La mujer adúltera

Cuento de Albert Camus

Traducción de José Bianco

En el interior del ómnibus, cuyos vidrios habían levantado nuevamente, una flaca mosca daba vueltas desde hacía un momento. Insólita, iba y venía sin ruido, con un vuelo extenuado. Janine la perdió de vista, después la vio aterrizar en la mano inmóvil de su marido. Hacía frío. La mosca se estremecía a cada ráfaga del viento arenoso que chirriaba contra las ventanillas. En la escasa luz de la mañana invernal, con gran estrépito de hierros, el vehículo cabeceaba, se balanceaba, avanzaba dificultosamente. Janine contempló a su marido, observó los mechones grises plantados muy abajo en una frente estrecha, la nariz ancha, la boca irregular; Marcel tenía el aspecto de un fauno mohíno. A cada bache de la carretera, Janine lo sentía venírsele encima. Después, Marcel dejaba recaer su pesado torso sobre sus piernas abiertas, con la mirada fija, de nuevo inerte, ausente. Sólo sus gruesas manos imberbes, vueltas aún más cortas por la tricota gris que le sobresalía de las mangas de la camisa y le cubría las muñecas, daban una impresión de actividad. Apretaban con tanta fuerza una valijita de tela, colocada entre las rodillas, que no parecían sentir el vacilante vuelo de la mosca.

De pronto, escucharon distintamente el aullido del viento, y la niebla mineral, que rodeaba al ómnibus, se hizo todavía más espesa. Puñados de arena, como arrojada por manos invisibles, se abatían sobre los vidrios. La mosca movió un ala friolenta, flexionó las patas, se fue. El ómnibus anduvo más despacio, estuvo a punto de pararse. Después, ya calmado el viento, la niebla un poco aclarada, aumentó de velocidad. Agujeros de luz se abrían en el paisaje ahogado de polvo. Dos o tres palmeras enjutas y blanqueadas, como recortadas en metal, surgieron tras los vidrios y desaparecieron de inmediato.

— ¡Qué país! —dijo Marcel.

El ómnibus estaba lleno de árabes que simulaban dormir, hundidos en sus albornoces. Algunos habían colocado los pies sobre la banqueta y el traqueteo los hacía oscilar más que a los otros. Su silencio, su impasibilidad, acabaron por molestar a Janine. Le parecía viajar desde varios días antes con esa muda escolta. El coche, sin embargo, había partido al alba de la estación del ferrocarril y, al cabo de dos horas, en la fría mañana, avanzaba por una meseta pedregosa, desolada, que a la salida, al menos, extendía sus rectas líneas hasta horizontes rojizos. Pero el viento, al levantarse, tragó poco a poco la inmensa llanura. A partir de ese momento, nada vieron ya los pasajeros: uno tras otro fueron callando y navegaron sin decir palabra en una especie de noche insomne, enjugándose a veces los labios y los ojos irritados por la arena que se infiltraba en el coche.

“iJanine!” El llamado de su marido la sobresaltó. Pensó una vez más hasta qué punto ese diminutivo, aplicado a una mujer alta y robusta como ella, era ridículo. Marcel quería saber dónde estaba la valija con las muestras. Ella exploró con el pie el espacio vacío debajo de la banqueta y encontró un objeto; decidió que era la valija. No podía agacharse, en efecto, sin quedar un poco sofocada. En el colegio, sin embargo, era la primera en gimnasia; no jadeaba nunca. ¿Tanto tiempo había pasado desde entonces? Veinticinco años. Veinticinco años no eran nada: le parecía que fue ayer cuando vacilaba entre la vida libre y el matrimonio, que fue ayer cuando pensaba con angustia en el día en que, acaso, envejecería sola. No estaba sola, y el estudiante de abogacía que no quería abandonarla nunca estaba ahora a su lado. Había acabado por aceptarlo, aunque fuese un poco más bajo que ella y aunque no le gustaran mucho su risa ávida y breve, ni sus ojos negros demasiado salientes. Pero le gustaba su espíritu animoso, que compartía con los franceses del país: le gustaba también su aire derrotado, cuando los acontecimientos o los hombres frustraban su esperanza; le gustaba, sobre todo, que la quisieran, y él la había cubierto de asiduidades. Al hacerle sentir tan a menudo que ella existía para él, la hacía existir de verdad. No, no estaba sola...

El ómnibus, con grandes toques de bocina, se abría paso a través de obstáculos invisibles. Los pasajeros, sin embargo, continuaban inmóviles. Janine sintió de pronto que la observaban y se volvió hacia la banqueta que prolongaba la suya, del otro lado del pasillo. No era un árabe. Le sorprendió no haber reparado en él cuando salieron. Llevaba el uniforme de las Unidades Francesas del Sahara y un kepis de drill sobre su rostro curtido de chacal, largo y puntiagudo. Fijaba en ella la mirada de sus ojos claros, con una especie de fastidio, detenidamente. Ruborizándose. Janine se volvió de nuevo hacia su marido, que miraba siempre de frente, en la niebla v el viento. Se arrebujó en su abrigo. Pero continuaba viendo al soldado francés, alto, y delgado, tan delgado, dentro de su ajustada chaqueta que parecía construido con una materia seca y friable, una mezcla de arena y de hueso. En ese instante vio las manos flacas y el rostro tostado de los árabes que estaban delante y que parecían cómodamente sentados, a pesar de sus amplias vestiduras, en las banquetas donde ella y Marcel apenas cabían. Ajustó sobre sus piernas los pliegues del abrigo. Sin embargo, no era tan gruesa, más bien alta y llena, carnal, y todavía deseable —lo sentía en las miradas de los hombres— con su rostro un poco infantil, sus ojos frescos y claros, contrastando con ese cuerpo fuerte que podía —no lo ignoraba tampoco— ser tibio y mullido.

