En seguida supe que me encontraba ante un
prodigio.
El primer síntoma inequívoco fue que la Plaza estaba insólitamente
vacía. Ni un alma. Hasta el aire, congelado, parecía como ausente. Los
ruidos también se habían ido, ampliando mágicamente el espacio
abandonado, los volúmenes de los edificios que lo encuadraban, la
perspectiva de su ubicación y la distancia entre ellos.
En medio de aquella soledad inmensa me hallaba yo, alelado y expectante,
con la sensación espectral de no ser yo mismo sino alguien que estaba
dentro de mí o yo dentro de él, que de eso no estaba seguro. Acrecentaba
esa extraña incertidumbre el no poder verme ni tener interlocutor alguno
a quien preguntarlo.
Poco a poco me fui acostumbrando a la quietud de mi entorno, a aquella
como desgana de la materia y del espíritu, aquel a modo de desamparo de
los sentidos. El silencio comenzaba a corporeizarse, casi, casi, a
petrificarse como otro elemento más de la Plaza que sólo entreveía, como
si unos tules inconsistentes quisieran atenuar su inmarcesible belleza.
En éstas, me llegó una ráfaga de sonido apenas perceptible. Dudé,
incluso, de haberla oído. Pero se repitió con una extraña cadencia, aún
en la distancia. Me giré en redondo en el centro geométrico de la
explanada, por ver de dónde provenía aquel ruido cada vez más audible.
Algo se aproximaba con un levísimo repiqueteo. Al final lo vi, asomando
desde la Plaza del Corrillo. Su imagen era inconfundible. También lo
era, ya, el sonido de su andar racheado, como a impulsos, luchando
contra el parkinson de sus últimos años. Allí estaba él, emergiendo, más
que de la calle vecina, del mismísimo lugar de los recuerdos, de ese
sitio inconcreto e imposible donde debe habitar el alma de los difuntos.
Venía inequívocamente hacia mí. Y me sonreía. Se trataba de Remigio
González, el peripatético Adares, poeta, bohemio y, durante muchos años,
representación característica de aquel enclave salmantino.
—Siento no poderle invitar a nada, pero es que los muertos pasamos de
las cosas materiales. Conjeturo que ya lo sabe —dijo, en cuanto hubo
llegado hasta mí.
No era la conversación que se supone que uno ha de tener con un
espíritu, por muy poeta que haya sido durante su encarnación mortal.
Pero mientras aún estaba en estas cavilaciones, Remigio continuó:
—Cuando me fui pensaba que sería para siempre, como había previsto en
algunos de mis versos. Por cierto, ¿conoce usted mi poemario? Porque yo
soy un vate singular, ¿sabe? Y ya lo dije: “Adares se despide con
gurranflas / y se lleva la gorra y el fular / la chaqueta de pana”.
Antes de que pudiese decir cualquier cosa, algo que quebrase el estupor
en el que me hallaba sumido, Adares añadió:
—Escuche este otro: “Dejaré esta escalera y estas piedras por las mismas
/ columnas / de mi edad temblona. / Os dejo liquidado el precio que
costóme esta paliza”. ¿Qué le parece? ¿Eh?
Ahora sí que iba a contestarle, aunque sólo fuese por buena educación,
cuando una voz a mis espaldas casi me hace caer del susto.
—Remigio, deja de darle la tabarra a este joven. Seguro que está el buen
hombre suficientemente aturdido como para prestarte la debida atención.
El recién llegado, con una afable sonrisa agudizada por una obvia
miopía, me saludó con amabilidad nada afectada:
—Perdone que me haya acercado así, de improviso, pero es que todos los
días a estas horas suelo dar un paseo por la Plaza. Me llamo Gonzalo
Torrente Ballester. Encantado de saludarle.
No me creerán si les digo que todo comenzaba a parecerme, si no
completamente normal, tampoco tan extemporáneo como al inicio. Puesto a
tener encuentros sorprendentes, ¿por qué no experimentarlos con varios
difuntos a la vez? Al fin y al cabo, es probable que los muertos no
estén solos, que resulten ser tan sociables como los vivos y que se
relacionen unos con otros por simpatía, por afinidad o por aficiones
compartidas. ¿Y qué mejor territorio común que la literatura para dos
escritores, aunque hayan sido tan dispares y aunque en su encarnadura
mortal se llevasen algunos años?
