Oliverio Girondo: la transgresión de los límites cotidianos ensayo de Trinidad Barrera Universidad de Sevilla
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La vanguardia argentina está enmarcada por dos sucesos políticos de suma importancia: la Semana Trágica de 1919 y el golpe militar de 1930. Por un lado, la gran movilización de las fuerzas anarquistas desembocó en una represión que causó centenares de víctimas obreras y contó con la colaboración voluntaria de organizaciones de orientación conservadora, sin olvidar la sangrienta huelga de peones rurales patagónicos en el 21. Por otro, la revolución de 1930 que, «tras vacilar ante la tentación de un corporativismo de inspiración fascista que eliminase el enfadoso sufragio universal, prefirió una solución, menos radical, pero de gran eficacia: la restauración formal del régimen constitucional aunque con falseamiento sistemático de los resultados electorales[1]». Tres años antes, debido a las divergencias de los editores martinfie-rristas a la hora de apoyar la candidatura presidencial de Hipólito Irigoyen, las filas de la ‘nueva sensibilidad’ se rompen. Corría el año 1927, fecha en que se publica la Exposición de la Actual Poesía Argentina. No sólo los integrantes de la aristocrática Florida conocen el desconcierto, sus colegas de Boedo anidaban también contradicciones de cara a opciones revolucionarias. «Los de Boedo se mueven en el campo de la revuelta anarquista, mezclada con una ferviente doctrina cristiana; apoyan proyectos populares pero carecen de un sentido claro de las formas que asume la ideología»[2]. Sin embargo, en honor a la verdad, el período vanguardista propiamente dicho, entre 1921 y 1927 aproximadamente, gozó de una cierta prosperidad económica, sobre todo después del 24, aunque el gobierno careciera de un programa reformador coherente y el partido radical no afianzara el apoyo a sus intenciones. La vanguardia europea, matriz generadora de los diversos fenómenos vanguardistas, supuso una radicalidad estética, pero también moral y social. Como momento revolucionario, de transformación de las relaciones intelectuales, la vanguardia propone no sólo cambios estéticos, sino también un concepto radical de libertad, un desprecio a las instituciones sociales y un rechazo de las formas complacientes y de la consagración del artista. La vanguardia es un fenómeno artístico y estético al mismo tiempo, pero su ruptura no se ciñe exclusivamente a lo estético sino que se extiende al conjunto de las relaciones intelectuales: instituciones y funciones del actor/artista. Se nos presenta así como una instancia autocrítica tanto del arte como de la estructura social en que se inserta. Pese a que a partir de 1927 se disuelve el grupo martinfierrista, la semilla de la innovación estaba sembrada y en 1932 Girondo publica el libro más transgresor de la vanguardia, Espantapájaros. En el caso que nos ocupa, Argentina, y en pro de una aproximación a ese fenómeno contradictorio que circuló en la década de los veinte, será forzoso recurrir al sistema literario y al espacio sociocultural con el que rompe o al que cuestiona, pues para el caso es igual. Entre 1900 y 1920 este país venía sufriendo una destacable transformación. Son los años que rodean al Centenario, en los cuales se conocerá el primer nacionalismo cultural argentino, Al escritor ‘gentleman’ del 80 (el término es de David Viñas), sucederá ahora el profesional, consciente de que la política debe estar divorciada de la literatura. Se produce así una nueva forma de identidad social, la del artista. Artistas, escritores que progresivamente concentrarán sus esfuerzos en los proyectos creadores propios, editando regularmente y reuniéndose en lugares públicos, cafés y tertulias literarias. Se origina paulatinamente un curioso fenómeno de publicidad y promoción para aumentar el valor de su oficio. Ya instalados en los veinte, estas reuniones servirán para atacar el mal gusto del burgués medio y el filisteísmo estético, potenciar la camaradería