No, nada sucedía como lo creyó. Cuando Marcel quiso llevarla en su jira, ella había protestado. Él pensaba desde hacía mucho tiempo en ese viaje, después de la guerra, exactamente, cuando los negocios volvieron a la normalidad. Antes de la guerra, el pequeño comercio de géneros heredado de sus padres, y que abrió por cuenta propia al renunciar a sus estudios de abogacía, les permitía vivir más o menos bien. En la costa, los años juveniles pueden ser felices. Pero a él no le gustaba demasiado el esfuerzo físico v muy pronto dejó de llevarla a las playas. Los domingos, solamente, el pequeño automóvil abandonaba la ciudad. Durante el resto de la semana, Marcel prefería no salir de su tienda de géneros multicolores, estarse a la sombra de los soportales de ese barrio semi-indígena, semi-eurooeo. Vivían en tres cuartos, arriba de la tienda, adornados con muebles de serie y colgaduras árabes. No tuvieron hijos. Transcurrieron los años tras las persianas cerradas, en esa penumbra que mantenían cuidadosamente. El verano, las playas, los paseos, el cielo mismo estaban lejos. A Marcel sólo parecían interesarle sus negocios. Creyó descubrir que el dinero era la verdadera pasión de su marido, y no la compartía, sin saber demasiado por qué. Después de todo, aprovechaba del dinero. Marcel no era avaro; antes bien, generoso, sobre todo con ella. “Si me sucede algo —decía— quedarás resguardada.” Y debemos, en efecto, resguardarnos de la necesidad. Pero de lo demás, de todo aquello que no sea la necesidad más simple, ;dónde resguardarse? Y era esto lo que muy de tarde en tarde sentía confusamente. Entre tanto, ayudaba a Marcel a llevar sus libros y a veces lo reemplazaba en la tienda. Pero lo más duro de soportar era el verano, cuando el calor mataba hasta la dulce sensación del hastío.

De pronto, en pleno verano, justamente, la guerra, Marcel movilizado. después licenciado, la escasez de telas, los negocios detenidos, las calles desiertas y calurosas. En adelante, si algo sucedía, no quedaría resguardada de la necesidad. Por eso, desde que las telas volvieron al mercado, Marcel proyectó recorrer los pueblos de las Altas Mesetas del sur para prescindir de intermediarios y vender directamente a los comerciantes árabes. Había querido llevarla. Ella sabía que las comunicaciones eran difíciles, que se sofocaba. Hubiera preferido esperarlo. Pero él era obstinado, y ella había aceptado porque hubiese necesitado demasiada energía para negarse. Ahora estaban de viaje y, en verdad, nada se parecía a lo que había imaginado. Había temido el calor, los enjambres de moscas, los hoteles mugrientos, llenos de olores anisados. No había pensado en el frío, en el viento cortante, en esas mesetas casi polares, obstruidas por morenas. También había soñado con palmeras y arena suave. Ahora veía que el desierto no era eso; era solamente piedra, piedra por todas partes, tanto en el cielo, donde reinaba aún la polvareda de piedra, rechinante y fría, como en el suelo, donde sólo crecían gramíneas secas entre las piedras.

El vehículo se detuvo bruscamente. El chofer dijo sin volverse algunas palabras en esa lengua que Janine había escuchado toda su vida sin comprender jamás. “¿Qué pasa?”, preguntó Marcel. El chofer, ahora en francés, dijo que la arena había debido de tapar el carburador, y Marcel lanzó una maldición contra la comarca. El chofer echó a reír, mostrando todos los dientes, y aseguró que no era nada, que iba a destapar el carburador y que en seguida continuarían andando. Abrió la puerta del ómnibus. El viento frío se precipitó en el interior horadándoles la cara con mil granos de arena. Los árabes, silenciosos, hundieron la nariz en sus albornoces y se replegaron sobre sí mismos. “Cierra la puerta”, aulló Marcel. El chofer, riendo, se acercó a la puerta, sacó, sin prisa, algunas herramientas del cajón de abajo; después, minúsculo en la niebla, desapareció de nuevo sin cerrar la puerta. Marcel suspiró: “Puedes estar segura de que no ha visto un motor en su vida.” "Ten paciencia”, dijo Janine. De pronto, se sobresaltó. En el terraplén, junto al vehículo, habían surgido formas arrebujadas, inmóviles. Bajo el capuchón del albornoz, y tras una muralla de velos, sólo mostraban los ojos. Mudas, venidas de quién sabe dónde, miraban a los viajeros. “Pastores”, dijo Marcel.