—Si no le importa —me estaba diciendo don Gonzalo—, nos acercaremos a la
cafetería de aquella esquina, porque quiero enseñarle una escultura que
me han hecho, que no sé, no sé,...
Contagiado del andar renqueante y cansino de los dos espectros —¿eran en
realidad unos espectros, una emanación de mi subconsciente, una
auténtica reencarnación material de los personajes originales,...?—,
crucé con ellos la Plaza camino del café Novelty. A través de un
ventanal, vimos la imagen en bronce de Torrente, a tamaño natural,
sentado ante un velador del café.
—Me han sacado más feo, ¿no le parece? —me estaba preguntando el
escritor, con una coquetería que jamás hubiese imaginado en él. Lo más
sorprendente era que, con sus ojos de topo pegados a la cristalera,
componía exactamente los mismos gestos e idéntico ademán que su
reproducción en bronce. No es que la escultura se le pareciese, sino que
él, inconscientemente, se convertía en una mimesis perfecta de la
estatua.
Del compromiso de dar la respuesta más adecuada al momento y al
personaje que me formulaba la pregunta me sacaron unas voces opacas que
llegaban por la entrada a la Plaza desde Poeta Iglesias. De lejos, con
el resol reverberante de aquella hora imprecisa y probablemente
inexistente, no reconocí al pronto a sus propietarios cuando
aparecieron.
—Ya están ésos —comentó Adares, sin ninguna afectación especial.
—¿Quiénes son? —pregunté, espoleado por una curiosidad inusual en mí.
—Los rectores —contestó Torrente.
—¿Qué rectores?
—Los de la Universidad. ¿Cuáles van a ser? Pues Don Miguel y Antoñito
Tovar. Siempre están discutiendo.
—El que discute es Unamuno —puntualizó Remigio González—. Tovar
discrepa, pero lo hace en otro tono. Se nota en seguida que no es poeta.
Los dos viejos universitarios, ajenos a nuestra presencia, se iban
aproximando a donde estábamos. Pese a su mayor cercanía, no lograba
entenderles. Torrente se dio cuenta de mi perplejidad y sonrió con un
poco de socarronería:
—Hablan en vascuence — dijo.
Antes de que la pareja de profesores llegase hasta nosotros, Don Gonzalo
me puso al tanto de que Unamuno era euskaldún, o sea, vascohablante. Y
que Tovar —Antoñito, le llamaba, con una extraña familiaridad—, aunque
nacido en Valladolid y residente en Salamanca durante la friolera de
veintidós años, conocía perfectamente el euskera.
—¿No ha leído su Mitología sobre la lengua vasca?
Le reconocí honestamente que no, que no era un tema de mi interés.
—Bueno. Tampoco es que a mí me atraiga demasiado. Por eso se pasan esos
dos dándole todo el rato al palique, para practicar. Don Miguel tiene
miedo de que en un par de siglos no domine ya su lengua materna tan bien
como ahora. Dice que eso le ha pasado con él danés, por culpa de no
usarlo.
Los dos aludidos acababan de llegar donde nosotros, aunque seguían sin
prestarnos atención. Yo le estaba preguntando a Torrente:
—¿No se encontrará entre ustedes, por casualidad, Fray Luis de León?
Lo pregunté, más bien, por tener algo de qué hablar, pues me sentía
cohibido ante personajes tan eximios de nuestra cultura de siempre. Eso
llamó la atención de Unamuno, quien hasta entonces no se había percatado
de mi presencia:
—¿Por qué lo pregunta?
—Hombre, ya que están ustedes aquí,... pues me dije que a lo mejor
también andaba dando una vuelta Fray Luis.
—Pues no. ¿Y para qué quiere usted al fraile agustino, si puede saberse?
Seguro que ni siquiera ha leído su obra.
Antes de que pudiese responder cualquier cosa, añadió:
—Bueno, seguro que sabe lo que todos, eso de que “decíamos ayer”, o lo
de “la vida retirada”. Pero lo que sí vale la pena, en cambio, es su
Noche serena. Ésa sí que es de la mejor poesía mística.
—¿Le conozco a usted? —irrumpió entonces el rector Tovar, metiendo baza.
