Primera misión a África Crónica de Jacques Barou |
Regreso al pasado En ese mes de julio de 1972, me hallaba en la República de Níger, en pleno corazón del Sahel[1]. Affala, el pequeño pueblo en el que me encontraba, se localiza a unos treinta kilómetros de la ciudad de Tahoua, prefectura de la región de Ader[2]. Para comprender qué hacía en tal lugar, hay que remontar algunos meses en el tiempo e ir a la ciudad de Lyon, entre la Universidad y el mundo de la militancia. Había fracasado en el concurso de la prestigiosa Escuela Normal Superior, situada en la calle de Ulm, en París[3] . En consecuencia, me vi obligado a regresar a la Universidad de Lyon II, para hacer una licenciatura en filosofía y sociología. Dicha licenciatura presentaba la posibilidad de obtener un certificado en etnología. A mitad de año, un profesor, llamado Jean Girard, llegó de Senegal y propuso un curso de etnología general, focalizado en el África subsahariana. Seguí sus clases con interés. Más tarde, me enteré de que había sido estudiante de Roger Bastide, el sociólogo y antropólogo conocido, mundialmente, por sus contribuciones a las culturas africana y, especialmente, afro - brasilera. Asimismo, Girard era oficial de reserva y había ejercido funciones de administrador en Senegal y Costa de Marfil, antes de que esos países se independizaran. Su carrera le valió, rápidamente, la enemistad de los estudiantes de extrema izquierda, numerosos y activos en esos años, posteriores al 68. Por mi parte apreciaba, sobre todo, la dimensión empírica de su asignatura. Me encontraba un poco cansado del estudio de las grandes teorías filosóficas y sociológicas. El hecho de seguir un curso que no se fundaba en reflexiones sino en hechos concretos representaba, para mí, un exótico descanso. Desde el inicio, tuve buenas relaciones con Girard quien, con el tiempo, resultó muy controvertido. Finalmente, no dejó un excelente recuerdo en la Universidad de Lyon. Pero, en esa época, no me importaban demasiado las cuestiones de orden político que se infiltraban en el discurso universitario. Lo que realmente deseaba era abordar la etnología con una investigación de campo. Algunos años antes, había leído Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss (1908 – 2009)[4] . Si hubo un libro que tuvo influencia en mi vida fue Tristes trópicos. Es la más literaria y la menos teórica de las obras de Lévi- Strauss. Más allá del relato de su exótico viaje, lo que emerge de tal trabajo es la relación calurosa que el etnólogo logra establecer con los diversos grupos amerindios entre los cuales permanece; y la cercanía mental y afectiva con la que consigue referirse a ellos. Bastide decía que, para dedicarse a la etnología, es necesario querer a la gente. Incontestablemente, detrás de su fachada de frío teórico, Lévi-Strauss era, asimismo, capaz de amar a las personas. Lo que había cautivado mi atención en Tristes trópicos era la rapidez con que el autor constató que corría el riesgo de aburrirse pronto de su trabajo de profesor de filosofía. Explicaba que había pasado un tiempo apasionante escribiendo su curso para los estudiantes del último año de Secundaria. Más tarde, se dio cuenta de que, de entonces en adelante, no haría otra cosa que repetirlo, a lo largo de toda su carrera. En esa época, me dirigía, también yo, hacia la enseñanza de la filosofía. Seguía mis estudios sin gran entusiasmo, a pesar de que ésa fuese mi disciplina predilecta. Tenía ansia de encuentros, de exotismo, de contactos humanos. Pronto me pareció que no los encontraría enseñando filosofía en el liceo, en medio de todos esos profesores que, a mis ojos, se hallaban lastrados por la rutina. La Universidad me ofrecía una posibilidad de aproximarme, de manera científica, a lo que anhelaba en la vida: tomar contacto con gentes diferentes a mí; con otras culturas que, más allá de su disparidad, daban la impresión de encontrarse a la busca de los mismos valores y del mismo sentido de las cosas. La alfabetización de los inmigrantes Yo ya disponía de contactos en ámbitos sociales muy diferentes a los que había frecuentado en el marco de la Universidad. Desde hacía algunos años, me dedicaba, como voluntario, a la alfabetización de inmigrantes. Uno de mis camaradas de Preparatorios me había embarcado en ese trabajo, organizado por un grupo de socorro católico. Los cursos tenían lugar en la tardecita, después de la jornada de trabajo. Encontrábamos hombres y mujeres españoles, portugueses, polacos, italianos, yugoeslavos quienes, a menudo, se ocupaban de tareas penosas. Sin embargo, una vez terminada la faena diaria, hallaban el coraje de venir a mejorar su francés, escrito y oral. Para ello, depositaban su confianza en estudiantes que improvisaban sus métodos pedagógicos destinados a adultos. Teníamos muy buenas relaciones con esas personas quienes se mostraban, a la vez, muy respetuosas y muy calurosas. En el contexto posterior al 68, numerosos intelectuales dedicaban su tiempo a acusarse mutuamente de ser malos revolucionarios. Nosotros, en cambio, teníamos la suerte de estar en contacto directo con el proletariado inmigrante. La lectura de Marx, Lenin u otros numerosos autores que habían intentado analizar el papel de la clase obrera en la historia, nos había dejado una imagen del proletario. Nuestros trabajadores no se parecían en nada a tal figuración. Ante todo, eran gentes que se encarnizaban trabajando; su meta era asegurar una vida mejor para ellos y sus familias. Los que venían de España y Portugal, países que, entonces, se hallaban bajo dictaduras de extrema derecha, tomaban contacto con aquellos que llegaban de Europa del Este. Éstos últimos les describían un sistema comunista tan liberticida como el de los regímenes de Franco y Salazar. Semejantes acercamientos contribuían a desmitificar las grandes ideologías. Constituían una colisión saludable tanto para nosotros, estudiantes, como para nuestros alumnos, obreros. En esa asociación católica, cuyo objetivo era ayudar a los inmigrantes, supe que se había formado un grupo de proletarios de África subsahariana. Éstos también deseaban recibir una enseñanza que se adecuara a su nivel de francés. Lo hablaban y, sobre todo, lo escribían de modo muy modesto. Pedí para ocuparme de ellos. Desde el comienzo, el contacto fue fácil. Desarrollamos relaciones muy cálidas. La agrupación estaba constituida por alrededor de una docena de varones. El curso tenía lugar dos o tres tardecitas por semana Ellos configuraban, ya, un microcosmos de África. Había algunos peúl[5] de Guinea, de un nivel netamente más elevado que el de los demás. Los peúls afirmaban su pulaaku[6]. En consecuencia, me manifestaban una amabilidad extrema que, a veces, me resultaba demasiado tiesa. Mis relaciones fueron mucho más sencillas con el grupo de los hausa[7], que procedían de un mismo pueblito de Níger y jamás habían ido a la escuela. La mayoría trabajaba en un depósito de moldes de queso, que tenían que descargar de camiones, provenientes de las montañas de Saboya o de Suiza. Esos moldes debían colocarse, luego, sobre grandes planchas, antes de ser vendidos a los almacenes de la ciudad. Cada uno de ellos pesaba alrededor de cincuenta kilos. Su manipulación exigía una soberana energía muscular. Pero, a esos hombres simples, oriundos de un pueblo muy pobre, en el límite del Sahel, no les faltaban ni la fuerza ni el coraje. Aunque su dominio del francés fuera escaso, lograba comunicarme bien con ellos. A pesar del cansancio que la inclemencia del trabajo les producía, su sonrisa era persistente. Pronto me di cuenta de que estaban muy organizados colectivamente. Entre ellos existía una jerarquía bien establecida. Como consecuencia, gracias al dinero que enviaban, lograban sostener a su pequeño pueblo africano. Todos habían dejado a sus familias en ese lugar. Así, formaban una comunidad, esencialmente masculina, que se regulaba a sí misma y que era extremadamente solidaria. Para economizar, se alojaban en edificios vetustos y helados. Sin embargo, no carecían de relaciones en el seno de la población lionesa. En ese tiempo, un sacerdote católico, quien había vivido en África, abrió un local donde los acogía. Los ayudaba a desenredar sus problemas administrativos y a organizar los envíos de dinero a sus familiares. Al mismo tiempo, los asesoraba en el plano médico. Aunque los Hausa eran musulmanes, frecuentaban regularmente al cura, por el cual sentían mucho respeto. Mi encuentro con ese hombre carismático, salido de una antigua familia de la aristocracia, me aportó un esclarecimiento apreciable sobre el funcionamiento del grupo. Me gané la confianza de los hausa quienes, de tanto en tanto, me invitaban a sus reuniones y fiestas. Por mi parte, los ayudaba a escribir cartas a sus familias. Tal correspondencia constituía, para mí, una veta de información sobre las relaciones que mantenían, a distancia, con su pueblo. A veces, tenían momentos de tristeza, sobre todo en invierno, cuando el frío les agrietaba las manos y el cielo bajo les hacía añorar el sol resplandeciente del Sahel. Sus hábitos amistosos les permitían atenuar el golpe afectivo de la soledad. Pero sufrían a causa del aislamiento sexual. Desconfiaban de las mujeres europeas, siempre susceptibles de sustraerles su dinero, tan duramente ganado; y vivían en el recuerdo perpetuo de las caricias de sus esposas, que los esperaban en el hogar. Un bello terreno de investigación Esas personas me inspiraban una gran simpatía. Al mismo tiempo, me di cuenta de que, desde el punto de vista etnológico, la observación de su funcionamiento social podía transformarse en un hermoso estudio de campo. En el cuarto año de universidad, debíamos redactar una monografía. Le pregunté a Girard si aprobaba que realizase un análisis de esa pequeña comunidad. Él mismo no había trabajado nunca sobre las cuestiones planteadas por la inmigración. Se trataba de un tema que, en aquella época, era poco estudiado en las universidades francesas. Sin embargo, me estimuló a realizar mi pesquisa. Más aún: me aconsejó que no sólo continuase mi estudio del grupo que se encontraba en Lyon. Era menester que conociese su pueblo originario, en Níger. Cuando hablé