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Del libro de cuentos "Nada es lo que parece" (Ediciones Beta III Milenio.- Bilbao)
 
 

El "negro"
Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

 
 

Lo peor era que no podía hablar de su profesión con nadie.

La suya no era una actividad de alto riesgo, que requiriese un obligado secretismo. Tampoco se trataba de una labor deliberadamente encubierta, de cuya discreción dependiese la vida de otras personas. O sea, que no era un espía del Gobierno, ni un agente policial infiltrado en una peligrosa organización delictiva, ni nada por el estilo.

En cierto modo, sí que con su silencio protegía la buena fama de alguna gente. Exactamente la de aquélla que había puesto en sus manos su crédito personal, su nombradía y eso tan indefinible que hoy se califica como imagen pública. Esas personas sí que podían exhibirse sin recato alguno y presumir de la obra que él realizaba. Es más, se la atribuían sin ningún rubor. Con complacencia, incluso. Él hacía el trabajo oculto, callado, y ellas disfrutaban del éxito de su labor, se llevaban todo el mérito de una tarea con la que apenas si tenían nada que ver.

Lo que él hacía tenía un nombre metafórico, literario, casi poético: negro. Él era un negro de cutis fino y tez blanca porque apenas si le daba el sol, tan ocupado como estaba, encerrado en un cuartucho, dale que dale al ordenador, llenando miles y miles de páginas.

Un negro, ya se sabe, es aquel individuo que escribe por cuenta y a nombre de otro. Es decir, que quien crea, quien inventa, quien imagina, es el negro, el cual lo hace desde una opacidad absoluta, sin que se conozca ni siquiera su existencia. Luego, el que firma el texto, se lo apropia y lo exhibe como si fuera de él, es el blanco, si puede hacerse ese burdo maniqueísmo y utilizar un lenguaje que hoy día sería políticamente incorrecto, a todas luces, pero que resulta más claro que el agua.

Y él era un magnífico negro. El mejor negro que había habido jamás.

No se crea que semejante institución literaria es algo reciente, producto de las prisas vertiginosas de la sociedad actual o del inevitable y forzoso milagro telegénico que lanza a la fama a personajes ágrafos, prácticamente analfabetos. Luego, claro, necesitan a alguien que les aporte las ideas de que carecen, a fin de exponerlas en público, y que incluso les escriba los textos que luego pasarán a la historia como de su autoría personal.

Negros, escribientes por cuenta ajena, los ha habido siempre. Si no, ¿cómo hubiese sido posible la ingente obra de Honorato de Balzac, por ejemplo?, ¿o la desbordante escritura de Dostoyevski?, se decía a sí mismo Anselmo Gutiérrez, que era como se llamaba nuestro hombre. Él conocía la anécdota atribuida a Alejandro Dumas, no sabía si el padre o el hijo, a quien un día, tras la muerte de uno de sus varios escribas anónimos, se le presentó un sujeto diciéndole que él era el negro de su negro, o sea una especie de subarrendatario intelectual, y que venía a ocupar el puesto de titular debido al fallecimiento del otro.

Anselmo se había iniciado en aquel oficio casi por casualidad. En su Sevilla natal él realizaba ripios para las bodas de sus amigos, componía letrillas pícaras para sevillanas e imitaba la prosa de autores famosos, generalmente de carácter festivo, lo que hacía las delicias de sus compañeros. Aquello sólo era un divertimento, claro. Trabajar, trabajar, lo hacía en un banco, que era lo correcto y lo mismo que había hecho antes que él su padre, que en paz descanse. Todo transcurría así, sin sobresaltos, hasta que un antiguo condiscípulo lo llamó a su casa.

—Soy Felipe González. Tenemos que hablar.

No todo el mundo tiene un compañero de escuela que haya llegado a ser primer ministro de su país, así que Anselmo fue a verle al Palacio de La Moncloa.

Allí, el jefe de Gobierno le expuso la situación claramente, sin tapujos:

—Necesito que me escribas una serie de discursos para justificar la permanencia de España en la OTAN.

Anselmo se acordaba perfectamente de que González, mientras estaba en la oposición, había arremetido sin misericordia contra la entrada del país en la Alianza Atlántica. Cambiar radicalmente ahora de postura no tenía, pues, una argumentación fácil.