—No, Antonio —le explicó Torrente, como si el otro necesitase una
aclaración especial—, este señor no es de los nuestros, sino de los
otros. Aún no le toca.
Volviéndose hacia mí, me explicó que Tovar buscaba contertulios recién
llegados, pues quería esclarecer algunas cuestiones políticas:
—Todo se debe a su inicial pasado falangista.
—¡Toma, como tú! Pero lo importante de un hombre no son sus orígenes,
sino su destino. Tiene más mérito corregir el camino mal andado que
estar bien encaminado desde el principio. Eso lo aprendí de Dionisio
Ridruejo, mi mentor, mi maestro y mi amigo. ¿Ha llegado a conocerlo? —Y,
sin dejarme contestar, continuó su soliloquio—. Todos fuimos hijos de
una época, pero no todos fueron capaces de cambiar el rumbo, como
Dionisio, como Laín, como yo mismo. A cuenta de mis ideas de cambio me
vi obligado a dejar el rectorado, a dejar Salamanca y a buscar el pan
del exilio.
Unamuno escuchó con interés la perorata de su compañero, a quien en su
vida mortal había sacado, calculo, sus buenos cincuenta años de
diferencia cronológica. Al pronto, habló:
—La política, Antonio, tiene esos avatares. Todos nos hemos sentido
engañados alguna vez por la ingenuidad de nuestras convicciones en un
momento histórico determinado. Mírame a mí —dijo, componiendo un gesto
de fatiga, como de escéptico alejamiento de una tentación que no acabase
de convencerle—: abogué por el advenimiento de la Segunda República para
acabar abominando de ella; luego, asentí a la asonada militar para darme
cuenta inmediatamente de mi error. Un desastre, Antonio, un desastre.
Meneó la cabeza con abatimiento para un instante después dirigirse
directamente a mí:
—¿Y usted? ¿Cómo ve usted el tiempo que le ha tocado vivir?
—Yo... —balbucí, atorado, al verme interpelado por el mismísimo Unamuno—
No sé...
De hecho, tampoco tuve necesidad de contestar al rector porque la
pregunta de Don Miguel, en el fondo, sólo era una figura retórica, una
especie de truco para expresar sus propias ideas, al margen de lo que
pensase o no su interlocutor:
—Los suyos son tiempos menos violentos, joven. El conflicto ideológico,
que lo hay, no lo dude, no se solventa a garrotazos, como en los cuadros
goyescos. La confrontación resulta consustancial a la especie, es
inmanente, que dirían Karl Rahner y otros teólogos. Lo que sucede es que
en cada momento histórico adquiere manifestaciones diferentes, no por
ello menos importantes.
Antes de que siguiese la disertación, que presumía iba para largo, no
pude por menos que interrumpirle, al haber detectado en sus palabras un
evidente anacronismo:
—¿Karl Rahner? ¿Ha leído usted a Karl Rahner?
—Claro, joven; qué se imagina. Y también a Ratzinger, al que acaban de
elegir como Papa hace unos meses. ¿O es que cree que yo me paso aquí mi
tiempo tocándome las narices?
—Acaba de abordar usted un punto sensible —intervino Torrente, para
mitigar el obvio enfado del cátedro vasco. Pero en seguida se giró para
ver la figura que había salido del pasaje de la Caja, precedida del
repiqueteo de sus pasos—. ¡Hombre, mira quién viene ahí!
Poco a poco se acercaba hacia nosotros una mujer de pasos acompasados y
cadencia armoniosa. No acerté al principio a discernir su edad. Por su
andar y sus maneras parecía joven, pero a medida que se aproximaba me di
cuenta, por sus rasgos, de que se trataba de una persona mayor.
A Torrente, en cualquier caso, al verla se le habían alegrado las
pestañas:
—La niña —aseveró, como si se tratase de una obviedad.
Unamuno aprovechó la ocasión para despedirse educadamente:
—Nosotros nos vamos —dijo, refiriéndose con aquel plural indiscutible a
Tovar y a él mismo, como si constituyesen una unidad indescifrable, una
especie de logia rectoral, con un código aparte de los demás mortales,
inmortales, más bien, dada su condición de ánimas, espíritus errantes o
lo que fuese aquello—. Si sigue aquí dentro de un rato, volveremos a
vernos, pues usted y yo tenemos una conversación pendiente sobre la
España actual.