entre iguales y la vida bohemia y al mismo tiempo fomentar la idea de la personalidad e insistir en la primacía del sujeto en la vida social contemporánea. «Al rehusar ver al sujeto como mero objeto pasivo o un producto de intercambio, la vanguardia presenta al sujeto ahora como un participante activo en todas las formaciones sociales. Señal de vanidad tal vez, o signo de interés propio por parte de los escritores, la crítica y la producción literaria se movieron con imaginación para restaurar al sujeto en su papel de homo faber»[3]. La pasión por la crítica literaria fue una moda fielmente seguida. Con los comentarios se establecían jerarquías entre maestros y discípulos. No hay más que recordar un ejemplo paradigmático, el de Borges, aunque a otros, como Guillermo de Torre, les pareciera esta moda un carnaval de amigos. Pese a todo, la evaluación personal del arte será el estilo de crítica más característico de la vanguardia argentina. Desde Claridad, órgano del grupo de Boedo, a Martín Fierro, su equivalente en Florida, el comentario y la teoría se superpusieron en e! discurso crítico. La persona, la máscara, su invento a través de los autorretratos, su relación con el texto creativo, la importancia del texto visual y la subordinación del yo romántico y autorreflexivo al orden arquitectónico del espacio literario diseñarán el perfil de la vanguardia. Las verdades absolutas o las realidades determinantes se subordinaron al ámbito de percepción del sujeto. En este sentido hay que referirse a los dos teóricos mas eficaces del arte de vanguardia argentino: Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges. Ambos discutirán sus ideas sobre la literatura desde los primeros números de Proa, aunque sus discursos fueron al unísono exclu-yentes y complementarios. Macedonio se opone a los enfoques convencionales de la obra de arte; en el supuesto de que el discurso esté gobernado por reglas y orden (organización de la escritura, modo de producir significación y reglas de operación interna que determinan el acto del discurso), presenta distintos modos de subvertir esa coherencia aparente. Con ese humor tan característico y un lenguaje aparentemente capcioso, denuncia el sistema literario que ordena el pensamiento lógico a la vez que se opone a las premisas de la representación mimética en lo impreso. En No toda es vigilia la de los ojos abiertos, compilación de textos que van desde 1903 a 1928, Macedonio expresa cabalmente sus teorías sobre el yo y el conocimiento. Allí, entre el humor, la ambigüedad y el sinsentido, concluirá que el lenguaje literario desacredita la realidad del ego, libera el yo literario (y por tanto, la persona del autor) de su relación con la vida cotidiana y lo reemplaza por un yo imaginario. La admiración despertada en el joven Borges por los escarceos de su maestro es rápida. Pronto reelabora los argumentos de Macedonio (léanse Inquisiciones o El tamaño de mi esperanza) tratando de compaginar el sujeto y el objeto en un ámbito momentáneo dentro del arte, «creando una iluminación mágica que evite la banalidad de lo real». Si tuviésemos que resumir las teorías dispersas de Borges que anticipan los textos vanguardistas, habría que aludir principalmente a dos ejes que se cruzan, el uno defiende las propiedades del texto que capturan instancias aisladas del yo; el otro considera que la conciencia es condición previa de la escritura imaginativa, de modo que el yo total anticipa cada detalle del arte. El texto literario multiplica así el significado de las cosas y amplía la naturaleza del sujeto y el objeto, al tiempo que prueba el poder del escritor. No se olvide que la idea de un yo literario, cultivado en el proceso de escribir, será una tendencia esencial de la vanguardia argentina. Y esto se ve tanto en el deseo de control del artista como en su paródico discurso político o en la voluntad de poder en cuanto escritor que tienen los cultivadores de la vanguardia[4]. 