube a la cabeza»; «Voy a explicarme aquí, si me permiten, / Con el eco mejor de mi garganta»); el uso de una sintaxis en desuso («Supe de la su muerte inmerecida»); la elección de un registro inapropiado («Circunstancia que prueba claramente / La exactitud central de mi doctrina»; «Yo me atrevo a afirmar que su conducta / Era un trasunto fiel de la Edad Media»; «Y sin medir, sin sospechar siquiera, / La magnitud real de mi campaña, / Eché a correr, sin orden ni concierto»); y los guiños trasnochados al Romanticismo de Bécquer y Campoamor («Y una que otra mención de golondrinas», «Tiene razón, mucha razón la gente / Que se pasa quejando noche y día / De que el mundo traidor en que vivimos / Vale menos que rueda detenida / [...] / Nada es verdad, aquí nada perdura, / Ni el color del cristal con que se mira»; Obras completas 12-18).

La potente carga de ironía no llega a desactivar por completo la nostalgia de los tres poemas, pero desde luego trabaja en su contra y los convierte en artefactos complejos; según la paradoja medular de la posmodernidad señalada por Hutcheon, estos textos liban obscenamente el licor de la nostalgia y al mismo tiempo escarnecen la flaqueza de hacerlo. Como ha escrito Alejandro Zambra, en la poesía de Parra «el lugar de la primera persona lo ocupan dos antagonistas que se disputan el micrófono» (172). El poema se convierte así en el ring donde combaten dos sensibilidades opuestas.

Uno de los textos de Versos de salón, «Hombre al agua», retomará el asunto del regreso a la aldea. Sin embargo, el discurso antipoético ya plenamente instalado reducirá el margen de la añoranza y ampliará el de la lectura en clave irónica. Cuando el poema concluye con una alusión al sacer locus de la infancia, parece precisamente estar llevando a cabo una operación de desacralización de la memoria: «¡A Chillán los boletos! / ¡A recorrer los lugares sagrados!» (99).

Desde Rusia con amor

En 1966, con motivo de un congreso del PEN Club, se encuentran en Nueva York Nicanor Parra y Mario Vargas Llosa. A propuesta de este último —que por la vía de la mestiza gastronomía peruana siente inclinación por la gastronomía asiática—, deciden ir a cenar una noche a Chinatown, acompañados de los uruguayos Emir Rodríguez Monegal y Carlos Martínez Moreno. Para Vargas Llosa, cautivado por la mitología cinematográfica del barrio, será una decepción no encontrar en Chinatown las pagodas exóticas y los fumaderos de opio, pero para todos ellos la cena en un restaurante modesto constituirá un momento de comunión muy especial, y más especial será todavía lo que sucederá más tarde cuando regresen a su hotel en la Quinta Avenida: Parra saca unos papeles y comienza a leer unos poemas que ha escrito durante su estancia en la Unión Soviética[11]. Monegal —que va a publicar por primera vez esos poemas en su revista Mundo Nuevo en septiembre de ese año, antes de que se impriman como libro al año siguiente— rescata las notas de su diario que registran el instante de la lectura:

Nicanor lee con una voz precisa y algo neutra; apenas si apoya los pasajes irónicos y hasta consigue la carcajada en muchos casos, carcajada que él mismo acompaña con una risa corta, fuerte, que le hace abrir la boca como una mueca. Lo escuchamos leer con cierta reverencia porque Parra es un poeta muy entero. Y porque esas Canciones rusas, a pesar del tono casual, ponen cosas muy al desnudo. Para Vargas Llosa, que lo conocía poco, esta lectura es una sorpresa: Martínez y yo lo habíamos oído leer en varias ocasiones y sabíamos cómo su voz grave y su tono mesurado pueden transmitir impecablemente las tensiones interiores de un verso aparentemente límpido. En estas Canciones la sentenciosidad del discurso no impide que el poeta aparezca siempre conmovido. «Son tus Rimas», le digo en una pausa de la lectura, y Nicanor se sonríe con un pequeño gesto de complicidad. Como las otras de Bécquer, estas también tienen un pudor contenido, una melodía sutil, una emoción desgarrada. (Rodríguez Monegal 80-81)