El silencio era absoluto en el interior del coche. Los pasajeros, con la cabeza gacha, parecían escuchar la voz del viento dejado en libertad sobre esas mesetas interminables. Janine quedó bruscamente sorprendida por la ausencia casi total de equipajes. En la estación, el chofer había izado hasta el techo del ómnibus el baúl de Marcel y algunos bultos. En el interior, dentro de las redes oue corrían por encima de las ventanillas, sólo se veían bastones nudosos y cestos chatos. Al parecer, toda esa gente del sur viajaba con las manos vacías. Pero el chofer ya estaba de vuelta, siempre animoso. Sólo reían sus oíos por encima de los velos con que, también él, se había cubierto la cara. Anunció que proseguían el viaje. Cerró la portezuela, calló el viento y pudo escucharse mejor la lluvia de arena contra los vidrios. Tosió el motor, expiró después. Solicitado con insistencia por el arranque, empezó por fin a funcionar, mientras el chofer lo hacía lanzar aullidos a golpes de acelerador. Con un gran hipo, el ómnibus partió de nuevo. De la masa harapienta de los pastores, siempre inmóviles, se alzó una mano; luego se desvaneció en la niebla. Los dejaron atrás. Casi en seguida, el vehículo comenzó a saltar sobre el camino, cada vez en peor estado. Los árabes, sacudidos, oscilaban incesantemente. A Janine, no obstante, el sueño comenzaba a rendirla cuando surgió frente a ella una cajita amarilla llena de pastillas aromáticas. El soldado chacal le sonreía. Vaciló, se sirvió, le dio las gracias. El chacal se guardó la caja en el bolsillo y tragó de golpe su sonrisa. Ahora fijaba los ojos en el camino. Janine se volvió hacia Marcel y no vio más que su nuca sólida: miraba a través de los vidrios la niebla más densa que subía de los terraplenes friables.

Hacía horas que andaban, y el cansancio había apagado toda vida en el coche, cuando resonaron algunos gritos desde afuera. Niños de albornoz, girando sobre sí como trompos, saltando, batiendo palmas, corrían en torno al ómnibus. Ahora, éste avanzaba por una larga calle flanqueada por casas bajas. Entraban en el oasis. El viento soplaba siempre, pero los muros detenían las partículas de arena que no oscurecían ya la luz. El cielo, sin embargo, continuaba encapotado. En medio de los gritos, con gran estruendo de frenos, el ómnibus se detuvo ante los soportales de piedra arcillosa de un hotel con las vidrieras sucias. Janine bajó; en la calle, sintió que vacilaba. Por encima de las casas veía un minarete amarillo y grácil. A su izquierda, empezaban a recortarse las primeras palmeras del oasis. Hubiese querido ir hasta ellas, pero, aunque fuera cerca de mediodía, el frío era intenso; el viento la hizo estremecer. Se volvió hacia Marcel, y vio primero al soldado que iba a su encuentro. Esperó su sonrisa o su saludo. Él pasó de largo sin mirarla y desapareció. Marcel se ocupaba en que bajaran el baúl con los géneros, un baúl negro, izado en el techo del ómnibus. No sería fácil. No había más persona que el chofer para ocuparse de los equipajes, y se estaba allí, sobre el techo, ante el círculo de albornoces congregados en torno del ómnibus. Janine, rodeada de caras que parecían talladas en hueso y en cuero, taladrada por gritos guturales, sintió de pronto su fatiga. “Subo”, le dijo a su marido, que interpelaba con violencia al chofer.

Entró en el hotel. El patrón, un francés delgado y taciturno, se acercó a ella y la condujo al primer piso, y después, por la galería que dominaba la calle, hasta un cuarto donde sólo había una cama de hierro, una silla pintada con ripolín blanco, una percha muy ancha sin cortinas y, detrás de un biombo de juncos, un tocador cuyo lavabo estaba cubierto por un fino polvo de arena. Cuando el patrón hubo cerrado la puerta, Janine sintió el frío que venía de las paredes desnudas y encaladas. No sabía dónde dejar su bolso, no sabía qué hacerse ella misma. Tenía que acostarse o seguir de pie, y en ambos casos dar diente con diente. Permaneció de pie, con el bolso en la mano, clavando los ojos en una especie de tronera abierta sobre el cielo, cerca del techo. Esperaba, no sabía qué. Únicamente sentía su soledad, y el frío que la penetraba, y un peso más fuerte del lado del corazón. Soñaba, en verdad, casi sorda a los ruidos que subían de la calle trayendo los gritos de Marcel, más consciente, en cambio, a ese rumor de río que llegaba de la tronera y que el viento hacía nacer en las palmeras que, de pronto, le parecieron muy cercanas. Después el viento pareció redoblar, el suave ruido del agua se convirtió en un silbido de olas. Imaginaba, detrás de las paredes, un mar de palmeras rectas y flexibles encrespándose en la tempestad. Nada se parecía a lo que había previsto, pero esas olas invisibles refrescaban sus ojos fatigados. Continuaba de pie, pesadamente, un poco encorvada, con los brazos caídos, mientras el frío subía a lo largo de sus piernas macizas. Soñaba con las palmeras rectas y flexibles, y con la muchacha que había sido.

