Las cuatro esquinas del sueño
¿Qué es la vida?
Un frenesí. |
España peregrina Escribe Calderón «La. vida es sueño» cuando ya había declinado hacia su ocaso definitivo el imperialismo español: ¿frenesí, ilusión, sombra, ficción y sueño? Sueño es toda la vida, o se le hacía toda aquella vida española al poeta: y el sueño, sueño; o los sueños, sueños. El ser o hacerse sueño la vida, ¿nos hizo un despertar de la muerte? «En el sueño de la muerte», nos dice el poeta que nos despertemos del sueño de vivir. ¿En el sueño de la muerte se despertó España al ver desvanecido su sueño imperial de este mundo como ficción y como sombra, como ilusión y frenesí mortales? ¿Pues no anduvo jugando a estas cuatro esquinas del soñar su propia vida con la muerte? ¿Y qué fue esta vida, este sueño? Frenesí Cuando el empeño imperial de Carlos V, lleva a los españoles por el mundo ¿qué puede decirse que es España? Apenas si entonces, como siglos más tarde, no hubiera tropezado con una tumba («¿no hay un puñado de tierra sin una tumba española?») el poeta que hubiera preguntado, románticamente, dónde estaba España. España estaba fuera de sí, en todas partes del mundo y en ninguna. ¿Frenética? ¿Desenfrenada? ¿Era un frenesí y un desenfreno su voluntad imperante? ¿Se consultó a los españoles esa voluntad de tan frenética y desenfrenada aventura? El decir popular nos responde: «España, mi natura; Italia, mi ventura; y Flandes, mi sepultura». Si buscábamos el genio y la figura que dieron en la sepultura con los huesos mortales de ese sueño, de ese frenesí imperial, de esa aventura de dominación española, este dicho popular nos lo expresa adecuadamente. Al frenesí inicial, que es como la naturaleza misma de los españoles, su genio, responde la ilusión de su dominación en Italia: su ventura; y los dos se funden en esa figuración, en ese sueño, del que podemos todavía paladear el sabor, la emotividad, en la prosa de Boscán al traducir éste el CORTESANO de Oastiglione, reintegrándolo ilusoriamente al espíritu o frenesí español de que naciera: España, su genio, su natura. También en el verso melodioso de Garcilaso. Y todavía tanto o más en la música de los sermones de don Antonio de Guevara. Como en el poderoso pensamiento de los Diálogos de Juan y Alfonso de Valdés. Mas, entonces, este mismo frenesí español dividía su ímpetu entre esas ilusiones de imperio y las realidades de la conquista de América. Imperio y Conquista se separan como dos vertientes de una misma voluntad española de realidad y de sueño. Y esta realidad, estas realidades conquistadoras, fueron desangrando, poco a poco, aquellas ilusiones imperialistas. Fueron éstas, desilusiones, dolidas prendas que apenas dejaron despojo en nuestra memoria española. Sorprende encontrar en la imaginación popular, tan pocos restos, de exaltación de tantas hazañas. Por el contrario, se abre inmensamente en tristes espacios de desolación y desconsuelo la misma fantasía soñadora de esas proezas. Los poetas que las hicieron y celebraron vuelven pronto aquella ilusión en ficción sombría. Ilusiones perdidas. Juguetes del viento de Castilla, que, aventando sus leves cenizas, dejó sin vida su rescoldo. Suena frío, por eso, el acento imperial en las voces de aquellos capitanes famosos cuyos versos se paralizaron como por espanto de tanta grandeza vacía. «Un Monarca, un Imperio y una Espada» quedaron enterrados; emparedados, sepultados en vida para siempre en el Monasterio de Yuste, y en muerte en el de El Escorial. Desalentados del generador frenesí que los animara aparentemente de ilusión y ficción mortales. Sombrío sueño de cuyo despertar desengañado el propio Francisco de Aldana, compañero de heroicos hechos, por su canto, del sin par Hernando de Acuña, soldado de las mismas gloriosas campañas, nos dirá, volviéndose a la contemplación divina, la vanidad de su mortal empeño. Y el magnífico Rey de Artieda nos resumirá definitivamente aquel estado de desilusión, de desengaño, con su famosísimo soneto del soldado centinela que, soñando grandezas imposibles, despierta de ellas cuando le relevan, como España misma: «Con esto se acabó de hacer la posta y hallóse en cuerpo con la pica al hombro». Pues el sargento mayor Antonio Vázquez nos dirá mejor todavía el sentir desilusionado, desengañado, de la tal milicia: denunciando sus pretensiones fallidas en otro soneto, mejor si cabe que el de Artieda, y profecía próxima de los de Quevedo. He aquí su texto: «Cruzar caminos, enfadar naciones, mudar de camas, vinos diferentes, aires fríos, templados y calientes, costumbres varias, varias opiniones.
Desquijarar serpientes y leones (que es domar unas gentes y otras gentes), rompiendo siempre por inconvenientes, y siempre esclavos de las sinrazones.
Os darán diez escudos de ventaja pagados por la mano de un verdugo, enemigo mortal del trato humano.