de ese proyecto a mis estudiantes, me aseguraron que harían todo lo posible para que fuese bien acogido por su gente. El jefe de la comunidad se llamaba El hadj Boubé[8]. Grande y atlético, con un rostro dulce y sonriente, gozaba de una vigorosa autoridad sobre los otros. La misma se veía reforzada por el hecho de haber realizado un peregrinaje a la Meca. Lo había efectuado, algunos años atrás, en compañía de su madre, El hadjia Fachima. En el verano de 1972, esa dama fue mi anfitriona en el pueblo. Boubé me aseguró que podría dormir en su casa y que su madre cocinaría para mí. ¡Asimismo, los otros estudiantes me invitaron a contar con sus familias, en particular para procurarme jovencitas! También me dijeron que en el pueblo vivía un joven, quien estudiaba en el liceo de la villa vecina y hablaba muy bien francés. Se trataba de Moussa Al Housseyni, el hijo del jefe del pueblito. Le escribí para proponerle que fuera mi intérprete, una vez que llegase a mi destino. Le pregunté si podía llevarle un regalo para comenzar a agradecerle sus servicios. Me respondió que quería una grabadora, objeto relativamente difícil de encontrar y bastante caro en ese tiempo. Compré una, a un precio abordable. La misma fue a parar a una valija, destinada a transportar los regalos que mis amigos inmigrantes enviaban a sus esposas y demás familiares. La misión se preparaba. Yo nunca había salido de Europa hasta entonces. Y jamás había tomado un avión. En esos tiempos, no había terrorismo ni riesgos de raptos. No obstante, me iba solo hacia un pueblo situado a más de quinientos kilómetros de Niamey, la capital. En Niamey se encontraba el único aeropuerto del país. No me parecía una aventura sin peligros. Para tranquilizar a mis padres (y a mí mismo) empecé a hacer contactos, con el fin de enfrentar la situación en caso de recibir un golpe duro. Durante mis peregrinaciones por el medio africano de Lyon, había hecho amistad con un estudiante de geografía nigerino. Ese estudiante provenía de Agadez, una ciudad del Sahara, próxima a la región a la que debía ir. Me aseguré de que podría hospedarme en la casa de su familia. Asimismo, él pediría a sus amigos lugareños que me guiaran y ayudaran a conocer gente interesante para mi investigación. De ese modo, frecuenté un grupo de etnólogos amateurs, que se había formado alrededor de un cierto Auzias. Éste era un profesor de literatura de la facultad, bastante anarquista, tanto en su pensamiento como en su comportamiento. Auzias no veía en las misiones a África sino un pretexto para hacer turismo. Apreciado por los estudiantes que compartían sus ideas, era detestado por los etnólogos de profesión, que lo consideraban poco serio. El trato con su grupo, muy marcado por la extrema izquierda, no me resultó de gran utilidad. Sin embargo, Auzias tenía negocios con las compañías aéreas. En consecuencia, me consiguió una tarifa de avión bastante por debajo del importe medio. También escribió una carta de recomendación en mi beneficio. Estaba dirigida al director del Centro para la Recolección de las Tradiciones Orales que, en esa época, era el único foco de investigación en ciencias humanas de Níger. Finalmente, el etnólogo amateur y el director del Centro resultaron ser tan venenosos el uno como el otro. No obstante, debo decir que Girard, quien había mantenido sus antiguas relaciones con el ejército francés, mandó instrucciones a sus subordinados para que me acogieran a mi llegada. Doce años después de la independencia de Níger, la presencia militar francesa era todavía fuerte en el país. Los oficiales franceses se consideraban completamente independientes de las autoridades locales, como pude constatar una vez in situ. Girard me había dado numerosos consejos que reflejaban una visión, todavía muy colonialista, de África. Según él, no había que comportarse como un “blanquito” ni mostrarse demasiado cercano a las personas. Era necesario hacerles sentir que un francés guardaba sus distancias, vinculadas a un status privilegiado. Girard no estaba completamente equivocado. Una vez que llegué, percibí una cierta malevolencia de la gente que tenía poco poder, policías, administradores y hasta universitarios, en relación con los jóvenes occidentales. Éstos se encontraban indefensos, si se los comparaba con las personas protegidas por la embajada de Francia o por las empresas francesas. De acuerdo con los consejos de Girard, puse en mi valija una cantidad de medicamentos para combatir las enfermedades tropicales: fiebre amarilla, paludismo, esquistosomiasis. Y la peor dolencia: “dar la impresión de ser turista”. Mis padres se sentían preocupados ante mi inminente partida. Pero, al mismo tiempo, estaban orgullosos de que yo fuera enviado en misión por mi universidad. Todos sus vecinos se encontraban al corriente de mi expedición, así como también mis ex compañeros de liceo. Éstos me hacían bromas, imaginándome mientras recorría los matorrales, vestido como Tartarín de Tarascón, el personaje de Alphonse Daudet, quien había partido a cazar leones a África, a fines del siglo XIX.
El viaje El viaje ocurrió sin sobresaltos. La mayoría de los pasajeros eran estudiantes africanos que volvían a casa para las vacaciones. A bordo, el ambiente parecía bastante alegre. Pero yo no conseguía tranquilizarme de verdad. Durante la mayor parte del trayecto, sobrevolamos el desierto del Sahara. Inclinado sobre la ventanilla, miraba ese inmenso espacio vacío. Sólo se distinguía el amarillo de la arena y las volutas de polvo naranja, que formaban remolinos sobre el suelo. Semejante espectáculo me angustiaba. Era la primera vez que me encontraba con el desierto. Estaba habituado a las verdes campiñas de Francia y a las ciudades populosas. Ese espacio, infinitamente vacío, tenía algo de inquietante. Me parece que, en ese momento, pensé en la frase de Blaise Pascal: “El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta”. La llegada a Niamey constituyó una nueva conmoción. Comenzaba la canícula y el termómetro ya marcaba cuarenta grados. Cuando salí del avión, sentí una sensación de ahogo, como si entrara en una fragua. La sala de acogida a los pasajeros se encontraba en un indescriptible desorden. Manifiestamente, los aduaneros buscaban obtener propinas de los viajeros. Para lograrlo, pretendían que éstos no cumplían con los reglamentos. Fui rápidamente rescatado por dos franceses de civil: el sargento mayor Hip y un joven soldado cuyo nombre olvidé. El comandante Girard era el responsable de semejante salvamento. Los dos militares recobraron mi equipaje, que un policía había bloqueado; y salieron conmigo, sin hacer caso de las protestas de los aduaneros. Si en mi vida tuve algún sentimiento positivo hacia el ejército, fue en esa ocasión. Al mismo tiempo, tal acontecimiento revelaba el carácter ficticio de la soberanía de la mayoría de los países africanos. En el momento de la independencia, se habían negociado acuerdos entre Francia y los dirigentes de las antiguas colonias, para asegurar la presencia de la armada francesa durante varios años. De hecho, el sargento Hip y sus soldados se comportaban como si Francia continuara administrando el país.
Sin duda, desde el punto de vista político, el hecho era inmoral. Pero, en medio
de mis tribulaciones prácticas, no pude dejar de apreciarlo. Gracias a esa
intromisión militar, conseguí escapar a la presión de los policías y aduaneros
nigerinos. Sistemáticamente, éstos se rehusaban a sellar los pasaportes de los
viajeros hasta no haberles extraído la mayor cantidad de dinero posible. Durante esa velada, lo que me asombró fue la brevedad del crepúsculo. En unos segundos, hacia las 19 horas apenas, la noche cubrió el campo y sus alrededores. A lo lejos, se sentía el aullido de los perros. Un hombre se arrodilló y se prosternó en una oración solitaria. Esa imagen expresaba una dulce armonía entre el ser humano y la naturaleza. En ese tiempo, yo amaba el Islam. Los creyentes tenían gestos que simbolizaban, con intensidad, su aquiescencia al poder de Dios, un dios de paz y de armonía. No de violencia y de odio, tal como lo conciben numerosos musulmanes de hoy. A la mañana siguiente, pedí al sargento Hip que me condujera al Centro de Investigaciones y Documentación para las Tradiciones Orales. Allí pensaba encontrar datos sobre el pueblo del que eran oriundos mis amigos inmigrantes de Lyon; y hacer intercambios con los investigadores que frecuentaban ese instituto. En tal ocasión, descubrí la ciudad de Niamey, que parecía sólo un pueblo grande. Únicamente había dos edificios que tenían más de un piso. Entre los autos, los dromedarios, los asnos y las carretas buscaban su camino. Desde muy temprano, las veredas se encontraban invadidas por mercadería de toda clase. Sentadas sobre sillas plegables, con una estufa de camping delante de ellas, las mujeres freían buñuelos de milo, una harina hecha con cereales endémicos, como el mijo y el sorgo. En otras partes, grillaban brochettes; o vendían nescafé diluido en leche que ofrecían, en latas, a los peatones. En un parque de rejas medio rotas, se veían jirafas, las cuales constituían un orgullo nacional. Vagaban en un estado de semi libertad. El sargento Hip me desaconsejó frecuentar a los cooperantes franceses quienes, según él, eran, todos, izquierdistas. Me recomendó, más bien, acercarme a la Asociación de los Voluntarios para el Progreso, equivalentes franceses a los Peace corps estadounidenses. Esos jóvenes actuaban, como voluntarios, en diversos sectores de servicios y de economía, con una óptica de solidaridad que, según él, era de las más recomendables. Peregrinación por Niamey Una vez llegado al Centro de Investigaciones de las Tradiciones Orales, conocí a Issaka Dan Koussou, el director, un hausa a quien Auzias había escrito desde Lyon. Koussou me prometió presentarme a investigadores nigerinos, cuyos focos de interés fuesen afines a los míos. En ese tiempo, el Centro de Investigación era un edificio nuevo, pulcro, pimpante. Me propusieron que alquilara una habitación allí, con el fin de encontrarme más cerca de la biblioteca. Habitualmente, esa habitación era ocupada por Jean Rouch (1917-2004), cineasta quien, junto a François