Después de lavarse, bajaron al comedor. En las paredes desnudas habían pintado camellos y palmeras, sumergidos en una mermelada rosa y violeta. Tras los soportales, las ventanas dejaban entrar una luz parsimoniosa. Marcel le hacía preguntas al patrón sobre los comerciantes. Les sirvió la comida un viejo árabe que llevaba una condecoración militar en la chaqueta. Marcel estaba preocupado y desmigajaba el pan. No la dejaba beber agua a su mujer. “No está hervida. Toma vino.” A ella no le gustaba el vino, la ponía pesada. En el menú había cerdo. “No comen cerdo, el Corán se los prohíbe. Pero el Corán no sabía que el cerdo bien cocido no causa enfermedades. Nosotros, a lo menos, entendemos de comida. ¿En qué piensas?” Janine no pensaba en nada, o tal vez en esa victoria de los cocineros sobre los profetas. Pero tenían que andar de prisa. Partirían de nuevo al día siguiente, siempre hacia el sur: esa tarde debían ver a todos los comerciantes de importancia. Marcel apremió al viejo árabe para que les sirviera el café. El viejo, sin sonreír, asintió con la cabeza y salió a paso tardo. “Lentamente por la mañana, no demasiado rápido por la tarde”, dijo Marcel, riendo. Llegó el café. Apenas tuvieron tiempo de tomarlo de un trago y salieron a la calle polvorienta y fría. Marcel llamó a un muchacho árabe para que lo ayudara a llevar el baúl y, por principio, discutió el precio. Basaba su opinión, que dio a Janine una vez más, en el oscuro principio de que pedían siempre el doble para que les concedieran la cuarta parte. Janine, incómoda, seguía a los dos hombres. Bajo su grueso tapado, se había puesto un vestido de lana, y hubiese querido ocupar menos espacio. El cerdo, aunque muy cocido, y el poco vino que bebió, le pesaban.

Bordearon un jardincito municipal, con árboles polvorientos. Cruzaban árabes que los dejaban pasar, llevándose hacia adelante los pliegues de sus albornoces, y parecían no verlos. Janine advertía en ellos un aire digno, aun en los que andaban harapientos, que no tenían los árabes de la ciudad. Y, mientras tanto, seguía en pos del baúl que le abría camino entre la muchedumbre. Pasaron por la puerta de una muralla de tierra ocre, llegaron a una placita llena de los mismos árboles minerales y bordeados al fondo, en casi toda su anchura, por soportales y tiendas. Al pasar por una construcción en forma de obús, de paredes encaladas y azules, se detuvieron. Un cuarto único, un mostrador de madera brillante; detrás del mostrador, un viejo árabe de bigotes blancos, en trance de servir té, alzando y bajando la tetera encima de tres vasitos multicolores. Antes de que pudieran distinguir otra cosa en la penumbra de la tienda, el olor fresco del té de menta acogió a Marcel y a Janine en el umbral. Apenas franqueada la entrada, y sus molestas guirnaldas de teteras de estaño, tazas y bandejas, mezcladas con molinetes de tarjetas postales, Marcel se encontró junto al mostrador. Janine permaneció en la entrada, apartándose un poco para no interceptar la luz. En ese instante advirtió detrás del viejo tendero a dos árabes que la miraban sonriendo, sentados en la penumbra sobre las hinchadas bolsas que ocupaban todo el fondo de la tienda. De las paredes colgaban alfombras rojas y negras, pañuelos bordados; el piso estaba lleno de bolsas y de cajones pequeños con granos aromáticos. Sobre el mostrador, en torno a una balanza cuyos platillos de cobre refulgían y de un viejo metro con los signos borrados, se alineaban paquetes de azúcar; uno de ellos, libre ya de sus pañales de grueso papel azul, había sido cercenado en la cúspide. Cuando el viejo posó la tetera sobre el mostrador y dijo buenas tardes, detrás del perfume del té surgió el olor a lana y a especias que flotaba en el cuarto.

Marcel hablaba precipitadamente, con esa voz baja que adoptaba para tratar asuntos de negocios. Después abría el baúl, mostraba los géneros y los pañuelos, hacía a un lado la balanza y el metro para desplegar su mercadería ante el viejo tendero. Se excitaba, alzaba la voz, reía desordenadamente, parecía una mujer que quiere gustar y no está segura de sí misma. Ahora, con las manos abiertas, mimaba la compra y la venta. El viejo meneó la cabeza, pasó la bandeja con el té a los dos árabes que estaban detrás y sólo dijo algunas palabras que desalentaron a Marcel. Tomó éste de nuevo sus géneros, los apiló en el baúl, después se enjugó en la frente un sudor problemático. Llamó al muchacho árabe y salieron de nuevo a caminar bajo los soportales. En la próxima tienda, aunque el tendero simulara al principio el mismo aire olímpico, tuvieron más suerte. “Se creen Dios —dijo Marcel—, pero también necesitan vender. La vida es dura para todos.”