1924 es la fecha en que se pone en marcha la segunda etapa de Proa, bajo la dirección de Borges, Brandán Caraffa, Güiraldes y Pablo Rojas Paz, y la gran abanderada Martín Fierro. Evar Méndez, su director, definía así los propósitos: «Intentar la creación de un ambiente artístico, cumplir una acción depuradora, coordinar el espíritu desorientado de la juventud intelectual, renovar el agua muerta de la crisis cotidiana, dar a conocer los nuevos valores y mostrar las tendencias literarias y artísticas que apuntan o se definen en nuestro medio -por audaces que sean-». La modificación del campo intelectual, la creación de un público, el implantar nuevas costumbre en la vida literaria previo cambio del gusto estético, son algunos de los objetivos de Martín Fierro; sin embargo, en lo referente a su relación con el estado y la sociedad fueron, en cierto modo, moderados. A veces cuesta trabajo aclarar ese curioso equilibrio de los martinfierristas que, por un lado, consiguen logros desconocidos (incorporar las mujeres a las reuniones literarias, editar a Macedonio, etc.), y por otro, admiten la necesidad de apoyo institucional para el buen desarrollo del arte y la literatura. Verdad estética frente a verdad mercantil. «Cuando el escritor siente a ía vez la fascinación y la competencia del mercado, lo rechaza como espacio de consagración pero, secretamente, espera su juicio»[5]. El mismo nombre de la revista es ya un índice de las contradicciones de su historia. En el manifiesto, obra de Girondo, se dice: «Martin Fierro tiene fe en nuestra fonética». La cuestión lingüística es pieza clave del pensamiento martinfierrista. La esencia nacional debe impregnar la escritura literaria. Nacionalismo frente a cosmopolitismo parece ser un dilema aireado y no siempre excluyente, porque, en definitiva, para los de Florida o Boedo, cosmopolitas son siempre los de enfrente. «Tanto los intereses cosmopolitas de Florida, como la protesta social de Boedo están unidas por una visión común con la cual los autores reclaman la condición de alteridad como parte necesaria de la autorrepresentación»[6]. El enfrentamiento a lo convencional y a lo que puede poner en peligro la supervivencia colectiva se ve de forma muy clara en el conjunto del manifiesto de Girondo, publicado en el cuarto número de la revista. No deja de ser curioso que para los chicos de Florida, Boedo, la izquierda política, sea la derecha estética. Y es que la contradicción, como dijimos, está en el mismo seno y no fue resuelta: nacionalismo cultural y vanguardia, sujeto nacional mas predicados europeos y cosmopolitas de renovación estética. Afirmación de novedad y vuelta a la tradición cultural. Con estos elementos se construye ese compuesto ideológico-estético que es el martinfierrismo, cumbre de la vanguardia argentina. Desde esa tensión se cimenta la originalidad. En este panorama florecen una serie de escritores que, con su entusiasmo, mantienen viva la llama de la nueva sensibilidad, Borges, González Lanuza, Bernárdez, Molinari y un largo etc. en el que no hay que olvidar el papel de Ricardo Güiraldes. Pero de este conjunto hay que entresacar un nombre, Oliverio Girondo que, con solo sus aforismos en Martín Fierro, su vinculación a la revista o su manifiesto, sería suficiente para ejemplificar el avance argentino; pero en él se conjugan también otras circunstancias y, sobre todo, unos libros iniciales memorables, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías y Espantapájaros. Desde 1922, en que publica el primero de estos libros, a 1963, fecha de la edición definitiva de En la masmédula, su obra pone de relieve a un escritor compacto, reformador de las esencias del lenguaje, que no se detuvo en la epidermis vanguardista de los veinte, sino que avanzó con pulso firme y sistemático en el compromiso con la palabra, fiel a sí mismo, a su cansancio de la tradición y a su afán innovador. Su comprensión de la realidad tiene un sentido unitario que abarca las cosas, los hombres y el todo cósmico mediante una alquimia, cada vez más depurada, de la forma y de la