La máscara y el rostro
Cristal y noche de los tiempos
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“Os digo un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados San Pablo. Cor. I. XV. 1 TRATAREMOS de distinguir y separar estos tres términos de enunciación nominativa: mito, historia, poesía. Lo haremos con la intención de esclarecer su propio sentido, esclareciendo sus fronteras imaginativas cuando éstas aparecen envueltas en la confusa oscuridad nocturna de la temporalidad que las determina. Nocturnidad que hace pardos tan diversos gatos, si no liebres: que gatos y liebres, unos por otros, suelen ser propicios a dejarse metamorfosear por una poética, fabulosa o mágica, que trata de intemporalizarlos fuera de la penumbra en que se aguzan vivas sus grandes orejas alertas o sus chisporroteantes pupilas de animados fantasmas nocturnos desvelados y vigilantes. La noche de los tiempos del hombre puede parecernos iluminada por el interrumpido relampagueo, sonoro de trueno, de la mítica voluntad divina que el mismísimo dios del rayo provecta en nuestra tenebrosa conciencia viva con repentina iluminación poética. Mito, historia y poesía pueden parecernos entonces identificados o confundidos en esa oscura noche del alma, ese “mundo nocturno del mito”, esas “nocturnas confusiones de la mentalidad mítica” como les llama un reciente crítico historicista. Pero el mito deja de serlo al saltar a la historia o a la poesía: al saltar a ellas como un gato pardo nocturno. seguro de su presa en ese empeño todavía feroz y felino: y es salto mortal para el este oscuro intento porque cae con el en la trampa, la red, invisible en la espesura tenebrosa, que le tenía preparada, con alevosa premeditación nocturna, el logos poético, equívoco y ambiguo aliado nocturno del día. Si el gallo considera al sol como un mítico resultado mágico de su canto, la repetición de ese canto suyo prolonga la ilusión perdida como un eco desilusionado, desengañado de sí mismo: en fábula, en leyenda, en poesía. Si el gallo pudiera tener conciencia histórica de su corral y de su grito se asombraría de la inutilidad mágica de su propio canto sin encanto. Y tal vez enmudecería. Su silencio no espantaría, como su voz profética de amaneceres, ni a las fieras ni a los fantasmas: mucho menos a gatos y a liebres de parda nocturnidad sospechosa. 2 “EL mito considerada como una ficción ornamental —escribe muy certeramente Dardel, el crítico antes aludido— es el producto deformado de una doble refracción imaginativa: primeramente a través del helenismo de los últimos tiempos griegos, que habían dejado de creer en sus mitos; después, a través del Renacimiento, que mimaba el mito, convirtiéndolo en pura diversión o juego'’. Mito trasfigurado o trasformado en poesía, es. diríamos, mito mentiroso. Todavía recuerdo a nuestro Don Miguel de Unamuno indignarse ante el renacentista comienzo del poema gongorino: “era del año la estación florida — en que el mentido robador de Europa..." — ¿Mentido? ¿Y por qué mentido?— clamaba justamente indignado con Góngora Don Miguel: “si no es mentira la presencia primaveral que evoca el poeta, ¿por qué ha de serlo, mentida o mentirosa, la del divino robador o raptor del hermoso cuerpo esplendente". Y tenía razón nuestro Don Miguel en indignarse contra la falsificación poética del mito, falsificación nominal o palabrera, que no verbal, característica de nuestra mejor poesía barroca. A Unamuno, como a Nietzsche, lo que le estorbaba, en este caso, es la máscara transparente y vacía: del mismo modo que a Fray Luis de León para la perfección de la poesía y a Santa Teresa para penetrar en la noche oscura, temporal, mítica, del alma, “Sólo así, a tientas, y porque lo hemos oído decir, y porque nos lo dice la fe” (a ciegas) “sabemos que tenemos alma”, escribía la santa. ¿Qué alma? ¿Qué viva animación? ¿Qué espíritu? La santa de Ávila, huyendo de la mascarada del mundo, de sus máscaras, por huideras, por pasajeras, quiere “asirse bien de Dios que no se muda”. ¿Trata la mística doctora de intemporalizar a su Dios en un mito —el de Cristo— encendiéndolo en fuego luminoso de poesía? Pues el mito terrenal de Eva, el del alma antigua y serpentina, mito diabólico, se deshace en la luz de tan poderoso sol celeste —por el Crucificado— como la serpiente Pitón en el mito de Apolo, traspasada del dardo luminoso del día. El dogma desenmascara al mito. ¿Por la historia o por la poesía? ¿El alma del mundo —ese mito— es, como le llamara Lope, “luz pitonicida”? ¿Y s¡ esa la vida de los hombres, según nos afirma el poeta, nuestra humana vida temporal, arraigada invisiblemente en las tinieblas míticas del tiempo, de la impenetrable, misteriosa noche de los tiempos, infinita? ("La luz pitonicida alma del mundo y de los hombres vida"). 