Wystan Auden

Complacer a una sombra
por Joseph Brodsky / Traducción de Marina Fe

Auden en Oxford, en una foto de A. S. T. Fisher (1928)

Este artículo del poeta Joseph Brodsky (Premio Nobel 1987) fue originalmente publicado en la revista Vanity Fair y está incluido en la recopilación de sus ensayos titulada Menos que uno, que según se anuncia que acaba de editarse en España y próximamente se distribuirá en Argentina.

Cuando un escritor recurre a un idioma distinto a su lengua materna, lo hace ya sea por necesidad, como Conrad, o debido a una ardiente ambición, como Nabokov, o por lograr un mayor extrañamiento, como Beckett. Perteneciente a otro bando, en el verano de 1977, en Nueva York, y después de haber vivido cinco años en Estados Unidos, me compré en una pequeña tienda de la Sexta Avenida una Lettera 22 portátil y me puse a escribir en inglés (ensayos, traducciones y ocasionalmente algún poema) por una razón que tenía muy poco que ver con las anteriores. Mi único propósito entonces, como ahora, era sentirme más cerca del hombre al que consideraba el más grande del siglo XX: Wystan Auden.

Por supuesto que era perfectamente consciente de la futilidad de mi empresa, no tanto por haber nací do en Rusia y en su lenguaje (que nunca abandonaré -y espero que viceversa), sino por la inteligencia de este poeta que, en mi opinión, no tiene rival. Era consciente de la futilidad de este esfuerzo, además, porque Auden había muerto hacía entonces cuatro años. Sin embargo y para mí, escribir en inglés era la mejor manera de acercarme a él, de trabajar en sus términos, de ser juzgado si no de acuerdo con su código de conciencia al menos por lo que tiene el idioma inglés que hizo posible ese código de conciencia.

Estas palabras, la misma estructura de estas oraciones, muestran a cualquiera que haya leído una simple estrofa o un simple párrafo de Auden en qué medida puedo fallar. Pero, para mí, un fracaso en sus términos es preferible a un éxito en los términos de otros. Por otra parte, desde el principio sabía que estaba destinado a fallar; ya no puedo decir si este tipo de sobriedad es mía o si la he tomado prestada de su escritura. Lo único que deseo al escribir en su lengua es no rebajar su nivel de operación mental, su plano de atención. Esto es todo lo que uno puede hacer por un hombre mejor: continuar en su vena; esto es, creo, de lo que tratan las civilizaciones.

Sabía que por temperamento y por otras cosas yo era un hombre diferente, y que en el mejor de los casos posibles sería considerado como imitador suyo. Aun así, eso sería para mí un halago. También tenía una segunda línea de defensa: siempre podría retroceder a mi escritura en ruso, de la cual estaba bastante seguro y que incluso él, si hubiera conocido el idioma, probablemente habría apreciado. Mi deseo de escribir en inglés no tenía nada que ver con ningún tipo de seguridad, satisfacción o comodidad; era simplemente el deseo de complacer a una sombra. Por supuesto que donde él estaba entonces, las barreras lingüísticas importaban muy poco, pero de alguna manera yo pensaba que le gustaría más que yo me hiciera entender por él en inglés. (A pesar de que cuando lo intenté, en los verdes pastos de Kirchstetten hace once años, no funcionó; mi inglés en esa época era mejor para leer y escuchar que para hablar. Menos mal.)

En otras palabras, al ser incapaz de devolver todo lo que se ha recibido, uno trata por lo menos de pagar con la misma moneda. Después de todo, él mismo lo hizo al tomar prestada la estrofa del Don Juán para su "Carta a Lord Byron" o los hexámetros para su "Escudo de

Aquiles”. El cortejo siempre requiere un grado de autosacri-ficio y asimilación, sobre todo si uno está cortejando a un espíritu puro. Cuando vivía, este hombre hizo tanto que resulta inevitable creer en la inmortalidad de su alma. Lo que nos dejó equivale a un evangelio que surge y está lleno de un amor que es todo menos finito -es decir, un amor que de ninguna manera puede ser amparado en su totalidad por la carne y que, por lo tanto, requiere de palabras. Si no hubiera iglesias, fácilmente se habría podido crear una con este poeta, y su precepto fundamental sería algo como lo que él dijo: “Si el afecto igual no puede ser, / que sea yo el que más ame.”

II

Si alguna obligación tiene el poeta hacia la sociedad, es la de escribir bien. Al pertenecer a una minoría no tiene otra opción. Si fracasa en esta obligación, se hunde en el olvido. La sociedad, por otra parte, no tiene ninguna obligación hacia el poeta. Siendo por definición una mayoría, la sociedad se piensa a sí misma con otras opciones que la de leer versos, no importa cuán bien escritos estén. No tener opciones da como resultado el rebajarse a ese nivel de locución ineficiente el cual la sociedad es presa fácil para un demagogo o un tirano. Este es el equivalente del olvido para la sociedad; un tirano puede, por supuesto, tratar de salvar a su sociedad del olvido por medio de un espectacular derramamiento de sangre.

Leía Auden por primera vez hace veinticuatro años, en Rusia, en unas traducciones bastante flojas y desapasionadas que encontré en una antología de poesía inglesa contemporánea subtitulada “De Browning a nuestros días”. ‘Nuestros días’ eran los de 1937, cuando el volumen fue publicado. Para qué decir que casi todo el equipo de traductores, junto con su editor, M. Gutner, fue arrestado poco tiempo después y muchos murieron. Para qué decir que en los siguientes cuarenta años ninguna otra antología de poesía inglesa contemporánea se publicó en Rusia y el volumen mencionado se convirtió en una especie de objeto de colección.

