César y su legionario cuento de Bertolt Brecht
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Desde comienzos de marzo sabía el dictador que los días de la dictadura estaban contados. A un forastero que llegara de alguna de las provincias, la capital le hubiera impresionado tal vez más que nunca. La urbe había crecido desmesuradamente; una abigarrada mezcla de pueblos ocupaban sus distintos barrios, que parecían a punto de estallar; poderosos edificios públicos estaban en vías de conclusión; la “city” hervía de proyectos; la vida comercial se desarrollaba con total normalidad; los esclavos eran baratos. El régimen parecía afianzado. El dictador acababa de ser nombrado dictador vitalicio y preparaba ya la más grande sus empresas, la conquista del Oriente, la campaña de Persia, tan largo tiempo esperada, auténtica secuela de la expedición de Alejandro. César sabía que no iba a pasar de aquel mes. Había llegado a la cumbre de su poder. Ante él se abría el abismo. La gran sesión del senado del 13 de marzo, en la que el dictador pronunció un discurso contra la “amenazadora actitud del gobierno persa” y en la que comunicó asimismo haber reunido un ejército en Alejandría, capital de Egipto, puso de relieve la indiferencia, por no decir la frialdad, del Senado. Mientras el dictador hablaba, circulaba entre los senadores una ominosa lista de las cantidades que el dictador había depositado, con nombre falso, en bancos de la España romana: ¡El dictador saca del país su fortuna personal (110 millones en total)! ¿Es que no confiaba en su propia guerra? ¿O es que la proyectada guerra no tenía por objetivo Persia, sino Roma? El Senado aprobó los créditos para la campaña. Por unanimidad, como de costumbre. En el palacio de Cleopatra, centro de todas las intrigas relacionadas con el Oriente, se hallan reunidos altos militares. La reina de Egipto es la verdadera inspiradora de la guerra contra Persia. Bruto y Casio, así como otros jóvenes oficiales, la felicitan por el triunfo en el Senado de su política bélica. Su ocurrencia de hacer circular la ominosa lista suscita admiración y carcajadas. El dictador va a llevarse una buena sorpresa cuando trate de cobrar en la City los créditos concedidos... Efectivamente, César —para quien no ha pasado desapercibida la frialdad del Senado, encubierta por una aparente complacencia— observa también en la City una actitud de lo más irritante. En la Cámara de Comercio, el dictador conduce a los financieros ante un mapa de enormes proporciones, colgado en la pared, y les explica sus planes para las campañas de Persia y de la India. Los financieros asienten con la cabeza, pero sacan a colación el tema de las Galias, conquistadas hace años, y en las que, sin embargo, han vuelto a producirse sangrientas revueltas. “El Nuevo Orden” no marcha como es debido. Alguien hace una sugerencia: ¿no sería preferible aplazar hasta el otoño la nueva guerra? César no responde, sino que abandona bruscamente la reunión. Los financieros alzan la mano haciendo el saludo romano. Alguien murmura: —Está perdiendo su viejo temple. ¿Es que de pronto ya nadie desea la guerra? Se hacen averiguaciones y sale a la luz un hecho desconcertante: las fábricas de armamentos preparan febrilmente material de guerra; sus acciones suben vertiginosamente; también registran un alza los precios de los esclavos... ¿Qué significa todo esto? ¿Desean la guerra del dictador, y, sin embargo, le rehúsan el dinero para llevarla a cabo? Hacia el anochecer, César ha comprendido lo que aquello significa: desean la guerra, pero no bajo su mando. Da entonces la orden de detener a cinco banqueros, pero se le nota profundamente afectado, a punto de sufrir una fuerte depresión nerviosa. Su comportamiento sorprende a su ayudante, que le ha visto conservar la sangre fría en medio de las más sangrientas batallas. César se tranquiliza un poco cuando ve llegar a Bruto, a quien tiene en gran aprecio. De todas formas, no se siente con ganas de examinar un “dossier” que le acaba de entregar su hombre de confianza en la City. Figuran en él nombres de diversos conjurados, entre ellos Bruto, que preparan un atentado contra su vida. El temor a encontrar nombres de personas de su confianza en el grueso “dossier” (“¡es tan grueso, tan espantosamente grueso!”) es lo que le disuade de abrirlo. Bruto necesita echar un trago de agua cuando ve cómo César devuelve el legajo sin abrir a su secretario, para examinarlo más tarde. En el palacio de