Truffaut, Jean – Luc Godard y otros realizadores de la época, había fundado la Nouvelle Vague. Rouch era, asimismo, un destacado etnólogo. Realizó numerosas películas sobre las sociedades del Sahel. Para mí, representaba un motivo de orgullo ocupar la habitación de una gran figura de la etnología y el cine de ese tiempo. La estadía en tal centro de investigación resultó ser de extremo interés. Muchos nigerinos, de todas las etnias, vagaban por los alrededores, con el fin de encontrar un investigador que les ofreciera trabajo como guías e intérpretes. No tardé mucho en descubrir a un joven tuareg, llamado Ibrahim[9]. Ibrahim me pareció serio y leal. No me pidió dinero como pago por sus servicios. Solamente que, de tanto en tanto, le comprara un bocadillo durante el curso de nuestras peregrinaciones. Todas las mañanas, venía a buscarme para recorrer los diferentes barrios de Niamey. A menudo, esos vecindarios estaban poblados por una etnia principal, especializada en una actividad económica específica. Así, logré comprender cómo los inmigrantes de las diferentes regiones del país se integraban a la capital. Los zarma, djerma o songhai, representantes de las etnias cercanas a Niamey, eran comerciantes. Los peúl vendían la leche de sus vacas, las cuales pacían en los jardines que bordeaban el río Níger; y en las calles, que se encontraban en pésimo estado. Los hausa, originarios del centro del país, eran carniceros. Controlaban todo lo concerniente a la matanza y el desmembramiento de los animales. En esa profesión, existía una jerarquía interna. Los más ricos se reservaban la venta de los mejores pedazos. Aquellos que habían arribado posteriormente a la capital, se quedaban con las tripas y los trozos de menos valor, que vendían en los barrios más pobres. Los recién llegados eran vendedores ambulantes. Muchos niños se dedicaban a ese trabajo. Se los llamaba “delantales” porque llevaban bandejas de madera, sujetas a los hombros. Sobre tales recipientes, colocaban objetos. Recibían las cosas en paquetes y las revendían por unidad: cigarrillos, lapiceras, bizcochos, nueces de kola. Asimismo, encontré gente venida de la región de Ader, algunos de los cuales conocían emigrantes que trabajaban en Lyon. Ellos eran quienes controlaban la distribución del agua potable. Sobre los hombros, transportaban una especie de palanquín: una barra en los extremos de la cual colgaban bidones de hierro, que cargaban en las fuentes de la ciudad. Luego, vendían el agua a las familias de los barrios más apartados, donde las fuentes públicas no existían. El sistema segregaba su propia jerarquía y ofrecía relativas posibilidades de progreso. Algunos iban a recuperar los bidones de querosén al aeropuerto. Luego, los transformaban en baldes en los cuales llevaban agua, para vender a los que la distribuían. Ese mundo de pequeños oficios no era muy diferente del que presentaba el París popular del siglo XIX, tal como lo describe Balzac en El primo Pons (1847). En esa novela, el escritor muestra a los portadores de agua, venidos de Auvernia. Éstos trabajaban, duramente, portando agua, a pie. Luego, compraban cisternas y una carreta con un caballo, para distribuir grandes cantidades del líquido en los inmuebles. También estaban los que recuperaban chatarra y lograban amasar verdaderas fortunas. Aún si existía una jerarquía en el interior de esos pequeños oficios, el mundo de Niamey no era el de Balzac. Allí, nadie lograba hacerse realmente rico. La cantidad de pobres era sobrecogedora. Se reunían alrededor del “Gran mercado”, vasto espacio central, hacia el cual confluían toda clase de comerciantes: vendedores de tejidos, cereales, condimentos, medicamentos tradicionales. Tal mercado configuraba una exhibición de mendicidad. Allí, parecían darse cita todas las formas de la miseria. Recuerdo el malestar que sentí cuando, precedido por mi guía Ibrahim, penetré entre esos miserables por primera vez. Fui asaltado todo el tiempo por los pedidos de caridad de innumerables desdichados, que sufrían dolencias de todas clases. Había ciegos, apoyados sobre el hombro de niños, quienes salmodiaban versículos del Corán; personas que tenían los miembros inferiores paralizados. Se desplazaban arrastrándose, con las manos calzadas en sandalias de plástico, mientras sostenían, entre los dientes, el asa de una tacita de metal, para recibir limosna. También estaban los albinos: blancos, de cabello rubio y ojos claros, con rasgos negroides. Eran rechazados por sus familias: se suponía que, si habían nacido con semejantes características, era debido a una cópula a plena luz. Un coito, perpetrado de tal manera, se consideraba contrario al pudor humano y los colocaba al nivel de los animales. Los peores eran los leprosos, quienes se avecinaban, con sus dedos roídos por la enfermedad: “una estrella negra con las ramas mutiladas”, escribí en mi bitácora de trabajo. Todo el mundo pedía limosna en una queja infinita: Patrón, gemían, dame dinero. Era la primera vez en mi vida que alguien me llamaba “patrón”. Pronto comprendí que era habitual dar ese nombre a los blancos, supuestamente ricos, aun cuando se tratara de estudiantes pobres, como yo. Ibrahim se dio cuenta de la angustia que sentía al encontrarme en medio de tanta miseria. Los infelices me perseguían con gemidos y súplicas, a las cuales yo no podía responder. Me escapé, lo más rápidamente posible, de aquella aglomeración de miseria. Desde ese día, evité pasar por el gran mercado. Concentraba mis investigaciones en aquellos barrios donde la presencia de los infelices era menos oprimente. En mis siguientes misiones a ese continente, jamás volví a ver el equivalente de un tal número de infortunios. Níger, adonde nunca retorné es, todavía hoy, uno de los países más pobres del mundo. Ante una situación semejante, algunos habrían decidido ponerse al servicio de todos esos desdichados y hubieran transformado por completo su proyecto de vida. Así lo hizo el músico, filósofo y teólogo alsaciano Albert Schweitzer (1875-1965). A los treinta años, Schweitzer ya contaba con una sólida carrera intelectual y artística. En consecuencia, a una edad temprana, gozaba de un vasto prestigio. Sin embargo, abandonó el prometedor camino recorrido, estudió medicina y consagró su vida a socorrer a los africanos menesterosos. A pesar de la viva emoción que sentí ante la desgracia en Niamey, no pensé en comprometerme para combatirla. ¿Tal vez ya no estaba tan compenetrado con mis valores cristianos? No obstante, desde entonces, me dedico a contribuir, de modo indirecto, a la lucha contra la miseria en África. Las relaciones con los africanos encontrados en las calles de los diferentes vecindarios resultaban agradables y gratificantes. No ocurría lo mismo con los miembros del Centro de Investigación. El director Koussou era particularmente malévolo. A toda costa, parecía querer ponerme obstáculos para llegar al pueblo de Affala. Según él, si deseaba arribar a mi destino, necesitaba una autorización del Ministerio del Interior. Con la lentitud de la burocracia, me hacía correr el riesgo de perder demasiado tiempo. Más bien, Koussou me aconsejaba que regresara a mi casa. Al año siguiente, me fui a inscribir, en París, en el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales (INALCO). Deseaba aprender lenguas africanas, especialmente el hausa. Así, me enteré de que Koussou había sido profesor en ese Instituto hacía algunos años. Había dejado un recuerdo particularmente ponzoñoso. Pertenecía a esa categoría de intelectuales africanos que no soportan que los extranjeros estudien sus sociedades. Ávidos de reconocimiento académico, cultivan siempre un resentimiento contra los investigadores europeos. (Es verdad que los europeos tienen posibilidades de publicación mucho más importantes que las que a ellos se les ofrecen.) Koussou continuó molestándome. Me reclamó que abandonara la habitación que ocupaba, aunque ésta no fuese solicitada por nadie. Era necesario encontrar una solución rápida: yo no tenía dinero para pagarme un hotel. La secretaria de Koussou me solucionó el dilema. Se trataba de una joven francesa, que formaba parte de la Asociación de Voluntarios para el Progreso. Con frecuencia, Koussou la cubría de reproches injustificados. De ese modo, aprovechaba su posición de autoridad para satisfacer su rencor contra los blancos. La joven me propuso que me instalara en el local donde se encontraban los miembros de su asociación. De ese modo, pude descubrir el ambiente de tales jóvenes, que se ocupaban de colaborar con el desarrollo. El local se parecía a un albergue de juventud. El confort era mínimo. Y el entorno, espartano. Los muchachos que encontré allí estaban movidos por una sincera voluntad de ayudar a la población. Muchos eran técnicos agrícolas y venían del oeste de Francia, región muy marcada por el catolicismo. Se mostraban comprometidos con su trabajo y parecían deseosos de entablar buenas relaciones con los africanos. No obstante, a menudo manifestaban un cierto pesimismo con respecto a las posibilidades de desarrollo del país. Según ellos, el estado no tenía voluntad de luchar contra los grandes jefes conservadores, quienes mantenían su poder en las diferentes etnias. De ese modo, señalaban un problema que, en mi opinión, continúa frenando la evolución de los países africanos: su incapacidad de diseñar estrategias que resulten provechosas para todos los ciudadanos. El estado se encuentra siempre manejado por camarillas de políticos, prisioneros de un clientelismo que ellos mismo desarrollan para alcanzar el poder. Están, antes que nada, al servicio de sus familiares, de sus amigos, de su etnia, de las fuerzas militares que les garantizan protección. Cuando ya no tienen la capacidad de “regar” el dinero público sobre los que los sostienen, éstos últimos los abandonan y, a menudo, son víctimas de golpes de estado. Otro grupo toma el poder. Las promesas se renuevan. Los resultados son exactamente los mismos. El idealismo inicial de los jóvenes voluntarios para el progreso terminaba por estrellarse contra esas duras realidades. A veces, algunos se volvían racistas. Sin ilusiones, otros continuaban intentando contribuir al