El Lenguaje Lírico de la Poesía
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Haciendo
el elogio del Rey y Caballero Don Alfonso de Aragón por boca de la Reina
Doña Leonor, su madre, que contesta a Juan de Boccaccio, en la Comedieta
de Ponza, nos dice el Marqués de Santillana aquellos estupendos
versos que tantas veces he citado: "Oyó
los secretos de filosofía e
los fuertes pasos de naturaleza: obtuvo
el intento de la su pureza e profundamente vio la poesía". Los
versos que preceden a estos, tras la estrofa en que se han ensalzado las
virtudes cristianas de Don Alfonso, y que empiezan con el que dice:
"las sílabas cuenta e guarda el acento", añaden aquello otro
del sentimiento que tuvo de la Geometría: "pues en geometría,
Euclides non ovo tan gran sentimento. .."; y aún también fue en
astrología, añade, un Athalante. Oír los secretos de filosofía y los fuertes pasos de naturaleza, como nos dejó dicho Santillana de Don Alfonso, es ya mucho decir de un poeta; pero es decir muchísimo más, decirlo tal vez todo, aunque sin saber todo lo que se ha dicho que: "obtuvo el intento de la su pureza y |
profundamente
vio la poesía". ¿De qué verdadero poeta no podrá decirse con
estos estupendos versos de Santillana, otro tanto?
El
poeta que oye los secretos de filosofía, dicho se está que posee
un tercer oído. El tercer oído, que dijo Nietzche:
el que percibe las supremas armonías. Y con este oído, sin
olvidar los otros dos, también dicho se está que oye los fuertes
pasos de naturaleza. Y aquellos secretos que lo son de una amorosa
sabiduría y no solamente de amor al saber, como se nos dice del
caballeresco y trovadoresco Don Alfonso, son los que oyen al compás de
estos fuertes pasos de la naturaleza, que preceden a la posibilidad misma
de obtener, el hombre, su intento, filosófico y natural, de pureza poética,
empezando por la suya propia, por la de su cuerpo y su alma. Y gracias a
ella, poder mirar y poder ver, como Dante en su visión admirable, profundamente
la poesía. Ver la poesía tan profundamente es verla y no verla,
milagrosamente,
sin poderla dejar de oír: |
"Ció
ch'io vedeva me sembrava un riso dell'universo,
per che mía ebrezza entrava
per l'udire e per lo viso". (Purg.
XXVII, 4). |
Esta
embriaguez vuelve a decirnos que la videncia del poeta, inseparable de
sus tres oídos, trasciende la mirada de deseo, mirando, viendo,
profundamente, es decir, sin ver y sin dejar de ver —viendo visiones—,
la profundidad abismática, luminosa y tenebrosa, a un tiempo mismo, de la
creación divina, de la poesía. Visión admirable, maravillosa,
misteriosa, del Universo, que a Dante le parecía como una sonrisa
inefable. Y esta pureza de visión, obtenida por el intento literario de
la poesía, es la que por esa mística, moral, metafísica, musical y mágica
concordancia de sus letras, las escrituras seculares, sagradas,
eternizadoras de su empeño, se nos hace lectura y ligadura y literatura,
en el mismo sentido, estrictamente etimológico y ambivalente, de su
religiosidad, tal como nos lo dejó dicho de si mismo, Petrarca.
Religiosidad de religarnos, releyendo, a la totalidad divina de una
evocación, que se nos unifica a la par que se nos dispersa por ese
intento de pureza total y de santidad de alma, deber del poeta, de cuyo
cumplimiento hacía testigos Baudelaire a los invisibles ángeles
inauditos.
Pureza de químico y de santo. Perfección de alquimia y santidad de
alma. ¿No es éste el intento de la su pureza que nos dejó dicho
Santillana como virtud esencial del poeta para poder ver profundamente
la poesía, sin dejar de oír o por estar oyendo los secretos de una
sabiduría de amor, acompasada por los fuertes pasos de su naturaleza,
que también se oyen como las superiores armonías celestes, con un tercer
oído fronterizo de la visión misma? Porque
la fe es por el oído y el oído por la palabra de Dios, el hombre puede
ver al mismo tiempo que la oye esa música, esa armonía celeste, que
nos dicen los poetas y los santos que es el amor, que es la contemplación
divina. El tercer oído coincide con los ojos del alma: con
esa segunda o tercera vista de la fe, que nos ciega los ojos del cuerpo,
deslumbrándonos con su luminosa evidencia, para abrirnos los del espíritu.