Cleopatra estalla el desconcierto cuando aparece Bruto, pálido y profundamente turbado, e informa de la existencia de un “dossier” sobre el complot, que César puede leer en cualquier momento. Cleopatra trata de tranquilizar a los presentes apelando a su honor de soldados, y da al punto orden de liar los bártulos. Mientras tanto, el edil policial se ha presentado ante César. Es el tercero que ocupa ese cargo en lo que va de año —sólo tres meses—. Sus antecesores fueron destituidos por participar en intrigas. El edil garantiza la seguridad personal del dictador a pesar de la conmoción que en la City ha producido la detención de los banqueros, en cuyo favor se están moviendo ya en diversos círculos poderosas influencias... En opinión del edil, la guerra con Persia, de cuya inminencia parece convencido, acallará a la oposición. Mientras el edil le expone con todo detalle las amplias medidas de protección que considera necesarias, César ve a través de él, como en una visión, la forma en que ha de morir, pues no le cabe duda de que ha de morir muy pronto. Se dejará llevar al pórtico de Pompeyo, donde descenderá; allí despachará a los peticionarios, acudirá al templo, buscará con la mirada a tal o cual senador y lo saludará, se sentará en su silla. Se celebrarán algunas ceremonias: lo ve todo claramente. Entonces, con cualquier pretexto se le acercarán los conjurados: en la visión de César, éstos no presentan facciones; en el lugar de sus rostros aparecen manchas blancas. Uno de ellos le dará algo para leer; él lo tomará en sus manos, y entonces todos se precipitarán sobre su persona, y él morirá. No, no habrá guerra de Oriente para César. La más grande de sus empresas nunca llegará a realizarse: habría consistido en llegar vivo a un barco, el cual debía llevarle hasta Alejandría, donde estaban sus tropas, y que era además el único lugar donde tal vez estaría seguro. Cuando los centinelas ven entrar esa noche a unos hombres en las habitaciones del dictador, se imaginan que son generales e inspectores militares que van a discutir con él los planes de la campaña contra Persia. Pero se trata sólo de médicos: el dictador padece insomnio. El día siguiente, 14 de marzo, transcurre confuso y angustioso a un tiempo. Durante su ejercicio matinal a caballo, en la escuela de equitación, César tiene una idea. El Senado y la City están contra él, ¿y qué? ¡Recurrirá al pueblo! ¿Acaso no fue él un día el gran tribuno de la plebe, la clara esperanza de la democracia? Había presentado un gigantesco programa con el que dio un susto de muerte al Senado: repartición de los latifundios, tierras para los pobres. ¿La dictadura? ¡No habría más dictadura! El gran César abdicaría, se retiraría a la vida privada; se iría, por ejemplo, a España... Un hombre fatigado fue el que montó a caballo y se dejó llevar, sin voluntad, vuelta tras vuelta, por la pista de la escuela de equitación; mas luego ese mismo hombre (al pensar en algo determinado: el pueblo) se irguió en la montura y acortó las riendas, espoleó al caballo y lo hizo correr hasta bañarlo en sudor. Un hombre nuevo, rejuvenecido, abandona la escuela de equitación. No muchos de los que participan en el complot se sienten esta mañana tan confiados como lo está César... Los conjurados temen ser detenidos de un momento a otro. Bruto aposta centinelas en su jardín. En muchas casas se queman papiros. En su palacio junto al Tíber, Cleopatra se prepara para el día de su muerte. César tiene que haber leído ya hace tiempo el “dossier”. La reina prepara con esmero su tocado. Deja en libertad a sus esclavos, distribuye presentes. Pronto llegarán los esbirros. La oposición dio ayer su golpe. Hoy le toca su turno al régimen. En la recepción que, como todos los días, concede el dictador queda claro qué características tendrá el contragolpe. En presencia de varios senadores, César habla de su nuevo plan. Convocará elecciones y dimitirá. Su consigna será: ¡Contra la guerra! El ciudadano romano conquistará suelo itálico, no suelo persa. Pues ¿en qué condiciones vive el ciudadano romano, el dominador del mundo? César las describe. Con rostros pétreos escuchan los senadores la relación que hace César de la miseria del ciudadano medio de Roma. El dictador se ha arrancado la máscara; desea sublevar a la plebe. Media hora más tarde lo sabrá toda la City. Entonces desaparecerán las hostilidades entre la City y el Senado, entre banqueros y oficiales, todos estarán de acuerdo en una cosa: ¡que