desarrollo del país. La experiencia de África los marcaría para siempre, en un sentido o en otro. De Niamey a Affala Años después, en París, un colega sociólogo, que había trabajado en Níger, me dijo que Koussou había sido ejecutado. Se lo acusó de participar en un complot contra el gobierno. Según ese colega, había muerto a causa de un error sociológico. Identificado como uno de los sediciosos, se había escapado en bicicleta, sin cambiar de vestimenta. En el momento de la huida, llevaba un gran bubú una túnica tradicional blanca, símbolo de un status superior. De ese modo, contradecía el significado de la bicicleta, que es un medio de locomoción popular por excelencia. Hablé del asunto con mi amigo Adamou, ese estudiante de geografía encontrado en Lyon, con el cual permanecí en contacto durante mucho tiempo. En su opinión, la huida en bicicleta de un hombre vestido con un bubú[10] blanco, prenda que se asocia con imágenes de prestigio, revestía, en esa cultura, connotaciones indecentes. La interpretación de Adamou constituía una prueba de la importancia que tienen los símbolos en África. A menudo, tuve ocasión de constatar tal fenómeno, en particular durante mi estadía en Affala. El problema que se planteaba ahora era el de saber cómo llegar a ese pueblo, que representaba lo esencial de mi investigación de campo. Todavía pasé algún tiempo en Niamey. Para arribar a la meta de mi viaje, tenía que recorrer quinientos kilómetros de una carretera que se hallaba en estado calamitoso. Y no podía encontrar el modo de hacerlo. La compañía de los Voluntarios para el Progreso comenzaba a pesarme. Ciertamente, estaban comprometidos con su misión de contribuir al desarrollo local. Pero sus vínculos con los africanos permanecían en los límites de lo meramente profesional. El resto del tiempo, se inclinaban a permanecer entre ellos. Esa conducta generaba el inevitable ambiente de chismes que afecta, frecuentemente, a los pequeños grupos que viven en la diáspora. Éstos, a menudo, tienen tendencia a replegarse sobre sí mismos. Me acuerdo de la recepción ofrecida por la embajada de Francia en Niamey, el 14 de julio. Allí encontré a un gran número de jóvenes, quienes acababan de atravesar el desierto en un Citroën 2 CV u otros vehículos de las mismas características. En ese tiempo, estaba de moda lanzarse a semejante tipo de aventuras. Las mismas suponían riesgos, a pesar de que fueran incomparablemente menos peligrosas que hoy. Con esos jóvenes, más o menos hippies, nos reunimos delante de la puerta que conducía a las cocinas de la embajada. Cada vez que un mozo salía con una bandeja cubierta de manjares, nos precipitábamos sobre él y, en unos segundos, no quedaba nada. La gesta duró hasta que un oficial vino a ver porqué las bandejas no llegaban a la terraza, donde se encontraban los huéspedes de alcurnia. Ese día, tuve el sentimiento de cobrar una revancha social. Al pillar los recursos alimenticios de la embajada, en detrimento de los diplomáticos y sus invitados, no hacía sino recuperar un poco del dinero que, al cabo del tiempo, mis padres, mis abuelos y otros, habían pagado, bajo forma de impuestos, para financiar la política extranjera de Francia y, en general, el nivel de vida de los diplomáticos. Nuevamente, fui objeto de la malevolencia de la élite científica del país. Un grupo de investigadores debía partir para Tahoua, la ciudad más próxima a Affala, mi destino. Disponían de una camioneta 4x4, confortable y climatizada; y habían aceptado llevarme con ellos. Al día siguiente por la mañana, cuando llegué al lugar desde el cuál debíamos partir, la camioneta salió huyendo como si hubiera ocurrido una catástrofe. Por un cabello, no me atropellaron. A pesar de mis signos, no se detuvieron. Mi conclusión fue que valía más viajar de modo popular. Decidí soportar la incomodidad: era preferible a los riesgos que, todavía, podían hacerme correr mis “colegas”. Compré un pasaje de ómnibus para Tahoua. Al alba del día siguiente, llegué al lugar de donde el ómnibus debía partir. Esperé toda la mañana, solo en el estacionamiento. Al iniciarse el mediodía, los pasajeros empezaron a llegar, con cantidades de carga sobrecogedoras. Había enormes sacos llenos de milo o maíz; animales atados por las patas: gallinas, cabras, corderos. Esa multitud esperaba, sin impaciencia, que el conductor se decidiera a llegar. Su arribo se produjo hacia las dieciocho horas. Entró en el estacionamiento, seguido por un joven que acarreaba su equipaje. Nadie se arriesgó a hacerle el más mínimo reproche. En ese tiempo, los conductores de autobús eran poco numerosos. En consecuencia, gozaban de gran prestigio. Organizaban los trayectos según su fantasía. Nos trasladamos, apretujados, bajo el peso de un calor abrasador. Sin embargo, cada uno disponía de un verdadero asiento, lo que suponía un privilegio en relación con los percances que tuve que enfrentar más adelante. Una vez instalado, el conductor viajó hasta que se sintió cansado. Entonces, paró. En medio de la noche, organizamos un campamento al borde de la carretera. Atraídas por nuestra llegada, las mujeres de los alrededores aparecieron con comida, rodeadas por infinidad de niños. En esa ocasión, tomé conciencia de la realidad del hambre en Níger. Compré un plato de pollo con arroz. La mujer que me lo sirvió, dejo caer al suelo algunas cucharadas de grano. Entonces, varios niños se precipitaron y pelearon, como perros, por esos granos caídos en el polvo. Después de una noche, pasada sobre la arena y puntuada por ladridos y rebuznos, retomamos nuestro viaje. Los Voluntarios para el Progreso me habían dado la dirección de uno de sus colegas, quien trabajaba en Tahoua. Ese chico, llamado Jean- François, hablaba un francés con fuerte acento regional. Disponía de una casa grande, donde se encontraban dos boys, para su servicio personal. Me propuso albergarme hasta que yo encontrara un medio para llegar a Affala. El pueblo estaba sólo a treinta kilómetros de Tahoua, pero la carretera era tan mala que llevaba, por lo menos, tres horas arribar a mi destino. Durante mi breve estadía en Tahoua, pueblo sin interés, tuve la ocasión de asistir a una fiesta nacional, que correspondía al día de la independencia del país. Después de un desfile militar, me encontré con la sorpresa de ver un grupo de mujeres, alineadas como para una parada. Estaban coquetamente vestidas y llevaban numerosas joyas. Recibieron fuertes aplausos. Me informaron que se trataba de las Garuwa, una categoría de prostitutas, de peculiares características, propias de la sociedad hausa. Esa sociedad, bastante islamizada, prohibía las relaciones sexuales fuera del matrimonio. E imponía a los hombres que querían contraer nupcias, el pago de dotes importantes. Por ese hecho, los varones se casaban tarde y, en el intervalo, frecuentaban a las Garuwa. Más que prostitutas, éstas eran cortesanas, organizadas en una colectividad, bajo la autoridad de sus superioras. Los hombres las visitaban, primero, para conversar. Cuando les habían entregado bastante dinero y hecho suficientes regalos, las Garuwa consentían en tener relaciones con ellos. Su condición evoca a la de las Oiran de Japón (circa 1603-1958). Gozaban del respeto de la población. Muchos de sus clientes eran políticos de un partido. Sus adversarios de otras tendencias, que también las frecuentaban, solían revelarles estrategas electorales. Si querían, ellas transmitían dichas tácticas a los primeros. De ese modo, eran depositarias de un poder que todos reconocían. Así, las Garuwa tenían un papel más complejo que el de simples prostitutas. No intimaban sistemáticamente con todos sus clientes. En consecuencia, sólo eran accesibles para aquellos hombres que tenían un mínimo nivel financiero. En ese tipo de sociedades, son los más ricos son los que acaparan a las mujeres. Los pobres tienen que contentarse con mujeres “desvalorizadas”: viudas, divorciadas, repudiadas por sus esposos o provenientes de un medio muy modesto, próximo a la esclavitud. Como ya dije, en teoría, las relaciones sexuales fuera del matrimonio se condenaban. Sin embargo, tal prohibición no impedía que la gente las tuviese. Del mismo modo, las sociedades marcadas por el cristianismo condenan las relaciones extra maritales. Pero tal interdicción nunca impidió que ciertos hombres tuvieran amantes o visitaran prostitutas. Entre los hausa, únicamente los jefes y los notables respetaban, hasta cierto punto, esas limitaciones. No obstante, disfrutaban de varias esposas y, cuando querían mantener relaciones con otras mujeres, practicaban un “matrimonio de complacencia”. Se casaban con ellas para pasar la noche y se divorciaban el día siguiente. Unos días más tarde, conseguí partir para Affala. Fue folklórico. Encontré un empresario privado, quién había comprado un vehículo al ejército británico, utilizado durante la guerra de Biafra: la misma contienda que desgarrara a la población del vecino país de Nigeria, unos años antes. Ese individuo proponía viajes a la gente de los pueblos de la región. Para aumentar sus ganancias, sobrecargaba el coche al máximo. Sobre el techo colocaba bolsas enormes. Ataba a los animales en el interior del vehículo. Las personas que no cabían dentro de la cabina se instalaban sobre el techo, con las piernas colgando delante del parabrisas. Permanentemente, por la ventana, el empresario exigía a los hombres sentados en el techo que separaran más las piernas. De lo contrario, no podía ver la ruta. El auto arrancó, hizo una decena de metros; y se ahogó. Fue necesario negociar la disminución de los pasajeros y, sobretodo, de las pesadas bolsas de milo, que la suspensión del coche no soportaba. El trayecto, a través de los matorrales, duró varias horas. Resultó agotador. Pero, finalmente, llegué a Affala.
El pequeño pueblo se extendía entre colinas de laterita rojiza, un suelo
característico de las regiones tropicales húmedas. Se trata de un recibimiento
que se forma al desprenderse la tierra fecunda. Se pega a la piel, a la ropa y
a las carrocerías de los autos, confiriéndoles su color. En la laterita sólo
había euforbios, plantas de tallos carnosos y duras espinas, útiles en medicina.
También crecían zarzas.