—¿Qué me respondes? —le preguntó el presidente.

—Bueno... —respondió lacónicamente su interlocutor, previendo ya que debería ahorrar energías para enfrentarse a la titánica labor que se le venía encima.

Anselmo no sólo hizo lo que le pidió su camarada de colegio, sino que los discursos escritos por él y que pronunció González como propios fueron brillantísimos. Tanto que, como todo el mundo recuerda, el jefe de Gobierno ganó contra pronóstico el referéndum popular que había convocado sobre el tema.

Aquello sólo fue el comienzo. A partir de entonces, Anselmo, apolítico por definición y, sobre todo, por precoz y tenaz convicción, empezó a escribir artículos, conferencias, mítines,... lo que hiciese falta. La única condición que puso fue la de no hacerlo de forma exclusiva para su jefe.

—No quiero anquilosarme —fue su razonamiento— y convertirme en alguien tan amanerado y previsible como todos los políticos, sin espontaneidad y plagado de ideas repetitivas y frases hechas. Quiero tener libertad y poder escribir para otra gente.

A su empleador no le hizo ninguna gracia, pero Anselmo fue tajante:

—O eso, o vuelvo al banco.

Ante semejante perspectiva de quedarse sin negro, su patrón accedió a la demanda.

Así, pues, nuestro hombre se convirtió en pluriempleado. Anónimo, eso sí, pero con más cuartillas a sus espaldas que Corín Tellado. En aquel tiempo llegó a escribir bastantes intervenciones de algunos ministros, de un par de secretarios de Estado, del delegado del Gobierno en Navarra, que jugaba a la petanca, como él, del presidente del Colegio de Farmacéuticos y,... lo más importante de todo, también lo hizo para la Casa Real.

Con esa dedicación tan variada, nuestro hombre ni se anquilosaba, como había temido en un principio, ni se aburría, ni le quedaba tiempo ni para ir al cine, su otra afición de toda la vida, junto a la petanca. Pero no le importaba, ya que en su enfebrecida actividad tocaba todo tipo de temas, utilizaba una amplia gama de estilos literarios y de recursos retóricos y se abría a nuevas experiencias en el arte de la dialéctica.

Nunca supo cómo ocurrió, pero la noticia de sus habilidades le llegó al jefe del principal partido de la oposición, José María Aznar, un personaje adusto que trataba de hacerse un nombre en el panorama político nacional, en el que aún era un perfecto desconocido:

—Quiero que me ayude a preparar el debate televisivo que voy a tener con Felipe González en Antena 3 —le dijo, con un tono expeditivo que llegaría a ser muy conocido en el futuro.

Anselmo, con aquella estolidez ovejuna de quien está acostumbrado a hacer lo que le dicen, le escribió prácticamente toda su intervención. Nadie sabía mejor que él lo que iba a argumentar en cada caso el presidente de Gobierno, así que no le fue nada difícil preparar a Aznar, mejor incluso de lo que estuvo Casius Clay, luego llamado Mohamed Alí, el día en que noqueó al entonces vigente campeón de los pesos pesados, Sonny Liston.

Para nuestro hombre, en aquel cambio de chaqueta, que dirían los puristas, no había atisbo alguno de incompatibilidad. Menos aún de falta de ética o de cualquier otra zarandaja de ésas de carácter moral. Él tenía permiso para trabajar para otra gente y, simplemente, ejerció aquel derecho. Durante el subsiguiente debate televisivo, para sorpresa de todos, incluidos sus propios partidarios, Aznar le zurró la badana dialéctica a un González que había acudido al mano a mano con su rival sin ninguna preparación previa, convencido de su superioridad sobre aquel chiquito de Valladolid, al que iba a ganar sin despeinarse.

Escarmentado de la amarga experiencia, el presidente de Gobierno apeló a Anselmo para el siguiente debate, que iba a tener lugar en el otro canal privado de televisión, Tele 5. Para nuestro negro resultó facilísimo hacer ganar a su jefe: le bastó con dar la vuelta a todos los argumentos que había utilizado dos semanas antes a favor de su adversario en la primera confrontación televisiva entre ambos.