hay que deshacerse de César! Antes de acabar su discurso, César comprende que ha cometido un error al hablar en esos términos. No debió expresarse con tanta sinceridad. Cambia, pues, bruscamente de tema y pone en juego su acrisolado encanto personal. Sus amigos no tendrán nada que temer. Sus haciendas están seguras. Es cierto que se ayudará a los renteros a convertirse en propietarios, pero correrá a cargo del Estado exclusivamente. Los senadores podrán disfrutar de buen verano; en Bayá él será su anfitrión. Cuando, después de haber agradecido la invitación, los presentes por fin se retiran, César ordena la destitución y arresto del edil policial, quien la noche anterior había dejado en libertad a los banqueros. A continuación envía a su secretario a sondear el ambiente que reina en los círculos democráticos. Ahora todo depende de la actitud del pueblo. Los círculos democráticos los constituyen los políticos de los clubs de trabajadores hace tiempo disueltos y que en la gran época de la República habían desempeñado un papel fundamental. La dictadura de César hizo saltar aquel aparato político, tan poderoso antaño, y con parte de sus elementos organizó una guardia civil, los llamados clubs de calle. También éstos fueron disueltos. Ahora, sin embargo, el secretario Tito Raro busca a los políticos plebeyos para sondear su opinión. Habla primero con un antiguo dirigente del gremio de los pintores; luego, con un antiguo agente electoral que ahora es tabernero. Tanto el uno como el otro se muestran increíblemente cautos y reacios a hablar de política. A su vez le remiten al viejo Carpo, ex líder de los trabajadores de la construcción, un hombre que debe tener gran influencia, ya que está en la cárcel. Mientras tanto, César recibe una visita importante, la de Cleopatra. La reina no pudo resistir más la tensión. Quiere saber cuál es su posición en este momento. Está ataviada para la muerte: ha recurrido a todas las artes de Egipto para dar relieve a su belleza, famosa en tres continentes. El dictador no parece tener prisa. Se comporta con ella como lo ha hecho otras veces durante los últimos años: con cortesía exquisita, dispuesto siempre a brindarle su consejo, indicándole una y otra vez que estaría dispuesto a convertirse de nuevo en su amante si ella aceptara, pues no hay nadie que sea tan buen catador como él de la belleza femenina. Pero ni una palabra de política. Se sientan ambos en el atrio y echan de comer a los pececitos dorados, o bien hablan del tiempo. César invita a la reina a pasar con él unos días en Bayá ese verano... La reina sigue intranquila. Probablemente, César no ha rematado aún los preparativos para el contragolpe; no cabe otra explicación. Se despide, tenso el rostro. César la acompaña hasta su litera; luego se dirige a las oficinas, en donde juristas y secretarios preparan febrilmente el borrador de la nueva ley electoral. El proyecto debe permanecer en secreto: a nadie se permite salir del palacio. Esta constitución será la más liberal de toda la historia de Roma. Efectivamente, todo depende ahora del pueblo... Como Raro tarda en volver más de lo previsto —¿qué negociaciones puede haber? Esos plebeyos habrán de aferrarse como a un clavo ardiendo a esa oportunidad única que les ofrece ahora el dictador—, César decide ir a las carreras de galgos. El canódromo aún no se ha llenado. César no se sienta en el gran palco, sino que se coloca más arriba, entre la muchedumbre. No debe temer que le reconozcan; la gente siempre le ha visto de lejos. César mira las carreras durante un rato antes de apostar por uno de los galgos participantes. Expone las razones de su elección a un hombre que se ha sentado junto a él. El hombre asiente con la cabeza. En la fila de delante se origina una pequeña discusión. Algunas personas se han sentado donde no les correspondía, y otras, que acaban de llegar, reclaman su asiento. César trata de entablar una conversación con sus vecinos e incluso aborda con ellos el tema político. Sus vecinos le responden con monosílabos. Al cabo comprende el dictador que esos hombres conocen su identidad: está sentado entre agentes de su propia policía secreta. Enojado, se levanta y abandona el lugar. El galgo por el que había apostado llega primero a la meta... Frente al canódromo se encuentra con su secretario, que le anda buscando. No trae éste buenas noticias. Nadie está dispuesto a negociar. Por todas partes reina el miedo o el odio. Sobre todo, el odio. El hombre