lengua. Su personalidad escurridiza rechaza sistemáticamente el academicismo literario, con un tono corrosivo, crítico y mordaz, presente no sólo en sus primeros libros, sino mantenido hasta sus últimas consecuencias, con pasión y desgarramiento. Para Macedonio Fernández era el ejemplo vivo de la PASIÓN. En 1924 hace unas declaraciones a la revista Variedades de Lima que son «pseudo» confesiones poéticas que se ajustan al tono de sus primeros libros: «Mirar con nuestros propios ojos actuales el espectáculo cotidiano. Ver lo que hay de emocionante, de patético, de inédito, de grotesco en unos guantes, en un farol, y que farol o guantes si lo deseamos transporten nuestra arbitrariedad con el confort de un trasatlántico». Con su peculiar humor califica el metro como «adminículo de tendero» y la rima como «tambor indígena». Al referirse a la forma poética preferida proclama la libertad absoluta, «que cada uno busque la que se adapta a la conformación de su estómago, pierna o nariz». Escritor que privilegia la intuición por encima de todo, ha sido su primer y más terrible crítico. Merece la pena recordar su «Autorretrato» para la Exposición de Vignale y Tiempo, por el efecto de carnavalización: Me pide usted algo que no tengo: una biografía compacta y precipitada, la que no soy capaz de escribir. Atribuyame usted la de mi bisabuelo Arenales o la del cotudo que le asistía; invente la vida más chata y mas inútil y adjudíquemela sin remordimiento Cualquier cosa menos forzarme a reconocer que soy un hombre sin historia[7]. Toda su obra es fiel retrato de algo importante para la vanguardia, el viaje espacial e interior, pero quizás sea en la «Carta abierta a la Púa», en el «Manifiesto» de Martín Fierro, en los Membretes y en el libro Espantapájaros (1932), donde radique de forma más explícita su estética, su amor a la contradicción, al exceso, a la transgresión y a la metamorfosis. A éste último libro, en cierto modo relegado por la crítica girondiana, me quiero referir como uno de los textos en prosa más importantes de la vanguardia argentina. Integrado por veinticuatro prosas y un prólogo, Girondo recoge el modo que ya había practicado en algunos textos de sus dos primeros libros, pero aquí la apuesta es más fuerte y a la horizontalidad que caracterizaba su producción primera contrapone en este libro un viaje vertical, hacia las honduras del yo que extiende su radio de acción hasta incluir al lector y hacerlo cómplice de sus diatribas. La crítica girondiana no ha sido muy pródiga con Espantapájaros, con las excepciones de Nobile, Molina, Masiello o Schwartz[8], sin embargo parece necesario analizar este libro si se quiere comprender el depuramiento conceptual y formal de su obra cumbre, En la masmédula. El prólogo que lo inicia es un caligrama -el único que hizo Girondo-, donde visualmente se aprecia el sombrero sobre la cabeza y el cuello del muñeco o espantapájaros que sirve de portada al libro. Según la definición de la RAE espantapájaros es un «espantajo que se pone en los sembrados y en los árboles para ahuyentar los pájaros» y es que el sentido de ahuyentar o espantar es el objetivo de sus mensajes, el exorcismo de sus pensamientos o vivencias -a veces lindantes con el surrealismo— indudablemente se encamina a «épater le bourgeois», actitud que ya había frecuentado en buena parte de los poemas incluidos en Veinte poemas o Calcomanías, muy especialmente los de tema religioso o sexual. El título viene acompañado de un paréntesis «(Al alcance de todos)», con lo que Girondo pone el toque irónico a su objetivo. El dibujo o caligrama remite a una imagen visual doble. El espantajo de la portada -dibujo de Bonomi-, con su aspecto de cuervo negro, curiosamente rodeado de cuervos, tiene un aspecto patibulario que «asusta» de entrada. Según el testimonio de Norah Lange representaba el academicismo: no hay que olvidar la ceremonia propagandística que él y sus amigos organizaron para la venta y promoción del libro, con muñeco- espantajo incluido, haciendo gala al