Sin embargo, un verso de Auden en esa antología atrajo mi atención. Pertenecía, como me enteré después, a la última estrofa de uno de sus primeros poemas, “Ningún cambio de lugar”, que describía un paisaje un tanto claustrofóbico donde “Nadie va / más allá de los rieles o el final de los muelles, / no irá ni mandará a su hijo...”. Esta última parte me impresionó con su mezcla de extensión negativa y sentido común. Criado con la dieta esencialmente enfática y auto-afirmativa del verso ruso, pude reconocer rápidamente esta receta cuyo ingrediente principal era la autorrestricción. Aún así, los versos poéticos tienen la manía de vagar de un contexto a una significación universal, y el amenazante toque de absurdo contenido en “no irá ni mandará a su hijo” empezaba a vibrar en el fondo de mi mente cada vez que me decidía a escribir algo.

Esto es, supongo, lo que llaman una influencia, excepto que el sentido del absurdo nunca es una invención del poeta sino un reflejo de la realidad; las invenciones pocas veces se pueden reconocer. Lo que uno puede deberle al poeta no es el sentimiento mismo sino su tratamiento: silencioso, sin énfasis, sin demasiado esfuerzo, casi como en passant. Este tratamiento fue especialmente significativo para mí justamente porque me topé con esta tendencia a principios de los sesenta, cuando el Teatro del Absurdo estaba en pleno apogeo. El manejo del tema en Auden destacaba contra ese fondo, no sólo porque había tumbado a muchos de un solo golpe, sino debido a un mensaje ético considerablemente distinto. La manera como manejaba el verso decía, por lo menos a mí, algo como “No grites ¡el lobo!” -aunque el lobo esté en la puerta. (Yo añadiría: especialmente por eso no grites ¡el lobo!)

A pesar de que para un escritor mencionar sus experiencias en presidio -o, para el caso, cualquier tipo de penuria- suele ser un recurso para impresionar, sucedió que mi siguiente oportunidad de mirar más de cerca a Auden tuvo lugar cuando estue preso en el norte, en un pequeño poblado perdido entre pantanos y bosques, cerca del círculo polar. Esta vez la antología que tenía era en inglés, enviada por un amigo de Moscú. Tenía bastantes cosas de Yeats, a quien entonces yo consideraba demasiado retórico y descuidado en sus metros, y de Eliot, que en esos tiempos reinaba soberanamente en Europa Oriental. Yo estaba tratando de leer a Eliot.

Pero por mera casualidad el libro se abrió en “En memoria de W. B. Yeats”, de Auden. Entonces yo era joven y por lo tanto particularmente entusiasta de las elegías como género, sin tener cerca a alguien que se muriera para escribirle una. Por eso las leía quizás con más avidez que cualquier otra cosa, y frecuentemente pensaba que el rasgo más interesante del género era el esfuerzo inconsciente de los autores por auto-rretratarse con que casi cada poema “in memoriam” está salpicado -o manchado. Por muy comprensible que sea esta tendencia, muchas veces hace que un poema se convierta en la meditación del autor sobre el tema de la muerte, por lo cual aprendemos más de él que del fallecido. El poema de Auden no tenía nada de esto; es más, pronto me di cuenta que aún su estructura estaba diseñada para rendir homenaje al poeta muerto, imitando en un orden invertido las formas de desarrollo estilístico propias del genial irlandés, desde las últimas a las primeras: los trímetros de la tercera -y última- parte del poema.

Debido a estos trímetros, y en particular a ocho versos de esta tercera parte, entendí a qué clase de poeta estaba leyendo. Estos versos ensombrecían para mí aquella asombrosa descripción de “el oscuro día frío", el último de Yeats, con su estremecedor: “The mercury sank in the mouth ofthe dying day” (El mercurio se hundió en la boca del día moribundo). Ensombrecían esa inolvidable rendición del cuerpo derribado como una ciudad cuyos suburbios y plazas se han vaciado gradualmente después de una rebelión aplastada. Ensombrecían aun la declaración de la era: “la poesía no hace que nada suceda.”

Esos ocho versos en trímetros que hacían que esta tercera parte del poema sonara como la mezcla de un himno del Ejército de Salvación, un canto fúnebre y una canción de cuna, decían así: “El tiempo que es intolerante¡ con los valientes y los inocentes, I e indiferente en una semana/ a un físico hermoso,/ ¡ adora al lenguaje y perdona I a cualquiera que vive por él; perdona la cobardía, la arrogancia, / pone sus honores a sus pies".

Recuerdo haber estado sentado allí, en la pequeña cabaña de madera, mirando a través del tragaluz el camino mojado y lodoso y algunos pollos extraviados, sin saber si creer lo que acababa de leer o dudar si mi comprensión del inglés estaba haciéndome trampa. Tenía conmigo un enorme diccionario de inglés-ruso y revisaba sus páginas una y otra vez, verificando cada palabra, cada alusión, esperando que me ayudara a evitar el significado que me miraba desde la hoja. Creo que simplemente me rehusaba a creer que tiempo atrás, en 1939, un poeta inglés hubiera dicho, “El tiempo... adora al lenguaje”, y que aun así el mundo a mi alrededor siguiera siendo lo que era.

Pero esta vez el diccionario no triunfó sobre mí. Auden había ciertamente dicho que el tiempo adora el lenguaje, y la serie de pensamientos que esa declaración puso en movimiento en mí sigue vigente hasta hoy. Porque “adorar” es una actitud de lo más pequeño hacia lo más grande. Si el tiempo adora al lenguaje, quiere decir que el lengyaje es más grandioso, o más viejo, que el tiempo, el cual es, a su vez, más viejo y grandioso que el espacio. Así me enseñaron y realmente así lo sentía. De modo que si el tiempo -que es sinónimo de, mejor dicho, que hasta absorbe lo divino- adora al lenguaje, ¿de dónde entonces surge el lenguaje? Pues el regalo es siempre más pequeño que el que lo ofrece. Y además, ¿no es el lenguaje un depositario del tiempo? ¿Y no es por ello que el tiempo lo adora? ¿Y no es una canción, un poema, o sin duda el habla misma con sus cesuras, pausas, espondeos, etc., un juego que juega el lenguaje para reestructurar el tiempo? ¿Y no son aquéllos gracias a quienes el lenguaje “vive” los mismos por los que también vive el tiempo? Y si el tiempo los “perdona”, ¿lo hace por generosidad o por necesidad? ¿Y no es la generosidad de todos modos una necesidad?