Y a largos años, cuando al cielo plugo que veáis partes dellos en la mano, serán para comprar una mortaja.» Terrible testimonio acusador el de este epigramático soneto, sobre todo en sus tercetos finales. ¿A dónde llegó aquel frenesí natural de los españoles sino a despertarles «en el seno de la muerte», imperativo totalizador de su sueño? Busquemos ahora su encendida brasa en otra esquina de ese soñador pensamiento; en la ilusión misma que lo sustentaba, al parecer, de viva realidad aventurera y venturosa; en la figuración humana de su genio. Ilusión Pues aquí tenemos a Cervantes, soldado también de aquellas venturosas hazañas imperiales y melancólico capitán, como su desbaratado Don Quijote, de tan mortales desilusiones y desengaños. «De ilusiones se vive —escribí una vez— cuando no se vive de verdad; cuando se vive de verdad, de ilusiones se muere». De ilusiones quiso vivir aquella aventura cortesana del imperialismo español, hasta que la verdad caballeresca de otros empeños más aventurados, los de la conquista, la fueron, poco a poco, con sus propias ilusiones, matándola. Fue la ilusión imperialista, decíamos, una aventura cortesana: «Italia su ventura». Fue una especie de frenesí cultural y deportivo, en su origen, de los cortesanos de Carlos V. Cosa de soldados y poetas enamorados de la Italia renacentista: por ilusoria. La Italia de todos y de nadie. Por eso vemos tan claramente cumplirse a través de la obra cervantina su ilusión y su desencanto. Dando la vuelta desde Italia inicia su torpe escribir en castellano el poeta de las Novelas Ejemplares. -Hasta que de aquella misma torpeza, vencida en el aprendizaje imitativo del Sannazzaro, surge el prodigio plástico de un estilo que no tendrá igual en España. Se viste a la italiana Cervantes hasta para descubrir en sí mismo la ilusoria verdad de sus atavíos. Y así verifica paso a paso la desilusión venturosa que culminará, por la veracidad de su burla, en el Don Quijote. Lo que en el libro magistral de Cervantes se deshace, no es la ilusión de la cristiana caballería andante sino aquella otra, aquellas otras ilusiones en que había buscado su ventura la cortesanía imperante de los Césares, postizos en nuestra popular España. El Quijote es una réplica al Cortesano. Don Quijote vuelve a la conciencia española la imagen verdadera de sí misma contra aquella tan trastornada por el desenfreno de las ilusiones de la cortesanía imperial: «en vanidad y en sueño sepultada». Ilusión y desilusión ritman el pulso de esta triste figura quijotesca cuya sombra proyecta hacia el lejano continente americano, recién descubierto, la última empresa cristiana y caballeresca de Europa. Sombra del Caballero medieval, del Monje - soldado, cuyo empeño romperá su ímpetu contra el mundo tan vanamente como el del mismísimo Don Quijote, prendido, al finalizar sus locuras, en verdes redes de esperanzas, también ilusorias: «¿Serán para comprar una mortaja?». Imperio y Conquista doraron de apariencia vana dos siglos españoles cuyo brillo se apaga misteriosamente en la sombra. Pues mientras unos viejos oros se deslucían al reflejo de otros nuevos y relucientes, iba desluciéndose de aparente lumbre el espejo de tales destellos, cambiando tan lucidas galas y vanagloriosos oropeles por la lucidez de la verdad que ponía a tan refulgentes resplandores oscuros márgenes de sombra. «En todo hay cierta, inevitable muerte», nos dice el desilusionado quijotismo cervantino; y deja paso de este modo desengañado, desencantado, a la luminosa ficción de Lope, a la sombría crítica de Quevedo: a la claro-oscura voluntad de sueño de Calderón. Sombra Bajo una mala capa senequista, túnica hecha trizas, o, mejor, heelia trazas de cristiana pordiosería —«hombre pobre todo es trazas» y «¡todo sea por Dios!»— se cobijó, desengañada de vanas grandezas pasadas, la sombra estoico - cristiana de Quevedo: mendigando desilusiones sombrías. «¡Sueño de una sombra el hombre!», clama Píndaro en lengua española de Unamüno. Y sombra de un sueño: sombra de una sombra. «Que con sombras hurtó su luz el día», nos dirá Quevedo al mirar «ya desmoronados» los muros de la patria que el empeño frenético de los españoles había levantado en el aire, a los aires de la aventura impeiial y conquistadora. Pasados los siglos, el romántico Bécquer, melancólico buceador de tales ruinas, nos trajo de esa misma palabra española «cadencias que el aire dilata en las sombras». Sombras de un porfiar hasta la muerte que engendraron entonces, al desdoro secular de aquellas Españas. místicos y picaros, diestros en amor y teología; predicadores de moral y ascetismo; manteos picados y capas pardas de una misma sombra desengañada, bajo un mismo oscuro y cerrado cielo. Que en esa noche de tan malos tiempos españoles todos pardeaban de lo mismo: pi-copardeando a la luna de la ilusión imperial perdida, a truncos, alivios y crisis de un común afán desesperado, que, vuelto de espaldas a sus mundos, trocaban