Le contaré al lector la historia de este hombre extraordinario que se
dedica a tirar bolitas de miga de pan. Cultiva este sport desde su más
tierna infancia y ha llegado a dominarlo de un modo prodigioso. No tuvo
nunca otra cosa que hacer. Los libros le aburrían y Rodríguez se metía
un panecillo en el bolsillo y se pasaba las horas haciendo blancos con
bolitas de miga. Desde luego se puede afirmar que Rodríguez es el
campeón del mundo en el arte de tirar bolitas de miga de pan. Tiene una
fuerza tan grande en los dedos, que cogiendo un garbanzo entre el pulgar
y el medio, lo arroja a la altura de un tercer piso y rompe un vidrio.
Pero la fuerza es lo de menos en el arte de tirar bolitas de miga de
pan. Lo principal es la puntería, y Rodríguez en donde pone el ojo pone
la bolita. A los quince años no pasaba un día sin que Rodríguez matara
media docena de gorriones con bolitas de pan. Era ya un maestro en su
arte; pero Rodríguez estaba llamado a alcanzar un grado de perfección
inédito hasta el presente en la historia de los hombres que se han
dedicado a tirar bolitas de pan.
Lo maravilloso es que Rodríguez está mano a mano con usted y le tira a
usted cincuenta bolitas a la cara sin que usted se las vea tirar.
Rodríguez no apunta nunca directamente al blanco. Para darle a un hombre
que está a su lado, lanza la bola a la pared de enfrente, en donde
rebota y toma la dirección precisa. El agredido, que ha advertido la
dirección del proyectil, no puede desconfiar de Rodríguez, y si la
escena ocurre en un establecimiento público, le buscará cuestión a
cualquier parroquiano inocente antes que al verdadero autor del disparo.
¿Que no es interesante la historia? ¡Ay! Yo cambiaría de buen grado el
arte de hacer crónicas por el de tirar bolitas, que me parece mucho más
humorista. Entonces, cuando quisiera poner en ridículo a un
contemporáneo, en vez de escribirle un artículo, le arrojaría una
bolita de miga de pan. Precisamente yo he pensado una vez en utilizar a
Rodríguez en este sentido; pero yo no soy un hombre de acción: les conté
el proyecto a los amigos, y ya no podré realizarlo nunca. El proyecto
consistía en llevar a Rodríguez a una tribuna del Congreso un día de
sesión solemne. Se levantaría a hablar el señor Maura y entonces
Rodríguez comenzaría a tirarle bolitas de miga de pan. Una en la nariz,
otra en la boca, otra en la barba, otra en una oreja... ¿Quién puede
prever lo que ocurriría? Luego intervendría en el debate el señor Azcárate,
quien es seguro que se pondría como un basilisco ante la lluvia de
bolitas.
Yo no sé lo que pasaría. Probablemente la sesión acabaría de un modo
ridículo. Es posible que los diputados se fuesen a las manos, creyéndose
mutuamente autores de la broma. Por la noche, los periódicos hablarían
del suceso haciendo toda clase de conjeturas acerca de él y, al día
siguiente, yo explicaría minuciosamente lo ocurrido, contando la
historia del hombre de las bolitas, que pasaría a ser el hombre del día.
Porque es seguro que nadie desconfiaría de Rodríguez. Rodríguez tiene
una cara de primo que le pone a salvo de toda sospecha. En realidad es
un infeliz y por eso, en vez de hacer otras cosas, se ha pasado la vida
tirando bolitas de miga de pan. En cuanto al éxito, sería segurísimo. Un
día, Rodríguez se puso a tirar bolitas en el Café de Correos y todos los
parroquianos se fueron a las manos. Se armó una tremolina espantosa; los
platos volaron de mesa a mesa, y Rodríguez salió a la calle con la
tranquilidad del que nunca ha roto ninguno. Otro día se casó un amigo de
Rodríguez en Villaviciosa. Al banquete nupcial asistieron más de
cincuenta invitados, entre los que figuraban las autoridades locales.
Empezó el almuerzo, y Rodríguez se puso a tirar bolitas. Al principio se
tomó la cosa a broma, pero luego se consideró que ya era una broma
demasiado pesada. El alcalde, que era el blanco predilecto de Rodríguez,
se enfureció, dirigiéndose a unos muchachos del pueblo.
—Sois vosotros. Las bolitas vienen de ahí. ¿Qué pensarán los forasteros?
Y el único forastero era Rodríguez.
Como ésta son muchas las hazañas de Rodríguez, que reside en Madrid
desde hace algunos años. Estoy seguro de que entre mis lectores
madrileños habrá muchos que digan:
—¡Hombre! Pues es posible que este
Rodríguez sea el que aquella vez...
Ahora Rodríguez se encuentra pasando unos días en su pueblo. El gran
hombre sigue entregado en cuerpo y alma a su arte.
—La verdad, Rodríguez —le he dicho—, yo siento por ti una admiración
extraordinaria. Tú dirás lo que quieras, pero es indudable que en todo
el mundo no hay nadie que tire las bolitas como tú.
—Si esto de tirar bolitas se estimase algo... — me contestó Rodríguez.
Es cierto. Si en vez de dedicarse a tirar bolitas de pan se hubiese
dedicado a la política, Rodríguez podría ser hoy presidente del Consejo
de Ministros.
El autor
JULIO CAMBA (1882-1962) nació en Villanueva de Arosa (Pontevedra) y
murió en Madrid. Fue viajero impenitente, humorista y corresponsal en
ciudades como París, Londres y Constantinopla. Equilibraba la ironía
sutil con toques críticos contundentes. Publicó: Las alas de Ícaro
(1913), Londres (1916), La rana viajera (1920),
La ciudad automática
(1932), La casa de Lúculo o el arte de buen comer (1923). |