Del mismo modo que él tercer oído nos conduce por el silencio
de la sensación a esas armonías superiores, a esas melodías
inauditas que podemos decir que vemos, que miramos con los ojos del
alma, estos ojos se abren a la melodiosa, armoniosa voz de una palabra
creadora, que es de luz y de canto, tan inseparablemente entrelazados,
que decimos percibirlos juntos, como Dante en el fondo de la mirada de
Beatriz creía percibir la misma sonrisa del Universo que le entraba, por
los ojos y por los oídos a la vez, en su contemplación celeste de lo
divino. No
hay poesía sin una perfecta química —nos dice Baudelaire—, pero, al
mismo tiempo, sin una santidad de alma; y pone a los ángeles por
testigos de tan fundamental aserto. El testimonio angélico rozaba su
frente, como la de Dante en el Purgatorio, para borrar la huella de sombra
que dejara en ella el ala murcilaginosa de la imbecilidad satánica.
Para hacerle mirar y oír la voz de la muerte como una melodía: |
"Car
sí l'hom es a mals aparellat la
veu de mort li es melodiosa". |
Que
también supo Baudelaire, más dantesco que petrarquista, escachar la
voz melodiosa de la muerte entre el aparejo humano de sus propios males,
percibiéndola, a sordas y a ciegas de su corazón, en el amoroso perfume
de sus fleurs maladives. Como el descarnado, esquelético
petrarquismo de nuestro Ausias March, había logrado oírla más allá del
suspiro, del llanto y del sollozo. (Poesía en carne viva la de Petrarca.
Poesía en hueso vivo la de Ausias March). Todavía
más: esa melodiosa voz de la muerte que se sutiliza en perfume por
la química maravillosa de un alma santa, en Baudelaire, parecería que se
hace gusto, paladeo, tacto (mel e lact sub lingua tua: leche y miel bajo
tu lengua), como el beso de amor del Cantar salomónico en el verso
acariciador, vivamente estremecido de alma, de San Juan de la Cruz. ¡Fronteras
misteriosas de la poesía, marcas fronterizas de la vida y del
pensamiento, señaladas con una cruz cuando se desvanecen como humo en
nuestros sentidos los suyos propios, cerrándose sus nombres
perecederos, para dejarnos, únicamente inteligible a nuestra ansia humana
de vivir, la letra inicial significativa da la muerte! Cuando
la filosofía era contemplación de la muerte, la poesía era contemplación
de Dios. Lo que puede afirmarse igual, en todo tiempo: cuando la filosofía
es contemplación de la muerte, la poesía es contemplación de Dios. A
su admirable Epístola poética para Arias Montano, la llama el divino
Aldana; de la contemplación de Dios. Situada en la región
fronteriza metafísico-moral, entre la magia musical de sus palabras y el
místico sentido de su pensamiento, nos habla esta poesía divina de
Aldana, como la de Fray Luis, según vinimos recordando, del "dulce
son de Díos del alma oído". También
es del alma este oír, este escuchar, que es un oír sin oír como el ver
sin ver de la fe, que con insistente confesión, que es justificación
propia, tanto nos afirma Petrarca, en esa especie de testamento
literario que nos dejó con su tratadito De Ignorantia, sobre su
propia ignorancia y la de otros muchos. ¡Estupenda confesión general de
todas sus culpas y virtudes de poeta! ¡Y con qué orgullosa humildad o
humilde orgullo nos afirma su fe cristiana como única razón de ser de su
vida y de su poesía! En este libro o epístola, tal vez más aún que en
el Secreto, se nos revela este secreto misterioso del petrarquísmo;
la profunda, y no sólo íntima, virtud de su estremecedora permanencia de
amor. La filosofía del petrarquísmo es esa que se decía en el
Renacimiento filosofía moral, y que aceptando su trazo —y su traza—
nosotros denominamos ahora frontera, marea, metafísico-moral, de la poesía.