Cortos y horizontales como eran, estos versos me parecieron increíblemente verticales. También eran muy espontáneos, casi locuaces; la metafísica disfrazada de sentido común, el sentido común disfrazado de estrofa de canción de cuna. Por sí mismas estas capas de disfraces me estaban diciendo lo que el lenguaje es, y me di cuenta de que estaba leyendo a un poeta que hablaba la verdad -o a través de quien la verdad se hacía escuchar. Por lo menos se parecía más a la verdad que cualquier otra cosa que pude entender en esa antología. Y quizás me lo parecía precisamente debido al toque de irrelevancia que percibí en la descendente entonación de “perdona/ a cualquiera que vive por él;/ perdona la cobardía, la arrogancia,/ pone sus honores a sus pies”. Pensé que estas palabras estaban ahí simplemente para compensar la ascendente gravedad de “El tiempo... adora al lenguaje”.

Pude seguir y seguir con estos versos, pero sólo puedo hacerlo de verdad ahora. Entonces y en ese lugar estaba simplemente pasmado. Entre otras cosas, lo que me resultó evidente era que había que tener cuidado cuando Auden hace sus ingeniosos comentarios y observaciones, pendiente de la civilización sin importar cuál sea su tema (o su condición) inmediato. Pensé que estaba tratando con un nuevo tipo de poeta metafísico, un hombre de tremendas dotes líricas que se disfrazaba de observador de la moral pública.

Y sospechaba que esta elección de una máscara, la elección de este habla, tema menos que ver con problemas de estilo y tradición que con la humildad personal impuesta, no tanto por un credo particular, como por su sentido de la naturaleza del lenguaje. La humildad nunca se escoge.

Todavía tenía que leer a Auden. Sin embargo, y después de “En memoria de W.B. Yeats”, supe que estaba frente a un autor más humilde que Yeats o Eliot, con un alma menos petulante que cualquiera de ellos pero, me lo temía, no menos trágica. Gracias a la perspectiva del tiempo puedo decir ahora que no estaba del todo equivocado, y que si alguna vez hubo un drama en la voz de Auden, no era su drama personal sino un drama público y existencial. El nunca se habría puesto en el centro del cuadro trágico; en el mejor de los casos habría solamente reconocido su presencia en la escena. Me faltaba todavía escuchar de su propia boca que “J. S. Bach fue tremendamente afortunado. Cuando quería alabar al señor, escribía una coral o una cantata dirigiéndose al Todopoderoso directamente. Hoy, si un poeta quiere hacer lo mismo, tiene que emplear el discurso indirecto”. Lo mismo supongo, podría decirse de la plegaria.

III

Mientras escribo estas notas, descubro a la primera persona del singular asomando su horrible cabeza con una frecuencia alarmante. Pero el hombre es lo que lee; en otras palabras, al descubrir este pronombre detecto a Auden más que a ningún otro: la aberración refleja simplemente la proporción de mi lectura de este poeta. Por supuesto que los perros viejos no aprenden nuevos trucos, pero los propietarios de perros acaban pareciéndose a sus perros. Los críticos, y especialmente los biógrafos de escritores con un estilo característico, suelen adoptar, por más que lo hagan inconscientemente, la forma de expresión de esos autores. Simplificando, uno se ve transformado por lo que ama, a veces hasta el grado de perder la propia identidad. No quiero decir que esto es lo que me sucedió a mí; lo único que trato de sugerir es que estos yos que podrían parecer cursis son, a su vez, formas de un discurso indirecto cuyo objeto es Auden.

Para aquellos de mi generación que estaban interesados en la poesía en lengua inglesa —y no puedo asegurar que hubiera muchos- la década de los sesenta fue la era de las antologías. Cuando regresaban a casa, los estudiantes extranjeros y los académicos que habían ido a Rusia en programas de intercambio trataban, con justa razón, de librarse de peso extra, y los libros de poesía eran los primeros en desaparecer. Los vendían, casi por nada, a librerías de segunda mano que subsecuentemente los revendían por sumas extraordinarias al que quisiera comprarlos. La razón de estos precios era muy sencilla: impedir al pueblo comprar estos artículos occidentales; en cuanto al extranjero, obviamente ya se habría ido y no podría darse cuenta de la disparidad.

Aun así, si uno conocía a un vendedor, lo que sucede inevitablemente cuando se frecuenta un lugar, podía lograrse ese tipo de trato que cualquier cazador de libros conoce: cambiar una cosa por otra, o dos o tres libros por uno, o comprar un libro, leerlo, y devolverlo a la tienda recuperando el dinero. Además, cuando fui liberado y regresé a mi ciudad de origen, ya me había hecho de cierta reputación y en algunas librerías me trataban bastante bien. Gracias a esa reputación, a veces me visitaban estudiantes de los programas de intercambio, y como se supone que no se puede llegar a una casa ajena con las manos vacías, me traían libros. Con algunos de estos visitantes logré muy buenas amistades, gracias a lo cual mi biblioteca aumentó considerablemente.