en quien más se confía es Carpo, el albañil. César le escucha sombrío. Sube a su litera y da la orden de que le conduzcan hasta la prisión mamertina. Hablará con Carpo. Hay que comenzar por buscar a Carpo. Hay tantos plebeyos pudriéndose en esta casamata. Tras algunas idas y venidas se extrae al albañil Carpo, con unas sogas, del pozo en que pasa sus días. Ya puede hablar el dictador con el hombre en quien confía el pueblo de Roma. Están sentados frente a frente y se observan. Carpo parece un anciano; tal vez no supere en edad a César, pero representa los ochenta. Es un hombre viejo, muy gastado, pero no vencido. César le expone sin ambages su inaudito proyecto de restablecer la democracia, convocar elecciones y retirarse personalmente de la vida pública, etc. El anciano guarda silencio. No dice ni sí ni no, sólo calla. Mira fijamente a César y no emite palabra. Cuando César se va, bajan nuevamente a Carpo, suspendido de una soga, al profundo calabozo. El sueño de la democracia se ha disipado. Está claro: cuando se trata de dar un vuelco a la situación, no quieren contar con él. Demasiado bien le conocen. Cuando el dictador regresa a su casa, el secretario ha de convencer a la guardia de la identidad de su acompañante para que le dejen pasar. La guardia es nueva. El recién nombrado edil ha sustituido a la guardia romana del palacio por una cohorte de negros. Los negros son más seguros; no entienden latín, y es más difícil que se amotinen, contagiados por el ambiente que reina en la ciudad. César sabe ahora cuál es el ambiente que reina en la ciudad... En el palacio, la noche transcurre agitada. César se levanta varias veces y recorre los amplios aposentos. Los negros cantan y beben. Nadie se preocupa de él, nadie le reconoce. El dictador escucha una de sus tristes canciones y sale. Se dirige a los establos a visitar a su caballo favorito. Por lo menos, el animal le reconoce... Roma la eterna está sumida en un sueño intranquilo. A las puertas de los asilos nocturnos hacen cola artesanos arruinados, ansiosos de encontrar un rincón donde dormir siquiera tres horas, y mientras aguardan su turno, leen los grandes carteles, medio desgarrados, en los que se solicitan soldados para una guerra en Oriente que nunca tendrá lugar. En los jardines de la jeunesse dorée han desaparecido los centinelas de la noche anterior. De los palacios salen voces de borrachos. Una pequeña cabalgata atraviesa la puerta sur de la ciudad: la reina de Egipto abandona, toda envuelta en velos, la capital… A las dos de la mañana, César recuerda algo, se levanta y se dirige en camisón al ala del palacio donde los juristas continúan preparando la nueva constitución. Los manda a dormir. Hacia la madrugada, alguien comunica a César que su secretario Raro ha sido asesinado durante la noche. Al parecer, había corrido la voz de que estaba en tratos con políticos plebeyos, y unas manos poderosas, surgidas de la oscuridad, asestaron el golpe fatal. Pero ¿de quién eran esas manos? Las listas con los nombres de los conjurados, que ayer obraban en su poder, han desaparecido. A Raro lo asesinaron en palacio. Ni siquiera el palacio es ya sitio seguro para los leales al dictador. ¿Lo es acaso para el propio dictador? César permanece largo rato junto al catre sobre el cadáver de su secretario, la última persona en quien podía confiar, y al que esa confianza ha costado la vida. Al salir de la cámara se ve atropellado por un soldado borracho, que ni siquiera se disculpa. Nervioso, César vuelve varias veces la cabeza mientras atraviesa la galería. En el atrio —extraordinariamente desierto— nadie se ha presentado a la recepción matinal. César tropieza con un enviado de Antonio; el cónsul le manda decir que por nada del mundo acuda hoy al Senado. Su seguridad personal está allí amenazada. César ordena al enviado de Antonio transmita a su amo que no irá al Senado. El dictador acude, por el contrario, a casa de Cleopatra. Al salir del palacio pasa junto a la larga fila de peticionarios que allí concurren todas las mañanas. Tal vez Cleopatra está dispuesta a financiar su campaña. En ese caso podría prescindir tanto de la City como del pueblo. Cleopatra no está en casa. La casa está cerrada. Aparentemente, la reina se ha marchado por mucho tiempo... Vuelta al palacio. ¡Qué extraño que la puerta de entrada esté abierta! Resulta que la guardia ha abandonado sus puestos. El amo del mundo se asoma desde su litera y contempla su casa, en la que ya ni