Su cita, si aquello se trata de una cita, sonaba a admonición o a aviso
de examen académico. Tenía, además, un punto de contradicción el que
Unamuno considerase actual lo que estaba sucediendo setenta años después
de su muerte. De esas modestas reflexiones me sacó la voz de Torrente:
—Ya te echábamos de menos —le estaba diciendo a Carmen Martín Gaite,
pues aquella figura femenina que no había podido reconocer instantes
antes era la escritora salmantina. Luego, volviéndose hacia mí, me
presentó o, al menos, interpretó la convención social de introducir en
el conocimiento mutuo a dos personas:
—Este señor, aquí donde le ves, está de visita. No ha venido para
quedarse. Todavía —añadió, con un malévolo retintín.
—Lástima —dijo la única fémina del grupo—, pues aquí estamos siempre los
mismos y esto empieza a ser repetitivo. Bueno, también es maravilloso
—corrigió, al notar mi rictus de extrañeza—, pero hasta la belleza más
sublime —e hizo un gesto que abarcaba toda la Plaza— es insuficiente
para evitar la monotonía. La vida tiene que ser emoción y diversidad. Y
la muerte también, claro, por lo menos en nuestro caso...
Y rió con una risa franca y pícara, divertida ella misma por la paradoja
de su propia frase.
—No sé qué sería esto sin tu presencia —le dijo, zalamero, Torrente.
—Es que usted, Don Gonzalo, en cuanto aparece la señorita, parece otro
—opinó Adares.
—Por frustración, Remigio, por frustración —respondió el gallego.
Luego, volviéndose hacia mí, me preguntó:
—¿Ha conocido usted a Josep Pla, el autor de El cuaderno gris?
—No he tenido el gusto —reconocí.
—Pues el hombre era un genio. No sólo como escritor y periodista, aunque
lo hiciese en catalán, sino como persona. Listo como un lince. Una vez
le entrevistó Montserrat Roig, cuando ésta comenzaba su carrera
literaria y, mirándola de arriba abajo, el ampurdanés le dijo:
“Señorita, no entiendo cómo una joven que tiene esas piernas pierde el
tiempo con la literatura”. Pues ya ve: a mí nunca se me ocurrió decirle
eso a Carmencita, con lo que se demuestra que no le llego a Pla ni a la
altura de la bragueta.
Mientras él reía con una especie de gorgojeo, esperando ver qué efecto
me habían causado sus palabras, Martín Gaite explicó:
—Lo ha contado tantas veces que ya he perdido la cuenta. Pero, mira, a
mí con la literatura me ha ido mejor que con mis piernas, aunque tampoco
me quejo del resultado de éstas.
Para reforzar su afirmación, compuso entonces un leve ademán de
coquetería, a medio camino entre la pura sensualidad y la deliberada
ironía.
—Y tanto que le ha ido bien con la escritura. La niña —dijo entonces
Torrente, refiriéndose a la novelista allí presente— es quien mejor ha
narrado la mezquina vida de esta ciudad en nuestra larga posguerra
civil, incivil, más bien. En vez de pluma, parece que la chica hubiese
utilizado el bisturí con la precisión de un cirujano.
—¡Qué va, hombre! Lo que sucede es que esta ciudad levítica se escribe
ella sola, sin necesidad de que un cronista lo transcriba —le replicó la
otra—. No hay más que ponerse delante de ella y observarla con
perplejidad y ella misma se va despojando de sus refajos de hipocresía,
mostrándonos el revés de la trama, que diría Graham Greene.
—¿Tanto les desagrada a ustedes la ciudad? —me asombré.
—No se trata de eso, hombre —me corrigió rápido el escritor ferrolano—.
La criticamos porque la amamos. Fustigamos sus defectos porque
querríamos convertirlos en virtudes. Denunciamos sus carencias porque
preferiríamos que se excediese con una actitud de exhuberancia. Añoramos
un poco aquello de que disfrutaban los griegos clásicos en las
audiciones del Odeón: grandes dramas, llenos de pasiones y de excesos a
la altura de la grandeza de tan magno escenario. Aquí, en cambio, estas
bellas piedras centenarias, ya las ve, reclaman tragedias
espectaculares, sentimientos arrolladores... y sólo producen, en cambio,
emociones contenidas, ademanes con disimulo, murmuraciones quedas,...