Me gustaban mucho estas antologías, y no sólo por su contenido sino también por el olor dulzón de sus portadas y sus hojas bordeadas de amarillo. ¡Se sentían tan norteamericanas! Eran pocket-books. Se podían meter dentro del bolsillo y leerlas en un tranvía o en un parque público, y aunque el texto fuera comprensible sólo a medias o en una tercera parte, desdibujaba instantáneamente la realidad local. Sin embargo, mis favoritas eran la de Louis Untermeyer y la de Oscar Williams, porque tenían fotografías de sus colaboradores que llenaban la imaginación como lo hacían los versos mismos. Por horas y horas me sentaba revisando escrupulosamente fotografías en blanco y negro con tales o cuales rasgos de un poeta, tratando de descubrir qué tipo de persona era, tratando de darle vida, de hacer coincidir la cara con sus versos entendidos a medias o a tercias. Más tarde, acompañado de amigos, intercambiábamos nuestras locas conjeturas y los fragmentos de chismes que en ocasiones llegaban a nosotros para, después de haber llegado a un común denominador, pronunciar nuestro veredicto. Una vez más con el beneficio de la retrospectiva, puedo decir que nuestras intuiciones no estaban tan lejos de la realidad.

Así fue como vi la cara de Auden por primera vez. Era una fotografía tremendamente reducida -un poco estudiada, con un manejo de la sombra demasiado didáctico: decía más del fotógrafo que de su modelo. De esa foto se tenía que concluir, o bien que el primero era un esteta ingenuo, o que los rasgos del segundo eran demasiado neutros tratándose de un poeta. Preferí la segunda versión, en parte porque la neutralidad del tono era un rasgo mqy de la poesía de Auden, en parte porque la postura antiheroica era la idée fixe de nuestra generación. La idea era parecerse a todos los demás: zapatos sencillos, gorra de trabajador, saco y corbata, de preferencia grises sin barba ni bigote. Wystan era reconocible.

También reconocibles, hasta el punto de causar escalofríos, eran los versos de “Septiembre 1º,1939”, que explicaban claramente los orígenes de la guerra que había acunado a nuestra generación pero que, efectivamente, nos describía a nosotros mismos con la misma justeza de una fotografía en blanco y negro: “El público y yo sabemos/ lo que todos los niños aprenden:/ aquéllos a los que se hace mal/ hacen mal a cambio."

Sin duda este cuarteto se salía de contexto, igualando a los vencedores y a las víctimas, y creo que debería ser tatuado por el gobierno federal en el pecho de cada recién nacido, no sólo por su ménsaje sino por su entonación. El único argumento aceptable contra tal procedimiento séría que hay mejores versos de Auden. ¿Qué podría hacerse con los siguientes?: “Las caras a lo largo de la barra/ se aferran a su día normal:/ las luces nunca deben apagarse, / la música debe sonar siempre, / todas las convenciones conspiran/ para que esta fortaleza adopte / el amueblado del hogar;/ para que no sepamos dónde estamos, / perdidos en un bosque embrujado,/ niños con miedo a la noche/ que nunca han sido felices ni buenos.”

O si consideran que esto suena demasiado a Nueva York, demasiado norteamericano, intentemos con este pareado de “El escudo de Aquiles” que, para mi gusto, suena un poco como epitafio dantesco a un puñado de naciones de Europa Oriental: “...perdieron su orgullo/ y murieron como hombres antes de que sus cuerpos murieran.”

O si todavía están contra tal barbaridad, si quieren librar a la piel tierna de esta herida, hay otros siete versos en el mismo poema que deberían grabarse en las rejas de todo estado existente, sin duda en las rejas del mundo entero: “Un niño harapiento, sin rumbo y solo, / vagaba por ese baldío; un pájaro/ voló para escapar de 8 u bien dirigida piedra:/ que las niñas son violadas, que dos niños acuchillan a un tercero, / eran axiomas para él, que nunca había oído hablar/ de algún mundo donde se mantuvieran las promesas,/ o que alguien pudiera llorar porque otro llora.”

De esta manera, el recién llegado no se engañará sobre la naturaleza de este mundo; de esta manera, el habitante del mundo no tomará a los demagogos por semidioses.

No es preciso ser un gitano o un Lombroso para creer en la relación entre la apariencia de un individuo y sus acciones: después de todo, en esto se basa nuestro sentido de la belleza. Sin embargo, ¿qué aspecto tendría que tener el poeta que escribió esto?: “Del todo en otra parte, vastas/ manadas de renos cruzan / millas y millas de musgo dorado,/ en silencio y muy rápidamente.”

¿Qué aspecto tendría que tener un hombre al que le gustaba tanto traducir verdades metafísicas al lenguaje pedestre del sentido común como detectar a las primeras en el segundo? ¿Qué aspecto tendría que tener alguien que siendo muy cuidadoso sobre la creación dice más del Creador que cualquier agonista impertinente que toma un atajo a través de las esferas? ¿No sería que una sensibilidad única en su combinación de honestidad, alejamiento clínico y lirismo controlado tendría que dar por resultado, si no un arreglo único de los rasgos faciales, entonces, por lo menos, una expresión específica, fuera de lo común? ¿Y esos rasgos o esa expresión podrían ser captadas por un pincel? ¿Registrados por una cámara?

Me gustaba mucho el proceso de extrapolación a partir de esa pequeña fotografía. Uno siempre busca a ciegas una cara, siempre se quiere tener un ideal que materializar, y en ese tiempo Auden estaba muy cerca de representar un ideal. (Otros dos eran Beckett y Frost, pero yo ya sabía cómo eran; aunque fuera aterrador, la correspondencia entre sus rostros y sus acciones era obvia). Por supuesto que tarde o temprano llegué a ver otras fotografías de Auden: en una revista de contrabando o en otras antologías. Pero no agregaban nada; el hombre eludía las lentes, o éstas se rezagaban detrás de él. Empecé a preguntarme si una forma de arte era capaz de escribir a otra, si lo visual podía aprehender lo semántico.