Janine lo seguía sin hablar. El viento había cesado. El cielo se aclaraba. Una luz fría, brillante, descendía de los pozos azules cavados en el espesor de las nubes. Ahora habían abandonado la plaza. Andaban por callejuelas, bordeando muros de tierra de los cuales colgaban las rosas podridas de diciembre o, de cuando en cuando, una granada seca y apestada. En ese barrio flotaba un perfume a tierra y a café, la humareda de un fuego de cortezas, olor a piedra, a carnero. Las tiendas, cavadas en los muros, estaban muy lejos unas de otras. Janine sentía que le pesaban las piernas. Pero su marido iba serenándose poco a poco, empezaba a vender, se volvía conciliador, llamaba “pequeña” a Janine. El viaje no sería inútil. “Desde luego —decía Janine distraídamente—. Más vale entenderse directamente con ellos.”

Volvieron al centro por otra calle. La tarde estaba muy avanzada; el cielo, casi despejado. Se detuvieron en la plaza. Marcel se frotaba las manos, contemplaba con expresión tierna el baúl, delante de ellos. “Mira”, dijo Janine. Desde el otro extremo de la plaza se acercaba un árabe alto, flaco, vigoroso, cubierto con un albornoz azul cerúleo, calzado con flexibles botas amarillas, con las manos enguantadas. Tenía un rostro aguileño y bronceado. Sólo la chéchia roja que llevaba en forma de turbante permitía diferenciarlo de esos oficiales de Relaciones Indígenas que Janine pudo admirar en ocasiones. Avanzaba regularmente hacia ellos, quitándose un guante con lentitud, como si mirara más allá del grupo. “Aquí viene uno que se cree general”, dijo Marcel alzándose de hombros. Sí, todos tenían el mismo aire orgulloso, pero éste, en verdad, exageraba. A pesar de que los rodeaba el espacio vacío de la plaza, avanzaba en línea recta hacia ellos, sin verla, sin verlos. La distancia que los separaba disminuía rápidamente, ya lo tenían encima, cuando Marcel tomó el baúl por la manija y lo echó hacia atrás. El otro siguió de largo, como si nada hubiera advertido, y se dirigió al mismo paso en dirección a la muralla. Janine miró a su marido, que tenía su expresión frustrada. “Ahora creen que todo les está permitido”, dijo Marcel. Janine no contestó. Detestaba la estúpida arrogancia de ese árabe y se sentía de pronto desgraciada. Quería irse. Pensaba en su pequeño departamento. La idea de volver al hotel, a ese cuarto helado, la desalentaba. Recordó de pronto que el patrón le había aconsejado subir a la terraza del fuerte, desde donde se veía el desierto. Se lo dijo a Marcel; podían dejar el baúl en el hotel. Pero Marcel estaba fatigado, quería dormir un poco antes de comer. “Te lo ruego”, dijo Janine. Él la miró, súbitamente atento. “Por supuesto, querida.”

Ella lo esperaba en la calle, frente al hotel. La multitud vestida de blanco era cada vez más numerosa. No se veía una sola mujer, y Janine tuvo la impresión de que nunca había visto más hombres. Sin embargo, ningún hombre la miraba. Algunos, sin parecer mirarla, volvían hacia ella esa cara flaca y curtida que, a sus ojos, los hacía a todos iguales, la cara del soldado francés en el ómnibus, la del árabe de los guantes, una cara, a la vez, solapada y altiva. Volvían el rostro hacia la extranjera, no la veían; después, ligeros y silenciosos, pasaban junto a ella, cuyos tobillos se hinchaban. Y aumentaba el malestar de Janine, su necesidad de partir. “¿Por qué habré venido?” Pero Marcel bajaba ya del hotel.

Eran las cinco de la tarde cuando treparon por la escalera del fuerte. El viento había cesado por completo. El cielo, ahora despejado, era color azul pervinca. El frío, muy seco, le picoteaba las mejillas. En medio de la escalera, un viejo árabe, echado contra el muro, les preguntó si deseaban que los guiase, pero habló sin moverse, como si supiera de antemano que rechazarían su ofrecimiento. La escalera era larga, empinada, a pesar de varios descansos de tierra apisonada. A medida que subían, se ampliaba el espacio, y ascendían en medio de una luz crecientemente vasta, fría, seca, en la que cada ruido del oasis les llegaba con nítida pureza. El aire iluminado parecía vibrar en torno de ellos, con una vibración cada vez más prolongada a medida que subían, como si a su paso hicieran nacer en el cristal de la luz una onda sonora que fuera ampliándose incesantemente. Y cuando llegaron a la terraza, y perdieron sus miradas en el horizonte inmenso, más allá del palmeral, le pareció a Janine que el cielo entero resonaba con una nota estrepitosa y breve cuyos ecos llenaron poco a poco el espacio que la cubría y que después callaron de súbito para dejarla en silencio ante la extensión ilimitada.

