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Hay que acabar con él |
La reunión era tan secreta que muchos no sabían cómo se llamaban. No sabían cómo se llamaban los demás, claro, porque cada uno sí sabía su propio nombre. La convocatoria había sido terminante: “Emergencia máxima. A las ocho, en punto B-4. Una vez leído, destruya este papel”. Eran veinte personas con trajes impecables. Camisas de Milán. Rolex de oro. Con un extraño parecido, como si tuviesen un remoto antepasado común. Un hombre alto, con un rictus hepático, se levantó en un extremo. —Buenas tardes, caballeros —dijo, con un insignificante acento inglés—. Soy el representante de Lloyd’s. Siento no poder ofrecerles un té con pastas, pero es que la hora del té ha pasado ya. Los otros diecinueve representantes de las principales compañías de seguros del mundo rebulleron inquietos. El hombre alto continuó: —Todos estamos al borde de la quiebra. Los siniestros aumentan y las tablas actuariales no sirven para una mierda. Asombrado de su propia vehemencia léxica, el inglés estuvo a punto de pedir perdón. Pero se contuvo. La gravedad de la situación disculpaba su desliz verbal. —Y sabemos a qué es debido —añadió, dando un puñetazo en la mesa—. Los siniestros aumentan porque hay un individuo que es gafe. Existe un tipo —enfatizó— que atrae la desgracia sobre cuanto toca, un tal José Gutiérrez que es más peligroso que las siete plagas de Egipto. Se sentó con una vacilación no estudiada. ¿Habían sido realmente siete las plagas de Egipto? ¿No habría metido la pata? Se prometió a sí mismo que se aseguraría bien, qué ironía, antes de hacer otra cita en el futuro. El silencio subsiguiente fue roto por un hombre gordo y rubicundo: —¡Pobre Gutiérrez! Eso de ser gafe debe resultar una lata... —¿Pobre, dice usted? ¡Riquísimo! Los pobres somos nosotros, que no ganamos para cubrir las pólizas. Él, mientras tanto, se ha profesionalizado y cobra el diez por ciento del seguro por cada siniestro que provoca. El hombre alto abrió su cartera de mano y repartió copias del dossier de José Gutiérrez. Por él se enteraron de que Gutiérrez, José, hijo de Casimiro y Eladia, acogido al seguro de desempleo, era el causante de 214 desgracias en menos de medio año. —¡A siniestro y medio por día! —silbó con admiración un francés tras enredarse en la erre. Todo estaba explicado en el dossier. Gutiérrez pernoctó en un hotel de cinco estrellas y esa noche un incendio destruyó las doce plantas del inmueble. Otro día cambió mil pesetas en un banco y media hora después los atracadores se llevaban 30 millones. Ese mismo día se paseó por el puerto y una ola arrancó de cuajo el faro. Otra vez mandó una postal a un primo suyo de Cercedilla y un terremoto acabó con un millar de cercedillenses. Cuando los reunidos concluyeron de leer el largo dossier, se había hecho de noche. Nuevamente el hombre alto los sacó de su ensimismamiento: —¿Y bien? —Habría que hacer algo —reconoció un tipo con monóculo—. Yo ya no puedo mantener a mi querida. Una oleada de comprensión recorrió los rostros de los asistentes. Las queridas se estaban poniendo muy caras. —La única solución —dijo con suavidad un hombre de rostro gris— es acabar con él. Por si los demás no habían captado del todo la profundidad de su idea, la explicó más claramente: —¡Hay que matarlo! ¡Matar a José Gutiérrez! Tres días después de esta reunión secreta, los periódicos publicaban la noticia siguiente: “José Gutiérrez, obrero de la construcción en paro, se salvó de la muerte por un milagro. Un camión al que se le rompieron los frenos estuvo a punto de arrollarle. Incomprensiblemente, el camión, en vez de chocar con él, se empotró en la compañía de seguros La Dolorosa, desmoronándose dos plantas del edificio. Hay que lamentar siete muertos, numerosos heridos y unas pérdidas que se cifran en los 200 millones”. Al día siguiente, cuando José Gutiérrez tomaba una caña en un bar, la bala que pasó rozándole la mejilla se incrustó en el pecho del financiero Ordóñez, cuya vida estaba asegurada en 300 millones. Hubo un duelo muy sentido y el ministro del Interior prometió que acabaría con el terrorismo. Dos días más tarde, el avión en el que había sacado pasaje José Gutiérrez se estrellaba en Las Azores. Afortunadamente, José Gutiérrez perdió el vuelo porque el taxista había pinchado una rueda camino del aeropuerto. Balance: 124 muertos y cerca de dos mil millones en indemnizaciones. Esa misma semana comenzaron a quebrar las compañías de seguros. A nadie extrañó, entonces, que en un lapso de pocas horas se suicidasen dos ejecutivos de las principales empresas aseguradoras. Con un alto sentido de la oportunidad, Diario de Avisos editorializó: “Un caso de mala suerte”. Fue repartido un nuevo telegrama secreto: “Emergencia máxima. A las cinco en punto, C-6. Esta vez habrá té. Destruya el papel como siempre”. Ni siquiera el reclamo del té sirvió para lograr el quórum. El hombre de Lloyd’s se encontró solo esta vez. Cuando, perdida la compostura británica y con el té enfriándose, estaba a punto de blasfemar, se dio cuenta que sus 19 colegas no podían acudir porque todos se habían suicidado. Envejecido y triste, pensó en José Gutiérrez antes de suicidarse a su vez. —¡Ganaste, hijo de perra! —masculló— Pero jamás os devolveremos Gibraltar. Y un disparo rompió el silencio del punto C-6, dejando la estancia con un olor a pólvora. La bala, tras saltar los sesos del inglés, se incrustó en la cañería de agua, provocando una inundación. La Lloyd’s perdió 180 millones más. (Este cuento fue publicado por la revista El Jueves, de Barcelona, el 25 de abril de 1979. Posteriormente fue recogico en el libro de relatos Nada es lo que parece.- ENRIQUE ARIAS VEGA.- Ediciones Beta III Milenio.- Bilbao.- 2008.- 221 páginas) |
Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com
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