en andanzas por otros, los Osuna, Molinos, Santa Teresa, Beato Avila, San Juan de la Cruz, Fray Juan de los Angeles... Mientras esas lenguas a lo divino ardían consumiendo y purificando con nuevo frenesí español su ilusión de sueño, su ficción terrenal y celeste, su buena ventura, otras, en la sombra, reavivaban su malaventurado desencanto. Y las malas lenguas de Celestinas, Serafinas, Justinas, Hipólitas, Aldonzas y Teodoras o Gerardas, enseñaban a hablar verdaderamente en cristiano y en español a aquellos exangües donceles espectrales, últimos despojos humanos de la ilusión caballeresca: los Floriseles y Florindos, Florisandros, Lisuartes, Clasiseles o Palmerines. La única herencia y realidad del imperialismo en España fue esta, descarada, descarnada y sombría de un lenguaje vivo de lupanar: su gramática parda. La «verdad que adelgaza y no quiebra», según Quevedo. Místicos y picaros coincidieron en ella, coincidiendo, por el mismo lenguaje, aunque con tonillo diferente, en pordiosear desengaños. «No hay moneda que tan mal corra en el mundo como desengaños, ni quien tanto los haya menester como el hombre». Esto nos lo dice al comenzar su PASAJERO, libro tristemente revelador de aquella sombría España, el malhumorado humorista, el desdichadísimo y sombrío Suárez de Figueroa. El que llamó a Quevedo, por justa envidia, antojicojo. Pues ya sabemos de qué pie cojeaban en España aquellos a quienes, como al poeta de los SUEÑOS, hasta los dedos se le antojaban huéspedes sombríos: huéspedes de la sombra. Ficción La desilusión de las guerras imperiales, las ráfagas de la conquista, no alteraron la paz equilibrada, la calma, el sosiego de otros españoles que supieron utilizar la misma sombra de su desengaño para engendrar por ella luminosamente su esperanza. La palabra sosiego parece que fue importada a Italia por los españoles que la inventaron. Gracias a ella, los más inquietos e impacientes españoles, los más desasosegados y frenéticos, domaron su ilusión, su sueño, con ficciones maravillosas. Fray Luis de León, Góngora, cada cual a su modo, y a sus modas, realizaron ese prodigio. Mientras el otro Fray Luis hacía discurrir la voz española popular divinamente, con sosegada urdidumbre de palabras maravillosas, espejando el misterio natural del mundo, el portento sobrenatural de los cielos. Y entre tanto, el sosegado alambicar, quintaesenciar palabras, destilando las impurezas de tales misticismos y picardías, convertían a Graeián en maestro de ellas por excelencia, por aquilatarlas y alquitararlas exquisitamente, abstrayéndolas de manera tan vana como primorosa y ficticia. Si el CORTESANO de Castiglione, reespañolizaclo por Boscán, abría al pensamiento español aquel sueño de figuración ilusoria, EL CRITICÓN vino a cerrarlo, a servirle de contrafigura de sombra. Cuando las figuras, que otros tantos libros españoles inmortalizaron poéticamente, del caballero, el pícaro, el pasajero, se hacían empeños esquinados del mismo sueño, cosecha de esa misma siembra engañosa, el ámbito de la cortesanía desilusionada de imperialismo, lo llena Cervantes con su ficción burlesca, manteniendo, por tan armonioso equilibrio, la figura entristecida y disparatada de la caballería, entre lo humano y lo divino: el QUIJOTE. Y a este frenesí ilusionado, a esa ficción y sombra, responden las del PÍCARO, que lo son, con el Guzmán, Pablillos, Lazarillo, Estebanillo y todos los demás de su ralea o estirpe: las Celestinas y Doroteas, Justinas, Garduñas y Lozanas. Luego, encontramos en el PASAJERO, la sombría especulación de tales andanzas. Y como consecuencia de todas ellas: el CRITICÓN. Con singular y sorprendente acierto el novelista ruso Gorki nos señalaba en el QUIJOTE la definitiva expresión sosegada de aquél «humanismo armonioso» («la personalidad armónica») que el sueño pitagórico renacentista había ordenado y concertado tan perfectamente. Por entonces apenas si empezaba a ser una sombra de lo que era aquella «espaciosa y triste España» — de Fray Luis, de Santa Teresa, de Lope, peregrina de sí misma, como sus mejores poetas. ¿Una España sola o una sola España? «¡Huideros! ¿Qué uno? ¿Qué no uno? ¡Sueño de una sombra el hombre!», clamaba pindáricamente nuestro otro Don Miguel. Pues este sueño de una sombra se hará verdadero fingimiento, espejo de figuración y ficción reales, por el escenario prodigioso del que hicieron, fabulosamente, con la magia de su palabra creadora, conciencia popular de España, Lope y Calderón: al sentar y asentar sus reales cóleras — su frenesí, su descomunal impaciencia, su desesperada esperanza — ante ese maravilloso retablo de los sueños: de los sueños que lo son de veras. Que en esa otra esquina del soñar, la del sueño del sueño, se prendieron divinamente tan claras luces. A esas luces vemos y entendemos el pasado español; su sueño roto contra esas cuatro esquinas que lo inmortalizaron matándolo. Frenesí, ilusión, sombra y ficción, mortales: e inmortales, porque