Entonces un día -creo que fue en el invierno de 1968 o 1969-, en Moscú, Nadezhda Mandelstam, a quien fui a visitar, me dio otra antología más de poesía moderna, un libro muy bonito ilustrado generosamente con grandes fotografías en blanco y negro de, si mal no recuerdo, Rollie Me Kenna. Encontré lo que estaba buscando. Unos meses más tarde, alguien me pidió prestado el libro y nunca volví a ver la fotografía; aún así, la recuerdo bastante bien.

La foto parecía haber sido tomada en algún lugar de Nueva York, en algún paso a desnivel -ya fuera el que está cerca de Grand Central o el de la Universidad de Columbia que llega hasta la avenida Amsterdam. Ahí estaba Auden parado, como si lo hubieran agarrado desprevenido, de paso, con las cejas levantadas en expresión de aturdimiento. Los ojos mismos, sin embargo, eran terriblemente serenos y penetrantes. Era, probablemente, el final de la década de los cuarenta o el principio de los cincuenta, antes de que la famosa etapa de las arrugas -de la “cama sin hacer”- triunfara sobre sus rasgos. Todo, o casi todo, me pareció claro.

El contraste o, mejor aún, el grado de disparidad entre esas cejas levantadas con un aturdimiento formal y lo penetrante de su mirada correspondía, a mi modo de ver, a los aspectos formales de sus versos (dos cejas levantadas - dos versos) y a la deslumbrante precisión de su contenido. Lo que me miraba desde la hoja era el equivalente facial de un pareado, de la verdad que el corazón conoce mejor. Los rasgos eran normales, hasta muy simples. No había . nada específicamente poético en su cara, nada byro-nesco, demoníaco, irónico, aguileño, romántico, herido, etc. Más bien era la cara de un médico que está interesado en nuestra historia a pesar de saber que estamos enfermos. Una cara bien preparada para todo, la suma total de una cara.

Era un resultado. Su mirada en blanco era el producto directo de esa cegadora proximidad de cara a objeto que producía expresiones como “no un fracaso importante”, “asesinato necesario”, “oscuridad conservadora”, “tumba apática” o “desierto bien administrado”.

Daba la impresión de un miope cuando se quita los anteojos, excepto que la mirada penetrante de ese par de ojos no tenía nada que ver ni con la miopía ni con la pequeñez de los objetos a su alrededor, sino con sus firmemente arraigadas amenazas. Era la mirada de un hombre que sabía que no sería capaz de desyerbar esas amenazas, pero que se inclinaba a describir los síntomas así como la enfermedad misma. No era lo que se llamaba “crítica social”-aunque sólo fuera porque la enfermedad no era social: era existencial.

En términos generales, creo que como comentarista social o diagnosticador o algo semejante, este hombre estaba terriblemente equivocado. El cargo que se le ha hecho con más frecuencia es que no ofrecía un remedio. Creo que en parte él se lo buscó al recurrir primero a la terminología freudiana, luego a la marxista y finalmente a la eclesiástica. El remedio, sin embargo, radicaba precisamente en su empleo de estas terminologías, porque son simplemente dialectos diferentes con que se puede hablar de una _ y la misma cosa: el amor. Es el tono con que uno habla a los enfermos lo que puede curarlos. Este poeta se movía entre los casos graves y a veces terminales del mundo, no como cirujano sino como enfermera, y todo paciente sabe que son las enfermeras y no las incisiones las que tarde o temprano hacen que uno vuelva a caminar. Es la voz de una enfermera, e» decir, la del amor, la que se escucha en el último diálogo de Alonsoy Ferdinando en “El mar y el espejo”: “Pero si fracasaras en conservar tu reino/ y, como tu padre antes que tú, llegaras/ donde el pensamiento acusa y el sentimiento burla, / cree en tu dolor.”

Ni un médico ni un ángel, ni -menos aún- un amante o pariente, diría esto en el momento de nuestra derrota final; sólo una enfermera o un poeta, a partir de la experiencia y también a partir del amor.

Y yo me maravillaba ante ese amor. No sabía nada de la vida de Auden: nada sobre su homosexualidad, ni sobre su matrimonio por conveniencia (para ella) con Erika Mann, etc. —nada. Una cosa que intuía muy claramente era que este amor rebasaría su objeto. En mi mente -más bien, en mi imaginación- se trataba del amor desplegado o acelerado por el lenguaje, por la necesidad de expresarlo; y el lenguaje -eso ya lo sabía yo- tiene su propia dinámica y es capaz, especialmente en la poesía, de usar sus propios recursos de autogeneración: metros y estrofas que llevan al poeta mucho más allá de su destino original. Y la otra verdad sobre el amor en la poesía que uno recoge de la lectura es que los sentimientos de un escritor se subordinan inevitablemente a la progresión linear e irreversible del arte. Este hecho garantiza, en el arte, un mayor grado de lirismo; en la vida, un grado equivalente de aislamiento. Aunque sólo fuera por su versatilidad estilística, este hombre debe haber conocido un grado de desesperación extraordinario, como lo demuestran muchos de sus más bellos y hechizantes poemas. Porque en el arte los rasgos de ligereza surgen, con mucha frecuencia, de la misma oscuridad de su ausencia.

Y sin embargo, era de todos modos amor, perpetuado por el lenguaje, olvidado -porque el lenguaje era el inglés- del género, asistido de la más profunda agonía, porque la agonía, a fin de cuentas, tendría que ser articulada. El lenguaje, después de todo, es consciente de sí mismo por definición, y quiere apropiarse de cada nueva situación. Mientras miraba la fotografía de Rollie McKenna, me agradaba que el rostro no revelara una tensión neurótica ni de ningún otro tipo, que fuera pálido, ordinario, que no expresara, sino al contrario, que absorbiera lo que tenía lugar frente a esos ojos. Qué maravilloso sería, pensé, tener esa cara, y traté de imitar su gesto en el espejo. Obviamente fallé, pero sabía que fallaría porque una cara así estaba destinada a ser única en su género. No había necesidad de imitarla: ya existía en el mundo, y el mundo me parecía de algún modo más agradable debido a que esa cara estaba en alguna parte.