Estadía en Affala Tal como me lo había prometido Boubé, durante toda mi estadía en Affala, esa señora me preparó la comida. El hajia Fachita cocinaba tuwoo, el plato básico de los paisanos del Sahel. Se trata de una especia de flan de harina de milo, que se hace hervir en agua. Es muy insípido: ¡yo tenía la impresión de comer cemento! De hecho, para poder ingerirlo, la gente le agrega gran cantidad de pimienta. Después de mi estadía en ese pueblo, me acostumbré a tal punto a las comidas picantes que los alimentos europeos me parecían sosos. Sin embargo, como los habitantes de Affala me consideraban un huésped de honor, era frecuente que la señora me ofreciese un ave. Me sirvió tantas que, en un momento dado, temí diezmar las gallinas de guinea que se criaban en el pueblo. Mientras, los pobladores sólo comían gallinas en circunstancias excepcionales. Así, a través de mi propia experiencia, aprendí hasta qué punto pueden ser generosas aquellas personas que se encuentran en un gran estado de pobreza. Después de saludar a su madre, Boubé, su familia y amigos me condujeron a la choza que mi anfitrión me ofrecía. Se trataba de una vivienda redonda, bastante amplia, pero que sólo contaba con una habitación. Había poco mobiliario: una mesita de madera, algunos taburetes, también chicos; y una gran cama de latón, con columnas ubicadas a la cabeza y a los pies. El haj Boubé tenía dos esposas. La primera, llamada Gado, era grande y bella. Debía contar unos veinte años. La segunda era una adolescente: Rékiya. Ese matrimonio no se había consumado aún. El matrimonio de Rékiya y otras formas de conyugalidad Rékiya se había casado por poder con El haj Boubé. Hacía años que Boubé se encontraba en Lyon. Mientras, ella, que era una niña, permanecía en Affala. Desde Lyon, Boubé envió la dote a los padres de Rékiya: una suma de dinero decidida de común acuerdo y legalizada por un cadí o juez musulmán. El matrimonio debía consumarse cuando Boubé regresara, definitivamente, a Affala. Ese tipo de matrimonio es muy frecuente en las zonas de fuerte emigración, en las cuales, a menudo, los hombres permanecen varios años en el extranjero. Sólo vuelven cuando las desposadas han alcanzado la edad de consumar el matrimonio (alrededor de los trece años). En el intervalo, los maridos habrán pagado la dote y enviado varios regalos a sus consortes. De ese modo, buscan evitar las tentaciones femeninas. A menudo, las jovencitas se sienten proclives a trabar relaciones con otros hombres, en ausencia de sus esposos. Las familias que tienen hijas casaderas utilizan estrategias para incitar a los pretendientes a rivalizar entre sí por sus retoños. E incitan a las adolescentes a pedir siempre más dinero como dote. En África, casi siempre es el hombre quién paga la dote: la mujer que se casa abandona a su familia para ponerse al servicio de la familia de su marido. Por lo tanto, la dote no consiste en la compra de una mujer. Se trata de una compensación financiera para la familia de ésta, puesto que la chica ya no trabajará para sus padres. Sin embargo, no siempre la joven que se casa abandona su familia para ponerse al servicio de la familia de su marido. El hecho ocurre en sociedades patrilineales como la de los hausa, los peúl y la mayoría de las etnias del Sahel. No obstante, existen sociedades matrilineales en África. En ellas, las mujeres casadas permanecen en sus pueblos, junto a sus familias. En algunas poblaciones, el marido no tiene derecho sobre la casa conyugal. Si se divorcia, ya no puede habitar en ella. Por ejemplo, en el País Bassari (que ocupa parte de Senegal, Ghana, Gambia, Guinea y Guinea Bisáu) las mujeres disfrutan de mucha libertad. Las solteras pueden tener relaciones sexuales si así lo desean. Asimismo, se les reconoce la prerrogativa de encontrarse grávidas sin estar casadas. Tal conducta no arredra a aquellos pretendientes deseosos de pedir su mano. Al contrario: el hecho de que una joven tenga hijos con amantes de paso antes de casarse, tranquiliza al marido potencial: esa joven es capaz de ser madre. (El futuro marido siempre teme la esterilidad de una esposa.) Aproximadamente hasta principios del siglo XX, en la tradición occidental, era la familia de la hija casadera la que debía proporcionar la dote para atraer a los pretendientes. Este hecho ya puede comprobarse en documentos que datan de la antigua Roma. Existen, asimismo, sociedades poliándricas en las cuales a las mujeres se les reconoce la facultad de comprar no sólo un marido, sino otros hombres. En las islas Marquesas (Polinesia), donde las sociedades eran matrilineales, la reina tenía un esposo principal y podía, asimismo, mantener diversos "mariditos" para su propio placer. Pero volvamos a mi presentación en Affala. El hecho de que uno de los matrimonios de Boubé estuviese consumado y el otro sin consumar, embarullaba mi relación con sus dos esposas. ¿Cuál de ellas debía tener la preferencia a la hora de distribuir las cartas y los regalos de los que yo era portador? Sin duda, cometí errores, pues todavía no dominaba los códigos de cortesía y el significado de los símbolos que, todos a mí alrededor, parecían respetar espontáneamente. Sin embargo, la acogida fue extremadamente calurosa. La gente del pueblo vino a verme a mi vivienda. Organicé, rápidamente, la distribución de los regalos y del correo. Moussa pudo disponer de su grabadora. En el correr de esos días, aprendí mucho, tanto sobre los símbolos como sobre la vida económica y social del pueblo. Me sorprendía que, todos los días, la gente viniera a depositar calabazas llenas de huevos delante de mi puerta. Un poco más tarde, regresaban a retirarlas. Sin embargo, no trataban de indigestarme. A través de ese gesto, querían trasmitirme un buen deseo. Para el joven de veintitrés años que yo era entonces:¿qué podía ser más halagador que el augurio de una numerosa descendencia? El huevo es, ante todo, un símbolo de fecundidad. Más tarde, a costa de menoscabar un poco mi reputación, aprendí el significado de otros símbolos. Sobre las columnas de lata, situadas a la cabeza y a los pies de mi cama, se encontraban colocadas unas bolas. Las mismas fueron retiradas y depositadas sobre la mesita. Maquinalmente, las hice girar entre mis dedos. Otras personas me observaban, delante de la puerta de mi vivienda. Escuché un murmullo de desaprobación. Demasiado tarde, me di cuenta de que había cometido un desaguisado. Esas bolas simbolizaban la potencia sexual del marido. El hecho de quitarlas de encima de las columnas que rodeaban la cama significaba que, en su ausencia, sus mujeres debían permanecer castas. Haciéndolas rodar entre mis manos, le daba a entender a ese marido que yo deseaba a sus esposas. Semejante acto no resultaba nada amistoso para un señor quien, si bien me prestaba su cama, consideraba que sus mujeres no debían entrar en ella. En adelante, Gado, la primera esposa, me miró con hostilidad. Sin duda, tal afrenta venía a sumarse a otros actos chapuceros, cometidos en mi relación con su co-esposa y rival, a quién yo había entregado uno de los regalos antes que a ella. De seguro, el hecho acentuó los celos que existen, tradicionalmente, entre co esposas. La pequeña buzú
Todavía
hubo otro malentendido de significado sexual. Un día, vi entrar en mi habitación
a una chiquilla quién, sin duda, no había cumplido aún los quince años.
Habitualmente, otras muchachitas venían a mi vivienda, a traerme agua o
alimentos. Y, de inmediato, se retiraban. No obstante, ésta permaneció inmóvil,
cerca de mi cama. Sin duda, esperaba que la tomara en mis brazos. La niña tenía una encantadora carita redonda. Su sonrisa conservaba, todavía, el esplendor de la infancia. Su cuerpo, pequeño y flaco, ya mostraba signos de fatiga, causados por el duro trabajo rural. No era hausa sino buzú, un grupo étnico constituido por los antiguos esclavos de los tuareg. En la sociedad hausa, los buzú ocupaban un rango muy bajo, de trabajadores agrícolas despreciados. Sin duda, era a causa de su status de casi esclava que le habían ordenado servirme de “sábana para la noche”. Ésa es una expresión africana que significa una forma de hospitalidad sexual. Después de esa velada, ella, asimismo, habría tenido que ocuparse de limpiarme la choza.
Traté de explicarle que la encontraba demasiado jovencita para tener relaciones
con ella. No sé lo que entendió, pero dejó mi vivienda con una expresión
ofendida. Sin embargo, no creo que deseara compartir mi cama; los africanos que
viven en los matorrales a menudo se sienten asustados por el cuerpo de los
blancos. Según sus creencias tradicionales, el blanco es el color de la muerte y
de los malos espíritus así como los ojos claros se asocian con el diablo. En mis
siguientes misiones a África, a menudo vi niños que nunca habían visto un
blanco. Manifestaban un terror pánico cuando me acercaba a ellos. Sin duda, la
pequeña busú había venido a mi choza porque sus padres, seguramente bajo la
presión de los dignatarios del pueblo, la habían inducido a hacerlo. Si se
sintió ofendida porque yo no quise abrazarla, fue porque esa negativa significó,
para ella, el rechazo y el desprecio frente a su condición de semi esclava. Con
el tiempo he reflexionado a menudo sobre esa criatura; me he dicho que habría
podido acariciarla como se acaricia a un niño, ocuparme de ella, enseñarle a
leer y a escribir, mandarla a la escuela. Pero ella no había venido para eso y,