Del este al oeste, en efecto, su mirada se desplazaba con lentitud, sin encontrar un sólo obstáculo, a lo largo de una curva perfecta. Abajo, se encabalgaban las terrazas azules y blancas de la ciudad árabe, ensangrentada por las sombrías manchas rojas de los pimientos puestos a secar al sol. No se veía a nadie, pero de los patios interiores subían, con el humo oloroso del café tostado, voces risueñas o pisoteos incomprensibles. Un poco más lejos, el palmeral, dividido en cuadrados desiguales por paredes de arcilla, zumbaba en su cúspide bajo la acción de un viento que no sentían ya en la terraza. Más lejos aún, y hasta el horizonte, empezaba, ocre y gris, el reino de las piedras, vacío de toda vida. Sólo a poca distancia del oasis, cerca del Oued que bordeaba el palmeral, al occidente, se distinguían algunas tiendas negras. Cercándolas, una tropilla de dromedarios inmóviles, minúsculos en la distancia, formaban sobre el suelo gris los signos sombríos de una extraña escritura cuyo sentido había que descifrar. Encima del desierto, el silencio era vasto como el espacio.

Janine, apoyada con todo el cuerpo en el parapeto, quedó sin voz, incapaz de arrancarse del vacío que se abría delante de ella. A su lado, Marcel se agitaba. Hacía frío, era necesario bajar. ¿Qué había que ver allí? Pero ella no podía despegar su mirada del horizonte. A lo lejos, todavía más al sur, en ese sitio en que la tierra y el cielo se reunían en una línea pura, le parecía de pronto que la esperaba algo que ella había ignorado hasta ese día y que sin embargo no había dejado un solo minuto de faltarle. En la tarde creciente, la luz se apagaba con suavidad; de cristalina, se volvía líquida. A la vez, en el corazón de una mujer que el mero azar había conducido allí, se aflojaba lentamente un nudo que habían apretado los años, la costumbre y el hastío. Miraba el campamento de nómades. Ni siquiera había visto a los hombres que vivían allí. Nada se movía entre las negras tiendas y, sin embargo, no podía pensar sino en esos hombres cuya existencia apenas conoció hasta ese día. Sin casas, apartados del resto de la sociedad, eran un puñado errante sobre el vasto territorio que Janine descubría con la mirada y que no era, a su vez, sino una parte irrisoria de un espacio todavía más grande cuya fuga vertiginosa sólo se detenía a millares de kilómetros al sur, allí donde el primer río fecunda por fin la selva. Desde siempre, sobre la tierra seca, raída hasta los huesos de esa comarca desmesurada, algunos hombres caminaban sin tregua, hombres que no poseían nada pero que no servían a nadie, señores miserables y libres de un extraño reino. Janine ignoraba por qué esta idea la colmaba de una tristeza tan dulce y tan vasta que le cerraba los ojos. Sólo sabía que ese reino le había sido prometido desde siempre y que nunca, sin embargo, ese reino sería el suyo, nunca ya, sino, acaso, en el instante fugitivo en que abrió de nuevo los ojos al cielo súbitamente inmóvil, a esas olas de luz quieta, mientras callaban bruscamente las voces que subían de la ciudad árabe. Le pareció entonces que el curso del mundo acababa de pararse y que nadie, desde ese instante, envejecería ni moriría. Por doquiera, en lo sucesivo, la vida suspendida, salvo en su corazón donde alguien, en ese preciso instante, lloraba de pena y deslumbramiento.

Pero la luz se puso en movimiento, el sol nítido y sin calor declinó hacia el oeste que se tostó un poco, mientras una ola gris se formaba en el este, pronta a reventar lentamente sobre la inmensa extensión. Aulló un primer perro, y su grito lejano subió por el aire más frío aún. Janine sintió que daba diente con diente. “Nos vamos a helar —dijo Marcel—. Eres tonta. Volvamos.” Torpemente, la tomó de la mano. Ella, dócil ahora, se alejó del parapeto y lo siguió. El viejo árabe de la escalera, inmóvil, los miraba bajar a la ciudad. Ella caminaba sin ver a nadie, encorvada por una inmensa y brusca fatiga, arrastrando su cuerpo cuyo peso le parecía ahora insoportable. Su exaltación había desaparecido. Sentíase demasiado grande, demasiado basta, demasiado blanca para ese mundo donde acababa de entrar. Un niño, una niña, el hombre seco, el chacal furtivo eran las únicas criaturas que podían caminar silenciosamente por ese mundo. ¿Qué haría ella, en adelante, sino arrastrarse por la tierra hasta el sueño, hasta la muerte?

Se arrastró, en efecto, hasta el restaurante, junto a un marido súbitamente taciturno, o que hablaba de su fatiga, mientras ella luchaba débilmente contra un resfrío. Tenía fiebre. Continuó arrastrándose hasta su cama, donde Marcel fue a reunirse con ella y apagó en seguida la luz. El cuarto estaba helado. Janine sentía que la conquistaba el frío, que le aumentaba la fiebre. Respiraba mal. Oía latir la sangre en sus venas, pero no entraba en calor. Una especie de miedo iba creciendo en ella. Al volverse, la vieja cama de hierro crujió bajo su peso. No, no quería enfermarse. Su marido dormía ya, también ella debía dormir. Era necesario. Los ruidos sofocados de la ciudad le llegaban por la tronera. Los viejos fonógrafos de los cafés moros exhalaban melodías gangosas que reconocía vagamente y que subían hasta ella, traídas por un rumor de lenta muchedumbre. Era necesario dormir. Pero contaba tiendas negras, detrás de sus párpados pacían camellos inmóviles, soledades inmensas giraban a su alrededor. “Sí, ¿por qué habré venido?” Se durmió haciéndose la pregunta.

