Raíces espirituales,
filosóficas y bíblicas de la poética de Eliseo Diego
ensayo de Yannelys Aparicio Universidad Internacional de La Rioja
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Resumen La obra poética del cubano Eliseo Diego mantiene unos presupuestos teóricos similares a lo largo de toda su producción, desde los años cuarenta hasta los noventa, que parten de sus creencias católicas y del concepto de Caída original, tal como se describe en el Génesis bíblico, y se concretan en la posibilidad de generar discursos literarios alrededor de la conciencia de la pérdida de la inocencia, la expulsión del Paraíso y la evocación de lo vivido en ese estado de plenitud primera. La poesía responde a la necesidad de la palabra para recuperar lo perdido, y significa la capacidad de eternizar el instante y evocarlo con nitidez, para captar la belleza relativa de los seres y las cosas comunes, que participa de la Belleza absoluta de Dios, según la teoría tomista de los transcendentales del ser y la evocación de la primera vía para demostrar la existencia de Dios: el motor inmóvil. Palabras clave: Eliseo Diego, poesía cubana, Grupo Orígenes, transcendentales del ser, motor inmóvil, pérdida de la inocencia, poesía de la memoria. Abstract The poetic work of the Cuban author Eliseo Diego presents similar theoretical assumptions throughout his production, from the forties to the nineties, which are based on his Catholic beliefs and the concept of the original Fall, as described in the Biblical Genesis and those lead to the possibility of generating literary discourses around the awareness of the loss of innocence, the expulsion from Paradise and the evocation of what was lived in that state of first fullness. Poetry responds to the need of the word to recover the lost things, and means the ability to eternalize the moment and evoke it with clarity, to capture the relative beauty of beings and common things, participating in the absolute Beauty of God, according to the Thomistic theory of the transcendental of being and the evocation of the first way to demónstrate the existence of God: the immobile motor. Keywords: Eliseo Diego, Cuban Poetry, Orígenes Generation, Immobile Motor, Loss of Innocence, Poetry of Memory. La creación literaria y la pérdida del Paraíso El poeta cubano del grupo Orígenes de mayor hondura existencial, Eliseo Diego (1920-1994), construyó toda su poética alrededor de la idea de la Caída y la Expulsión del Paraíso, en dos sentidos: el literal y el simbólico. En la primera versión, el pecado original, literalmente, borró la posibilidad de una vida plena instalada en la inocencia de un modo perenne. Al hombre, después de cometer el pecado de origen, se le abrieron los ojos y fue consciente de su desnudez. Conoció y experimentó la vergüenza y se escondió, porque ese nuevo estado le permitía saber qué era el bien y el mal. En la segunda versión, la simbólica, la Caída original es metáfora, desde entonces, en todas las civilizaciones que reconocen en la Biblia el primer y esencial sustrato cultural de su identidad, de cualquier tipo de adquisición de conciencia y pérdida de estados precedentes a la asunción de responsabilidades. En concreto, la imagen del traspaso de ese umbral se ha reconocido con frecuencia como una figuración de la pérdida de la inocencia propia de la infancia. Llegar al «uso de razón» significa comenzar a añorar, durante toda la vida, ese estado de felicidad continua y desinhibida que es la niñez. La poética de Eliseo Diego parte de estas dos versiones, que confluyen en el suceso de su propia vida que provocó la necesidad de la escritura literaria: el abandono del hogar de la infancia, a los nueve años, la quinta de Arroyo Naranjo, a las afueras de la capital cubana, para instalarse, junto con el resto de la familia, en un apartamento dentro del perímetro de la ciudad. Cuando el poeta cubano se preguntaba cómo era posible que un hombre ordinario como él pudiera escribir textos literarios, señalaba que «será menester que hablemos aquí del Paraíso» y añadía: «se nos hace imposible imaginar cómo hubiese sido la Creación toda sin el Primer Pecado» (Diego, «Esta tarde ...» 29). Del mismo modo, Diego no concebía su vocación literaria sin el desarraigo, sin la salida del «sitio en que tan bien se está» (Diego, Obra poética 51), como dijo en uno de sus poemas más conocidos. En su discurso de 1958, «Esta tarde nos hemos reunido», confesaba que la raíz de sus primeras obras literarias estaba en una quinta «desparramada y vieja»: «Mientras fui niño me bastó este espacio, y viví de sus riquezas con felicísima inconsciencia (...). ¿Por qué había de querer escribir mientras esos tesoros fueron míos? Luego, ya lo sabemos, viene la expulsión inexorable. Y, miremos bien, fue solo cuando todo se hizo nada más que un objeto de la memoria, nada más que un sueño; cuando quise mirar lo que había perdido; fue solo entonces que necesité de la letra» (Diego, «Esta tarde.» 