La larga frase llena de epítetos encadenados había dejado algo fatigado
a su autor, así que Martín Gaite tomó el relevo de Torrente, como si la
suya fuese ya una extraña y firme complicidad que sólo pudiesen
experimentar los difuntos:
—Mire, si no, lo que le sucede a Unamuno.
—¿A qué se refiere?
—Pues que nadie ha criticado tanto a esta sociedad como Don Miguel, que
hasta inventó el término de cuernocracia para ridiculizar la vieja
oligarquía ganadera, y ya ve: en cuanto oye el nombre de Salamanca al
hombre casi se le saltan las lágrimas de emoción.
—Y no se debe a que sea un sentimental, que lo es —apostilló Torrente—,
sino porque esta ciudad se nos ha metido muy hondo a quienes no hemos
nacido en ella pero la hemos amado tanto que hemos preferido morir aquí.
Antes de que yo también me emocionase por la sentida frase de Don
Gonzalo, oí a Adares que decía:
—Hablando del rey de Roma...
Efectivamente, desembocando en la Plaza desde la calle Concejo había
emergido de nuevo la inconfundible silueta enlutada del antiguo
catedrático de griego. Ahora no sólo iba con el rector Tovar, sino que
una tercera persona se había incorporado a la pareja.
—¡Hombre, el que faltaba! ¡Don Fili! —exclamó Torrente.
El antiguo ministro de Educación de la República me venía mirando, desde
la lejanía, mientras Antonio Tovar le musitaba algo a su oído y Unamuno
iba del otro lado, como abstraído.
Nuestro grupo, expectante, permaneció como congelado, convertido en una
foto fija cinematográfica, esperando que los otros llegasen a donde
estábamos. Con aquel andar suyo tan despacioso aún tardaron varios
minutos en conseguirlo.
Filiberto Villalobos me abordó directamente, sin preámbulos:
—O sea, que usted es el chico que ha venido del otro lado.
—Digamos que está de visita —remachó Torrente, que había asumido hacia
mí una actitud parecida a la adopción paterna o, al menos, a la de un
anfitrión obligado e inevitable del que no pudiese desprenderme.
—¿Y cómo están las cosas en su tiempo? —me preguntó Don Fili.
Era lo último que me apetecía hacer: someterme al escrutinio de tan
insignes personajes y quedar como el majadero que soy. Además, ¿a qué se
refería el médico de Salvatierra con aquello de “las cosas”? ¿A la
educación? ¿A la política? ¿A la antropología?
Por si acaso, navegué como pude en un modesto mar de vaguedades y de
lugares comunes que, para aquellos seres anacrónicos y prácticamente
intemporales, no debieron serlo tanto.
—¡Cómo han cambiado las cosas! —suspiró el doctor Villalobos al oír mi
sucinto y balbuciente relato— Hoy todo el mundo está escolarizado,
mientras que en mis tiempos yo tenía que luchar como un conscripto para
que los niños del mundo rural pudiesen aprender las cuatro reglas.
—A lo mejor, la situación no es tan idílica como parece —intervino
Unamuno.
—¿Qué quiere decir? —inquirió el otro.
—Pues que a lo mejor todo el mundo logra estudiar, pero no aprende gran
cosa. Alfabetización no es lo mismo que cultura. Más enseñanza no
equivale necesariamente a mayor conocimiento por parte de quien la
recibe. Pongamos un ejemplo —dijo, al ver signos de disconformidad por
parte de algunos componentes del grupo—. Cuando Cervantes publicó El
Quijote había muy poca gente que supiese leer y en consecuencia pudiese
disfrutar con su genial novela, pero los letrados de entonces eran gente
culta, que dominaba los saberes de su época. En cambio, ahora —añadió,
sin explicitar si el adverbio temporal se refería a mi hoy histórico o
al suyo, que en aquello había un pequeño lío cronológico—, la gente
conoce muchas nimiedades intrascendentes, pero carece de la visión
íntima y general del mundo en que vive, le falta hondura y perspectiva
intelectual, vive en una inane superficialidad.