dada su condición, el pueblo no hubiera comprendido que la tratase de otro modo. Se quedaron pasmados: en su pueblo, todas las chicas de dieciocho años ya estaban casadas y, la mayoría, eran madres de familia. A través de mi experiencia con la pequeña buzú, descubrí una forma de divergencia cultural importante. Según los africanos de ese medio, cuando una joven comienza su ciclo, ya es una mujer. No existe ninguna prohibición que impida a un hombre que se case o tenga relaciones con ella. En cambio, desde la perspectiva europea, semejante hecho constituye una perversión. Para la gente de Affala, como para muchos africanos de medios populares, todavía hoy, no existe la noción de pedofilia. No obstante, esos pocos malentendidos no alteraron mis relaciones con las personas del lugar. Pude entrevistar a muchas. Migrantes Los hombres pensaban que Francia era un país extremadamente rico. Me preguntaban si allí había negros para trabajar la tierra, el equivalente de sus buzú, obreros agrícolas que vivían en los márgenes del pueblo y que eran mirados con desprecio. No tenían la menor idea de lo que hacían sus compatriotas en Lyon. Sin duda, no imaginaban que éstos realizaran un trabajo penoso y menospreciado. Según ellos, ese tipo de tarea no podía dar la cantidad de dinero que sus emigrados en Lyon les enviaban, regularmente. De hecho, muchos hombres deseaban emigrar. Era inútil que yo les explicara que se trataba de una aventura difícil y peligrosa. Podían ser expulsados por la policía si entraban indocumentados. Precisamente: ninguno de ellos tenía pasaporte. Pero mis palabras no les interesaban. A toda costa, querían seguir el ejemplo de aquellos que se encontraban en Lyon. Las mujeres tenían una visión diferente. Apreciaban el dinero y los regalos que sus maridos les enviaban: los mismos constituían signos de prestigio ante los ojos del pueblo. Algunas se paseaban por las calles, llenas de baches, con zapatos de taco alto, muy puntiagudos. A veces, podían observarse caídas colosales. Sin embargo, las damas no expresaban ningún deseo de emigrar. Lamentaban la ausencia de sus maridos y habrían querido verlos regresar inmediatamente después de hacer algunas economías. Un día, varias mujeres vinieron a verme, provistas de una carga de fotos, papeles y sobres, con el nombre de sus maridos, hermanos o hijos. Éstos habían partido tiempo atrás. Hacía mucho que no tenían noticias de ellos. Me preguntaban si los había visto en Francia, si había escuchado sus nombres. A menudo, ya no recordaban el lugar preciso hacia donde sus hombres habían partido. Yo sabía que la ausencia de noticias podía significar la desaparición de la gente, su muerte probable en los riesgosos caminos que conducían a Francia. La mayoría de los migrantes de esa época viajaban clandestinamente. En caso de deceso, por haberse ahogado, caído en las montañas o muerto por extenuación, estaban condenados al anonimato. Lejos de la relativa prosperidad del pueblo, se desencadenaban dramas. Muchos varones, animados, simplemente, por el deseo de trabajar para sus familias, fallecían en el desierto, en el océano o en la montaña. Los que llegaban a Europa entraban, en general, por España. En aquel tiempo, ese país no pedía visa. Accedían a Francia, después de atravesar los Pirineos. Para llevar a cabo semejante travesía, se veían obligados a trepar picos de gran altura que, en invierno, se encontraban cubiertos de nieve. Algunos se perdían. Poco habituados al frío, otros morían de hipotermia. Los cuerpos quedaban en la montaña. El hermoso proyecto de encontrar trabajo en la Francia opulenta que soñaban acababa, trágicamente, sin que pudieran beneficiarse, siquiera, de una sepultura correspondiente a sus ritos. En el pueblo, nadie tenía una idea precisa de la suerte de sus desaparecidos. Si ese hecho inquietaba a las mujeres, no perturbaba la voluntad migratoria de los hombres. Unos años más tarde, vi llegar a Lyon a Moussa Al Housseyni y a tres de sus amigos, que había conocido en Affala. Moussa traía consigo la grabadora. Fue entonces cuando comprendí la importancia que revestía tal objeto para los inmigrantes. Podían registrar cassettes, que enviaban a sus familias. De ese modo, los parientes que no sabían leer, accedían a los mensajes registrados por los hausa. El aparato les evitaba recurrir a un escribano público quien, así, tenía ocasión de enterarse de sus asuntos íntimos. Hasta la llegada de los celulares, el circuito de cassettes tuvo un papel muy importante en el mantenimiento de los lazos entre los inmigrantes y sus países de origen. Felizmente para ellos, Moussa y sus amigos, que ahora tenían dieciocho años, habían viajado en avión, provistos de pasaportes. De ese modo, habían evitado los peligros de las trayectorias clandestinas. En ese momento, la comunidad de Lyon era lo bastante próspera como para pagar viajes en avión a los jóvenes de su pueblo. Éstos tenían el cometido de relevar a los trabajadores ya mayores. Así, continuarían beneficiando a su gente. Gracias a tal estrategia, Affala se ha vuelto un pueblo muy importante que cuenta, hoy, con no menos de cuatro jefes. En una época, todos ellos habían trabajado como inmigrantes en Lyon. De Tahoua a Agadez Al abandonar Affala, me decía que la calidez de la gente y todo lo que había aprendido allí, tanto en el plano antropológico como en el humano, compensaban, ampliamente, mis decepciones en lo que se refería a los intelectuales de Niamey. Mi viaje continuaba en condiciones más o menos descabelladas. De regreso a Tahoua, me enteré de que había una posibilidad de llegar a Agadez. Uno de los miembros de la misión católica oficial ofrecía un circuito turístico a una prima, quién había venido a verlo desde Francia. Tal viaje me permitió visitar a la familia de mi amigo Adamou; y analizar la sociedad de una ciudad del Sahara. Asimismo, fue la ocasión de descubrir el mundo de los misioneros católicos, quienes habían desarrollado el cristianismo en el continente africano. De lejos, conocía ese mundo, gracias a un amigo de infancia de mi padre. Ese amigo paterno se había vuelto sacerdote y había entrado en la Sociedad de Misioneros de África, fundada en 1868. La misma era más conocida bajo el nombre de los “Padres Blancos”. El amigo de mi padre usaba una larga barba y una sotana blanca. Tenía una voz poderosa y un modo de caminar enérgico. Acaso, mi interés por África había nacido a partir de sus relatos sobre la vida en los matorrales. Esas narraciones mantenían a mi familia alrededor de la mesa de la cocina, bebiendo café. Probablemente, no lo habíamos visto más de dos o tres veces pues, en esa sociedad misionera, era de uso que las vacaciones se tomaran sólo cada ocho años. Todavía lo veo dejar la casa de mis padres, diciéndoles: “¡Hasta muy pronto… dentro de ocho años!”. Mucho tiempo después, luego del deceso de mi tía, me hallaba ordenando sus cosas. Así, encontré, de nuevo, en su libro de oraciones, un aviso fúnebre de ese Padre Blanco. Había fallecido en Guinea, país en el que trabajó toda su vida. Se había ocupado menos de multiplicar las conversiones que de ayudar a la gente y testimoniarle su afinidad mental y afectiva. Cuando venía a casa, me acuerdo de que no hablaba jamás de religión sino, más bien, de los esfuerzos que hacía para colaborar con las poblaciones locales, procurándoles semillas y medicamentos. Era, a la vez, maestro, agrónomo, médico… Sin embargo, sus esfuerzos se inscribían en una vocación profundamente espiritual, aún si él permanecía discreto sobre tal tema. Al dorso del aviso fúnebre, se encontraba una cita del cardenal Lavigerie[11], el fundador de la Sociedad de los Padres Blancos. La misma resumía los sentimientos que animaban a ese hombre: “La actitud fundamental del misionero es un amor, que sacrifica todo y a sí mismo, por la salvación de las almas a las cuales ha sido enviado”. La meta de la sociedad de los misioneros de África no fue jamás la de multiplicar las conversiones, con un espíritu de conquista. Su objetivo era tomar contacto con las otras religiones presentes en el continente africano y dar testimonio de la fe cristiana. En consecuencia, tenían que acercarse a los pueblos autóctonos y, en lo posible, compartirlo todo con ellos. Asimismo, debían dialogar con los creyentes que profesaban una fe diversa: en primer lugar, los musulmanes. Como Níger era un país mayoritariamente musulmán, los misioneros de Tahoua sólo se ocupaban de un pequeño número de fieles. La mayor parte de su tiempo la dedicaban a ayudar a gente necesitada sirviendo, a veces, de intermediarios entre los europeos y las poblaciones locales. El responsable de la misión tenía un diploma del INALCO y enseñaba el hausa a los expatriados europeos. Lo vi sólo una vez. Me dio la impresión de estar perfectamente integrado al país. Iba sobre un dromedario, llevaba la vestimenta propia de un tuareg y apostrofaba a las gentes en la lengua local. Su velo disimulaba sus rasgos europeos. Podía tomárselo, fácilmente, por una persona de esa etnia. El hombre con el cual fui a Agadez resultó mucho menos romántico. No era sacerdote sino, simplemente, “hermano”, lo que significaba que tenía pocos estudios. Hablaba con un áspero acento de Lorena, que traicionaba sus orígenes rurales. No me acogió, precisamente, con placer. De entrada, me dijo que pensaba muy mal de los jóvenes como yo, quienes se lanzaban a la aventura en África y terminaban viviendo a costillas de las poblaciones locales, las cuales no tenían ni para ellas mismas. Sin embargo, yo viajaba modestamente. En cambio, la 4x4 que tenía el hermano era vasta y confortable. Cuando me condujo a Agadez, él y su cocina ocupaban el asiento delantero. Yo compartía el de atrás con dos adolescentes, de unos quince años, que el hermano llevaba a todas partes consigo. Me dijo que se hacía cargo de ellos financieramente, los mandaba a la escuela y los vestía. Como contrapartida, los jovencitos cocinaban para él, le limpiaban la casa y le prestaban otros pequeños servicios. Hoy, la presencia de dos adolescentes cerca de un eclesiástico obligado al celibato, me plantearía algunas dudas. En los últimos tiempos, se han desenmascarado numerosos casos de pedofilia en el marco de la iglesia. En la época de la que hablo, es posible que tales hechos ocurrieran, pero casi nunca se los mencionaba. Debo agregar que, durante mi breve viaje, nada en el comportamiento del hermano me hizo sospechar que mantuviese una relación pedófila con los chicos. ¿Es posible que el eclesiástico pensara, simplemente, que contribuir con la educación de dos jovencitos era parte de su misión? Tal vez, ese hombre encontraba un sentido a su compromiso religioso cumpliendo una función paternal que su status de célibe no le permitía ejercer. Abandonamos la tierra de los hausa para entrar en la de los tuareg. Los adolescentes estaban paralizados por el miedo. Durante largo tiempo, los tuareg habían practicado el rapto de jóvenes hausa, para convertirlos en esclavos; o para venderlos a grandes propietarios, en el sur de Argelia o Túnez. Los adolescentes habían escuchado numerosos relatos de ese tipo, en el seno de sus familias. Temían ser secuestrados. Al caer la noche, se encerraron en el auto, en el que hacía un calor calcinante. Después de dos días de carretera y de una noche de campamento, llegamos a Agadez. En medio de las dunas, la ciudad se destacaba por su minarete de tierra. Era una de las raras ciudades del Sahel que tenía interés histórico y arquitectónico. Fundada en el siglo XVI constituía, verdaderamente, la puerta del desierto, pues se situaba entre el Sahel y el Sahara. Desde tiempos inmemoriales, las caravanas venidas de África del norte hacían escala en Agadez. La población era multiétnica y la gestión política de la ciudad resultaba muy sofisticada. Fui acogido por la familia de mi amigo Adamou. Me di cuenta de que los habitantes de su ciudad contemplaban a Adamou como si estuviese rodeado de una aureola: era una de las únicas personas nacidas en Agadez que habían ido a la universidad. Más tarde, defendió una tesis en geografía. En la misma, analizaba las relaciones entre la gente que habitaba en la ciudad de Agadez propiamente dicha; y aquella que vivía en los campos aledaños. Los campesinos eran, sobretodo, semi nómades. Se dedicaban a la cría de