33). La inconsciencia impide el relato: solo se escribe cuando se sienten las carencias, cuando la memoria llama insistentemente y exige respuestas. Y a la vez, el problema del bien y del mal viene intrínsecamente ligado al de la pérdida: toda expulsión es fruto de un pecado, de un conflicto que impide el desarrollo atemporal de la plenitud. Y esa conciencia genera la actitud frente a la obra de arte, desde el punto de vista del que la crea y del que la consume. En una entrevista con Emilio Bejel, Eliseo reconocía que siempre tuvo grandes convicciones religiosas católicas, y alrededor de ellas se planteaba el problema del bien y del mal, ya que desde la Caída original todos los actos del hombre están signados por el juicio, que los coloca en el lado de lo bueno o de lo malo. El artista católico se siente responsable en el sentido de que tiene la obligación de utilizar el don recibido por Dios para contribuir a esparcir el bien y la belleza, y esa es la manera de completar el deber que le corresponde con la sociedad en la que Dios le ha situado. Por tanto, generar obras de arte exige un compromiso para el artista. No existe para Diego un arte comprometido sino un escritor comprometido, que realiza obras artísticas, las cuales revelan el grado de responsabilidad e implicación del autor. Así, todo lo que ha escrito el cubano tiene un profundo sentido religioso, porque significa la transformación de la propia experiencia en material lírico que se comunica al lector, en cierta medida por un mandato divino de compartir las excelencias de la creación (Bejel 45-46). En Narración de domingo, la novela inédita escrita sobre 1944, Eliseo expone el contenido de un sueño, al estilo de Dante, en el que todas las cosas son creadas cada día, demostrando así que el poder de Dios es continuo, y que el creador está siempre y en todo. El universo tiene una impronta divina evidente que circunda los seres, los entornos, los tiempos y las intimidades abstractas, aunque el devenir signifique que todo está sometido al cambio. La imaginación poética trata de explicar la contingencia, el cambio continuo, la degradación o evolución de las cosas, mediante la imagen de la creación repetida, para señalar la radical diferencia entre creador y criaturas: Dios es inmutable y los seres son esencialmente mutables: Llegué a imaginar que de algún modo mágico la creación del mundo era repetida diariamente, que las casas de las calles eran, a cada mañana, otras, aunque solo un observador heroico pudiese descubrir, según sucede con los gemelos, la menuda insignificancia que las (¿hacía?) diferentes. Es extraño pensar, de acuerdo con lo dicho, que yo moriré a la tarde, que mañana otra persona casi idéntica a mí morirá también a la tarde, y así hasta que se agote nuestra serie en uno a quien, aún hoy, no puedo imaginar sino con tristeza (Diego ctd. en Alberto 83). La lección es clara: Dios mantiene en el ser a las cosas mediante el movimiento, la muda, siguiendo el camino trazado por Santo Tomás de Aquino en la primera de las cinco vías para demostrar la existencia de Dios: el motor inmóvil (Summa, primera parte, cuestión 2, artículo 3). Dios es motor de la creación precisamente porque es inmóvil, el primero en el orden del ser y el absoluto, del que no se puede seguir en la serie hacia el origen, porque es el origen y, por tanto, el que genera el movimiento del resto de los seres. Sobre esa premisa se asienta la infinita e insalvable distancia entre creador y criaturas, necesario y necesitados o contingentes, autónomo y dependientes, uno y múltiples, invariable y diacrónicos, singular y plurales, indivisible y maleables, eterno y temporales, constante y degenerables. El acercamiento a la figura divina y, en general, a la religión, tuvo en la vida y en la obra del cubano un carácter más vivencial que filosófico, aunque los dos estuvieron siempre presentes. De hecho, una conversación con su hijo Eliseo Alberto (Lichi) pone de manifiesto el predominio de la faceta actuacional sobre la teórica. Cuenta el menor de los Diego que en los años setenta, en su estudio de El Vedado, su padre le dijo que creía ciegamente en Dios porque no tenía ninguna duda de la existencia del Diablo, un día en que varios amigos habían ido a casa de los Diego para hacer espiritismo. Cuando Eliseo entró a la habitación donde estaban conjurados los adolescentes, su expresión se llenó de horror, y mediante un movimiento brusco y rápido «tomó el tablero y lo reventó contra el suelo. Estaba transformado. A gritos nos rogó que no tentáramos a Satanás, que no atravesáramos nunca más ‘esa puerta’, que él sabía lo que decía» (Alberto 86). El Demonio es la negación de los actos que están relacionados con las operaciones divinas. Para Eliseo, el eje más esencial del contraste o la oposición está precisamente en la posibilidad de nombrar