siquiera se atreve a entrar. ¿Adónde ir? Da la orden. Al Senado. Recostado en su litera, sin mirar a un lado ni a otro, César se dirige al pórtico de Pompeyo. Allí desciende. Despacha a los peticionarios. Penetra en el templo. Busca con la vista a tal o cual senador y lo saluda. Se sienta en su silla. Tienen lugar algunas ceremonias. Luego, con un pretexto, se le acercan los conjurados. Esta vez no tienen manchas blancas en lugar de rostros como en su sueño de hace dos noches; esta vez todos tienen rostros: los rostros de sus mejores amigos. Uno de ellos le da algo a leer, César lo toma. Se precipitan sobre él. 2. El legionario de CésarAl amanecer, una carreta tirada por bueyes cruza, en dirección a Roma, la verdeante Campania. Viaja en ella el rentero y veterano de César, de cincuenta y dos años, Terencio Scaper, con su familia y enseres. En sus rostros se adivina la preocupación. Los han expulsado de su pequeño lote de tierra por no pagar el arrendamiento. La única a la que no parece disgustar tanto la idea de establecerse en la gran ciudad es Lucilia: tiene dieciocho años, y su novio vive allí. Al acercarse a la ciudad, la familia advierte que algo extraño está ocurriendo. El control en las barreras es mucho más riguroso, y de cuando en cuando los manda parar una patrulla. Circulan rumores relativos a una inminente guerra en Asia. El viejo soldado se fija en los numerosos puestos de alistamiento, que tan familiares le resultan, y que están vacíos debido a lo temprano de la hora; se siente revivir. César planea nuevas campañas triunfales. Terencio Scaper llega oportunamente. Es el 13 de marzo del año 44. A eso de las nueve de la mañana atraviesa la carreta tirada por bueyes el pórtico de Pompeyo. Una muchedumbre aguarda allí la llegada de César y de los senadores, que deben celebrar sesión en el templo. Se dice que el Senado se dispone a escuchar “una importante declaración del dictador”. Todo el mundo discute la guerra. Con gran sorpresa para Scaper, las patrullas militares obligan a la gente a circular. Las discusiones cesan en cuanto aparecen los soldados. El veterano trata de abrirse paso con su carreta. Al llegar a la mitad aproximadamente del pórtico se pone en pie y grita volviendo el rostro: —¡Ave César! Sorprendido, comprueba, sin embargo, que nadie responde a su saludo. Un poco irritado, deja a su familia en una barata posada de las afueras y se lanza en busca de su futuro yerno, el secretario de César, Tito Raro. No deja que Lucilia le acompañe. Antes tiene que “ajustar cuentas” con el mozalbete. Scaper comprueba lo difícil que resulta el acceso al palacio de César, en el foro. El control, sobre todo en lo relativo a armas, es muy severo. Es un sector peligroso. Una vez dentro, se entera de que el dictador tiene más de doscientos secretarios. Nadie ha oído hablar de Raro. En realidad, Raro lleva tres años sin ver a su jefe en el ala de la biblioteca del palacio. Secretario literario de César, Raro colaboró durante algún tiempo con el director en un trabajo relacionado con la gramática. El trabajo sigue inconcluso, pues el dictador no puede dedicarle ya tiempo. Cuando ve entrar al viejo soldado con fuerte pisada, Raro casi se vuelve loco de alegría. Pero ¿es posible que Lucilia esté aquí en Roma? Sí, aquí está, pero ése no debe constituir motivo de alegría. La familia está en la calle, y la muchacha tiene gran parte de culpa. Podía haberse mostrado más amable con el arrendador, el fabricante de cueros Pompilio... ¡Máxime cuando Raro no se dejaba ver nunca por allí! El muchacho se defiende con apasionamiento. Si no ha ido es porque no le han dado permiso. Hará todo lo posible por ayudar a la familia. Pedirá un adelanto a la administración. Hará valer sus influencias para colocar a Terencio Scaper. ¿Por qué el veterano no había de ser capitán? Después de todo, Roma está a punto de emprender una importante guerra. Ruido de pasos y de armas en el corredor: César asoma por la puerta. El pequeño secretario se queda como paralizado bajo la mirada escrutadora del gran hombre. ¡Hacía tres años que César no pisaba por allí! Ni siquiera sospecha que su destino acaba de cruzar el umbral. César no ha venido a trabajar en su gramática, sino que anda buscando a una persona en quien pueda confiar totalmente, algo muy difícil de encontrar en ese palacio. Al pasar por la biblioteca se acordó de su secretario literario, un joven totalmente ajeno a la política. Tal vez por eso no le hayan sobornado... Dos