Pese al carácter secreto y recóndito de su actividad, el prestigio de Anselmo subía como la espuma entre los pocos que sabían a qué se dedicaba. Su nombre empezaba a ser conocido en las catacumbas donde pululaban los de su gremio, o más bien en los sumideros por donde circulaba toda esa escritura apócrifa, si no pretendemos hacernos los finolis con las metáforas. Un día acudió a visitarle Juan López.

—Yo también soy un negro —se presentó a sí mismo—, aunque de otra rama. Y debo decir sin falsa modestia que yo también soy el primero en mi especialidad.

Al prolífico escribiente de La Moncloa y de cuantos políticos se lo solicitaban, aquel nombre y aquella cara no le sonaban de nada. Se lo dijo al visitante.

 —No me extraña —respondió éste—, aunque llevo publicadas bajo nombre de otros más de sesenta novelas, veinte obras de teatro y un montón de discursos de entrada en la Real Academia Española.

—¿En la Academia...?

—Sí. ¿Qué se creía usted? La mayor parte de los académicos de la lengua tienen uno o dos negros que redactan sus textos, aunque yo, y lo digo sin vanidad, soy el más versátil de todos y puedo escribir para distintos autores.

—¡No me diga!

—Se lo digo porque usted es el único que puede comprender esa terrible frustración de estar en la oscuridad y el anonimato cuando otros brillan como luminarias a costa del talento de uno.

—Bueno... Uno acaba por acostumbrarse.

—¡Y que lo diga! Lo peor, con todo, no es eso, sino que los señoritos para los que uno escribe a veces llegan a creerse que ellos son los autores de lo que firman —vaciló un momento antes de proseguir—. ¿Conoce usted a ese historiador de moda, que tanto éxito tiene con sus libros sobre la España medieval?

En realidad, Juan López citó el nombre completo del catedrático de Historia, un tipo que aparecía en todos los saraos televisivos y en todas las salsas intelectuales del país. Pero, por discreción, bajó el tono de su voz hasta hacerla casi inaudible. Anselmo, por su proximidad, oyó perfectamente el nombre y, aunque no había leído ninguna de sus obras, sabía que se trataba de una autoridad mundial en la materia y que sus libros se vendían como churros.

—Pues ya ve —continuaba diciéndole el negro del famoso historiador—. Antes de ponerme a trabajar para él, el hombre no se comía una rosca editorial, si me permite la expresión. Yo cambié su estilo, lo hice más ágil y comprensible, lo trufé de anécdotas y le doté de un ritmo vivo, como si aquello tan remoto que cuenta estuviese sucediendo en la actualidad. Todo un éxito, ya ve.

Como el escribiente de discursos políticos tenía mucha tarea que se le iba acumulando, trató de abreviar la conversación:

—Pero usted no habrá venido a hablarme de esas cosas...

—No exactamente. Todo esto se lo he dicho para ponerle en situación, para explicarle que somos muchos los que nos dedicamos a este ingrato y desagradecido oficio de negros. Lo nuestro, en vez de economía sumergida, que dicen los economistas engolados y pomposos, consiste en una economía subterránea. Pura clandestinidad, oiga, como si perteneciésemos a una secta infamante o tuviésemos una enfermedad infecciosa de las de antes.

A continuación le explicó a qué había venido:

—Deberíamos sindicarnos. Sí —reiteró, ante la cara de estupor del otro—. Para poder tener derechos de autor y esas cosas,... ya sabe: seguridad social, vacaciones pagadas,... y reunirnos en convenciones en las que pondríamos a parir a los iletrados que nos contratan.

A su interlocutor no le pareció una buena idea:

—Si hacemos pública nuestra condición, se acabó nuestro oficio. Nos pasa como a los agentes secretos, que una vez que se descubre su nombre tienen que retirarse, pues ya no sirven para nada.

—No lo había considerado bajo ese punto de vista —se justificó el otro, que acababa de percatarse de su metedura de pata—. En fin, seguiremos en el armario, en las cloacas más bien. Pero, en cualquier caso, ya sabe dónde me tiene,...

Aquella conversación, con todo, había desazonado muy mucho al escritor de discursos. Acababa de darse cuenta de que su trabajo era efímero y arriesgado, expuesto a la delación y la denuncia, con la incertidumbre de no saber el día ni la hora en que su actividad saldría a la superficie y se truncaría entonces su magnífica carrera profesional.