pensamiento desgranado en uno de sus Membretes, «Un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón» (O[9] , 146). Un académico trasnochado, vestido de negro, rígido y acartonado como el saber que representa, digno representante de aquel catedrático del que se dice en el Manifiesto de Martín Fierro que «momifica todo cuanto toca». Dicha imagen se carga de contenido en el caligrama que, a mi entender, es el dibujo de la cabeza y cuello del espantapájaros de la portada. El caligrama apunta al vacío o nihilismo: el no saber nada no es privativo de alguien, sino patrimonio universal. La burla del conocimiento se apostilla en el ala del sombrero que mediante la rima interna en «ión» deja caer los mitos del saber, reducidos a engaño. Una propuesta que Girondo quiere expresar en voz alta, «gutural, lo más gutural que se pueda» -ridiculización por el tono- y que incardina en la cabeza, tradicional depositaría del conocimiento. La onomatopeya del croar de las ranas («creo» ocho veces repetidos como afirmación-negación), es símbolo de la vacuidad, apuntaladas por unas escaleras que redundantemente se suben para arriba y se bajan para abajo, en un movimiento perpetuo de la cabeza al corazón y viceversa, en tensión dialéctica entre pasión y razón dominadoras de buena parte de las afirmaciones o propuestas de las prosas del libro. Particularmente no considero este caligrama como una prosa más del libro, sino justamente como su prólogo-manifiesto, una «Carta abierta» a lo que el interior deparará: veinticuatro textos en prosa -con la excepción del 12, debido a una disposición versicular- A partir de esta declaración de principios, en la más pura línea acrática y demoledora, Girondo comienza a desgranar sus obsesiones. Aparentemente caóticas, sólo tras una lectura detenida se puede deducir una linea temática que parte, a nuestro criterio, del YO personal para desplazarse al TU amoroso, la mujer y las relaciones que con ella se establece, en un eje que llamaremos Amor-erotismo-muerte, o al ÉL -llámese lector, público, etc— al que señala normas de transgresión o subversión del orden tradicionalmente establecido y aceptado. El punto de partida son varias prosas que afectan al YO: la 6 se puede calificar de «autobiografía impostada», al estilo de la que entregó a Vignale para su Exposición„ Girondo realiza una selección metonímica cargada de tintes macabros para autopresentarse: «mis nervios», «mi digestión», «mi riñón derecho e izquierdo», su capacidad de vuelo: «Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero» (O, 167), «Soy políglota y tartamudo. He perdido a la lotería hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado con una cacatúa». Los tintes negativos son continuos, desde su vocación homicida («En ese cuarto de hora, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos») a la suicida que cierra el texto («En estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con toda tranquilidad un cigarrillo»), pasando por un descriptivismo que lo acerca a la minusvalía, al desastre humano físico y sicológico, con un humor negro que no deja resquicio: «Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro». Este texto, al que he calificado de autobiografía impostada del yo lírico, me parece al mismo tiempo un texto-manifiesto, semilla de otras prosas del libro que le sirven de complemento. Así hay que entender la número 8, donde el yo lírico se confiesa como un «cóctel de personalidades», que abre infinitas posibilidades de manifestación del yo, que ataca el concepto mismo de personalidad individual y que en definitiva da al traste con la vida privada ante la imposibilidad de poner de acuerdo a tan múltiples variaciones del ser: «Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente» (O, 172), En otra ocasión, número 9, el yo se separa de su sombra y la contempla, no en su forma tradicional, sino como una especie de ángel de la guarda con el que mantiene una relación de dulce compañía, pero con los papeles invertidos, es el individuo