con ellas soñaron la vida los pueblos de España, sustentando en ellas su ansia de verdad, de justicia: su hambre y sed de esperanza. Fue el juego del teatro español del XYII — de Lope a Calderón — conciencia clara de esas cuatro esquinas del soñar: su ámbito. Y cuando Calderón las define con sus propios nombres, sus luces de pasión y de burla: sus candelas. Sueño de lo pasado que no pasó y de lo venidero que tampoco pasará nunca. Porque es lo que vimos y vemos, invisiblemente, por la fe de la «que nació tanta esperanza»: por la poesía. Lo que vivimos y morimos soñando. Hombre adentro El soliloquio de Segismundo en La vida es sueño de Calderón nos puso delante de los ojos aquellas cuatro réplicas a la interrogante del vivir con que se respondía a sí mismo el desengañado interrogador enunciándolas como cuatro verdades o esquinas que los cuatro muros de la prisión del sueño le ofrecían a su angustiado pensamiento. Si toda la vida es sueño, y los sueños lo son de veras, las cuatro paredes de ese soñar se le aparecían al triste Segismundo esquinándole el pensar y sentir la vida en cuatro palabras verificadoras de su sueño: frenesí, ilusión, sombra y ficción mortales. Fue el desdichado solitario a pedir un poco de lumbre con que caldear la frialdad y aspereza de su oscura cueva de cautivo a esas cuatro palabras esquinadas contra el sueño vivo de la muerte. Y los ecos distantes respondieron tan solo a su triste voz con otros ayes lastimeros de ajenos desengaños y desdichas como las suyas; aunque éstas vinieran acompañadas del acento dulce y lisonjero de una voz de mujer. Mas esa voz prolonga en cadencias insospechadas otras muchas que el tiempo pasado tenía escondidas en el mismo repliegue oscuro de esa esquinada prisión mortal del sueño. ¿Qué fue del frenesí, de la ilusión de tantos y tantos españoles, como la de este fingido Segismundo calderoniano, sino espejo de esa ficción viva de su deseo, sombra de una sombra? Lo que Calderón nos señala en esta ficticia figura. frenética e ilusionada, sombría imagen de su Segismundo, es al hombre mismo cuando vuelve hacia dentro su mirada, cerrados los ojos a la luminosa apariencia de su engaño, para buscar, a solas consigo, en la tiniebla de su ser, esa otra invisible verdad que le afirma dentro de sí como expresión veraz de sí mismo. ¿Y qué encontrará en este empeño de entrar o adentrarse en su ser, de ensimismarse de ese modo: un nuevo desengaño? Este Segismundo de Calderón responde poniéndose fuera de sí. teatralizándose o escenificándose de esta manera, a la misma ansiedad, al mismo angustiado deseo que vinieron afirmando en nuestro pensamiento español otros poetas, heridos como Segismundo por ese mismo desengaño temporal de lo perecedero del mundo, de su apariencia vana, de su pasajera felicidad. El mismo Calderón nos lo repetirá con su Semiramis, aquella otra admirable creación figurativa de su ingenio, tan certeramente bautizada de Hija del Aire, «hija de su vanidad». En esta maravillosa comedia leemos aquellos versos: ¡Oh monstruo de la Fortuna! ¿Dónde vas sin luz ni aviso? Si el fin es morir, ¿por qué andas rodeando el camino? Siglos más tarde, como un eco romántico de ese maravilloso pensamiento de Calderón, nos sorprenderá leyendo el Peer Gynt del calderoniano Ibsen, una réplica parecida; que en el poeta noruego toma decisiones figurativas poéticamente envueltas en las nebulosas alucinaciones de su héroe. También Peer Gynt, con el sello de Dios, como Semíramis, en la frente, tropezará con ese rodeo que el poeta noruego personifica en la figura dramática del monstruoso Boyg, monstruo de la Fortuna como el que invisiblemente sale al paso de los personajes de Calderón. Hombre adentro, como tierra o mar, se perdía el calderoniano poeta romántico del Norte, en busca de lo mismo que nuestro Calderón buscaba : la verificación del hombre en el mundo. El teatro de Ibsen recoge en su seno fabulosamente, como el de Calderón, un pensamiento cristiano, cuya paradójica contradicción viva atormenta a la conciencia humana desde que lo enunció dramáticamente la dialéctica de San Pablo. Y por eso sobre esos dos teatros parece que flota como un mismo aliento sobrenatural de desesperada esperanza. El de Calderón viene a recoger en su cuenco o mano curvada, como un poco de agua para esa terrible sed de verdad, la experiencia española de dos siglos de desengaños victoriosos. El de Ibsen parece recoger en ese mismo empeño otros dos siglos europeos de conciencia humana desengañada. Desengaños del mundo, desde luego, pero ¿no cabrá también en el misterio con que se nimba de extraña luminosidad la figuración dramática de estos teatros, de esta poesía, como la. interrogante amenazadora de otro desengaño más hondo, que no se si me atrevería a llamar desengaño de Dios? Si es el torbellino del mundo (como con certera imagen dijo en su Santo. Fogazzaro) el que lleva y arrastra en su rueda o rodeo, en su curva desesperada (¡oh Monstruo