guardias cachean a Scaper en busca de armas y le echan fuera. El soldado se marcha orgulloso: evidentemente, su futuro yerno no es el último mono del palacio. Hasta César le busca. Buena señal. También Raro es cacheado a su vez. Luego, el dictador le confía un encargo: debe ir a ver a un banquero de España, no sin dar un oportuno rodeo, con el fin de preguntarle a qué se debe la misteriosa resistencia de la City a la proyectada guerra de César en Oriente. Mientras tanto, el veterano espera fuera al muchacho. Al ver que no sale —Raro utilizó una puerta trasera—, Scaper vuelve a la posada a dar cuenta a la familia del giro favorable de los acontecimientos. Por el camino encuentra un puesto de reclutamiento. Sólo se presentan mozalbetes. ¡Qué bueno será tener protección y oficiar de capitán! Para simple soldado es ya demasiado viejo. Scaper entra en varias tabernas que encuentra por el camino, y cuando por fin llega a la pequeña posada donde ha dejado a su familia, está un poco achispado. Se imagina ser el capitán Terencio Scaper, y dirige sus iras contra el novio de Lucilia, que aún no se ha presentado. ¿Así que el encumbrado señor secretario no dispone de tiempo para ir siquiera a saludar a su prometida? ¿Y de qué va a vivir la familia? Se necesitan urgentemente por lo menos trescientos sestercios. Lucilia no va a tener más remedio que ir a ver al fabricante de cueros y pedirle dinero prestado. Lucilia se echa a llorar. No comprende por qué razón Raro no aparece. El señor Pompilio no dudará en prestarle los trescientos sestercios, pero exigirá algo a cambio. El padre monta en cólera. No puede caber ya ninguna duda de que el jovencito se ha “enfriado”. Hay que quemarle el trasero. Hay que demostrarle que se pueden pasar perfectamente sin su ayuda. Hacerle ver que hay otros hombres que saben apreciar a Lucilia en lo que vale. La muchacha se aleja entre sollozos y volviendo la cabeza a cada momento con la esperanza de ver aparecer a Raro. Mientras tanto, Raro está de regreso en el palacio. El banquero español le ha hecho entrega de un “dossier”, que él ha transmitido a su vez a César. Ahora se dirige a la administración para solicitar un adelanto. Allí recibe un gran susto; en lugar de concedérsele el dinero que solicita, se le somete a interrogatorio. ¿Dónde ha estado? ¿Qué encargo cumplió para el dictador? Cuando el joven secretario se niega a responder, se le comunica que está despedido. Lucilia tiene más suerte. En la oficina del fabricante de cueros la informan, en primer lugar, de que el señor Pompilio ha sido detenido. Los esclavos comentan aún, excitados, el increíble suceso, únicamente explicable, según ellos, por la publicidad que su amo había dado en los últimos tiempos a su furibunda oposición al dictador, cuando el señor Pompilio entra sonriente por la puerta. “Lógicamente”, ni a él ni a los demás señores de la City podían retenerlos en prisión. Por fortuna, aún existen influencias entre la policía. El señor César no es ya tan poderoso como antes... Lucilia no ha regresado aún, cuando Raro llega, por fin, a la posada. El veterano está de mal temple, y la familia no quiere decir adónde ha ido Lucilia. Por otra parte, Raro tampoco trae los trescientos sestercios. No se atreve a confesar que le han despedido y pretexta, lleno de desaliento, no haber podido acudir a la administración para solicitar su adelanto. En ese momento llega una Lucilia llorosa que se arroja en brazos de su novio. Pero Terencio Scaper no ve razón alguna para mostrar una mínima discreción, y con total desvergüenza pregunta a Lucilia por el resultado de su gestión. Sin atreverse a mirar a su novio a los ojos, Lucilia entrega a su padre los trescientos sestercios. Raro no necesita que nadie le explique de dónde ha sacado Lucilia ese dinero: ¡ha estado con el fabricante de cueros! Ciego de furia, arrebata el dinero al viejo. Se lo devolverá al señor Pompilio al día siguiente. A las ocho de la mañana, a lo más tardar, él, Raro, estará de vuelta en la posada y entregará a Lucilia el dinero que necesitan. Después irá con el padre de la muchacha a ver al jefe de la guardia de palacio y solicitará para él el puesto de capitán. El veterano acepta con un gruñido. A fin de cuentas, no debe resultarle difícil a alguien que goza de la confianza del amo del mundo el ayudar a la familia de un viejo y benemérito legionario... A la mañana siguiente, la familia Scaper espera en vano al muchacho. César lo ha hecho llamar a