ganado. Los tuareg se ocupaban, mayoritariamente, de los camellos. Asimismo, sus antiguos esclavos se encargaban de la crianza de algunas cabras y ovejas, en la periferia de la ciudad. Los peúl dejaban pacer sus vacas en las ralas praderas de los alrededores. Los hausa eran comerciantes. Como en Niamey, controlaban la corporación de los carniceros. La ciudad estaba gobernada por un sultán, nacido en el seno de una gran familia tuareg. Tal príncipe pretendía descender de uno de los compañeros del profeta Mohamed. Gobernaba inspirándose en el derecho islámico. Pero, para que su poder fuese aceptado por todos, se valía de ciertas estrategias. Algunas poblaciones, recientemente islamizadas, no habían abandonado por completo sus creencias paganas. Muy influyentes en la ciudad, los carniceros hausa representaban una forma de paganismo con la cual el sultán no tenía más remedio que negociar. Los hausa mataban los rebaños de manera profana. El Islam exige un sacrificio ritual. Como ocurre a menudo en África, tales antagonismos se resuelven mediante un rito. Veamos el ritual que corresponde a una celebración musulmana llamada Tabaski que, en árabe, se conoce como Eid al-Adha o “celebración del sacrificio”[12]. Durante tal fiesta se inmola un cordero. Ese sacrificio conmemora un relato recogido tanto en la Biblia como en el Corán. En el Libro del Génesis se muestra la sumisión de Abraham (que en el Corán se conoce como Ibrahim). Éste elige sacrificar a su hijo como un acto de obediencia a YHWH. YHWH, entonces, interviene y proporciona un animal, para que sea ofrecido en lugar del hijo (Gen 22: 1-14). Un texto semejante aparece en el Corán (Sura 37: 99-107). En Agadez, durante la celebración de Tabaski, los musulmanes, que se hacían reconocer por su turbante rojo, se presentaban, a caballo, en la plaza central de la ciudad, delante de la gran mezquita. Frente a ellos, se encontraban los miembros de la corporación de los carniceros. El sultán arrojaba su lanza al jefe de los carniceros, quien la detenía con su carcaj. Después de él, todos los guardias hacían lo mismo con el conjunto de los carniceros. Para el poder musulmán, era una manera simbólica de rechazar a aquellos que no respetaban los rituales de la matanza, prescriptos en el Corán. Al año siguiente, yo analizaba ese ritual en uno de los seminarios de Roger Bastide. Éste propuso definirlo como una “alianza para bromear”, un proceso que permitía deshacerse de los antagonismos, transformándolos en juego. Según Bastide, era necesario un procedimiento semejante para preservar la cohesión de la sociedad local y su capacidad de incluir a los diferentes grupos. El sultán representaba al profeta del Islam. Pero los carniceros eran indispensables para la economía de la ciudad. Por consiguiente, el sultán no podía permitirse echarlos, aun cuando infringieran las obligaciones que condicionaban la matanza ritual. Al realizar un simulacro de combate con los hausa, el representante del Profeta manifestaba un pseudo rechazo contra los malos musulmanes, todavía impregnados de paganismo. Y toda la ciudad era testimonio de ello. A través de esas inteligentes estrategias, una sociedad donde coexistían diversas culturas, se mantenía integrada. Sin embargo, ya en esa época, Agadez se encontraba bajo desestabilizantes influencias exteriores. En pocos años, se volvió una etapa para los amateurs de las carreras de autos a través del Sahara. Durante mi breve estadía, encontré varios europeos que llegaban de Francia, a través de Argelia o Túnez, algunos en sus 4x4, bien adaptadas al desierto. Otros arribaban en pequeños autos como el Citroën 2 CVo el Renault 4. Los deportistas no tenían ningún interés en las culturas africanas. Lo único que les importaba eran sus performances automovilísticas. Querían conducir, en pleno desierto, en el período más duro del año. No respetaban ninguno de los usos de la cortesía local. Tenían sus propios códigos para designar los lugares que se encontraban en su trayectoria. Recuerdo haberme sorprendido ante un encuentro imprevisto con uno de ellos. Me hallaba en la salida norte de Agadez. Saboreaba el espectáculo de una caravana de dromedarios en el instante de detenerse. Los animales, sin duda doloridos tras un largo viaje, se arrodillaban emitiendo sonidos poderosos. Los hombres, con sus rostros velados, se precipitaban hacia las fuentes para aplacar la sed. Semidesnudos, los jóvenes buzú aliviaban de sus cargas a los dromedarios. Me creía muy lejos en el tiempo: estaba admirando un tipo de espectáculo que, a menudo, había inspirado a los pintores orientalistas de la época colonial. De súbito, me encontré ante un joven beatnik, con el pelo largo y enmarañado, quien me apostrofó del siguiente modo: -"Che: ¿sabes para qué lado está Tam?" -"¿Tam?" respondí, arrancado brutalmente de mi ensoñación romántica. -Sí, Tamanrasset, ¿qué te pasa? Tamanrasset es la ciudad más al sur de Argelia. En el tiempo de la Argelia francesa era, asimismo, la ciudad más al sur de Francia. Sin embargo, en la boca de ese muchacho, quedaba reducida a las tres primeras letras de su nombre. Desde su perspectiva, sólo se trataba de una etapa más en su viaje por el desierto. No obstante, durante mucho tiempo, Tamanrasset había estado iluminada por un nimbo místico para aquellos que, como el padre de Foucault a comienzos del siglo XX, habían decidido aislarse en sus inmediaciones desérticas, para realizar allí una búsqueda espiritual. Sin duda, la caravana tuareg había tardado meses en llegar a Agadez. Al joven conductor del citroën 2CV le había llevado menos de una semana. La confrontación entre las culturas llamaba a la reflexión. El tiempo se acortaba, como las palabras. Hacia fines del siglo XX, lo que contaba era la velocidad. No quedaba un minuto para descubrir los lugares ni para conocer a sus pobladores. Mis anfitriones, antiguos ciudadanos de Agadez, respetuosos de una cierta urbanidad en el comportamiento, se sentían indignados ante la actitud de esos franceses, que despreciaban los códigos locales de la gentileza. Según mis anfitriones, los muchachos extranjeros ejercían una mala influencia sobre los jóvenes de Agadez. Los autóctonos se dejaban llevar por las actitudes indisciplinadas de los extranjeros, quienes les ofrecían drogas y alcohol. Durante años innumerables, las nuevas generaciones habían vivido bajo el influjo de los ancianos. Muy conservadores, éstos consiguieron, por mucho tiempo, preservar sus tradiciones. Pero, si lograron protegerlas, fue gracias al aislamiento en el que se encontraba la ciudad. La pujanza de los deportistas, con sus nuevas costumbres, desplazaba tal influencia. Atraídos por la ganancia fácil, los chicos del lugar acosaban a los turistas de más edad para sustraerles un poco de dinero. Algunos se aprovechaban de ellos sin el menor escrúpulo. Conducían a los viajeros mayores por la escalera de caracol que llevaba a lo alto del minarete. Una vez allí, los amenazaban con dejarlos bajar en la oscuridad si no les daban más dinero. El turismo y sus efectos perversos suscitaban en mí una crítica ciega. En ese tiempo, no pasaba por mi cabeza que Agadez vivía sus últimos años de paz, cultivando las tradiciones que su apartamiento le había permitido conservar hasta entonces. En 1973, hubo una terrible sequía. Tanto los peúl cuanto los tuareg perdieron gran parte de sus rebaños y debieron abandonar los matorrales para instalarse en la ciudad. Las tensiones se exacerbaron. En 1991, los tuareg se rebelaron contra el poder central de Niamey. Pasaron cuatro años de guerrilla hasta que, en 1995, firmaron un tratado de paz con el gobierno nigerino. Luego, en los años 2000, aparecieron los yihadistas, de creencias diversas, que volvieron muy peligroso el acceso a la región[13].
Cuando visité Níger, yo estaba lejos
de imaginar que hechos semejantes pudiesen ocurrir. Los diversos grupos étnicos
vivían en paz y practicaban un Islam abierto y tolerante. El dinero que los visitantes gastaban en la ciudad y sus alrededores constituía una fuente de recursos para una localidad que se pauperizaba. Con la desaparición de los pocos viajeros cultivados, las tradiciones también desaparecieron. En 2017, las autoridades de la ciudad se percataron de que hacía más de cincuenta años que no se realizaba la ceremonia de entronización del sultán. Ese ritual atraía a la gente del exterior. Asimismo, daba a los habitantes la conciencia de ser un referente en materia de cultura saharo -saheliana. En la actualidad, consagro una buena parte de mi tiempo a una ONG cuya base se encuentra en Grenoble. La finalidad de esta organización es la de asociar el turismo con el desarrollo. Promovemos un turismo cultivado, respetuoso de las poblaciones locales y del entorno natural. Así, he revisado mis certidumbres de etnólogo bisoño. Entonces, sólo consideraba tales viajes como una calamidad para los pueblos que habían permanecido aislados. Sin embargo, nadie escapa al transcurrir del tiempo. Hoy, es imposible mantenerse protegido del contacto con otras culturas, cualquiera que sea el lugar del planeta donde uno se encuentre. Al difundir una información objetiva sobre los pueblos que los turistas visitan, hacemos posible que éstos últimos eviten actitudes que podrían ofender a sus anfitriones. De ese modo, buscamos promover un intercambio de culturas, a pesar de la enorme diferencia de poder y riqueza entre los unos y los otros. Actualmente, Agadez se ha vuelto un punto de compromiso geopolítico, que supera a sus habitantes. Los candidatos a la migración hacia Europa se amuchan alrededor de la ciudad, en busca de camiones que los puedan conducir hacia las riveras del Mediterráneo. Desde allí, esperan poder embarcarse rumbo a España o Italia. Los gobiernos de los países europeos han dado mucho dinero al gobierno nigerino para que detenga a esos migrantes y persiga a los traficantes que los explotan. También hay desafíos militares. Desde hace mucho tiempo, el ejército francés edificó bases para vigilar la región y, en particular, los yacimientos de uranio, explotados por grandes empresas francesas. Estados Unidos construyó una gigantesca pista de aterrizaje, destinada a maquinaria militar de gran tamaño. También los chinos instalaron una base. Ni los habitantes ni los turistas saben lo que ocurre en esas bases. Las embajadas advierten a los extranjeros: no deben alejarse de la ciudad, debido al peligro que representan los yihadistas. De hecho, esa advertencia busca, ante todo, desalentar la curiosidad de la gente en relación con las bases militares. La región es particularmente importante para el control del conjunto del Sahara y el Sahel. Por consiguiente, todas las potencias quieren implantarse en ella. Los nuevos tiempos y su caos se han apoderado de la pequeña capital de las arenas, adormecida en sus tradiciones y en su arte secular de vivir juntos.