Son cosas raras las caras de los poetas. En teoría, el aspecto de los autores debería de ser irrelevante para sus lectores: la lectura no es una actividad narcisista, ni tampoco lo es la escritura, pero sucede que cuando a uno le gusta un buen número de los versos de un poeta se empieza a preguntar sobre la apariencia del escritor. Esto seguramente tiene que ver con la sospecha de que gustar de una obra de arte es reconocer la verdad, o el grado de verdad, que el arte expresa. Inseguros por naturaleza, queremos ver al artista, al que identificamos con su obra, para que la próxima vez podamos saber a qué se parece la verdad en la vida real. Sólo los autores de la antigüedad escapan a este escrutinio, y es por eso, en parte, que son considerados clásicos, y sus generalizados rasgos de mármol esparcidos en nichos de bibliotecas están en relación directa con el significado absolutamente arquetípico de su oeuvre. Pero cuando leemos: “...Visitar/ la tumba de un amigo, / hacer una escena desagradable,/ contar los amores de los que uno se ha desprendido,/ no es placentero, pero piar como un ave sin lágrimas, / como si nadie en particular se muriera / y la murmuración nunca fuera verdad, impensable...” empezamos a sentir que detrás de estos versos se encuentra no un autor concreto, rubio, castaño, pálido, moreno, arrugado o de piel lisa, sino la vida misma; y eso quisiéramos conocer, con eso nos gustaría encontramos en proximidad humana. Detrás de este deseo no hay vanidad, si no cierta física humana que empuja una partícula pequeña hada un gran imán, aunque podamos terminar repitiendo con Auden: “He conocido a tres grandes poetas, cada uno un gran hijo de puta”. Yo: ¿Quiénes? El: “Yeats, Frost, Brecht”. (Pero con Brecht se equivocaba: Brecht no era un gran poeta.).

IV

El 6 de junio de 1972, unas cuarenta y ocho horas después de dejar Rusia algo precipitadamente, me encontré con mi amigo Cari Proffer, profesor de literatura rusa en la Universidad de Michigan (que había volado a Viena para reunirse conmigo), frente a la casa de veraneo de Auden en el pequeño pueblo de Kirchstetten, explicando a su propietario la razón por la que estábamos allí. Este encuentro por poco no tuvo lugar.

Hay tres Kirchstettens en Austria de! norte, habíamos pasado por los tres y estábamos a punto de regresar cuando el coche pasó por una angosto y silenciosa pradera donde vimos una flecha de madera que decía: “Audenstrasse”. Antes se había llamado (si mal no recuerdo) “Hinterholz” porque la pradera daba, detrás del bosque, al cementerio local. El darle un nuevo nombre tenía seguramente mucho que ver con la disposición de los habitantes a deshacerse de este memento mori, así como con su respeto por el gran poeta que vivía entre ellos. El poeta consideraba la situación con una mezcla de orgullo y de vergüenza. Sentía, sin embargo, mucho aprecio por el sacerdote local, que se llamaba Schickelgruber: Auden no podía resistir la tentación de llamarlo “Padre Schickelgruber”.

De todo eso me enteraría más tarde. Por el momento, Cari Proffer estaba tratando de explicar la razón de nuestra visita a un hombre rechoncho que sudaba abundantemente, con camisa roja y tirantes anchos, un saco sobre el brazo y una pila de libros debajo de el. Acababa de llegar de Viena por tren y, tras subir la colina, le faltaba el aliento y no tema ganas de conversar. Estábamos a punto de damos por vencidos cuando de pronto entendió lo que Cari FYoffer decía, exclamó “¡Imposible!” y nos invitó a la casa. Era Wystan Auden, y sucedió menos de dos años antes de su muerte.

Déjenme tratar de aclarar cómo surgió todo esto. En 1969, George L. Kline, un profesor de filosofía de Bryn Mawr, me había visitado en Leningrado. El profesor Kline estaba traduciendo mis poemas al inglés para la editorial Penguin y mientras revisábamos el contenido del futuro libro me preguntó a quién escogería idealmente para escribir la introducción. Sugerí a Auden -porque Inglaterra y Auden eran sinónimos para mí. Pero, en aquel momento, todo el proyecto de que mi libro se publicara en Inglaterra era bastante irreal. Lo único que confería una apariencia de realidad a esta aventura era su total ilegalidad bajo la ley soviética.

Aun así, las cosas se echaron a andar. Se le dio a Auden el manuscrito para que lo leyera y le gustó lo suficiente como para escribir la introducción. Así que cuando llegué a Viena, llevaba conmigo la dirección de Auden en Kirchstetten. Al recordar y pensar en las conversaciones que sostuvimos durante las tres semanas siguientes en Austria y más tarde en Londres, escucho más su voz que la mía, a pesar de que, debo decirlo, lo atormenté demasiado extensamente con el tema de la poesía contemporánea, especialmente sobre los poetas mismos. Aun así, esto era bastante comprensible, ya que la única frase inglesa con la que sabía que no me estaba equivocando era “Sr. Auden, ¿qué piensa usted sobre...?” seguida de un nombre.

Quizás era lo mejor, porque ¿qué podía yo decirle que él no supiera ya de una u otra manera? Por supuesto podía decirle cómo había traducido algunos poemas suyos al ruso para llevarlos a una revista en Moscú ; pero resulta que el año había sido 1968, los soviéticos habían invadido Checoslovaquia y una noche la BBC transmitió: “El Ogro hace lo que los ogros pueden...” de Auden, y ahí había terminado mi aventura (La historia probablemente habría provocado su simpatía hacia mí, pero de todos modos yo no tenía muy buena opinión sobre esas traducciones.) ¿Que nunca había leído ninguna buena traducción de su obra en alguna de las lenguas que conocía? Eso él ya lo sabía, quizá demasiado bien. ¿Que me había entusiasmado enterarme un día de su devoción a la tríada kier-kegaardiana, que también para muchos de nosotros era la clave de la especie humana? Pero temía que no sería capaz de articularlo.