las cosas, verlas, poseerlas, manipularlas, contemplarlas. Ver al Demonio imposibilita ver a Dios y, por tanto, ver las cosas en el sentido que desarrolla su poética y que marca la construcción de su universo literario en cada uno de sus libros. Ese planteamiento ya estaba en las tempranas prosas de En las oscuras manos del olvido. En el relato «Historia de Sambigliong», uno de los personajes describe las dos veces que vio al Demonio: la primera, dice «fue una brujita. La encontré una noche y me vi en sus ojos miserables y asombrados, sin que dijese una sola palabra. La segunda vez fue la luna sobre un árbol, así, de este modo: lívida. Y la visión del Demonio mancha el alma como un borrón de tinta que no puede deshacerse, porque ha invadido ya las mismas células, y luego no hay más que la quietud de la penitencia para que no se extienda y ennegrezca toda el alma (...). Desde entonces no veo la cara de Dios como antes, cuando al salir al campo veía que los árboles y las flores iban dando forma y color a un rostro (...). Y todo porque tengo los ojos llenos de sombra, de sombra de furia y de angustia» (Diego, Cuentos 57-58). Al final del relato, el narrador, que se llama Eliseo Diego, involucrado en un viaje perturbador al que se enfrenta con los ojos y los puños cerrados, encuentra la calma, el calor y la luz ante una imagen de Jesucristo, en un lugar de magníficas flores de colores y paredes encaladas en donde experimentar la dicha y los placeres del aire, la luz y el sol: «Corrí a la ventana y miré el largo panorama de la ciudad a mis pies: las casas, los jardines, los buenos árboles, los caminos, los buenos árboles, todo en orden. Con el amargo, mortal sabor del llanto en la boca, di las gracias por todas estas cosas y fui a sentarme en uno de los bancos, en la luz, solo por el placer de mirarlas, de contarlas, de nombrarlas» (Diego, Cuentos 61). Este primer libro de Diego es el germen de su poesía, pero también lo es de su modo de enfrentarse ideológicamente a la creación literaria. Ver, ser ayudado por la luz y el color para percibir lo prístino, gozar con la conjunción de movimientos, armonía, plenitud, olores, objetos que están bien en su sitio, será el leitmotiv de En la Calzada de Jesús del Monte (1949), una de sus obras cumbres, y lo continuará siendo en su poesía posterior. Estar en el mundo para experimentar esas sensaciones y tratar de expresarlas en palabras es un cometido similar al sacerdotal, por el que el hombre adquiere las funciones creadoras delegadas por Dios. No hay, entonces, distancia estética considerable entre la poética de Diego y la de los modernistas, sobre todo Rubén Darío, para quien el poeta es como un sacerdote (Darío 303), como Whitman, que cuando escribe alienta soplo divino, o la voz de «Ite, Missa est» (Darío 337), que evoca el Cuerpo de Cristo en su amorosa misa al pensar en la plenitud de la belleza espiritual de la mujer a la que ama. Para Diego, nombrar las cosas es elevarlas a un nivel sagrado, pero no hace falta decirlo, como pasa con Darío, que necesita constantemente establecer la comparación entre la creación de belleza elaborada por Dios y la elaborada por el hombre, que emula a la original plena. Es decir, mientras Darío y algunos modernistas y los poetas malditos franceses elevan la labor del artista a una categoría divina, porque ellos se han separado de la religión tradicional, y convierten en divina la obra humana, declarando la religión del arte, en el mundo poético de Diego ello se realiza de un modo natural, porque Dios existe, porque Él ha creado la belleza de las cosas, imagen de su propia Belleza, y Él ha dado al artista la capacidad de emularle nombrando las cosas. En su discurso «Esta tarde nos hemos reunido», citado anteriormente, Eliseo expone directamente esa relación causal entre la creación divina y la humana, desde una forma de interpretar el mundo que concede el protagonismo al acto creador de Dios, que es causa de todo y lo conserva todo de acuerdo con unas leyes que Él mismo ha impuesto a su creación: ¿Pero por qué mis hermanos mayores y yo podemos escribir, esto es, hacer letras, esas formidables figurillas nada menos que son la sustancia misma de la historia? Un poema, decimos, no termina sino con su encarnación en palabras. ¿Y cuál es el sentido de la encarnación por excelencia, de la Encarnación del Cristo, si no es el de un sacrificio? En el mundo sombrío de la Caída el acto poético es imperfecto sin un acto de expiación, sin el acto de suprema caridad o renunciamiento que es la encarnación. Por la encarnación pueden los otros participar en la visión prístina, que solo se justifica por esta participación, y así la perfecta lectura es esencial a la creación del objeto (Diego, «Esta tarde...» 