Fin del viaje En consecuencia, se afianzaba mi decisión de inscribirme, al año siguiente, en un doctorado en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París (14); asimismo, en el INALCO, para estudiar el hausa y otras lenguas africanas. Ahora, sólo me quedaba volver a casa. De Agadez a Niamey viajaban únicamente camiones, sobrecargados de gente, de animales y mercadería. Por lo tanto, una vez más, me trasladé en condiciones bastante estrambóticas. A veces me tocaba ir en la cabina, comprimido entre el conductor y una dama de curvas opulentas. Esa señora llevaba entre los brazos a tres o cuatro niños pequeños a quienes, a veces, colocaba sobre mis rodillas. En otras ocasiones, tenía que subir al contenedor del camión, cerca de un macho cabrío, cuyos largos cuernos se inclinaban hacia mí con cada sacudón. Al salir de la ciudad, fuimos estafados por la policía. Bajo el pretexto de que los limpiaparabrisas estaban rotos (¡en un país donde no llueve más de quince días al año!), los agentes impusieron al conductor una multa desmesurada. Éste se vio obligado a solicitar a los pasajeros que lo ayudaran a pagarla. Tal trayecto, que duró cerca de dos días, todavía me permitió encontrar gentes de todas clases, entre las cuales se hallaban dos estudiantes lionesas, víctimas del profesor Auzias. Éste las había incitado a hacer un estudio de campo, sin asegurarles la más mínima logística ni el menor marco académico. Perdieron su tiempo y atravesaron muchos momentos difíciles. Sin embargo, no obtuvieron ninguna de las informaciones en cuya busca habían viajado. Decían que “África les daba asco”. Comparada con su misión, la mía constituía un gran éxito. Firmé con África un largo tratado de amistad. Después de unos días de tranquilidad en Niamey, tomé el avión para Francia y desembarqué en París, en el aeropuerto de Bourget. Pude prevenir a mis padres por teléfono. Se encontraban en su casa de Roche, en Forez, como cada año, en esa época. Tomé el tren hasta la estación más cercana, la de Saint Etienne. Cuando llegué, tras una noche muy incómoda, al alba del día siguiente los vi, esperándome en la estación, tal como los había dejado, dos meses antes, al partir de Lyon. Hoy comprendo en qué medida mis padres me ayudaron a realizar esa expedición. Asimismo, hasta qué punto debieron angustiarse en el transcurso de mi viaje, durante el cual me había resultado casi imposible hacerles llegar noticias mías. Jamás regresé a Níger. Al año siguiente, cuando inicié mi doctorado en París, mis investigaciones se orientaron hacia los inmigrados malienses y senegaleses, en ese tiempo muy numerosos en la capital. Éstos presentaban modos de organización muy sofisticados y diferentes a los que yo había estudiado en Lyon. De entonces en adelante, fue en Mali y en Senegal donde se desarrollaron la mayoría de mis misiones. Sin embargo, la investigación en Níger continúa siendo, para mí, la más re compensadora, la más lograda, tanto en el plano científico como en el humano. Durante algunos años, conseguí guardar contacto con los hausa de Lyon, a quienes venía a visitar, de tiempo en tiempo, desde París. Me acuerdo de la llegada de Moussa Al Houseyni y de algunos chicos de su edad. Era invierno y, para que no tuvieran frío en los pies, los líderes de la comunidad les habían comprado calcetines. Jamás vi reírse a nadie como a esos chicos, cuando intentaron ponérselos. Ellos, que siempre habían andado descalzos, encontraban, en tal hecho, algo incongruente; una dimensión cómica que yo no habría imaginado nunca. Para mí, la risa quedó asociada para siempre con África. Poco a poco, perdí de vista a la mayoría de los miembros de ese grupo. Muchos regresaron a su país, compraron ganado o abrieron comercios. En la última carta que recibí, cuando estaba en Marruecos, El hadjBoubé me confiaba sus decepciones conyugales. Su primera mujer, Gado, le era infiel. “En la noche, se levanta para pasear con un muchacho”, escribía, púdicamente. Después de la defensa de su tesis, Adamou inició una brillante carrera universitaria. Se transformó en decano de la universidad de Niamey. Varias veces, vino a verme a París. En el año 1985, cuyo invierno resultó helado, fui a buscarlo al aeropuerto de Orly. Le había recomendado tomar precauciones contra el frío. ¡Cuándo lo vi, estaba tres veces más gordo! ¡Llevaba tres tapados, puestos uno sobre el otro! Más tarde, supe que había sido ministro de educación pero que, poco atraído por la política, pronto renunció. Defendí mi tesis en enero de 1975. Regresé de Marruecos para la ocasión. El año anterior, Bastide había fallecido. Fue Jean Girard quién lo sustituyó como mi director de tesis. Así, mi doctorado quedó registrado en la universidad de Lyon. François Raveau, el sucesor de Bastide en la dirección de su seminario, era informante del jurado. Obtuve la mención “Muy bueno” y las felicitaciones del tribunal. Dediqué mi tesis a los africanos de Lyon y de París, que había frecuentado durante mi trabajo de investigación. En 1978, las Presses Universitaires de Grenoble la publicaron. Recientemente, supe que algunos de los hausa de Lyon la habían leído y hablaban de ella con mucha emoción. Un día, en los años 2010, recibí un correo electrónico de Níger. Un joven universitario de Tahoua, nacido en Affala, había encontrado, en Internet, un artículo en el que yo hablaba de su pueblo. Ese joven aún no había nacido en el tiempo en el que visité Affala. Pero reconoció a los personajes que mencionaba. Me dio noticias de su gente. El hadj Boubé y Moussa El Housseyni se habían transformado en dos jefes del pueblo. Affala había crecido tanto que ahora contaba con dos jefaturas. Ese crecimiento era el resultado del trabajo obcecado y de la solidaridad de la comunidad que había inmigrado a Lyon. Mi reencuentro con tal grupo y la misión en Níger, decidieron mi carrera profesional. Y, hasta cierto punto, el resto de mi vida pues, más allá de los aspectos académicos, se trató, antes todo, de una bella aventura personal. Notas: [1] El Sahel (palabra árabe que significa “orilla”) es una región situada al sur del desierto del Sahara. Se trata de una ancha tierra que va del Mar Rojo hasta el Atlántico. La vida en ese espacio monótono resulta difícil para las poblaciones locales. [2] Ader es una región administrativa de la República de Níger, situada al noreste de Niamey, la capital del país. Esa zona está habitada, mayoritariamente, por pueblos que hablan la lengua hausa. La ciudad de Tahoua es la capital regional. 3Fundada en 1794, la Escuela Normal Superior forma profesores de Enseñanza Secundaria y Universitaria. Muchos famosos escritores, sabios y políticos, como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Jaurès y Georges Pompidou egresaron de la misma. [4] Cofundador de la corriente estructuralista junto con otros pensadores, como Michel Foucault, Jacques Lacan y Roland Barthes, Lévi-Strauss es considerado como uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX. Etnólogo, antropólogo, filósofo, en la obra antes mencionada, el autor combina relatos autobiográficos, observaciones etnológicas de varias sociedades de la Amazonia brasileña y reflexiones filosóficas sobre la fragilidad de las culturas tradicionales. Asimismo, denuncia el asesinato cultural o el genocidio de las sociedades antiguas de Brasil. Tristes trópicos se publica en 1955. Desde entonces, bajo gobiernos dictatoriales y democráticos, de izquierda y de derecha, la situación sigue incambiada. En sus discursos, el actual presidente Jair Bolsonaro repite que todos los habitantes de Brasil deben ser brasileros: el significado es obvio. [5] Los peúls son un pueblo de pastores nómades que viajan con sus rebaños por todos los países de África occidental. Ahora se encuentran presentes en dieciséis países diferentes. [6] El pulaaku constituye un código de comportamiento, característico de esa cultura. Se basa en la distancia que uno debe mantener con su interlocutor. Toda forma de familiaridad tiene que ser evitada. Los abrazos, característicos de algunas culturas latinas, pueden ocasionar serios problemas de comunicación. Las personas se saludan, simplemente, con un apretón de manos; y nunca se miran a la cara. Ese aprendizaje se hace desde el comienzo de la vida: mientras dan de mamar a sus bebés, las madres no se permiten mirarlos. Así, desde muy temprano, los habitúan a una distancia física que busca enseñar el respeto y la gentileza. En otras sociedades africanas y, sobre todo, asiáticas, también existe ese tipo de códigos. [7] Los hausa constituyen un importante pueblo de áfrica occidental. La mayoría habita en Nigeria y Níger. En general, son musulmanes. Pero suelen practicar, asimismo, algunos antiguos ritos africanos como el holey o el bori, un culto de posesión semejante al candomblé de Brasil, el vudú de Haití o el culto a Yemanjá, que puede observarse en las playas de Uruguay y de otros países americanos. El cineasta y etnólogo Jean Rouch ha filmado algunas ceremonias holey. [8] El Hadj (o El Hadjia para las mujeres), son títulos que se otorgan a aquellos musulmanes que efectúan un peregrinaje a la Meca, centro de la fe islámica. Se acostumbra a agregarlo en las tarjetas personales, como en Occidente se añade un título universitario. [9] En general, los tuareg son una cultura nómade de lengua berebere que, hoy, vive dispersa en el Sahara. Se los encuentra en Níger, el sur de Argelia, Libia, Mauritania, Chad, Malí y Burkina Faso. Pueblo guerrero, durante mucho tiempo los tuareg vivieron del pillaje y del rapto de jóvenes africanos negros, a quienes revendían como esclavos en los países árabes. Su sociedad está dividida en tres castas: nobles guerreros, que esconden su rostro bajo un velo, generalmente teñido de azul, lo que confiere un tinte azulado a su piel. Luego vienen los artesanos tradicionales. Y, finalmente, los descendientes de esclavos. Las mujeres gozan de una cierta libertad. Suelen ser músicas y poetas. Son ellas quienes han conservado el uso de un alfabeto muy antiguo, el tifinagh. En los países de habla hispana, los tuareg son bastante conocidos a través de la obra del narrador, periodista e inventor español Alberto Vázquez – Figueroa (1936, Santa Cruz de Tenerife, Canarias), quien escribió tres novelas sobre ese pueblo: Tuareg (1980), Los ojos del tuareg (2000) y El último tuareg (2014). En ellas señala la precariedad en la que vive esa cultura, acosada por los avances de occidente. [10] El bubú es una vestimenta típica de África Occidental. Se trata de una prenda de algodón muy amplia, bordada con hilos de plata u oro. Sólo los hombres importantes y ricos usan ese ropaje. [11] Charles Lavigerie (1825-1892) es el fundador de la Sociedad de los Misioneros de África: Padres Blancos y Hermanas Blancas. Esa Sociedad siente un gran respeto por el Islam y los cultos africanos tradicionales. Estimula a sus misioneros a estudiar los idiomas locales y a vivir cerca de las poblaciones originales. [12] ) La palabra Tabaski no quiere decir "sacrificio". Tiene la misma etimología de la palabra “Pascuas” que, en hebreo, es Pesaj. Pesaj es la primera gran fiesta de la primavera y conmemora la salida de Egipto del “Pueblo Elegido”. Para los cristianos, celebra la Resurrección de Cristo. El término Tabaski habría sido deformado por los bereberes, un pueblo que habita, mayoritariamente, el norte de África. Alrededor del siglo VI AJC, muchos de ellos se convirtieron al judaísmo. En un tiempo, esos conversos habrían sido numerosos en África del norte. Los mismos habrían transformado la palabra "Pascuas" en "Tafasqua", agregando la “t” inicial, que es la marca de femenino en las lenguas bereberes. Los bereberes instalados en Mauritania estaban en contacto con los wolof, un pueblo que ocupa, parcialmente, las actuales Repúblicas de Mauritania, Senegal y Gambia. Islamizados desde el siglo XII, los wolof transmitieron la palabra, transformándola en "Tabaski". Más tarde, este término se usó para traducir la expresión árabe Eid el Adha. [13] El yihad es un concepto religioso del islam que se refiere a las obligaciones de los creyentes en relación con su religión. Hoy en día, en occidente, tiende a traducírselo como “guerra santa”, aunque muchos eruditos desvaloricen las connotaciones militaristas del término. |
Crónica de Jacques Barou (Francia)
Editado por el editor de Letras Uruguay
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