de la Fortuna!) al ambicioso egoísta Peer Gynt, ¿no es el torbellino de Dios el que envuelve y hace perecer en su mortal alud de hielo al abrasado Brand? ¿No es uno y otro torbellino el que aniquila a la luminosa hija del aire de Calderón? ¿El mismo que derribó del caballo con el viento, hiriéndole los ojos para cegarlo, a San Pablo, el perseguidor perseguido ? Cuando nos adentramos por estos mares o tierras misteriosas que somos, mirándonos en esos espejos teatrales en que nuestro ensimismamiento se nos presenta fuera o enfurecido de esa manera, por esa poesía (teatros de Ibsen y Calderón), no podemos menos que reconocernos en esa imaginativa empresa sino tal cual somos o como queremos o no queremos ser. «Se tú mismo» es el imperativo que opone Brand al «bástate a ti mismo» de Gynt. El uno es el imperativo de desinterés absoluto, de la generosidad total, del sacrificio; el otro es como la tabla de salvación de un egoísmo que no quiere perderse naufragando en ese piélago insondable de lo divino, del amor de la caridad. ¿Vuelven sobre nuestra angustia presente su mirada esos quijotescos fantoches de Semíramis y Segismundos, esas criaturas encendidas de vanidad, empujadas por el viento, abrazadas al «bástate a tí mismo» ibseniano, para decirnos el trágico desengaño del mundo o para afirmarnos con ello otro desengaño mayor, que fuera un desengaño divino! Pues ¿y Brand o Peer Gynt, con su diferente lenguaje figurativo, no nos miran, no nos dicen lo mismo? Unos y otros, presos del monstruoso rodeo de la Fortuna, del torbellino de su rueda, se nos muestran; abriendo su ensimismamiento en tal manera enfurecido sobre la escena, sobre las tablas del teatro, que parecen a nuestra mirada juguetes de un idéntico viento de pasión racional: el que los expresa y determina como impulsados por ese mismo afán navegador del hombre adentro, de la verdad de la conciencia humana. Viven, nos dirá Calderón, «siguiendo el dictamen del aire que los dibuja». Y tan sutil dictaminador, por la palabra humana, los proyecta sobre ese bajel teatral, a bandazos escénicos y fabulosos, como imágenes vivas de ese prodigioso descubrimiento o invención que es el hombre invisible por tan maravillosa manera teatravisibilizado. El teatro es esta paradójica realidad poética que nos ofrece siempre de sí lo que está más dentro del hombre. Todo teatro realiza poéticamente esta verificación del hombre adentro, esa especulación quimérica de la conciencia humana. ¿Hombre adentro? «Soñemos, alma, soñemos». Estos dos pensamientos cristianos, dramatizados y teatralizados — el de Calderón, el de Ibsen, — coinciden en una proyección de la conciencia del hombre como dueño de sus propios destinos personales, como libre de decidirlos por su voluntad propia. Son estos dos poetas, verdaderos poetas de nuestra libertad, libertadores de nuestro pensamiento. Sus fantásticas, fabulosas figuraciones escénicas, nos representan al hombre en «el teatro de la suerte», de la Fortuna, como antípoda de sí mismo; como dialéctico especulador de su ser. dramáticamente perdido en el laberinto del mundo, preso entre sus paredes de espejo, enredado en esos torbellinos de su mortal sueño, tejido de ilusión, frenesí, ficción y sombra. Para no adentrarse en su ser el hombre sigue la tentación de rodearlo. Boyg, el monstruo de la Fortuna ibseniano, acecha la voluntad libre de Peer Gynt haciéndole caer en esa red ilusoria para perderle. Y así marcha, sin luz ni aviso, rodeando el camino invisible de su propia muerte. ¿Hombre adentro? Cuando el hombre cierra los ojos a lo que le rodea lo hace para dormir o para soñar. Pero el sueño ¿no le vuelve a sacar afuera, a enfurecerle de visión diferente, de distinta vida. ¿Cuál de esas dos vidas es sueño? ¿La del hombre fuera de sí, perdido en el torbellino del mundo, o la del hombre dentro de sí: la del hombre adentro, como mar, como tierra incógnita, perdiéndose, en definitiva, como fuera en el torbellino del mundo, dentro, adentro, en el torbellino de Dios? ¿De una y otra aventura sacó el hombre un parecido desengaño? Antes que Calderón otros poetas españoles habían sentido ese mismo deseo de adentrarse en sí o ensimismarse; pero no para quedarse ensimismados egoístamente, para bastarse a sí mismos, sino para todo lo contrario: para negarse y traspasarse a sí mismos, entregándose a Dios. Que el verdadero amor, la caridad bien entendida, escribí otras veces, empieza por uno mismo porque acaba con uno mismo. A finales del diez y seis se afianza en el pensamiento cristiano, con la Reforma o contra ella, esa extraña voluntad cristiana de ser fuera de la razón poique obedece y cumple otra razón más honda, que es la aparente irracionalidad de la fe por la esperanza. Se tú mismo es para la conciencia cristiana entrar o adentrarse humanamente, por Cristo, en lo divino, en Dios. El libro inmortal de Cervantes voleó en fabulosas palabras imaginativas, inmortalmente, ese pensamiento. Aquel pasaje del