Era mejor escuchar. Como yo era ruso, Auden hablaba de los escritores rusos. “No me gustaría vivir bajo el mismo techo con Dostoievsky”, decía. O: “El mejor escritor ruso es Chejov” — “¿Por qué?” “Es el único de ustedes que tiene sentido común”. O me preguntaba sobre lo que parecía asombrarlo más de mi tierra: “Me dijeron que los rusos siempre se roban los limpiaparabrisas de los coches estacionados. ¿Por qué?” Pero mi respuesta —porque no venden piezas -sueltas— no lo satisfacía; obviamente él pensaba en una razón más inescrutable, y después de haberlo leído yo mismo empecé a pensarlo. Entonces se ofreció a traducir algunos de mis poemas. Estome impresionó sobremanera. ¿Quién era yo para ser traducido por Auden? Yo sabía que gracias a sus traducciones algunos de mis compatriotas habían logrado más de lo que sus versos merecían; sin embargo, no podía permitirme pensar que él trabajaría para mí. Por eso dije “Sr. Auden, ¿qué piensa usted de... Robert Lowell?” “No me gustan los hombres”, respondió, "que dejan tras ellos un rastro fresco de mujeres llorando”.

Durante esas semanas en Austria cuidó de mis asuntos con la diligencia de una mamá gallina. En primer lugar, empezaron a llegarme, inexplicablemente, cartas y telegramas a la dirección de Auden. Después escribió a la Academia de Poetas Norteamericanos pidiendo que me otorgaran alguna ayuda financiera. Así fue como recibí mi primer dinero norteamericano —mil dólares, para ser exacto— que me duró hasta mi primer día de pago en la Universidad de Michigan. Me había recomendado con su agente, me había instruido sobre quién conocer y a quién evitar, presentando amigos, protegido de los periodistas, y explicado con tristeza que había dejado su departamento en St. Mark’s Place —como si yo planeara vivir en su Nueva York. “Sería bueno para ti. Aunque sólo fuera porque hay una iglesia armenia muy cerca, y la misa es mejor cuando no se entienden las palabras. ¿No sabes armenio, verdad? Yo no sabía armenio.

Entonces llegó de Londres —a la dirección de W, H. Auden— una invitación para que yo participara en el encuentro de Poesía Internacional en el Queen Elizabeth Hall, y reservamos el mismo vuelo en British European Airways. Aquí tuve la oportunidad de pagarle un poco en especie. Sucedió que durante mi estancia en Viena había sido protegido por la familia Razumovsky (descendientes del Conde Razumovsky de los Cuartetos de Beethoven) Un miembro de esa familia, Olga Razumovsky, trabajaba entonces con la Austrian Airlines. Cuando supo que W. H. Auden y yo volaríamos juntos a Londres, habló a BEA y sugirió que les dieran a estos dos pasajeros un trato real. Naturalmente lo recibimos. Auden estaba contento y yo estaba orgulloso.

En esa época me pidió varias veces que lo llamara por su primer nombre. Por supuesto me resistí —y no sólo por lo que sentía por él como poeta, sino también por nuestra diferencia de edades: los rusos son muy respetuosos de esas cosas. Finalmente me dijo en Londres: “No podemos seguir así. O tú me dices Wystan, o yo tendré que llamarte Mr. Brodsky”. Esta amenaza me sonó tan grotesca que me di por vencido. “Sí, Wystan”, respondí. “Lo que tú digas, Wystan”. Después fuimos a la lectura. Se inclinó sobre el atril y durante una media hora llenó la habitación con los versos que conocía de memoria. Si alguna vez deseé que el tiempo se detuviera, fue entonces, dentro de aquella gran habitación oscura en la orilla sur del Támesis. Desgraciadamente no fue así. Sin embargo, un año después, tres meses antes de que muriera en un hotel austriaco, leímos juntos otra vez. En la misma habitación.

En aquel tiempo, tenía casi sesenta y seis años. “Tuve que venir a Oxford. Tengo buena salud, pero necesito tener a alguien que me cuide”. Lo que yo pude ver cuando fui a visitarlo, en enero de 1973, era que lo cuidaban únicamente las cuatro paredes de la cabaña del siglo XVI que le había dado la universidad, y la sirvienta. En el comedor, los miembros de la facultad lo empujaban fuera de la barra. Supuse que simplemente era la costumbre en las escuelas inglesas —los chicos siempre son chicos. Sin embargo, al verlos no pude evitar recordar una más de esas frases deslumbrantes de Wystan: “trivialidad en la arena”.

Esta bobería no era más que una variación sobre el tema de que la sociedad no tiene ninguna obligación hacia el poeta, especialmente hacia un poeta viejo. Es decir que la sociedad puede escuchar a un político de edad madura, o hasta viejo, pero no a un poeta. Hay una serie de razones para esto, desde las antropológicas hasta las del servilismo. Pero la conclusión es simple e inevitable: la sociedad no tiene derecho a quejarse si un político la engaña. Porque, como Auden escribió una vez en su “Rimbaud”, «Pero en ese niño la mentira del retórico/ explotó como una cañería: el frío había creado a un poeta»

Si la mentira explota de esta manera en "ese niño" ¿qué pasa con ella en el viejo que siente el frío más agudamente? Por muy presuntuoso que suene viniendo de un extranjero, el logro trágico de Auden como poeta fue precisamente haber deshidratado a su verso de cualquier tipo de engaño, sea retórico o bárdico. Este tipo de cosas aleja a uno no sólo de los miembros de la facultad, sino también de los colegas en el área, porque cada uno de nosotros albergamos a ese joven con espinillas sediento de la incoherencia de la elevación.