La escena, vista con perspectiva, no deja de tener su gracia: en plena Guerra Fría, Parra lee sus Canciones rusas en un hotel de la Quinta Avenida de Nueva York. Sin embargo, después de la propuesta radicalmente vanguardista de los Poemas y antipoemas (1954) y de Versos de Salón (1962), estos nuevos textos de un tono contenido y melancólico suponen un jarro de agua fría entre los partidarios más ardorosos de la antipoesía. Para muchos de ellos, la recuperación del lirismo que había sido la diana de los libros anteriores supone casi una traición, y desde luego un retroceso en el itinerario estético de Parra (afortunadamente, pronto comprobarán ellos mismos que la beligerancia antipoética tiene todavía mucha munición con la Obra gruesa de 1969 y los Artefactos de 1972). Entre los poetas chilenos contemporáneos, en esta ocasión Jorge Teillier escatima los elogios y escoge la ironía («Cuando el maestro de la antipoesía estornuda, por lo menos un centenar de discípulos se resfría»), mientras que Armando Uribe señala con severidad que en las Canciones rusas «ese poeta mayor que podía hacer Gran Poesía Mayor quiso achicarse» (Parra, Obras completas 955).

Más lúdica y feliz es la reacción de Pablo Neruda ante estos últimos poemas de Parra. En noviembre de 1966 —seguramente inspirado por su inmediata lectura de los textos en la revista Mundo Nuevo—, le dedica «Una corbata para Nicanor», donde juega con la brevedad de los versos para componer efectivamente una corbata al modo de los caligramas. Lo que Neruda celebra precisamente —y no ha de extrañar, dado que cada escritor lee siempre a los otros desde su propia poética— es la resurrección de la sentimentalidad en Parra:

Este es el hombre

que derrotó

al suspiro

y es muy capaz

de encabezar

la decapitación

del suspirante.

 

Criminal tentativa!

Pero

luego

y sin remordimiento

con gran cuidado

pega

la cabeza

caída

al cuerpo

separado,

y se dirige

al río

con un saco

de sus

propios

suspiros

que tira

suspirando

a la

corriente

(Obras completas 957)[12]

Lo cierto es que el propio Parra no tarda en reconocer, ya en 1970, que estos poemas son un «paréntesis» en la evolución de la antipoesía (Morales 86) y, como tal, por constituir «un remanso en el desarrollo cada vez más agresivo de su obra» (Binns, «Introducción» Lvi), buena parte de la crítica ha relegado las Canciones rusas a un plano secundario. Ciertamente el panorama es muy distinto en este libro: el nihilismo y la violencia de Poemas y antipoemas y Versos de salón han sido sustituidos por un aplomo melancólico apenas socavado por la causticidad del discurso antipoético. Ya no hay, señala Gottlieb, «muecas sarcásticas ni espejos rotos» (49) y la ironía, en palabras de Goic, «se ha convertido en una sabiduría fina muy alejada del sarcasmo de los antipoemas» (124); en palabras de Campaña, «su coraje agresivo se ilumina en una significación de protesta que elabora con meditación, en un acto más reflexivo que vigoroso» (70). Los poemas revolucionados de los años anteriores reducen repentinamente su velocidad, habilitando una reflexión serena sobre el paso del tiempo, la soledad y las expectativas malogradas. Hay un tempo lento, marcado por la nieve del invierno ruso y el letargo de Santiago, los dos espacios donde se sitúan estas canciones (sin olvidar el espacio exterior por el que vuela Gagarin), que se apoyan en el metro endecasílabo y heptasílabo y suponen hasta cierto punto una reconciliación con la lírica tradicional.