el que tiene que cuidar a esa sombra, al atravesar las calles, subir las escaleras, etc. para que no sufra ningún percance. La prosa 16 alude a la trasmigración del yo esencial hacia los depósitos más imprevisibles: animales, vegetales o minerales son suceptibles de albergar al espíritu, entre juguetón y burlón, que le encanta la «transmigración», mientras que a otros les fascina el alpinismo. En la 4 se continúa la información seudoautobiográfica, en esta ocasión referida a la metamorfosis o desconcierto de la personalidad que sufre un proceso de cambio continuo o más bien de mudanzas de unas aficiones o gustos por otros, tan absurdos los primeros como los segundos: «Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados» (O, 163), apuntando sin lugar a dudas a la inutilidad de determinados cambios, a la miopía del ser humano o a la inconstancia. En esta serie dedicadas al YO hay que referirse también al texto 5, donde Girondo se burla de un pasado genético que incide en el individuo y repasa a unos familiares encamados, a veces, gracias a un proceso de transmigración, en los más variados especímenes de la escala zoológica, vegetal o geológica, en una especie de panteísmo familiar que conecta con el proceso transmigratorio de la prosa 16. Si la familia falla, si la personalidad es un cóctel, si la transmigración es un proceso frecuente, si la metamorfosis es imparable, no debe pues extrañar que en el texto 13 se apunte al anhelo de destrucción de ese yo que, como vimos en el 6, no tiene nada optimista que sustentar: «Hay días en que yo no soy más que una patada, únicamente una patada» (O, 181) La consecuencia lógica es pues liarse «a patadas» con el mundo. A través de estos ocho textos escritos en primera persona del singular o del plural, en un nosotros asociativo con el lector, se ha ido diseñando la máscara, pero también se ha ido marcando un programa, o si se quiere una particular filosofía de la vida guiada por el deseo de dinamitar las falsas seguridades del hombre en sociedad. Es precisamente el texto 14, donde una «abuela» aconseja unos principios de actuación al protagonista para enfrentarse a la vida y a las mujeres, el que nos sirve de enlace para el segundo eje del libro, las relaciones hombre-mujer, donde Girondo descarga su dosis mayor de humor negro -para algunos críticos de feísmo—. El tema de la relación hombre-mujer en estos textos revisten una doble proyección. Por un lado tenemos a la Mujer-aire, angélica casi, puesto que sabe volar, así en el texto 1 se nos dice: «No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija... (sigue una larga enumeración de defectos y concluye) ¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!» (O, 157). Ese don, símbolo del misterio femenino, es propuesto en el texto 3 por una mujer a su terrenal y aburrido marido, incapaz de despegar su imaginación de la cotidianidad más rutinaria que existe. Frente a la mujer que vuela o propone el vuelo está la mujer-tierra, la devoradora de hombres, ya sea por su capacidad vampírica, por su sexo prehensil o por ser mujeres eléctricas, todas significan un peligro para el varón. Los textos 17 y 22 avisan contra el peligro de dichas mujeres: «Me estrechaba entre sus brazos chatos y se adhería a mi cuerpo, con una violenta viscosidad de molusco» (O, 189), enteramente dedicado a la mujer vampírica que resulta menos peligrosa aún que la de sexo prehensil: «Las mujeres vampiro son menos peligrosas que las mujeres con un sexo prehensil» (O, 198). Los consejos para protegerse de una y otra rozan la comicidad más patética que alcanza su punto máximo cuando habla de estas últimas: «Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van cargando como un acumulador,... es inútil que nos aislemos como un anacoreta o como un piano. Los pantalones de amianto y los pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán» (O, 199). El sexo obsesiona a Girondo desde sus primeras creaciones y aquí encuentra su plasmación en el texto 12 que, compuesto exclusivamente