3 “El mundo nocturno del mito” no es el mundo diurno, iluminado de racionalidad expresiva, lógica o poética, de la mitología. Entre lo mítico y lo mitológico tiende el logos griego el equívoco rayo de luz de su doble, ambigua consonancia. Como un puente ilusorio entre dos orillas sombrías. Por debajo de tan luminosa maravilla, fabulosa, legendaria, pasa, sueño de verdad, la corriente contante y cantante o sonante del río vivo de la historia. De la historia, que no se repite, porque no se interrumpe. Lo que se interrumpe, lo que se repite, es el mito. Como un reflejo, como un eco. Cuando el mito se repite en reflejo, en eco temporal, nocturno, si atronador y relampagueante. se hace legendario o fabuloso, haciéndose, en una palabra, y por la palabra, poesía: dejando de ser mito: porque se adentra o se sumerge, por la poesía y como la poesía, en la oscura noche de los tiempos o del alma, en el río caudaloso de la historia: la corriente luminosa que la refleja, y la resonancia tenebrosa que le repite. Un mito sumergido en historia pierde de su oscuro sentido una imagen igual a la del clarísimo y transparente significado que desaloja. El bastón, al entrar en el agua, dobla su figura irrealmente ante nuestros ojos asombrados haciéndose varita mágica de inútil virtud figurativa bajo la superficie engañosa. Narciso se cree otro al mirarse reflejado, mágicamente, bajo el agua, por esa doble o desdoblada imagen de sí mismo. Narciso, como el animal, ante el espejo, se cree otro. Y en ese otro encuentra esa otra "cristalina verdad” que lo destruye. Cualquier animal ante un espejo, se narcisea, se considera otro distinto, claramente distinto de sí propio. El hombre no se engaña de ese modo porque se desanimaliza o desanima al contemplarse reflejado o espejado en esa identificación, que es separación consciente de sí. Narciso. el animal, hacen mítico su propio encanto al mirarse en el agua transparente. El hombre temporal, histórico, trata de deshacerlo, desencantado, desengañado de su propio reflejo vano. Detrás del espejismo natural no se le oculta al mito la presencia del otro o de lo otro: por el contrario, se le manifiesta y ostenta. Para la conciencia histórica del hombre, ese otro, esa otra presencia, es ausencia de sí, mentirosamente reflejada, engañosamente fingida. La animación natural del mundo se hace por el mito animosidad, favorable o adversa. La mente mítica, que decimos infantil o primitiva encuentra en esa animosidad que le circunda a un aliado o a un enemigo: v se le entrega, como al dios la víctima propiciatoria, ligada o religada: religiosamente. Los dioses no son la religión —dice sagazmente Dardel— sino que se apoderan de ella. Los dioses diríamos que parecen una especie de señores feudales del misterio nocturno de la temporalidad, dominadores aparentes de su imperio sombrío. La conciencia histórica los mata (a los dioses, no a Dios) para saciar en su sangre de inmortales, paradójica consecuencia, su apetito, su afán maravilloso de oculta divinidad perdida: su hambre y su sed, verdaderamente míticas, de poesía, de verdad, de pensamiento. 