Sin embargo, al mismo tiempo y por vez primera en la poesía de Parra se produce la dislocación de la disposición gráfica, lo que Binns relaciona con la lectura de los versos escalonados de Maiakovski («Introducción» 952). El verso se fragmenta en cascada para representar, por ejemplo, la caída de los copos de nieve:

Empieza

          a

            caer

                  otro

                      poco

                            de

                              nieve

                         (Parra, Obras completas 160)[13].

o para subrayar el fuerte sentimiento de soledad que separa las palabras:

Poco

      a

        poco

              me

                 fui

                    quedando

                                solo (159).

Este afán caligramático resulta particularmente eficaz en «Cronos», donde el entumecimiento de la vida rutinaria de Santiago queda patente en la morosa disposición de los días y la extensión interminable del adverbio:

Los

    días

         son

             interminablemente

                                     largos (163).

Esto contrasta con el tempus fugit representado en las palabras atropelladas del último verso: «Ylosañosparecequevolaran». No son, por lo tanto, las «grafías arbitrarias» que desestima Goic (124), sino, como afirma Gottlieb, los primeros tanteos en la poesía visual que constituirá uno de los ejes de sus búsquedas posteriores (54), como quedará de manifiesto en la inminente publicación de los Artefactos.

El paso del tiempo es un asunto fundamental de las Canciones rusas: ocho de sus diecisiete poemas («Último brindis», «Regreso», «La fortuna», «Ritos», «Solo», «Aromos», «Cronos» y «Pussykatten») tratan el tema de manera directa. Son en su mayoría lamentos templados por la desaparición de los seres queridos, la soledad o el anuncio de la vejez. En ningún caso el yo poético se rasga las vestiduras: una resignación crepuscular lo cubre todo. Se permite como mucho una mansa autocompasión al volver la vista atrás y hacer balance, como sucede en «Solo», donde la sucesión de los años le ha ido arrebatando implacablemente a todos sus conocidos: «No me quejo de nada: tuve todo / Pero sin darme cuenta / Como árbol que pierde una a una sus hojas / Fuime quedando solo poco a poco» (y aquí reaparece el lenguaje desusado marca de la casa imponiendo una distancia a la identificación). En «Pussykatten» el tema de la vejez se desarrolla a través del gato, transformado por efecto del «t i e m p o t r a n s c u r r i d o» (y ahora las grafías espaciadas dilatan el tiempo) en un ser contemplativo, imperturbable a los estímulos que antaño lo agitaban: «El espinazo blanco de ceniza / Nos indica que él es un gato / Que se sitúa más allá del bien y del mal» (171). La tristeza no siempre gana la batalla y hay ocasiones en que se impone en el libro un optimismo moderado, como sucede en el «Último brindis», que después de un balance de las fases de la vida con tintes melancólicos (el pasado es «la rosa que ya se deshojó» y el presente «ya pasó., como la juventud») concluye con un mensaje hacia el futuro: «En resumidas cuentas / Sólo nos va quedando el mañana: / Yo levanto mi copa / Por ese día que no llega nunca / Pero que es lo único / De lo que realmente disponemos» (153).

La nostalgia se manifiesta en todo su sentido etimológico en los dos poemas que hablan del doloroso regreso a Chile después de un largo viaje. En armonía con el carácter musical de las canciones aludidas en el título del libro, «Regreso» y «Ritos» funcionan como dos variaciones de un mismo tema: el descubrimiento de los seres queridos que han muerto durante su ausencia. En el primero de ellos, la exposición de sus desapariciones como un suceso aparentemente inexplicable refuerza el desamparo del yo poético: «Aunque parezca absurdo / Toda mi gente desapareció / Se la tragó la ciudad antropófaga». Por su parte, «Ritos» es un recuento de bajas después de la guerra, en la que el tiempo es un rival invencible: «Lo primero que hago / Es preguntar por los que se murieron / Todo hombre es un héroe / Por el sencillo hecho de morir / Y los héroes son nuestros maestros. / Y en segundo lugar por los heridos». Aquí parece asomarse la ironía del discurso antipoético para atemperar la sentimentalidad, aunque no va a impedir que el poema concluya con la imagen de una impúdica evocación: «Cierro los ojos para ver mejor / Y canto con rencor / Una canción de comienzos de siglo» (156).