¿Cómo este poeta que con sus propios ojos y oídos corporales supo
captar y trasmitirnos mejor que ningún otro, las mas bellas, sutiles,
penetrantes imágenes expresivas, visuales y sonoras de su mundo, con
tal intensidad y encanto que todavía —y siempre— encontraremos en
sus versos la misma virtud viva que encontraron sus contemporáneos y
sucesores en el tiempo, durante siglos; cómo, este poeta nos afirma que
esta poesía suya nace de otra escondida fuente de música y de luz que
no perciben ya nuestros sentidos? El
petrarquismo de Petrarca es este de una voz melodiosa como la de la
muerte; porque la de la muerte se trasciende de música inaudita, de
invisible luz, cuando desde esa zona filosófica (metafísico-moral) en
que se la contempla, se traspasa, por nuestro pensamiento, de otra
contemplación que la supera, que con maravillosa violencia la
sobrepasa, trascendiéndola, trasmutándola de poesía: contemplación
de Dios. Al
encanto de lo sensible no ha renunciado nunca totalmente ningún poeta.
Porque sin la magia musical de las palabras, como sin trascendencia mística,
no puede haber poesía. Una idealización absoluta será siempre imposible
en poesía. Tan imposible como un edonismo exclusivo. Pero entre ambos
extremos se nos centra o equilibra el verdadero poeta, diríamos que
filosóficamente o religiosamente; por esa metafísico-moral actitud viva
que hace de la contemplación divina, acción humana; de la comunión
creadora, hechura de poesía. O, dicho de otro modo más petrarquista, de
la naturaleza, arte. "El
petrarquismo fue un delirio, una epidemia en todas las literaturas
vulgares" —nos dice Menéndez Pelayo—. Delirio, epidemia, que duró,
en su apogeo de mayor virulencia, más de dos siglos. ¿Epidemia poética,
generadora de una fiebre amorosa literaria, delirante? ¿Pero el
petrarquismo de los petrarquistas era el petrarquismo de Petrarca? Este
desatado idealismo lírico, erótico, epidémico, y delirante, cuyo febril
contagio se extendía por Europa, de norte a sur, tomando forma, con los
siglos, de las llorosas nieblas turbias de la ciudad de Lyon en Francia (Maurice
Schéve, Louise Labée) hasta las luminosas y encendidas de Castilla y
Andalucía (Fray Luis, Herrera), este petrarquismo contaminado de
neoplatonismos reminiscentes —agravadores del ingenuo platonismo,
agustiniano y ciceroniano del poeta de Valclusa— con nuevas resonancias
místicas de León Hebreo, Marsilio Ficino y Pico de la Mirándola, hasta
Castiglione, hasta Bembo, ¿qué guardaba, efectivamente, del poeta
admirable del que se reclama su fiebre, su delirio erótico y tan retóricamente
subversivo? Mucho
más que el microbio, el virus filtrable de una enfermedad lírico-amorosa,
epidémica y febrilmente delirante, nos parece que lo que la poesía
petrarquista de Petrarca trajo al mundo fue el descubrimiento o invención
de otro; quiero decir, su hallazgo; la invención, descubrimiento,
hallazgo, del mundo específicamente literario de la poesía. Y del mismo
modo que el mundo nuevo que descubría Colón no tenía de nuevo sino sólo
su descubrimiento y de viejo lo que tenía de mundo— pues lo que Colón
descubría era la totalidad, nueva o vieja, de un mismo mundo— el
descubrimiento de ese mundo específicamente literario de la poesía, que
hizo Petrarca, descubría la totalidad antigua y nueva de la poesía
misma. Al descubrir un mundo de antigua poesía, encontraba Petrarca esa
estupenda novedad de la poesía; siempre nueva, porque siempre posible,
porque siempre verificada y verificable por sus letras vivas. Descubría
el poeta una nueva escritura o literatura, con cuyo alfabeto espiritual
se podría escribir la poesía en todas las literaturas vulgares durante
siglos. Puso las cosas poéticas en su punto, diríamos, interpretando el
alfabetismo petrarquista de nuestro Boscán: "acabó de poner en su