primera hora. Con su ayuda, el dictador ha logrado desempolvar en la biblioteca un viejo discurso, que pronunciara años atrás y en el que César exponía su programa democrático. A continuación, el secretario se ha encaminado a los arrabales con el propósito de sondear la opinión de varios políticos plebeyos acerca de un eventual restablecimiento de la democracia. Por otro lado, el dictador ha ordenado la sustitución de toda la guardia del palacio, así como la detención de su jefe, el mismo que el día anterior había interrogado a Raro. Terencio Scaper empieza a verlo todo negro. Ya no confía en el prometido de su hija, Lucilia se ha pasado llorando toda la noche y en un arrebato les ha gritado a sus padres lo que el fabricante de cueros le había exigido a cambio del dinero. La madre de la muchacha se ha puesto de su parte. El veterano decide presentarse como soldado en una oficina de reclutamiento. Tras largo titubeo, confiesa, sin embargo, a la familia su temor de que le rechacen por viejo. La familia le ayuda a rejuvenecer su aspecto. Lucilia le presta su lápiz de labios, y el hijo pequeño vigila su forma de andar. Pero cuando, debidamente caracterizado, se presenta en la oficina de alistamiento, se encuentra con que está cerrada. Los muchachos reunidos en las inmediaciones comentan excitados el rumor según el cual se ha suspendido la proyectada guerra. Completamente abatido, regresa al seno de su familia el veterano de diez guerras cesáreas y allí encuentra una carta de Raro a Lucilia en la que le comunica que están a punto de producirse importantes acontecimientos. En esos momentos se está preparando una ley por la cual los veteranos de César recibirán tierras en arrendamiento y también subvenciones estatales. La familia no cabe en sí de gozo. Sin embargo, cuando Terencio Scaper lee la carta, ésta ya ha perdido actualidad. Las pesquisas del secretario han demostrado que los antiguos políticos plebeyos, durante largo tiempo perseguidos por el dictador, ya no confían en las maniobras políticas de César. Raro, que se ha dado cuenta además de que le persiguen, busca en vano a su señor en el palacio y al fin lo encuentra por la tarde en el circo, presenciando una carrera de galgos. En el camino hacia el palacio, Raro da cuenta a César del desconcertante resultado de sus averiguaciones. Tras un largo silencio —al comprender de pronto el enorme peligro en que se encuentra el dictador—, Raro hace una proposición desesperada: César debe abandonar la ciudad en secreto esa misma noche y tratar de huir a Brindisi, para desde allí dirigirse por barco a Alejandría, donde se reunirá con su ejército. Le promete disponer para su huida una carreta de bueyes. El dictador, hundido en su litera, no le responde. Pero Raro ha decidido preparar la huida de César. El crepúsculo desciende rápidamente sobre ese gigantesco hervidero de rumores en que se ha convertido Roma, cuando el joven secretario llega a la puerta sur para negociar con la guardia. Poco después de medianoche pasará por allí una carreta de bueyes sin necesidad de exhibir ningún pase. El joven Raro entrega al guardián a cambio todo el dinero que lleva encima: trescientos sestercios exactamente. A eso de las nueve, Raro se presenta en la posada de los Scaper. Abraza a Lucilia y ruega a la familia le dejen solo con Terencio Scaper. Entonces se dirige al veterano para preguntarle: —¿Qué harías tú por el César? —¿Qué hay de las tierras? —pregunta a su vez Scaper. —Todo quedó en agua de borrajas —responde Raro. —¿Y de mi puesto de capitán tampoco hay nada? —De tu puesto de capitán tampoco hay nada. —Pero ¿tú sigues siendo su secretario? —Sí. —¿Y le ves? —Sí. —¿Y no puedes conseguir que haga algo por mí? —Ya no puede hacer nada por nadie. Todo ha fracasado. Mañana lo matarán como a una rata. Bueno, contéstame: ¿qué harías tú por él? El veterano le mira fijamente con ojos incrédulos. ¿Que el gran César está acabado? ¿Tan acabado que él, Terencio Scaper, tiene que acudir en su ayuda? —¿En qué podría ayudarle? —pregunta con voz ronca. —Le he prometido tu carreta de bueyes —contesta tranquilamente el secretario—. Debes esperarle a medianoche junto a la puerta sur. —No me dejarán pasar con la carreta. —Sí que te dejarán. Les he pagado para ello trescientos sestercios. —¿Trescientos sestercios? ¿Los nuestros? —Sí. El viejo le mira un instante casi con rabia. Pero inmediatamente después aparece en su mirada la mohína inseguridad de quien ha pasado la mitad de su