Como no podía ser de otro modo, también hay un par de «canciones rusas» dedicadas al amor, siempre desde el prisma equívoco y escéptico con que Parra lo aborda. «Atención» es un mensaje a los jóvenes sobre las complicaciones del amor, que una vez más se sirve de la estrategia antipoética de apropiarse de los lugares comunes y las imágenes desgastadas para provocar el distanciamiento («Que el amor es más dulce que la miel») antes de asestar la puñalada con una aseveración que revela una realidad amarga: «Pero se les advierte / Que en el jardín hay luces y sombras / Además de sonrisas / En el jardín hay disgustos y lágrimas / En el jardín hay no solo verdad / Sino también su poco de mentira» (158).

Sin embargo, el principal poema de amor del libro —y posiblemente uno de los grandes poemas de amor de Parra— es «Aromos», que tiene varios puntos de conexión con «Es olvido», aunque han pasado más de veinte años entre la escritura de uno y otro y el camino de la antipoesía ha imprimido sus huellas. Aquí encontramos nuevamente el registro lingüístico inapropiado del que se sirve el hablante lírico y que nos avisa de que su mensaje no puede ser tomado muy en serio, y por lo tanto su desmentido del amor es más bien una confesión transparente del mismo, como prueba el estímulo sensorial que desencadena el recuerdo —la magdalena de Proust, los aromos de Parra— y dispara la nostalgia:

Pero a pesar de que nunca te amé

—Eso lo sabes tú mejor que yo—

Cada vez que florecen los aromos

—Imagínate tú-

Siento la misma cosa que sentí

Cuando me dispararon a boca de jarro

La noticia bastante desoladora

De que te habías casado con otro (162)[14].

Leído con perspectiva, Canciones rusas parece un extemporáneo libro de senectud, habida cuenta de que Parra ha cumplido solamente cincuenta y dos años en el momento de su publicación en Mundo Nuevo y, sobre todo, de que durante el medio siglo que todavía habrá de vivir su producción se mantendrá joven, vitalista y en las antípodas de la vejez.

Nicanor Parra es un poeta reticente a la nostalgia, pero queda de manifiesto que, a pesar del carácter rupturista e iconoclasta de la antipoesía, hay en su poética un impulso a volver la mirada atrás. Ya desde los textos primerizos de Poemas y antipoemas, la reminiscencia del pasado suele combinar la ebriedad de la añoranza con las mismas dosis de ironía, tal y como se ha señalado que suele comportarse la posmodernidad contradictoria. No siempre es así, sin embargo, como prueban por un lado los textos de Canciones rusas -una suerte de interludio mucho más melancólico que irónico—, y por otro lado el hecho de que la nostalgia invade más zonas de la poesía de Parra de las que se han examinado en estas páginas. Basta leer la «Defensa de Violeta Parra» —cuya primera versión aparece en 1964 en La cueca larga y otros poemas, reescrita después del suicidio de la hermana en 1967 y publicada en su versión definitiva en Obra gruesa (1969)— para encontrarse de nuevo con un poema fuertemente evocador: «Para verte mejor cierro los ojos / Y retrocedo a los días felices / ¿Sabes lo que estoy viendo? / Tu delantal estampado de maqui. // Tu delantal estampado de maqui / ¡Río Cautín! ¡Lautaro! ¡Villa Alegre! / ¡Año mil novecientos veintisiete / Violeta Parra!» (230).

Coda. Retorno a Villa Alegre

El mismo año en el que se imprime el libro de las Canciones rusas, aparece en la revista Portal (número 6, diciembre de 1967) un poema de Nicanor Parra titulado «Villa Alegre» y que no llegaría a recoger en ningún poemario posterior. No es una decisión sorprendente, dado que se trata de un texto absolutamente anacrónico respecto a las búsquedas de la antipoesía en los sesenta (¿habrá podido ser escrito años atrás y rescatado para su publicación en 1967?). Durante un instante, entra en erupción el volcán más lírico de Parra, que celebra una pasajera pero incondicional rendición a la nostalgia.