punto (la poesía) y en este se ha quedado, y quedará, creo yo, para
siempre" —escribía Boscán. Esta puntualización literaria de la
poesía, el alfabeto petrarquista, servirá a los falsificadores
literarios de sucesivos tiempos, para repetirlo, con sustituciones y
combinaciones aparentemente petrarquistas, sin un ápice de poesía; y un
enorme lastre de letra muerta caerá sobre el recuerdo de Petrarca, como
queriéndole enterrar con su copiosa masa inerte de repeticiones y
resonancias; un mosaico, una rapsódica aglomeración o conglomerado,
una mezcla informe de imágenes y pensamientos, que se cae de su propio
peso con los siglos, desbrozando el camino de la poesía para aquellos
otros poetas que tomaron del petrarquismo la letra viva, hiriente, que
les penetraba con su sangre. ¿El alfa y el omega de la poesía? "Yo
soy el alfa y el omega", dijo el Cristo. ¿Esto es, yo
soy un alfabeto? Y el mismo Evangelio: "En el principio era el
Verbo". A insondables honduras de sentido místico nos empujan
estas palabras, sobre todo, relacionándolas entre si. Traslademos
literariamente su sentido, parte de su sentido, a este sentir de la poesía
que alfabetizaba Petrarca, sin olvidar su confesado cristianismo, su
convicta y confesa fe cristiana, raíz poética que le sustenta de vida y
pensamiento. Un alfa inicial es su lirismo; un A. B. C., un
alfabeto espiritual, decíamos, su poesía. Que arranca, que empieza en
el tiempo, y por el tiempo, con el amor, con el sentimiento imaginativo
del amor. Este amor en su inicial tradición trovadoresca, con sus réplicas
italianas sucesivas (Sicilia, Bolonia, el franciscanismo, lo
estilnovistas y Dante), había popularizado, por decirlo así, su propia
índole originaria exclusivamente aristocrática, caballeresca y
cortesana, de Provenza. La había popularizado, lo mismo en su vertiente
panteísta de la mística franciscana, que en la teológica y escolástica
del estilnovismo y de Dante. Hasta
ahí, un mundo medieval circunscribe este movimiento poético, condicionándolo
a formas jerárquicas, cuyo propia definición lo hace, al parecer,
incorruptible. Los momentos históricos que convierten en instantes
eternos estos poetas místicos y teólogos del sentimiento y
pensamiento imaginativo del amor (amor cortés, amor gentil), se
estructuran en un lírico empeño total de entusiasmo divino, de deificación
humana como el Poema Sacro de Dante. La figuración Mariana por la que
culmina este culto amoroso de la feminidad (Beatriz-María), acaba, al
parecer, por donde acaso había comenzado; cerrando así el círculo de
su totalizadora consecuencia: "con toda la alegría de su soledad
circular", que dijo el filósofo griego. Y el amor que mueve al sol
—al Solo— y a las solitarias estrellas, solidarias de ése divino empeño
amoroso, se vuelve al corazón humano para interrogarse a sí mismo. En
alguna parte de su tratadito De ignorantia, nos dice Petrarca que
en esta reflexión —no reflejo— que hace el hombre al volver sobre sí
(tal que en sí mismo, al fin, la eternidad lo vuelve), nace la
poesía. A esto mismo llamaba su contemporáneo secular, nuestro Infante
Don Juan Manuel, se sentir (lo peor que puede suceder al hombre
—decía— es no se sentir). Se ha dicho que Petrarca es el
primer hombre moderno (creo que quien lo dijo fue Renán) y el
primer poeta moderno por esa conciencia, por esta peculiar
modalidad de su naturaleza reflexiva de bucear en su propio ser, de hacer
con su poesía del amor, como había hecho San Agustín del hombre, cuestión
de sí mismo. En el agustiniano Petrarca, el amor se hace cuestión
de sí mismo; y al interrogarse íntimamente de ese modo, encuentra la
poesía. Pero también Dante, pensamos, era uno que cuando el amor
le inspiraba en su corazón, le oía, le escuchaba, para anotar y expresar
