El difunto erróneo

Cuento de Dino Buzzati

Una mañana, el conocido pintor Lucio Predonzani, de 46 años, que llevaba mucho tiempo retirado en su casa de campo en Vimercate, al abrir el periódico se quedó de piedra cuando descubrió en la tercera página, abajo a la derecha, a cuatro columnas, el siguiente titular:

LUTO EN EL ARTE ITALIANO HA FALLECIDO EL PINTOR PREDONZANI

Debajo, un comunicado, en cursiva, decía:

Vimercate, 21 de febrero, noche. A consecuencia de una rápida enfermedad, que no han podido vencer los cuidados de los médicos, falleció hace dos días el pintor Lucio Predonzani. La noticia, por voluntad del extinto, ha sido facilitada después del entierro.

Seguía un artículo necrológico, de casi una columna, lleno de elogios, firmado por el crítico de arte Giovanni Steffani. Y también había una fotografía, hecha unos veinte años atrás.

Turulato, sin dar crédito a sus ojos, Predonzani recorrió febrilmente la necrología, captando fulminantemente, a pesar de la precipitación, algunas frasecitas de venenosa reserva, intercaladas aquí y allá, con innegable diplomacia, entre las andanadas de adjetivos encomiásticos.

—¡Matilde! ¡Matilde! —llamó Predonzani, en cuanto hubo recobrado el aliento.

—¿Qué pasa? —respondió su mujer desde la habitación contigua.

—¡Ven, ven, Matilde! —invocó él.

—Espera un momento. Estoy planchando.

—¡Te digo que vengas!

Su voz denotaba tal espanto que Matilde dejó la plancha y acudió en seguida.

—Mira, mira —gimió el pintor alargándole el periódico.

Ella leyó, palideció, y, con la maravillosa sinrazón de las mujeres, rompió a llorar desconsoladamente.

—¡Oh, Lucio mío, pobre Lucio, mi tesoro! —balbucía entre sollozos.

La escena acabó por exasperar al hombre.

—Pero, ¿te has vuelto loca, Matilde? ¿No me estás viendo? ¿No comprendes que es un error, un espantoso error?

Matilde dejó de llorar en seguida, miró a su marido, su rostro se serenó y luego, inopinadamente, con la misma ligereza que un instante antes se sentía viuda, sorprendida por el lado cómico de la situación, fue presa de la hilaridad.

—¡Oh, Dios mío, qué gracia! ¡Oh, qué risa ...! Perdóname, sabes, Lucio ..., un luto para el arte ... ¡y estás aquí más sano que un pez! —farfullaba retorciéndose entre los hipos de las carcajadas.

—Basta. Basta —dijo él, fuera de sí—. ¿No te das cuenta? ¡Es terrible, es terrible! Ya me oirá el director del periódico. ¡Ah, le costará cara la broma!

Predonzani se fue precipitadamente a la ciudad y corrió al periódico. El director le recibió amablemente:

—Por favor, querido maestro, siéntese. No, no. Ese sillón es más cómodo. ¿Un cigarrillo . . .? Esos encendedores que nunca funcionan son una verdadera desesperación . .. Ahí tiene el cenicero ... Ahora, dígame: ¿a qué debo el placer de su visita?

¿Disimulaba o, verdaderamente, estaba a oscuras de lo que su periódico había publicado? Predonzani ¿se quedó de una pieza.

—Pero ..., pero ... en el periódico de hoy ..., en la tercera página ... se habla de mi muerte ...

—¿Su muerte?

El director tomó un ejemplar del diario, que estaba doblado en el escritorio, lo abrió, vio, comprendió (o fingió comprender), tuvo una breve vacilación, cuestión sólo de una décima de segundo, se rehizo asombrosamente y carraspeó.

—¡Ah!, aquí hay algo que no está bien, ¿verdad? Aquí hay una extraña discrepancia.

Predonzani perdió la paciencia:

—¿Discrepancia? —chilló—. ¡Me mataron, eso hicieron! Es monstruoso.

—Sí, sí —dijo el director, plácidamente—. Quizá ..., digámoslo así..., el contexto de la noticia ha ido más allá de sus verdaderas intenciones ... Por otra parte, espero que habrá apreciado usted en su justo mérito el homenaje tributado por mi periódico a su arte .. .

—¡Bonito homenaje! Me han destruido, arruinado . ..

—Bueno, no niego que se haya cometido alguna inexactitud ...

—Me dan por muerto y estoy vivo ... ¡y usted llama a eso inexactitud! Es para volverse loco. Exijo una rectificación, en el mismo sitio. ¡En la inteligencia de que me reservo cualquier acción por daños y perjuicios!

—¿Daños? Pero, estimado señor mío —de “maestro” pasó al simple “señor”, mala señal—, usted no se percata de la extraordinaria suerte que ha tenido. Cualquier otro pintor pegaría saltos así de altos.

—¿Suerte?

—Suerte, claro está. Cuando un artista muere, sus obras suben de precio en seguida. Sin quererlo, sí, sin quererlo le hemos hecho un formidable favor.

—Y yo . .. ¿tendré que hacerme el muerto ...? ¿Volatizarme ...?

—Ciertamente, si quiere usted aprovechar la estupenda ocasión ... Caramba, no querrá dejársela escapar ... Piense: una buena exposición póstuma, un battage bien organizado ... Nosotros mismos haremos lo necesario para lanzarla ... Serían millones, querido maestro, bastantes millones.