Sirviéndose de la fórmula de las bienaventuranzas, sin ningún atisbo de ironía en esta ocasión, Parra recupera un tiempo y un modo de vida ya desaparecidos: los de su infancia en ese barrio de las afueras de Chillán, donde los niños crecían descalzos y revueltos entre los animales, jugando entre las casas de adobe y disfrutando de la cornucopia del campo y el huerto: «Felices los jóvenes iconoclastas / Que crecieron en casas de adobe / En cocinerías atestadas de campesinos calados hasta los huesos / Viendo girar y girar el molino de los italianos / Cerca del Lazareto / Rodeado de abismos artificiales / Disputando con las abejas los granos de uva que brillaban en el fondo de los cajones» (Binns, «Introducción» 965).

Naturalmente, este rumor de felicidad bucólica no puede pasar desapercibido para Jorge Teillier, que lo califica —este sí— como poema «lárico» (Teillier, «Antientrevista» 79), pues indudablemente ha reconocido en él buena parte de sus ingredientes más queridos: los trenes, la lluvia, el Sur. En los últimos versos, la película luminosa que proyecta la memoria se interrumpe por un instante y se cuela en ella el presente, donde «esos niños recién nacidos» se han convertido súbitamente en «ancianos provectos» o en víctimas dispersas por la muerte. Sin embargo, la irrupción de la realidad es breve y el poema regresa finalmente a la primavera del pasado:

Algunos de esos niños recién nacidos son ahora ancianos provectos

Otros desaparecieron aplastados por una muralla

O murieron de muerte natural

En el sur, en el norte, en cualquier parte

Pero a través de las máscaras de la vejez

Aún se ven fragmentos de aquellos paisajes primaverales

Aquellas lluvias a cántaros

Aquellos trenes heroicos que molían vidrio y espacio

Con sus ruedas pintadas de rojo (965-966)15].

Corrían los años cincuenta y una mañana, cuando iba de camino al correo, Teillier se encontró por sorpresa a Parra deambulando solitario por las calles de Lautaro. El antipoeta había regresado al pueblo, se alojaba en un hotel junto a la estación y deseaba ver la casa de su infancia, pero descubrió que ya no existía. Por la tarde fueron caminando y hablando de poesía hasta llegar a las transparentes aguas del Cautín[16]. ¿Es posible que entonces Parra, contemplando el río invariable de su niñez, relatara a Teillier la historia de su encuentro con Olga Juárez?

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Notas:

[1] Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación abarcan temas como la crónica literaria, la poesía y la narrativa contemporáneas y las editoriales cartoneras hispanoamericanas. En los últimos años se ha especializado en las repercusiones literarias de la Guerra Civil Española y para ello ha realizado estancias de investigación en Chile, Cuba, México y París. Entre sus publicaciones sobre el tema, ha coeditado los volúmenes Chile y la guerra civil española. La voz de los intelectuales (con Matías Barchino, 2013) y Cuba y la guerra civil española. La voz de los intelectuales (con Niall Binns y Ana Casado Fernández, 2015) y ha escrito la monografía La imaginación incendiada. Corresponsales hispanoamericanos en la Guerra Civil Española (2017).

[2] Ya en 1798, Kant señaló que el mal de la nostalgia es incurable porque anhelar el regreso a casa no es regresar a un espacio sino a un tiempo pasado —el tiempo de la infancia o la juventud—, imposible de recobrar (Hutcheon 19).

[3] Sobre las relaciones entre posmodernismo y vanguardia, el crítico José Miguel Oviedo señala incluso que «el postmodernismo es la primera fase de la vanguardia, el campo exploratorio que abriría el camino al espíritu iconoclasta y rebelde de los años que siguen (13).