por formas verbales, reproduce el acoplamiento sexual hasta cinco veces en un movimiento continuo de atracción, plenitud y descanso para reiniciar a renglón seguido el mismo proceso: «Se miran, se presienten, se desean,/ se acarician, se besan, se desnudan,/ se respiran, se acuestan, se olfatean,/ se penetran, se chupan, se demudan,/ se adormecen, despiertan, se iluminan...» (O, 179). Amor, erotismo, muerte, no sin antes dedicar uno de los textos, el 7, a la burla del amor en todas sus variantes, como si de un menú culinario se tratara. La muerte es otro de los ejes del libro, a ella están dedicados tres textos, el 11, el 19 y el último, el 24. Si el 11 es la reflexión de un muerto cuya situación no la contempla como descanso según el tópico, sino lo contrario, toda una burla sobre la otra vida tan imposible o más que ésta: «¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!» (O, 178), el 19 mantiene el mismo tono para elevar un canto carnavalesco a la vida que arrastra en su seno la muerte o descomposición. El 24, el más largo de todos los textos del libro, es una reflexión metafísica sobre el terna que pone punto final intencionado a un libro y abre las dimensiones de su obra futura. Girondo, que quiere decididamente espantar, no desperdicia ocasión para ello y podemos señalar siete textos destinados a la subversión como programa, el 2 proclama la rebelión contra el orden establecido, el 20 y el 21 la transgresión de las normas, el 10 su burla contra lo sublime que ya encabezara los Veinte poemas, el 15 encamina sus dardos hacia el ostracismo, el 23 hacia la solidaridad y el 18 al llanto en un tono similar al 7 y su mofa del amor a la carta. El programa aparece cerrado y completo. Los Poemas en prosa de Baudelaire y Las Iluminaciones de Rimbaud han podido ser sus modelos, pero el argentino hace una apuesta más fuerte, matizada por un surrealismo que se apropia de la palabra en libertad para producir un caos circulatorio. Los mecanismos asociativos, las desajustes lógicos, el barroquismo expresivo, todo confluye en el libro y permiten apuntar que «la violencia de Espantapájaros apunta desde diversos ángulos, en los mecanismos represivos que contaminan las relaciones sociales y particularmente, las relaciones familiares, amorosas y sexuales»[10]. El camino para sus posteriores libros está abierto. Notas: [1] Tulio Halperín Donghi, Historia contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza, 1977, 5.a ed., pág. 387.
[2] Francine Masiello, «Política de la marginalidad en la vanguardia argentina», Nuevo Texto crítico, 2, 1988, pág. 310.
[3] Ibidem, pág. 302
[4] F. Masiello. Lenguaje e ideología. Las escuetas argentinas de vanguardia, Buenos Aires, Hachette, 1985, págs. 105-106.
[5] Beatriz Sarlo, «Vanguardia y cosmopolitismo: la aventura de Martín Fierro» , Revista de Crítica Literaria latinoamericana* 15, 1982, pág. 50.
[6] F. Masiello, Poética de la marginalidad..., ob. cit., pág. 305.
[7]
Pedro Juan Vignale y César Tiempo.
Exposición de la actual poesía argentina,
Buenos Aires,
Tres Tiempos, 1977, pág. 15. [8] Beatriz Nobile, El acto experimental, Buenos Aíres, Losada, 1972; Enrique Molina, «Hacia el fuego central o la poesía de Oliverio Girondo», Prólogo a Obras, Buenos Aires, Losada, 1990,2.4 ed., Francine Masiello, Lenguaje e ideología, ob. cit., y Jorge Schwartz, «A quién espanta el espantapájaros», Xul, 6, mayo de 1984, págs. 30-36.
[9] Citaremos, en el interior del trabajo, por la edición de Obras, ob. cit., nota 8. [10] Graciela Montaido y otros, «Girondo», en Yrigoyen, entre Borges y Arlt (19!6-1930), Buenos Aires, Contrapunto, 1989, pág. 204. |
ensayo de Trinidad Barrera
Universidad de Sevilla
Anales de Literatura Hispanoamericana, Vol. 26 Núm. 2 (1997)
Servicio de Publicaciones, UCM. Madrid, 1997
Universidad Complutense de Madrid
Link del texto: https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/article/view/ALHI9797220395A
Oliverio Girondo en Letras Uruguay
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