Esta apoteosis de barritos, al volverse crítica, considera la ausencia de elevación como debilidad, descuido, charlatanería, decadencia. A este tipo de gente no se le ocurriría que un poeta envejecido tiene el derecho de escribir peor —si en realidad lo hace—, que no hay nada tan desagradable comc la vejez que “descubre el amor' y los trasplantes de glándula de mono. Entre la impetuosidad y la sabiduría, el público siempre escogerá la primera (y no porque esa opción refleje su composición demográfica o por la costumbre “romántica” de los poetas de morirse jóvenes, sino debido a la aversión innata de la especie por pensar en la vejez, sin hablar de sus consecuencias). Lo triste de este aferrarse a la inmadurez es que la condición misma está lejos de ser permanente. ¡Ah, si por lo menos lo fuera! Entonces todo podría explicarse por el miedo de la especie a la muerte. Entonces todos esos “Poemas selectos” de tantos poetas serían inofensivos como los ciudadanos de Kirchstetten que rebautizaron su “Hinterholz”. Si sólo se tratara del miedo a la muerte, los lectores, y especialmente los críticos agudos tendrían que haberse suicidado uno tras otro, siguiendo el ejemplo de sus queridos autores jóvenes. Pero eso no sucede.

La verdadera historia del aferramiento de nuestra especie a la inmadurez es mucho más triste. Tiene que ver no con la renuencia del hombre a saber de la muerte, sino con su no estar dispuesto a oír hablar de la vida. Sin embargo, la inocencia es lo último que puede sostenerse naturalmente. Por eso es que los poetas —especialmente los que han vivido mucho— deben ser leídos en su totalidad, no en selecciones. El comienzo tiene sentido sólo en la medida en que hay un final. Porque a diferencia de los escritores de ficción, los poetas nos cuentan toda la historia: no sólo en términos de sus propias experiencias y sentimientos, sino —y esto es lo más importante para nosotros— en términos del lenguaje mismo, en términos de las palabras que escogen finalmente.

Un hombre que envejece, si todavía sostiene una pluma, tiene una opción: escribir sus memorias o llevar un diario. Por la misma naturaleza de su arte, los poetas son diaristas. Muchas veces contra su propia voluntad, siguen la pista de lo que está sucediendo: a) a sus almas, ya sea la expansión de un alma o —con más frecuencia— su encogimiento, y b) a su sentido del lenguaje, porque son los primeros para quienes las palabras se comprometen o se devalúan. Nos guste o no, estamos aquí para aprender no sólo lo que el tiempo le hace al hombre sino lo que el lenguaje le hace al tiempo. Y los poetas no hay que olvidarlo, son aquellos “por los cuales (el lenguaje) vive”. Esta es la ley que le enseña a un poeta mayor rectitud que cualquier credo.

Es por esto que se puede construir mucho con W. H. Auden. No sólo porque murió cuando tema el doble de la e-dad de Cristo o debido al “principio de repetición” de Kierke-gaard. Simplemente estuvo al servicio de una infinidad mayor de la que normalmente reconocemos, y es testigo de su disponibilidad; lo que es más, él hizo que fuera hospitalaria. Lo menos que se puede decir es que cada individuo debería conocer por lo menos a un poeta de principio a fin: si no como una guía en el mundo, entonces como un patrón para medir el lenguaje. W. H. Auden serviría muy bien para ambos fines, aunque sólo fuera por sus respectivas semejanzas con el Infierno y el Limbo.

Fue un gran poeta (lo único que está mal en esta oración es el tiempo, ya que la naturaleza del lenguaje pone los logros personales invariablemente en el presente), y yo me considero inmensamente afortunado de haberlo conocido. Pero aunque no lo hubiera conocido, siempre estaría la realidad de su trabajo. Uno debería sentirse agradecido con el destino por haber sido expuesto a esta realidad, por la prodigalidad de estos dones, aún más inapreciables por no haber sido destinados a nadie en particular. Se puede llamar a esto una generosidad del espíritu, excepto que el espíritu necesita a un hombre a través del cual refractarse. No es el hombre el que se vuelve sagrado debido a esta refracción: es el espíritu el que se vuelve humano y comprensible. Esto —y el hecho de que los hombres son finitos— es suficiente para que uno idolatre a este poeta.

Cualesquiera que sean las razones por las cuales cruzó el Atlántico y se hizo norteamericano, el resultado fue que fusionó ambas lenguas inglesas y se convirtió —para parafrasear uno de sus propios versos— en nuestro Horacio trasatlántico. De una u otra manera, todos los viajes que emprendió —por tierras, cuevas de la psique, doctrinas, credos— sirvieron no tanto para mejorar su razonamiento como para expandir su dicción. Si alguna vez la poesía fue para él un medio de ambición, vivió lo suficiente para que se convirtiera simplemente en un medio de existencia. De ahí su autonomía, su cordura, su equilibrio, su ironía, su desprendimiento —en suma, su sabiduría. Sea lo que sea, leerlo es una de las pocas maneras (si no la única) a nuestro alcance para poder sentirnos decentes. Me pregunto, sin embargo, si ese fue su propósito.

Lo vi por última vez en julio de 1973, en una cena en casa de Stephen Spender, en Londres. Wystan estaba ahí sentado a la mesa, con un cigarro en su mano derecha y una copa en la izquierda, hablando sobre el tema del salmón frío. Como la silla era demasiado baja, la dueña de casa le había puesto dos viejos volúmenes del Oxford Engiish Dictionary para sentarse. Pensé entonces que estaba viendo al único hombre que tenía derecho de usar esos volúmenes como asiento.

por Joseph Brodsky Traducción de Marina Fe

 

Originalmente en Diario de Poesía  Año 3. Nº 9. Julio de 1988

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-9/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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