La zozobra a que le condujeron estas cavilaciones pronto empezó a pasarle factura. De entrada, porque le acometió un afán por multiplicar su labor ante la inminencia del fatídico día en que, a su pesar, tendría que dejar de hacerla. En consecuencia, fue aceptando todo tipo de encargos, por contradictorios que fuesen. Como, además, en el extraño sector en el que se movía había adquirido una merecida reputación, la tarea no le faltaba.

Un día, incluso, acudió a solicitar sus servicios el embajador alemán.

—Es para el canciller Gerhard Schroeder, que cada vez tiene la papeleta más difícil.

—Pero yo no sé alemán...

—Nosotros, sí. Por esa parte no se preocupe, que le traduciremos. Usted encárguese de escribir un discurso rotundo y esclarecedor de cómo se puede conciliar la reducción de las prestaciones sociales y a la vez mantener el estado de bienestar. Ya sé que es difícil, sí —se justificó, al ver la expresión del otro—, pero por eso acudimos precisamente a usted.

Tantos pedidos y tanto agobio le volvieron algo descuidado e impreciso. Peor aun: se vio obligado a cometer el pecado más imperdonable de la ley no escrita de su profesión, el plagio. Al secretario general de un sindicato obrero le endilgó, sin darse cuenta, el discurso de un cardenal de la Curia romana. Aquella intervención asombró un poco a los curtidos obreros del metal que lo escucharon, pero acostumbrados a la disciplina sindical no dijeron ni pío. Otro día, utilizó un viejo texto de Kennedy para la inauguración de unas jornadas de I+D por el ministro de Industria. En su precipitación por entregarlo, se olvidó de traducirlo. Cuando el ministro ya había iniciado su lectura, se percató del desaguisado. Ante la imposibilidad de echarse atrás, no le quedó otra que continuar leyéndolo en inglés hasta el final. Aquello, en vez de ponerle en evidencia, que hubiese sido lo lógico, le otorgó “un plus de credibilidad”, como dijo uno de esos inextricables y cursis analistas políticos de las tertulias radiofónicas. A partir de entonces, hubo quien consideró que el ministro políglota era el hombre idóneo para encabezar la necesaria renovación de su partido.

Aquellos errores no fueron decisivos. El pastel sólo se descubrió en la última y definitiva metedura de pata de nuestro negro. En su mayúsculo lío de textos propios y ajenos, de escritos originales y plagiados, le envió al presidente de Gobierno unos folios equivocados para la alocución que debía pronunciar ante la cúpula militar del país en una emotiva ceremonia castrense. Esta vez había tenido el exquisito cuidado de traducir el texto original del inglés. Lo que no advirtió es que se trataba de un discurso de Hillary Clinton a una convención de madres solteras de Estados Unidos.

Al principio todo fue bien. Las vaguedades y los tópicos habituales en todo tipo de ceremonias lo mismo servían para un roto que para un descosido. El pitote se armó cuando les dijo a los aguerridos y viriles generales que le escuchaban:

—Vosotras, que sois mujeres, que además sois madres, y que os veis privadas de la aportación masculina...

Hasta ahí llegó la carrera profesional de Anselmo Gutiérrez como negro. Y a punto estuvo también de acabar de paso con la carrera política del presidente del Gobierno.

Antes de que el escándalo llegara a mayores, Anselmo volvió de tapadillo, casi de forma subrepticia, a su Sevilla natal. Allí nadie sabía que en algún momento sus escritos habían llegado a regir las conciencias de media Europa.

Ahora, prematuramente envejecido y un poco alelado, nuestro hombre se dedica de nuevo a realizar ripios para las bodas de los amigos, componer letrillas pícaras para sevillanas e imitar la prosa de autores famosos, generalmente de carácter festivo. Sin embargo, los que le conocen de otra época opinan que ya no tiene la gracia de antaño y que ha perdido el ingenio que tenía antes de haber dejado temporalmente Sevilla no se sabe bien para hacer qué ni dónde. 

Este cuento obtuvo el tercer puesto en el "Premio Internacional de Relatos Demetrio Cañizares (2005). Pertenece al libro antológico "Nada es lo que parece" (ENRIQUE ARIAS VEGA.- Ediciones Beta III Milenio.- Bilbao.- 2008.- 211 páginas.- 15 euros).

Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

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