—que es exprimir— significar, dice, en poesía lo que el amor le
dictaba dentro. Divina dictadura poética del amor es ésta. Parece
que a Petrarca el amor no le dictase interiormente, no le inspirase de ese
modo (quel modo) sino que, más bien, por el contrario, le
libertase de su propia dictadura espiritual secreta. Humanismo,
modernidad, son los dos términos en que se nos sitúa habitualmente el
petrarquismo. Precisarlos, puntualizarlos, me parece cosa más fácil
desde la íntima lectura —reelectura— de Petrarca, que fuera de
ella. Esta lectura del poeta, en su poesía, en sus Epístolas y Tratados,
nos hace pensar que hay un petrarquismo profundo, envuelto, enmascarado
en sus resonancias históricas más superficiales, en las constantes,
seculares evocaciones de su nombre. Y el sentido íntimo, profundo,
secreto, del petrarquismo de Petrarca, más allá o más acá de sus
mistificaciones literarias, es el que nos parece advertir en poetas
petrarquistas que, diríamos, por dentro, más que por fuera. En lo de
fuera, en la cáscara dulce y no amarga, en la corteza, en la sobrehaz de
su poesía, nos parece que se queda, por una sola apariencia formal, la
poesía italianizante de nuestro Garcilaso. La
gramática del petrarquismo, que formuló con el traslado de sus formas
literarias Boscán, no encauza, ni aprisiona sin embargo la mágica
musicalidad del estilo de Garcilaso. Pero este no se acerca en nada a la
raíz, al fundamento humano, a la modernidad esencial de Petrarca.
Garcilaso ha cambiado de estilo, de forma lírica, el espíritu medieval
de la cortesía y cortesanía caballeresca, prolongándole bajo su
armadura de soldado imperial de Carlos V. Garcilaso no es petrarquista nos
dice Menéndez Pelayo; realmente no lo es, no llega a serlo
porque era demasiado perfecto químico, demasiado puro y
maravilloso
poeta mágico-musical palabrero, para falsificar la melodiosa voz de
Petrarca con la suya propia. Porque velaba su poética alma santa, de
tantos melodiosos velos y celajes encendidos en las palabras (de flores
y de lumbres, que dirá Herrera, tan armoniosamente
compuestas),
que el equívoco de su poesía elude siempre la posibilidad de referirla a
una conciencia viva, a un sentimiento, a un pensamiento conmovido y
conmovedoramente humano. Lo que tiembla en él es la voz con acordado,
insinuante, estremecimiento melodioso, armónico, que nos vela, que nos
esconde siempre, si lo hubiera, el dolorido sentir y pensar
tembloroso, del corazón. Como en su cruel despiadada ninfa, su poesía se
hiela amorosamente de espantos. "Por
las venas cuitadas —la sangre, su figura— iba desconociendo y su
natura". No llega Garcilaso, dos siglos después, a la modernidad del petrarquismo. Si llegan, y la verifican nuevamente en su poesía, Herrera y Fray Luis: por una perfectísima química de palabras que, en vez de velar, trasparenta la santidad del alma. Y si Fray Luis y Herrera, como Cervantes y Camoens y Lope, nos parecen petrarquistas de veras, petrarquistas por dentro (petrarquistas la épico-lírica poesía de Camoens y la novelística erótica de Cervantes, y el teatro aventureramente amatorio, en lo mejor, de Lope), nos parece también que Góngora se pasa de petrarquismo —de humanismo, de modernidad renaciente—, como Quevedo; madurando, en cierto sentido, la primavera florecida del Petrarca; quemándola en fuegos otoñales, frutos dulces y amargos, semilleros, tal vez, de remotas, desconocidas floraciones, azarosas, fortuitas, insospechadas ramificaciones en el tiempo. |
por José Bergamín
Publicado, originalmente, en: Asir Nº32/33 , mayo/junio Montevideo 1953
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/4112
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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José Bergamín en Letras Uruguay
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