[4] Es conocida la enemistad con Enrique Lihn —fundada, más allá de lo literario, en turbulentas razones personales—, quien a comienzos de 1966 replicó al manifiesto de Teillier con el texto «Definición de un poeta», donde no era necesario mencionar ningún nombre para hacer evidente la diana de sus ataques: «Este falso provincianismo de intención supra-local, desprovisto de una ingenuidad que lo justifique históricamente, quiere reivindicar una poesía que naturalmente no tiene ya nada que decir, en nombre de otra, artificiosa, cuyo supuesto y cuya falacia estriban en que, ante un mundo moderno de una complejidad creciente, desmesurado en todos sentidos y en tan grande medida peligroso, la actitud poética razonable estaría en restituirse a la Arcadia perdida, pasando, en un amable silencio, escéptico, minimizador, los motivos inquietantes de toda índole que acosan al escritor actual abierto al mundo y oponiéndole a este un pequeño mundo encantatorio, falso de falsedad absoluta, con sus gallinas, sus gansos y sus hortalizas» (39).

[5] La mención a Dos años de melancolía —junto al libro de sonetos Simbad el Marino— aparece en la nota biográfica de Parra que incluye la antología 8 nuevos poetas chilenos (1939), preparada por Tomás Lago. Por otra parte, la tesis doctoral de Ernesto Pfeiffer Agurto, El método poético de la primera etapa escritural de Nicanor Parra, 1935-1946, defendida en la Pontificia Universidad Católica de Chile en 2018, exhuma un considerable número de textos publicados por Parra en diversas revistas durante esos años de paréntesis editorial pero no de interrupción de la escritura.

[6] Y que iban a formar parte del poemario La luz del día, otro proyecto de Parra que «nunca vio la luz del día» (Parra, «Poetas de la claridad» 47) pero en cuya fórmula se habría inspirado Tomás Lago para titular el prólogo de su antología como «Luz en la poesía». En 1958, haciendo balance de los años iniciáticos en su discurso «Poetas de la Claridad» pronunciado en la Universidad de Concepción, Parra recuerda aquella búsqueda como una oposición al hermetismo surrealista: «A cinco años de la antología de poetas creacionistas, versolibristas, herméticos, oníricos, sacerdotales, representábamos un tipo de poetas espontáneos, naturales, al alcance del grueso público. [.] Fundamentalmente, creo que teníamos razón al declararnos tácitamente, al menos, paladines de la claridad y la naturalidad de los medios expresivos [.] De más está decir que nosotros constituíamos el reverso de la medalla surrealista» (47-48).

[7] ¿Es antipoética toda la obra poética de Parra? Iván Carrasco ha dedicado varios trabajos a la demarcación de la antipoesía y ha concluido que «Parra ha cultivado tanto lo que se llama ‘poesía’ como un género nuevo concebido y realizado por él, llamado ‘antipoesía’, lo que permite aceptar los términos complementarios de ‘antipoema’ y ‘antipoeta’»; sin embargo, Carrasco al mismo tiempo reconoce que «lo poético y lo antipoético [.] pueden coexistir en los mismos textos» (Para leer a Nicanor Parra 31-32). Frente a esta división programática de la poética de Parra, Niall Binns considera que la «determinación de acercar la poesía a la realidad, investigando las posibilidades del realismo mediante una experimentación formal constante, tal vez sea el elemento central de la antipoesía» (Nicanor Parra 52).

[8] Como afirma Federico Schopf, «este lugar de excepción ya no existe y es probable que realmente nunca haya existido» (109). El análisis de Schopf de este poema advierte del desdoblamiento irónico que reclama su lectura: «A una aparente (deseada) entrega del poeta al mundo imaginado se superpone, por una parte, la complicidad con el lector en una empresa común de autoengaño y compasión mutuas y, por otra, una ironización que da las señas de la fundamental impropiedad del carácter atribuido a este mundo» (109).

[9] La conciencia de la felicidad siempre tiene lugar a posteriori, como afirman unos versos de «Hay un día feliz»: «¡Buena cosa, Dios mío!, nunca sabe / Uno apreciar la dicha verdadera, / Cuando la imaginamos más lejana / Es justamente cuando está más cerca» (Obras completas, 12).