encuentro de Don Quijote con las figuras de los Santos lo especifica y esclarece. El Quijote es la expresión total de ese pensamiento cristiano, de esa vida, de esa conciencia — verdadera pasión y burla del hombre invisible. Pues Cervantes pone fuera de sí, en un libro o novela, que, por serlo, lo es teatral, escénico, dramático, el reflejo imaginativo de esa aventurera y venturosa empresa caballeresca del cristianismo temporal, que es la del ensimismamiento enfurecido; paradójico empeño del hombre adentro. Con razón se llamó al Quijote exageradamente, «el quinto Evangelio». Mas de esta aventurera empresa de entrarse a adentrarse el hombre consigo, de enterarse de sí a modo de aventurero de sí mismo, fue otro poeta y aventurero español, contemporáneo de Cervantes, quien nos hizo primeramente declaración expresa y definida: el ya recordado, famoso capitán y poeta de la corte de los Césares españoles, Francisco de Aldana, a quien sus contemporáneos llamaron — y hoy vemos que con verdadera justicia, y justeza, — el Divino. La Epístola de Francisco de Aldana para Arias Montano, que precede en el tiempo a aquellas otros dos famosas del Anónimo sevillano, conocida por Epístola moral a Fabio, y de Quevedo al Conde-Duque de Olivares, tiene sobre estas la superioridad, la doble verificación poética de su motivación afirmativa: pues busca el poeta —llamado, por eso, de sus contemporáneos, el Divino— no solamente su consuelo en la soledad y apartamiento del mundo, en su desengaño pasajero, sino en el empeño de adentrarse en sí, por esa soledad y desasimiento del mundanal ruido, para hacerse silencio acogedor, en el encuentro de su propia vanidad o vacío interno, con la música divina de los cielos. Esta música celestial no suena o resuena melodiosamente en los armoniosos tercetos españoles de esas otras dos Epístolas morales. del Anónimo sevillano y de Quevedo, porque en ellas el mismo empeño de adentrarse el hombre consigo no trasciende los límites circunstanciales de su definición moral, de ese callado imperativo ético de la conciencia que las determina; mientras que en esta otra Epístola de Aldana, su mística antecesora espiritual, se trasciende de nueva inspiración divina el mismo propósito inicial del apartamiento mundano. Huye del mundo este poeta, no tanto por desengañado de su derrota en él como, por el contrario, de la vanidad de sus victorias; y desilusionado de ellas, se lanza con el mismo ímpetu aventurero de nuevas conquistas a buscar otro mundo imperecedero. En ese empeño fabuloso tiende su voluntad más lejos que la de su sucesores moralistas, y aún que la de la mística contemplación, pitagórica y horaciana, de un Fray Luis de León o un Don Antonio de Guevara; pues, en estos, su deseo se cumple tan solo con aquel sosiego natural del contemplativo apartamiento de lo mundano para satisfacerse de la compenetración o comunión silenciosa y solitaria, coa las maravillas de la creación divina. Aldana pasa, traspasa ese propósito con el deseo de posesión real, por tales apariencias, de Dios mismo. En esto coincide con Osuna, Molinos, San Juan y Santa Teresa. Peio lo que le diferencia de ellos es que. al entregarse a esta nueva empresa de su voluntad conquistadora no encuentra bastante rendida su propia voluntad a la necesaria involun-tariedad de tal entrega, y detiene o distrae su decisión misma, enredándola en la misteriosa trama de su aparente sueño. Dudamos, ante tales afirmaciones maravillosas de su admirable Epístola, si el poeta no volverá a sentir hastío o desengaño de lo divino como lo había sentido de lo humano. Y pensamos entonces en aquel antípoda de sí mismo que se nos define en una estupenda estrofa calderoniana (que 110 recuerdo si es del mismo Calderón o de Mira de Amescua en La rueda de la Fortuna) donde se nos expresa este encuentro del hombre consigo, en dramática oposición de sí mismo, identificado con el mundo que entonces era para los españoles su patria imperante: Cuando la noche en su abismo cerrara el cielo español, durmiera yo con el sol, antípoda de mí mismo. ’'Y cómo el sol en esa imagen hemioseadora de su muerte, de su sueño, espei’a encontrar el poeta nueva resurrección y vida? Y ese antípoda de sí mismo ¿fué el último hallazgo mortal, e inmortal, del español Aldana, doblemente engañado por el espejismo poético de lo humano y de lo divino? ¿Dejaremos en pie la interrogante que el claro capitán nos dejó clavada en el pensamiento con la admiración de su lectura, de las hazañas aventuradas de su vida, de la entereza moral que tuvo, en definitiva, para encararse con la voluntaria decisión de su muerte? Las Indias de Dios Escribía Francisco de Aldana su Epístola para Arias Montano a finales del siglo diez y seis — 1577, — fechándola, al terminarla, en Madrid, a siete de setiembre, setiembre sin p:
«Nuestro Señor en ti su gracia siembre para coger la gloria que promete De Madrid a los siete de setiembre, Mil y quinientos y setenta y siete».