—Pero, ¿y yo? ¿Debería desaparecer de la circulación?

—Dígame: ¿por casualidad tiene usted un hermano?

—Sí. ¿Por qué? Vive en África del Sur.

—Magnífico. ¿Y se le parece?

—Bastante. Pero él lleva barba.

—¡De maravilla! Déjesela usted crecer también. ¡Y hágase pasar por su hermano! Todo irá como una seda ... Pero hágame caso: es mejor dejar que las cosas sigan su cauce ... Además, comprenda usted ..., una rectificación de ese género ... No sé a quien beneficiaría al final . . . Usted, personalmente, y perdone mi sinceridad, haría un papel un poco menguado ... Es inútil, los redivivos nunca han resultado simpáticos ... Incluso en el mundo artístico, usted sabe bien cómo van esas cosas, su resurrección, después de tantos inciensos, causaría una pésima impresión ...

No supo decir que no. Volvió a su casa de campo. Se escondió en un aposento y se dejó crecer la barba. Su esposa vistió de luto. Acudieron a verla los amigos, especialmente Oscar Pradelli, pintor también, que siempre había sido la sombra de Predonzani. Luego, empezaron a llegar los compradores: marchantes, coleccionistas, gente que olfateaba el negocio. Cuadros que, antes, apenas alcanzaban las cuarenta mil, cincuenta mil liras, venderlos ahora por doscientas mil resultaba un juego. Y desde allí, en su retiro clandestino, Predonzani, pintaba un lienzo tras otro, fechándolos días y años antes de su supuesta muerte, se entiende.

Al cabo de un mes, con la barba suficientemente desarrollada, Predonzani se arriesgó a salir, presentándose como el hermano vuelto de Africa del Sur. Se puso gafas y simulaba un acento exótico. Pero, ¡cómo se le parece!, decía la gente.

Por curiosidad, en uno de los primeros paseos después de la clausura, se acercó al camposanto. En la gran losa de mármol del panteón de familia, un marmolista estaba grabando su nombre con las fechas de nacimiento y de defunción.

Dijo que era el hermano. Con la llave abrió la puertecita de bronce. Bajó a la cripta donde los féretros de los parientes se amontonaban unos encima de otros. ¡Cuántos! Había uno nuevo, bellísimo. Lucio Predonzani; rezaba la placa de cobre. La tapa estaba atornillada. Con oscuro temor, dio con los nudillos en un costado de la caja. La caja sonó a hueco. Menos mal.

Entonces pasó algo curioso. Mientras las visitas de Oscar Pradelli se iban haciendo cada vez más frecuentes, Matilde parecía reflorecer. El luto, además, la favorecía. Predonzani seguía metamorfoseándose con una mezcla de complacencia y de aprensión. Una noche, notó que la deseaba como hacía años que ya lo le ocurría. Deseaba a su viuda.

En cuanto a Pradelli, ¿no era inoportuna su asiduidad? Pero cuando Predonzani se lo hizo notar a Matilde, ésta reaccionó casi con irritación:

—Pero, ¿qué te ocurre? ¡Pobre Oscar! Tu único amigo verdadero. El único que te llora de veras. Se toma la molestia de consolar mi soledad y tú sospechas de él. Deberías avergonzarte.

Mientras tanto quedó ultimada la exposición póstuma en la ciudad, que fue un verdadero éxito. Produjo, deducidos los gastos, cinco millones y medio. Tras lo cual, el olvido cayó sobre Predonzani y su obra con impresionante rapidez. Cada vez eran más raras las citas de su nombre en las rúbricas y en las revistas de arte. Y muy pronto cesaron del todo.

Con desolado estupor, comprobó que también sin Lucio Predonzani el mundo lograba salir adelante; el sol salía y se ponía como antes, y, como antes, las criadas sacudían las alfombras por la mañana, los trenes circulaban, la gente comía y se divertía, y, de noche, los chicos y las chicas se besaban, de pie, a lo largo de las negras verjas del parque, como antes también.

Hasta que un día, de vuelta a su casa tras un paseo por el campo, reconoció, colgado en el vestíbulo, el impermeable del querido amigo Oscar Pradelli. La casa estaba silenciosa, singularmente íntima y acogedora. Al otro lado, voces quedas, susurros, tiernos suspiros.

De puntillas, retrocedió hasta el umbral. Salió despacio, encaminándose hacia el cementerio. Era una suave noche de lluvia.

Cuando estuvo frente al panteón de familia, miró en tomo. No había un alma viviente. Entonces, abrió la verja de bronce.

Sin prisa, mientras oscurecía lentamente, quitó con una navajita las tuercas que cerraban la reciente caja —“su” féretro— de Lucio Predonzani.

La abrió con mucha calma y se tendió en ella, adoptando la postura que suponía conveniente para los difuntos en el sueño eterno. La encontró más cómoda de lo que había previsto.

Sin descomponerse, despacito, tiró la tapa sobre sí. Cuando sólo quedó una postrer y pequeña rendija, estuvo algunos instantres a la escucha, por si acaso alguien lo llamaba. Pero nadie llamó.

Entonces, dejó caer del todo la tapa.

 

Cuento de Dino Buzzati


Publicado, originalmente, en: El molino de pimienta. Cabaret literario Nº 7, septiembre-octubre-noviembre de 1985

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-molino-de-pimienta-cabaret-literario-n-7/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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