vida sometido a la disciplina militar, y el veterano vuelve el rostro mientras farfulla: —Tal vez sea un buen negocio después de todo. Una vez fuera, podrá tomarse el desquite. Scaper se ha recuperado de su postración: en él anida otra vez la esperanza. Menos fácil le resulta a Raro despedirse de Lucilia. Desde su llegada a Roma, la muchacha no ha estado ni un momento a solas con él. Ni él ni su padre le han explicado la razón del continuo alejamiento de su prometido. Sólo ahora se entera. Su enamorado está junto a César. Es el único hombre en quien confía el amo del mundo. Pero ¿no puede pasar con ella siquiera un cuarto de hora en una taberna de la calle de los Caldereros? ¿No puede César prescindir de él por un cuarto de hora? Raro la lleva a la calle de los Caldereros, pero no llegan a entrar en la taberna. Aquél se percata de pronto de que otra vez le siguen. Dos individuos de torvo aspecto llevan siguiéndole los pasos desde la mañana. Los enamorados se separan, pues, delante de la posada. Lucilia regresa junto a su madre y le cuenta llena de alegría lo próximo al gran César que está su amado. Mientras tanto, el joven secretario trata en vano de burlar a sus perseguidores. Antes de medianoche sabrá lo que significa gozar de la intimidad de los poderosos. Hacia las once, Raro regresa al palacio del foro. Un regimiento de negros se ha hecho cargo de la guardia. Los soldados están borrachos en su mayoría. En su pequeño cuarto, detrás de la biblioteca, el joven secretario busca febrilmente el “dossier” que el día anterior le entregara para César el banquero de España. César no lo ha leído. En el “dossier” figuran los nombres de los conjurados. Por fin lo encuentra. No falta ningún nombre: Bruto, Casio, toda la jeunesse dorée de Roma, y entre ellos, muchos a quienes César tiene por amigos. Es imprescindible que el dictador lea el “dossier” esa misma noche. Su lectura le decidirá a recurrir a la carreta de Terencio Scaper. Raro toma el “dossier” y se lanza en busca de César. Los pasillos están casi a oscuras; del ala opuesta del palacio llegan las canciones de los centinelas borrachos. En la entrada del atrio montan guardia dos negros gigantescos, que le cierran el paso. Trata de hablar con ellos, pero no entienden lo que dice. Lo intenta en otra dirección; el palacio es enorme. Nuevamente tropieza con centinelas negros. No hay forma de pasar. Prueba diferentes pasillos y jardines interiores, a los que se llega trepando por ciertas ventanas, pero todo está acerrojado. Cuando, completamente agotado, regresa por fin a su habitación, Raro cree reconocer la silueta de un hombre en el extremo opuesto del pasillo. Es sin duda uno de sus perseguidores. Presa del pánico, se precipita hacia su habitación y atranca la puerta. Sin atreverse a encender una luz, se asoma a la ventana que da al patio. Allí mismo, delante de la ventana, está sentado el segundo hombre. Un sudor frío empapa el rostro del joven secretario. Éste permanece largo tiempo sentado a oscuras en su habitación, escuchando. Golpean a la puerta, pero Raro no responde. No verá, pues, al hombre que ha llamado y que, tras esperar un momento ante la puerta, por fin se aleja: ese hombre era César. Desde medianoche, la carreta de Terencio Scaper aguarda en las inmediaciones de la puerta. El veterano tan sólo ha dicho a su mujer y a sus hijos que se ve obligado a hacer un viaje que le mantendrá alejado de Roma algunos días. Lucilia y su madre deben acudir a Raro, quien se ocupará de ellas. Mas llega el alba sin que en la puerta sur se haya presentado nadie dispuesto a subir a la carreta. En la madrugada del 15 de enero comunican al dictador que su secretario ha sido asesinado esa noche en el palacio. La lista que contiene los nombres de los conjurados ha desaparecido. César encontrará a los portadores de esos nombres esa misma mañana en el Senado, y se desplomará bajo sus puñales. Una carreta de bueyes, conducida por un viejo soldado y al mismo tiempo rentero arruinado, iniciará el regreso a una posada de las afueras de Roma, donde aguarda una pequeña familia a la que el gran César adeuda trescientos sestercios... |
Cuento de Bertolt Brecht
Revista "La Jiribilla" Año
V http://epoca2.lajiribilla.cu/
La Habana (Cuba) 10 al 17 de noviembre 2006
Link del texto: http://epoca2.lajiribilla.cu/2006/n288_11/288_05.html
Ver, además:
Bertolt Brecht en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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