4 EL mito. la historia y la poesía coinciden en matar su verdad más viva por la misma razón de ser que los expresa. El mito se niega a sí mismo al temporalizarse en historia: la historia al temporalizarse en poesía. Como si trataran, evangélicamente, de salvar su alma por perderla queriéndola ganar. Si non esset anima non esset tempus, decían los escolásticos. Sin alma no hay tiempo: ni que perder ni que ganar. No es el tiempo el que hace o deshace el alma sino el alma el tiempo. En nuestro lenguaje español “hacer tiempo \ como tantas veces dijimos, equivale a esperar: y a esperar desesperando. Por esta razón llamaba Landsberg, como buen alemán buen conocedor de lo español, a nuestra filosofía definitiva, implícita y explícita en nuestra tradición poética y creadora de lenguaje vivo, una ontología de la esperanza. Penélope hace y deshace tiempo, espera y desespera, tejiendo y destejiendo el propio destino como tejido de su alma, por una esperanza que nace del recuerdo. Unamuno nos dirá, muy a la española, que no hay esperanza sin recuerdo. El canto y el cuento de la poesía, que es la poesía según nuestro Machado, el bueno, es el de la esperanza por el recuerdo. “No tendáis vuestra mano”, dice el joven poeta soviético Simonov, “al que no sepa recordar sin esperanza”. ¿Y quién espera sin recuerdo? El alma es, sustancialmente, para San Agustín y Bergson, recuerdo, memoria: y para el Platón de los mitos, reminiscencia. “El canto, como el mundo y el movimiento —escribe Maritain— no muestra su rostro más que en un recuerdo: si non esset anima non essei tempus”. Sin alma no hay tiempo. Y el tiempo es nuestra alma, y el alma, el movimiento de nuestro mundo. El alma del mundo es el mito que traspasa con su memoria la muerte de los dioses. El cuento y el canto, que es la poesía. legendariamente, fabulosamente, la perpetúa, la inmortaliza. El tiempo, que nace del alma por el recuerdo, y no al contrario, no el alma del recuerdo del tiempo, unifica historia y poesía, como quería Lope: "la poesía y la historia todo puede ser uno”, decía, ("Que uno? ¿Qué uno? ¿Qué no uno? ¡Sueño de una sombra el hombre!”, clama por Píndaro nuestro Don Miguel. Y Manrique: “recuerde el alma dormida...” ¿Pues cómo el alma dormida puede recordar? Despertando, nos dice el poeta, avivando el seso al contemplar el tiempo que pasa, la temporalidad que ella misma crea y ante su vista se deshace. A través del mito platónico de la caverna no sabe el que mira si el hombre es sueño de una sombra o sombra de un sueño. Cuando en la seudo-fábula milesia nos cuenta —y nos canta— Apuleyo la historia de Psiquis y el Amor, deja su sentido prenderse en la equívoca interpretación poética con que se expresa: los trabajos del alma, de Psiquis. son graciosamente ayudados en vez de entorpecidos por la animación temporal que la circunda: y el mismo amor, herido por la curiosidad ardiente de su enamorada indiscreta, tendrá que despertarla al fin, hiriéndola, a su vez. con el dardo encendido de amoroso fuego. Despierta el alma herida de amor cada día de cada noche que la duerme. O que la mata. “Dormir es conciliar el sueño con la muerte. Despertar es reconciliarlo con la vida”. 5 CUANDO despierta el alma del sueño o de los sueños del mito, en que se había dormido, trata de reconciliar su sueño, más acá de la muerte, temporalizándolo con su vida: contemporizándolo. Memoria, recuerdo, reminiscencia, la espejan de ese modo en imagen viva en la que el rostro se vela o empaña por la esperanza. Aliento divino de Narciso que espera, ante su espejismo iluminado, esperanzado, un amor que encuentra, adelantándose a su trascender, a su imagen de más allá, al mismo tiempo que su muerte. ¿Es rostro o figura de un recuerdo también esa esperanza? Si no se adelantase a morir, se empezaría a sentir a sí mismo, doloridamente, como conciencia de su ser, al parecer tan engañosa: conciencia culpable; no hay conciencia sin culpa ni culpa sin conciencia. ¿Y es ésa la conciencia de una temporalidad que decimos histórica? Si Narciso tuviera esa conciencia de sí, empezaría a historiarse temporalmente, perdiendo su inocencia mítica; su destino maravilloso, que le trasfigura o metamorfosea en pura belleza de flor, se marchitaría de tal modo, se apagaría en esa noche oscura de su alma. Si la conciencia histórica es el salto mortal del mito a la poesía, cayéndose el alma en la corriente temporal de la historia, corriente cantarína, acaso su eco se prolonga, como un sollozo, fuera de sí, como el grito y el llanto de la Ninfa que perdió el amor de Narciso, y repite su nombre, fuera de la historia, queriendo llevar su afán inútil hasta los