Tovar dio entonces una ligera cabezada de asentimiento y añadió:
—Yo he leído algo parecido en Don José Ortega —y prosiguió, ignorando el
gesto de desagrado de Unamuno—, quien critica la barbarie de la
especialización, según la llama él. Es decir, que en un mundo de saberes
fragmentarios, la gente alcanza un conocimiento si se quiere cada vez
más profundo, pero de materias cuyo ámbito se va reduciendo
paulatinamente, mientras que en cambio falta esa visión global del
mundo, esa weltanschauung que reclama Don Miguel.
La conversación se iba metiendo en honduras filosóficas que a mí me
desbordaban, así que probé a hacer un cambio de tercio:
—¿Qué son aquellos manchones que hay ahí, en aquel bajorrelieve? —dije,
señalando a la columna más próxima de la Plaza, y sin formular la
pregunta a nadie en concreto.
—Veo que se ha fijado en seguida —dijo Tovar, con un deje de triste
fatalidad—. Es el medallón con el perfil de Francisco Franco.
—Todos los años lo pintarrajea un grupito de jóvenes antifascistas
—Torrente completó la explicación de su compañero.
De todos los medallones que enmarcaban el perímetro de la Plaza, aquél
era el único dañado. En los demás figuraban personajes que, desde donde
yo estaba, no acertaba a distinguir, pero que suponía que se trataba de
próceres de la historia local o nacional.
Tovar parecía estar leyendo mi pensamiento:
—Sí, la única imagen que atacan los bárbaros de hoy es la del Caudillo
—dijo, utilizando el apelativo de guerra del antiguo dictador, no sé si
por un lapso de su subconsciente—, como si él no formase parte de la
historia de España. Y lo digo yo, que no guardo un recuerdo positivo de
Franco, ya que sufrí sus represalias. Pero la historia es la historia y
no se puede cambiar. Franco estuvo en el poder durante casi cuarenta
años y eso ha sido responsabilidad de todos, de sus partidarios y de sus
antagonistas. Podemos discrepar radicalmente de él, pero lo que no
podemos hacer es negar su existencia histórica, como pretenden algunos
ignaros.
—Es que la historia es una paradoja y como tal hay que aceptarla
—apostilló Don Fili—. Mire, si no, lo que sucede en otra plaza situada a
pocos metros de ésta, la de la Libertad. Aún conserva en algún sitio el
rótulo de su denominación anterior: Onésimo Redondo, el fascista
agrario.
—No sé a quien se refiere —reconocí humildemente.
—Pues un paisano de estas tierras, admirador de Hitler, que fundó un
movimiento insurreccional denominado Juntas Castellanas de Actuación
Hispánica y que acabó confluyendo con la Falange creada por José
Antonio. Ya ve qué contradicción: una plaza en honor a la libertad y que
al mismo tiempo homenajea a un liberticida faccioso.
—La historia no sólo es paradójica, sino que avanza a golpe de
contradicciones —asintió Unamuno.
—Lo que a usted le fastidia, Don Miguel, es lo de Fuerteventura —terció
Torrente, en un indefinible tono capaz de combinar la socarronería con
la deferencia respetuosa.
Antes de que el aludido replicase, Torrente se volvió hacia mí:
—Es que él estuvo allí, deportado por la dictablanda de Primo de Rivera,
el padre de José Antonio.
—¡Y dale con llamar blanda a la dictadura de Primo! Fue una dictadura
como todas, brutal y absurda. Y, lo que es peor: inútil.
—Pero usted aprovechó su estancia en Fuerteventura para escribir
—continuó picándole el otro.
—Yo fui allí extrañado, óigalo bien, extrañado. Es decir, llevado a un
lugar extraño, extraído de mi hábitat intelectual, erradicado, como
hacen con algunos vegetales, para transplantarme a un desierto.
—Lo que le fastidia a Don Miguel —volvía a explicarme el gallego— es que
aquello debe ser ahora un paraíso y cuando estuvo él, en cambio, no
había más que arena.
—Arena, un mar inmenso, tres lugareños y dos camellos... Pues sí, eso
también es una paradoja: que el infierno de entonces se haya convertido
ahora en el destino turístico voluntario de otros seres. Pero así es la
vida: un cambio continuo, una contradicción permanente. Todas las cosas
son efímeras por naturaleza. Y mudables. Y, hablando de esto, por
cierto,... ¿conoce usted la teoría de la relatividad de Albert Einstein?