No eran, con esa fecha, amargas desilusiones de derrota las que dictaron al glorioso capitán español sus nobilísimas y generosas, sus veraces palabras desengañadas. Y al dirigirlas a quien fueron dirigidas («a ti que eres de mí lo que más vale», lo dice el poeta al admirable Arias Montano), no expresa tampoco sino ese mismo deseo de precisar en su conciencia la razón y pasión de su mundano desengaño. Pues desengañado de victorias, decimos, que no ya de derrotas, se confiesa Aldana a sí mismo, diciéndose «desvalida y solo», como hombre «expuesto al duro hado»; y «al rigor descortés» del viento, «como hoja marchita». Su vida temporal, nos dice, es trafago — sin acento esdrújulo, palabra doblemente grave:
Yo soy un hombre desvalido y solo expuesto al duro hado, cual marchita hoja al rigor del descortés Eolo. Mi vida temporal anda precita. dentro el .infierno del común trafago que siempre añade un mal y un bien nos quita.
Oficio militar profeso y hago baja condenación-de mi ventura que al alma dos infiernos da por pago
Los huesos y la sangre que. natura me dio para vivir, no poca parte dellos, y della, he dado a la locura.
Y tras este singular comienzo nos confiesa su decisión de ir a perderse del todo, para poder encontrarse del todo, en ese hombre adentro, en ese 'ensimismamiento interior, cuyo ilusorio velo de apariencia vana le hará encontrarse otras vez fuera — entusiasmado por enfurecido de ese modo — con Dios mismo.
Nadie mejor que. Aldana nos ha definido ese hombre adentro, ese hombre interior, que, vuelto a sí y contra sí, se hace o rehace deshaciéndose de sí mismo:
que en el aire común vivo y respiro sin haber hecho más que andar haciendo yo mismo a mí, cruel, doblado tiro,
Responde en Aldana la misma, verdad cristianísima que Castillejo había formulado, desentrañándola del sentir popular, en la famosa estrofa lopista:
en la guerra que peleo siendo mi ser contra sí pues yo mismo me guerreo ¡defiéndame Dios de mí!
Dios defendía a nuestro soldado y poeta debatiéndole del engañoso rodeo de la fortuna, de su traicionero andarse rodeando, y haciéndole adquirir, de pronto, esa conciencia inmediata de su ser que le decidía a volverse a Dios por completo:
pienso torcer de la común carrera que sigue el vulgo y caminar derecho jornada de mi patria verdadera,
Piensa el poeta torcer la rueda de su afortunado vivir, no andarse ya con más rodeos, y caminar derecho — caminar derecho como la dulce Solveig le pedía al engatusado rodeador Peer Gynt: — ¿jornada de su patria verdadera? La patria verdadera para éste, tan extraordinario auténtico español, no es tierra ni cielo de este mundo, sino muy otra cosa, que es la que busca en Dios cuando empieza por entrar en sí. Y eso va a decírnoslo en otro terceto que no sólo es divino por su intención, sino, como, pensaba Menéndez y Pelayo, también lo es por su dicción misma; pues con tan graciosa y natural manera de decir nunca se había encarado mejor el hombre consigo:
entrarme en el secreto de mi pecho y platicar en él mi interior hombre, do va., do está, si vive o qué se ha hecho.
¡Hombre adentro! ¿Adonde va ese hombre interior, ese íntimo y desconocido compañero, amigo o enemigo nuestro? Si vive o qué se ha hecho pregunta, se pregunta, nos pregunta el poeta:
y porque vano error más no me asombre en algún alto y solitario nido pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre.
—¿Enterrarse en un nido? — ¿Piensa enterrar su ser apariencia en él. su parecido a ese otro ser invisible, interior, del que apenas sabe si vive o qué se ha hecho? Y eso por nor asombrarse, hacerse sombra al uno con el otro, sombra el .uno del otro. Pues «en algún alto y solitario nido» buscará refugio para tan misteriosa y disparatada empresa de modo que pueda empezar por acomodarse en ella a sí mismo como si fuese otro:
Y como si no hubiera acá nacido estarme allá, cual eco, replicando al dulce son de Dios del alma oído.
Este sólo verso final, por su dicción y pensamiento, bastaría para justificar el sobrenombre de divino dado a Aldana por sus contemporáneos. El «dulce son de Dios del alma oído» le vuelve al poeta caracol sonoro: eco o repetición de la música celestial, resonante en su alma cuando ésta se ha quedado vacía de tocio «mundanal ruido». Así, me diréis hace Aldana lo mismo que Guevara y Fray Luis, o que San Juan de la Cruz y Santa Teresa: desasirse ele todo y vivir sin vivir en él, adentrarse de tal modo en sí mismo que ese mismo ensimismamiento le enfurece para entusiasmarle o endiosarle, de nuevo, para asumirle en Dios:
Y ¿que debiera ser (bien contemplando el alma sino un eco resonante...?
Ese eco, esa divina resonancia hace que el cavernoso y vacilante cuerpo humano se vuelva,. en réplica de amores, al sobrenatural Narciso amante. Los requisitos de esta contemplación divina nos los va diciendo el poeta en versos cuya transparencia y luminosidad no tiene igual tal vez en castellano. Y aquí es donde encontramos a ese hombre adentro, verdaderamente prolongado más allá de sí mismo, como una sorprendente tierra nueva, como un nuevo y prodigioso mar. Hombre adentro, decíamos, como mar, como tierra, vivo. Entre tierra y mar coloca el poeta, su ventura para poder espejarla en ellos. No busca «monte excelso, soberano, de ventiscosa cumbre, de triplicada nieve», ni «menos profundo, oscuro, hundido valle — donde las aguas bajan despeñadas — por entre desigual, torcida calle»; — quiere esas «partes medias» de la tierra, «siempre fructuosa, siempre de nuevas flores esmaltada». Y también quiere, «entre otras cosas», descubrir, no lejos «el alto mar con ondas bulliciosas».