[10] Resulta inevitable encontrar en este poema de Parra algunos ecos de «Tristitia» de Abraham Valdelomar, tanto en el recuerdo de la infancia en la aldea como en la huella del encuentro con el mar y su voz perdurable: «En la mañana azul, al despertar, sentía / el canto de las olas como una melodía / y luego el soplo denso, perfumado, del mar, // y lo que él me dijera, aún en mi alma persiste; / mi padre era callado y mi madre era triste / y la alegría nadie me la supo enseñar» (Las voces múltiples 200).

[11] En 1963, Parra fue invitado a la URSS, donde finalmente residió seis meses con Margarita Aliguer (su traductora, a quien dedicará las Canciones rusas) con el objetivo de traducir una antología de Poesía rusa contemporánea. El libro se publicó en Moscú en 1964 (con el título de Poesía soviética rusa) y se reeditó en Chile en 1972 (Obras completas 951952; 1044-1046).

[12] En esa misma línea, Pedro Lastra concluye que «lo que Parra hace en Canciones rusas es un experimento en la dimensión del rescate, lo que le permite demostrar —después de haber sometido el lenguaje a ese proceso de purificación por el fuego de la antipoesía— que es posible escribir poesía lírica sin ruborizarse» (200). Para un análisis detallado de la recepción de Canciones rusas en el momento de su publicación, véanse las notas finales de Niall Binns en la edición de las Obras completas & algo + de Parra (951-958).

[13] Resulta inevitable asociar esta imagen con la que cierra uno de los Poemas árticos (1918) de Vicente Huidobro, el titulado «Niño»: «El abuelo duerme / Cae de su barba / Un poco de nieve» (77).

[14] Iván Carrasco ha señalado que «Aromos» es una reescritura de dos textos —ambos, curiosamente, de dos autores sevillanos—: «Profecía» de Rafael de León y «Rima xLii» de Bécquer, aunque no hay rastro de ironía sobre el tema (Nicanor Parra. La escritura 53, 115).

[15] Además de Teillier, ¿habría tenido algo que decir William Carlos Williams con su famosa carretilla roja mojada por la lluvia?: «so much depends / upon / a red wheel / barrow / glazed with rain / water / beside the white / chickens» (100).

[16] Así cuenta Teillier esta anécdota en la «antientrevista» citada anteriormente: «No recuerdo la primera vez que lo vi. Pero sí la sorpresa de salir hace más de diez años de la casa de mis padres en Lautaro, una mañana, hacia el correo y encontrarme con Nicanor Parra que caminaba solitario por el pueblo. [...] Andaba buscando la casa donde había habitado, pero ya estaba demolida. (Como ahora han demolido el Hotel Lautaro en donde se alojaba, ese hotel remecido por los trenes, con sus hermosos muebles antiguos, su dueña una anciana señora que recitaba versos de Verlaine). Lautaro donde el tiempo es una blanca tempestad de arena y al crepúsculo se regresa a saludar una a una a las ovejas. Lo acompañé, recuerdo, en la tarde y caminamos hasta el río Cautín en compañía de un amigo ahora vagabundo, que en esos años ya era una especie de Huck Finn del pueblo» («Antientrevista» 79).

 

ensayo de Jesús Cano Reyes
Universidad Complutense de Madrid
E-mail: jesuscanoreyes@ucm.es

 

Publicado, originalmente, en: Revista América sin Nombre, n.° 23 (2018): 159-169

Link del texto: https://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/84311/1/ASN_23_13.pdf

Revista América sin Nombre está vinculada al Departamento de Filología Española, Lingüística General y Teoría de la Literatura de la Universidad de Alicante (España)

y forma parte de la actividad académica del Centro de Estudios Literarios Iberoamericanos “Mario Benedetti”, sito en la misma universidad.

Este trabajo se publica bajo una licencia de Creative Commons Atribución 4.0 Internacional. http://creativecommons.org/licenses/by/4.0/

 

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