No estaba yo en condiciones de sufrir otro examen. Y, menos, uno tan
complicado y abstruso como aquél. Pero antes de encontrar la manera de
zafarme de él, el doctor Villalobos vino en mi ayuda sin pretenderlo,
superponiendo otra pregunta:
—Con el permiso del rector, antes de que usted conteste a su cuestión,
¿ha podido ver la exposición sobre mi trayectoria y mi época que acaba
de clausurarse?
—Pues no, la verdad, porque yo sólo hace un rato que estoy por aquí.
—Lástima. Y no lo digo por mí, faltaría más, sino por el panorama de
contradicciones y contrastes que ofrece del medio siglo quizás más
caótico de la historia de España. En ella, por cierto, ocupa un lugar
muy importante Don Miguel.
—Es que los españoles somos caóticos por naturaleza —intervino
Torrente—. ¡Y no digamos lo de contradictorios! Una vez vino a Salamanca
un profesor norteamericano y se preguntaba cómo una gente tan ardiente
como nosotros no había participado en ninguna de las grandes guerras
internacionales. La respuesta, le dije, es muy sencilla.
—¿Cuál? —No pude por menos que preguntarle.
—Es lo mismo que me preguntó el gringo aquel. Le dije la verdad: “Mire,
míster, lo que a nosotros nos va realmente, lo que nos chifla una
barbaridad, es matarnos entre nosotros mismos. Llevamos casi siglo y
medio haciéndolo. Matar a extranjeros no nos da ni la mitad de gusto. Es
una actividad que consideramos hasta hortera, fíjese”.
—Usted siempre tan exagerado, Don Gonzalo —rió Martín Gaite.
—No, no creo que exagera —replicó, adusto, Tovar —. Se trata de una
constante histórica perfectamente verificable. En casi tres siglos sólo
participamos en dos contiendas contra extranjeros. Una, la guerra contra
los franceses, casi fue un conflicto doméstico, entre afrancesados y
reaccionarios, con la ocupación de nuestro territorio por tropas
invasoras. En la otra, contra Estados Unidos, nos metieron en ella al
alimón Randolph Hearst y Teodoro Roosevelt, sin que nosotros tuviéramos
arte ni parte.
—Hombre, es una versión demasiado esquemática de lo sucedido —volvió a
intervenir la única fémina de la tertulia.
—No, no. Es rigurosamente exacta. Lo mismo que ocurre con otra constante
típicamente nacional: el olvido de los españoles que merecen ser
recordados. Por eso llama la atención la exposición y el homenaje a Don
Fili, aquí presente. No es habitual que se produzca ese recuerdo.
—En efecto —Torrente volvió a echar su cuarto a espadas—, todo lo más
que hacen las autoridades de turno es poner tu nombre a una plaza u otro
enclave urbano. Pero las generaciones sucesivas sólo saben, al final,
que Filiberto Villalobos es la calle de la estación de autobuses, y la
de Rector Tovar, la que hace esquina con la delegación de Hacienda.
La conversación se había instalado en un territorio de cinismo y
agridulce melancolía cuando Unamuno, mirando con ojos compasivos y
nostálgicos a los edificios que nos circundaban, espetó:
—En cambio, la Plaza, nuestra Plaza, ha resistido a esa moda recurrente
de rebautizar los lugares con los protagonistas de turno, según los
avatares políticos del momento.
—Es que se trata de algo demasiado hermoso para que nadie pueda
apropiárselo en exclusiva. Por eso será siempre la Plaza Mayor, a secas
—subrayó Villalobos.
—No sólo es una plaza —añadió Torrente, como en una competición por ver
quién decía lo último y lo más ingenioso—, sino que es un trozo de la
historia de España.
Unamuno, cuyo magisterio y cuya autoridad moral nadie parecía poner en
cuestión en aquel grupo, se explayó un poco más en obvio honor del
recién llegado, o sea, yo:
—En esta Plaza hemos vivido las convulsiones de nuestro siglo: las
manifestaciones a favor de unos y de otros, el dolor de las víctimas de
la represión política, la proclamación de la República, la instauración
del caudillaje de Franco cuando la sublevación militar,... Todo. No es
que esta Plaza sea un trozo de la historia de España, y que me perdone
mi amigo Torrente, sino que es la misma historia de España contemporánea
reducida a nuestro microcosmos provinciano.