Despertó poco después. En torno a ella el silencio era absoluto.

Pero, en los límites de la ciudad, perros enronquecidos aullaban en la noche muda. Se revolvió en la cama, sintió en su hombro el hombro duro de Marcel y de pronto, semidormida, se acurrucó contra su pecho. A la deriva en ei sueño, sin poder hundirse en él, se aterraba a ese hombro con avidez inconsciente como a su puerto más seguro. Hablaba, pero de su boca no salía ningún sonido. Hablaba, pero apenas si ella misma se oía. Sólo sentía el calor de Marcel. Desde hacía veinte años, todas las noches, así, en su calor, siempre los dos, aun enfermos, aun de viaje, como ahora. Por lo demás, ¿qué habría hecho ella sola en la casa? ¡Sin un hijo!... ¿No era eso, acaso, lo que le faltaba? No lo sabía. Seguía a Marcel, eso era todo, contenta de sentir que alguien tenía necesidad de ella. Él no le daba más alegría que la de saberse necesaria. No la amaba, sin duda. El amor, aún rencoroso, no tiene ese rostro malhumorado. Pero ¿qué rostro tiene? Se amaban por la noche, sin verse, a tientas. ¿Es que hay otro amor que no sea el de las tinieblas, un amor que grite en pleno día? No lo sabía, pero sabía que Marcel tenía necesidad de ella, y que ella necesitaba de esa necesidad, que de esa necesidad vivía día y noche, de noche, sobre todo, cada noche, cuando él no quería quedarse solo, ni envejecer, ni morir, con esa su expresión obstinada que ella reconocía a veces en las caras de otros hombres, la única expresión que tienen en común esos locos que se disfrazan con una expresión razonable pero que son presa del delirio que los lanza desesperadamente hacia un cuerpo de mujer para ocultar sin deseo alguno, en ese cuerpo, lo que la soledad y la noche les muestran de aterrador.

Marcel se agitó un poco, apartándose de ella. No, no la amaba. Tenía miedo de lo que no fuera ella, sencillamente, y ella y él, desde hacía mucho, hubieran debido separarse y dormir solos hasta el fin. Pero ¿quién puede dormir siempre solo? Algunos hombres, separados de los demás por la vocación o la desgracia, y que se acuestan todas las noches en el mismo lecho que la muerte. Pero Marcel no lo podría nunca, él sobre todo, niño débil e indefenso, asustado siempre por el dolor, Marcel, su niño, precisamente, que necesitaba de ella y que le hizo oír, en ese mismo instante, una especie de gemido. Ella se estrechó un poco más contra él, le puso la mano sobre el pecho. Y, desde el fondo de sí misma, lo llamó con el sobrenombre amoroso que le daba en otra época y que ahora, muy de tiempo en tiempo, empleaban entre ellos sin pensar ya en lo que decían.

Lo llamó con toda el alma. Ella también, después de todo, necesitaba de él, de su fuerza, de sus pequeñas manías, ella también tenía miedo de morir. “Si venciera este miedo, sería feliz..." En seguida la invadió una angustia sin nombre. Se apartó de Marcel. No, no vencía nada, no era feliz, iba a morir, en verdad, sin que la libertaran. Le dolía el corazón, la sofocaba un peso inmenso que venía arrastrando —súbitamente lo descubría— desde hacía veinte años y bajo el cual se debatía ahora con todas sus fuerzas. Quería que la libertaran, aunque Marcel, aunque todos los demás no se libertaran nunca. Despierta ya, se incorporó en la cama y aguzó el oído para escuchar un llamado que le parecía muy próximo. Pero de los extremos de la noche sólo le llegaron las voces extenuadas e infatigables de los perros del oasis. Oía soplar un débil viento cuyas aguas ligeras corrían por el palmeral. Venía del sur, allí donde el desierto y la noche se mezclaban ahora bajo el cielo de nuevo fijo, allí donde se detenía la vida, donde nadie envejecía ni moría. Después se consumieron las aguas del viento y no tuvo ni siquiera la certeza de haber oído algo, sea lo oue fuere, con excepción de un llamado mudo que ella, a voluntad, podía reprimir o percibir, pero cuyo sentido no conocería nunca sino respondía a él inmediatamente. Inmediatamente. ¡Sí, de eso, al menos, estaba segura!