Dos elementos ver, uno movido del aéreo desdén, otro fijado sobre su mismo peso establecido: ver uno desigual, otro igualado; de mil colores éste, aquél mostrando el claro azul del cielo no añublado.
Maravillas del mar y el suelo cubren de su natural apariencia el empeño divino del contemplar reflejándole a su creador en ellas. Como imagen y figuración teatral, visible, de aquellas otras realidades a que llama el poeta, con certero tino, «las Indias de Dios»:
¡Oh grandes, oh riquísimas conquistas de las Indias de Dios, de aquel gran mundo tan escondido a las mundanas vistas!
Mundo de reflejo, eco divino, de aquel otro, tan escondido al propio contemplar mundano. Pues, ¿qué frenesí, qué ilusión, qué suave, sombrosa o asombrada ficción es esta? ¿Está el hombre en ellas soñando a Dios o Dios soñando al hombre? ¡Silencio! nos dic-e el poeta, calladlo, para no perderlo; para no perder esta ventura a que nos llevó la. aventura del hombre interior, de la conquista de ese reino, «de esas Indias de Dios», en el hombre; la aventura del hombre adentro. Silencio y sosiego para oír y ver, para sentir y contemplar tan maravillosa ventura :
Digo que puesta el alma en su sosiego espere a Dios, cual ojo que cayendo se va sabrosamente al sueño ciego, que al que trabaja por quedar durmiendo esa misma inquietud destrama el hilo del sueño que se da no le pidiendo
¡El sueño que .se da no le pidiendo! Entrar, adentramos así en nosotros mismos, pero no por nosotros mismos, «cual ojo que cayendo — se va sabrosamente al sueño ciego» — ¡Oh divino decir y pensar divino! — ¿No será éste otro engaño de nuestro nuevo ser, de ese otro ser nacido de sus propios mundanos desengaños? Pues este sueño, ¿es ciego?; ¿o nos ciega para perdernos más en él?
Ha seguido el poeta, años después, su grave tráfago de vivir. Y ha encontrado fin a su vida de un modo más cercano al heroísmo estoico senequista, de los españoles, que al de la santidad cristiana. No murió como un Santo Francisco de Aldana al lado del Rey Don Sebastián donde le mandara Felipe II. Murió como mi héroe; pero no tan solo como un héroe militar, aparentemente conciente o inconciente de ello, sino como un hombre que sabe, que espera que va a morir, y estoica, resignadamente, acepta la muerte, por deber moral, de ese modo. Otro nuevo ejemplo español nos ofrece este caso de esa doble faz del pensar y sentir la vida que en los españoles se ha señalado como estoico-cristiana. Y otra nueva inquietud nos vuelve «a destramar el hilo» de ese sueño del alma entre cuyas cuatro esquinas poéticas — frenesí, ilusión, sombra y ficción mortales — se nos había encuadrado, como entre cuatro paredes invisibles, aprisionado el pensamiento. Pues de aquellas conquistas de las Indias de Dios ¿qué se hicieron? Otros nombres de otros conquistadores divinos vienen a nuestra mente para respondernos; aunque todas esas respuestas — las de San Juan de la Cruz, los Fray Luis, Santa Teresa, Osuna, Molinos. Fray Juan de los Ángeles, — prolongan su razón de ser y su sentido, su reflejo y su eco. más allá de la muerte. Entretanto, vimos morir a este decidido capitán y poeta de cara al mundo: respondiendo al imperativo moral de su conciencia, heroicamente; más, decimos, como estoico que como cristiano. Y para ese viaje terrenal no necesitaba aquellas místicas alforjas espirituales de la Epístola para Alias Montano; aquel alto nido de su solitario y disparatado sepulcro; aquellos melodiosos requisitos de la sosegada y desasida contemplación divina. Si hubo o no desengaño de Dios en este poeta para determinarle a aceptar de tan heroica manera la muerte, nos quedaremos sin saberlo. Pero esa final actitud de su vida, nos le acerca tal vez, más que su Epístola admirable, de aquellos otros dos desengañados del mundo que, en tercetos españoles epistolares, nos dejaron también escrita con su sangre la aventurada y venturosa andanza moral del hombre adentro en su Epístola moral, el anónimo sevillano, y en la suya al Conde-Duque de Olivares, Quevedo. ¿Y no nos le acerca también ahora del vivo agonizar cristiano de Miguel de Unamuno y de la estoica resignación mortal de Antonio Machado? |
por José Bergamín
Texto digitalizado inédito en la
web mundial al día 23 dic 2023. Si lo incluye en otro sitio mencione de donde lo
tomó. Gracias.
Publicado, originalmente, en: Alfar Nº 82 Año XXI - Montevideo 1943
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/5562
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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