En éstas, el antiguo rector se volvió hacia mí:
—A lo mejor le estoy fatigando, joven, porque según me cuentan eso de
hablar de España no está nada de moda en su tiempo. Más bien, al
contrario.
—Hombre... Yo... —vacilé de nuevo, sobrecogido por el carácter
inquisitivo de Unamuno.
—Pues yo se lo diré, no se preocupe —dijo, viendo el compromiso en el
que me había metido—. En ese movimiento cíclico de nuestra historia
reciente, le toca ahora, bueno, a la época en que usted está viviendo,
la manifestación centrífuga y disgregadora del carácter español. ¡Como
si los vascos no fuésemos más españoles que nadie, como si no hubiésemos
contribuido más que algunos otros a forjar la unidad de este pueblo!
—Bueno, este movimiento disgregador, que dice, puede ser sólo una mera
situación coyuntural —intervino Tovar.
—¡Qué más quisiera, Antonio, qué más quisiera! Pero nuestros demonios
familiares, que no vienen de muy lejos, apenas de la Renaixença catalana
y del nacionalismo historicista de comienzos del XIX, sí que en cambio
son muy hondos.
—Yo leí un artículo suyo, rector, en ese sentido —aportó Don Fili—. Si
no recuerdo mal, debió ser en El Sol, de Madrid.
—No me alegra nada reconocer mi capacidad premonitoria en estos asuntos,
pero es que resultaba muy fácil. Ya advertía yo hacia 1902 ó 1903 que
eso del regionalismo, como se llamaba entonces, era una memez y un
peligro. Entre otras cosas, yo prefiero que me gobiernen desde bien
lejos que no desde la acera de enfrente. Así no tengo que ver la cara
del mandamás de turno, ni que aguantar que con sus impertinencias se
meta hasta en el detalle más nimio de mi vida.
—Ustedes me perdonarán, caballeros, pero me voy a tomar mi cafelito
—dijo Martín Gaite, con una dulzura y una suavidad que en modo alguno
parecía una interrupción.
Aquello fue como una llamada a la disolución del grupo:
—Es que ya llevamos demasiado tiempo hablando con usted y esto no es
nada habitual —se justificó Adares.
—¿Entonces...?
—Pues esto quiere decir que ha sido muy agradable pegar la hebra con
usted, pero que cada uno debe irse a sus cosas y usted, supongo, tendrá
que volver al lugar desde donde ha venido —completó la explicación
Torrente.
—Ya —dije, molesto por tener que interrumpir aquel momento mágico, como
de rapto de los sentidos, en el que me había instalado sin saber cómo,
ni por cuánto tiempo—. Pero, ustedes, ¿seguirán aquí?, ¿no están
muertos?
—Claro que lo estamos —respondió, muy serio, Tovar—. Eso de resucitar
aún no está inventado, que yo sepa. Así que seguiremos muertos, como
Dios manda.
—Pe... pero, ¿no se van al cielo, o a algún lugar parecido, digo yo? ¿No
es lo que procede en estos casos?
—¿Usted sabe lo que es el cielo, joven? —me preguntó Unamuno, con una
retranca que no le conocía.
—Pues no.
—¿Qué le hace pensar, entonces, que esto no es el cielo? ¿O es que usted
conoce un sitio mejor que la Plaza Mayor para pasar los años, encontrase
con magnífica gente de épocas recientes, y aprender de los errores
propios y ajenos? Si esto no es el cielo, de verdad que se le parece
mucho. No sea usted tan escéptico ni tan convencional como quiere ser y
rece para que algún día pueda venir a quedarse en un sitio como éste.
Durante esta breve y postrera alocución, todos los demás habían ido
despareciendo sin que me hubiese dado cuenta. Sólo quedaban ante mí los
dos rectores. Entonces, Unamuno cogió del brazo a Tovar, comenzaron a
alejarse poco a poco con ese andar despacioso y relajado que había
observado con anterioridad y se pusieron a charlar entre ellos.
Ya no pude oír más lo que decían. |