Se levantó con suavidad y permaneció inmóvil, cerca de la cama, atenta a la respiración de su marido. Marcel dormía. Un segundo después echaba de menos el calor de la cama, el frío se apoderaba de ella. Se vistió lentamente, buscando sus ropas a tientas a la débil luz que, por las persianas del frente, llegaba de los faroles de la calle. Con los zapatos en la mano, avanzó hasta la puerta. Todavía esperó un momento en la oscuridad, después entreabrió suavemente la puerta. Rechinó la falleba. De nuevo se inmovilizó. El corazón le daba fuertes golpes en el pecho. Aguzó el oído y, tranquilizada por el silencio, siguió moviendo la mano. La rotación de la falleba le pareció interminable. Por fin abrió la puerta, se deslizó fuera y volvió a cerrarla con las mismas precauciones. Después, con la mejilla apoyada en la madera, esperó. Al cabo de un instante, sintió la lejana respiración de Marcel. Entonces se volvió, recibió en la cara el aire helado de la noche y corrió por la galería. La puerta del hotel estaba cerrada. Mientras hacía funcionar el cerrojo, el sereno, medio dormido, apareció en lo alto de la escalera y le habló en árabe. “Vuelvo en seguida”, dijo Janine, y se precipitó en la noche.

Guirnaldas de estrellas descendían del cielo negro por encima de las palmeras y las casas.. Corrió por la corta avenida, ahora desierta, que conducía al fuerte. El frío, que no necesitaba ya luchar con el sol, había invadido la noche, el aire helado le quemaba los pulmones. Pero ella, ciega, corría en la oscuridad. Sin embargo, en lo alto de la avenida, aparecieron luces y bajaron zigzagueantes hasta ella. Se detuvo, percibió un ruido de élitros y, detrás de las luces que aumentaban, vio por fin enormes albornoces bajo los cuales centelleaban frágiles ruedas de bicicletas. Los albornoces la rozaron y en la oscuridad surgieron tres luces rojas que desaparecieron en seguida. Continuó su carrera hasta el fuerte. En medio de la escalera, la quemadura del aire en sus pulmones fue tan cortante que quiso detenerse. Un último ímpetu la echó, a pesar de sí, hasta la terraza, contra el parapeto que ahora le oprimía el vientre. Jadeaba, y todo se confundía ante sus ojos. La carrera no la había hecho entrar en calor y temblaba aún. Todo su cuerpo temblaba. Pero muy pronto el aire frío, que tragaba en sus jadeos, se deslizó regularmente en ella, un tímido calor empezó a nacer en medio de sus estremecimientos. Sus ojos se abrieron por fin a los espacios de la noche.

Ningún soplo, ningún ruido, salvo, a veces, el crepitar sofocado de las piedras que el aire frío convertía en arena, turbaban la soledad y el silencio que la rodeaba. Pero al cabo de un instante le pareció que una especie de pesada rotación arrastraba al cielo por encima de ella. En la espesura de la noche seca y fría, millares de estrellas se formaban sin tregua y, no bien se apartaban, sus hielos centelleantes empezaba a deslizarse hacia el horizonte, insensiblemente. Janine no podía arrancarse de la contemplación de esas luces a la deriva. Giraba con ellas y el mismo encaminamiento inmóvil la reunía poco a poco con su ser más profundo, allí donde ahora se combatían el frío v el deseo. Ante ella, las estrellas caían una a una, luego se apagaban entre las piedras del desierto y, cada vez, Janine se abría un poco más a la noche. Respiraba, olvidaba el frío, el peso de los seres, la vida demente o regular, la larga angustia de vivir y de morir. Después de tantos años en que, huyendo del miedo, había corrido como loca, sin objeto, se detenía por fin. A la vez, le parecía reencontrar sus raíces, la savia subía de nuevo por su cuerpo que no temblaba va. Apretándose con todo su vientre contra el parapeto, tendida hacia el cielo en movimiento, esperaba tan sólo que su corazón, aún trastornado, se apaciguara a su vez y que el silencio se hiciera en ella. Las últimas estrellas de las constelaciones dejaron caer sus racimos un poco más abajo sobre el horizonte del desierto, y se inmovilizaron. Entonces, con dulzura insoportable, el agua de la noche comenzó a llenar a Janine, sumergió el frío, subió poco a poco del fondo oscuro de su ser y desbordó en olas ininterrumpidas hasta su boca llena de gemidos. Un instante después, el cielo entero se extendía sobre ella, tirada de espaldas sobre la tierra fría.

Volvió al hotel, entró en el cuarto, tomando las mismas precauciones. Marcel no se había despertado. Pero gruñó guando ella se acostó a su lado y, segundos después, se incorporó bruscamente. Habló, y ella no comprendió lo que decía. Él se levantó y encendió la luz, que la abofeteó en la cara. Balanceándose, él caminó hasta el lavabo, llenó un vaso de agua y lo bebió a grandes sorbos. De pronto, cuando iba a deslizarse bajo las sábanas, apoyó una rodilla sobre la cama, la miró sin comprender. Ella lloraba, lloraba, sin poder retener sus lágrimas. “No es nada, querido —decía—, no es nada.”

 

Cuento de Albert Camus

Traducción de José Bianco (Argentina)


Publicado, originalmente, en:
Revista "Sur Nº 245, marzo-abril de 1957

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

 

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