oídos sordos de la muerte o hasta los ojos ciegos del amor. El poeta español que llamaba al espejo “cristalina verdad que representa al hombre en el teatro de su suerte una y otra fortuna y se convierte toda en el hombre”, ausente de sí, por su propia ausencia en su reflejo, hacía de esa verdad cristalización momentánea del tiempo, del mismo modo que Calderón al cristalizar de temporalidad la fugitiva forma de las horas. "En la forma de las horas que son cristales del tiempo”, dice Calderón. Esos cristales de temporalidad, que aprisionan en un instante la forma pasajera del mundo, ¿no son el mito de la vida, del alma de ese mismo mundo cuyas horas señala aquel reloj que Teza en. su leyenda: “todas hieren, la última mata’? El rostro del mundo y de su movimiento pasajero es un recuerdo, nos dice el teólogo. El rostro de la historia, ¿será un olvido? No puede haber historia sin recuerdo, pero acaso tampoco puede haberla sin olvido: sin olvidos. La historia es un breve recuerdo tejido de largos olvidos. La historia hace posible la poesía porque el mito hizo posible la historia: aunque la historia sea olvido del mito y la poesía olvido de la historia. “La forma de las horas’’ para ser o hacerse cristal del tiempo tienen que salirse de la historia, volviéndose, al mito por la poesía. Tenemos que matar el tiempo para alimentarnos de su sangre, dijimos otras veces. La sangre de temporalidad, por la que vivimos, es la mítica sangre que nos hace inteligible el mundo y su alma, como la sangre del dragón fabuloso, dándonos a entender el lenguaje vivo de todo lo que naturalmente nos rodea. El mundo responde a ese imperativo formal de su conciencia mágica unificándose en cristal transparente por el mismo empeño mortal que lo determina de tal modo paralizado. Es una eternidad aparente, como la del hielo. La sangre temporal se cristaliza en ese éxtasis o esclerosis imaginativa que aprisiona y mata, amorosamente, como el espejo a Narciso, el espíritu de su vida. Esa instantánea eternidad, cristal del tiempo, témpano de Meló en la corriente viva de la historia, forma del horario de la muerte, como una flor de mito, ¿qué canto o qué cuento de palabra humana interrumpe y repite en eco, en reflejo, en fantasma o sombra fugitiva, mítica, y poética, historiando el sueño de verdad, de alma, de pensamiento? El mito, la historia, la poesía, ¿todo puede ser uno? ¿Y qué uno? ¿O qué otro? Pues si todo lo que puede ser uno puede serlo porque puede ser otro, el mítico narcisismo, aparentemente suicida, ¿es el destino que nos encarcela en su círculo mágicamente encantado por la muerte, hasta ahogarnos en un reflejo de la vida? ¿Y ese hechizo, esa ilusión especular, que nos separa inseparablemente de nosotros mismos, rompe el espejismo del alma haciéndole de su propio recuerdo, esperanza? Mito, Historia y Poesía, todo puede ser uno porque todo puede ser otro: todo y nada y lo mismo. ¿Narciso se enfurece para ensimismarse o se ensimisma para enfurecerse? ¿Se suicida o se inmortaliza? Y ese otro o eso otro, temporalidad inmortal soñada, poetizada, historiada, ¿no eres tú?, ¿no soy yo? ¿O es el otro, lo otro, la vida o la muerte ? “La poesía —pensaba Novalis— disuelve todas las demás existencias en su existencia propia”. Y nuestro Antonio Machado, el bueno: “Canto y cuento es la poesía; se canta una viva historia, contando su melodía" Y el que quiera o pueda entender que entienda, como dice, al fin, toda parábola, fabulosa o mítica. O colorín colorado, este cuento se ha acabado: precisamente porque no se acaba, porque no se puede acabar, porque es el cuento de nunca acabar y de empezar siempre de nuevo: la sorpresa mítica, el asombro poético, la conciencia histórica. El cuento y el canto, rostro de un recuerdo en la esperanza, que se continúa por el laberinto entrañable de a historia, helado en éxtasis cristalino de mito, resonante, cadenciosamente prolongado, repetido, en eco, en reflejo de poesía. |
por José RERGAMÍN
Noviembre de 1948
Publicado, originalmente, en: Revista "Escritura" Nº 6 - Enero de 1949 - Montevideo.
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3870
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