31). Y a continuación Eliseo rechaza la «idolatría literaria», que estaría más cerca de las estéticas modernistas y simbolistas, por la que se adora a la creación poética o al poema como a una especie de realidad divina, creada por alguien que tiene un poder sobrenatural parecido al de la divinidad. De hecho, la línea que Darío y los modernistas habían impulsado, que asimilaba la función del poeta con la del sacerdote, llega al clímax con la propuesta de la vanguardia, por la que, literalmente, «el poeta es un pequeño Dios» (Huidobro 219). Para poner al acto de creación en el lugar que le corresponde, el poeta necesita contemplar la distancia infinita que hay entre Dios, artista supremo desde la nada hacia lo creado, y el poeta, émulo del Dios único, artífice relativo, por participación en el poder creador absoluto de Dios. Para ser justo con esa distancia infinita, Eliseo propone que el artista valore su obra «con la misma dura inconsciencia, con la misma ingratitud con que juega un niño», pero «solo unos pocos y limpios inocentes pueden mirar en silencio los prodigios» (Diego, Cuentos 31). Por eso, la relación entre autor y obra con el fundamento de la visión religiosa del universo y de la historia es algo crucial, real, desprovisto de metáforas o interpretaciones. También por eso, la presencia del Demonio no es algo simbólico, un recurso literario, un contrapeso estético como podría ser para los modernistas, tan aficionados «intelectualmente» a todo lo espiritual heterodoxo, sino un componente molesto del sistema de apreciación de la realidad, que impide disfrutar y valorar la bondad y la belleza del universo, y de los lugares concretos. De hecho, esa historia casi de terror del primer libro de Diego, de 1942, sobre el muchacho que vio al Demonio y su alma se manchó hasta el extremo de no poder ver la cara de Dios como la veía antes, tiene un correlato en la vida del propio autor, y además en esas mismas fechas. Bella García Marruz, su esposa, contó a sus hijos que cuando eran novios, a comienzos de los cuarenta, Eliseo estuvo unos ocho meses casi sin hablar, ensimismado, con dificultades para articular palabras y ofrecer un discurso lógico. Llegó incluso a cortar con ella porque decía que él no merecía estar con una persona tan buena. También se fue una temporada fuera de La Habana, a Oriente, a una finca de unos tíos y unos primos cerca de Santiago de Cuba, para recuperarse de la crisis de identidad y de ánimo que le atormentaba. Después de varios meses, de cartas a Cintio Vitier y a Fina García Marruz, de historias de cayos de pescadores, náufragos y bares de dudosa reputación, volvió para recuperar a Bella. Terminó aquel bache y todo volvió a la normalidad. Cuando, años más tarde, Lichi le preguntó por aquellos meses, Eliseo le dijo: «Estuve en el centro de la Tierra», y su hijo vio entonces la conexión entre el episodio del espiritismo y los meses en el fondo del abismo (Alberto 90). El núcleo familiar y el núcleo grupal El origen de este sistema de pensamiento, con proyección evidente y estructural en una poética integradora, se encuentra en el núcleo familiar y en el núcleo gru-pal. En cuanto al primero, la formación recibida en la infancia, ligada a la experiencia totalizadora de los primeros años de vida en la quinta, entraña una huella indeleble en el carácter del poeta, que no es capaz de concebir ninguna actividad personal, desde las más básicas y generales, como la comida o la vestimenta, hasta las más sofisticadas, como un pensamiento crítico o artístico, sin la confluencia del elemento católico, como una segunda piel que se manifiesta sin pulsiones, directa e intuitivamente. La educación en la familia significó la consolidación de unas costumbres que arraigaron muy pronto y se mantuvieron incólumes, como lo demuestra el ambiente que sus hijos describen relativo a su propia infancia, una copia fiel de la que debió de ser la suya, y que estaba salpicada de recreaciones sencillas y muy ajustadas a las costumbres tradicionales, de los detalles más elementales de la historia sagrada, las celebraciones anuales de carácter religioso y la formación en los contenidos universales de una fe. Baste como ejemplo el relato de su hija Fefé sobre lo que ocurría en la casa de los Diego cada Navidad: «Todos los años siempre igual —quizás un poco más pausada su voz cada año— papá nos contaba cómo había sido, cómo había ocurrido todo: la Visitación a María, la Huida a Egipto, la Anunciación a los Pastores, el largo camino de los Tres Reyes Magos, el pesebre con el Niño. Cada pieza tenía su historia; cada momento, su misterio. Los pastores, rodeados de ovejas, junto a una hoguera, cerca de un lago; el ángel aparece en medio de la noche y retroceden asustados. Los Tres Reyes se inclinan ante el Niño y María les sonríe, agradecida. Las figuras comienzan a moverse. La voz de papá, cansada, jadeante, atraviesa el tiempo» (Diego, Josefina de 39-40). Sobre esta base familiar se asentó, de un modo también natural e inconsciente, el segundo núcleo, el grupal: el entorno de los Vitier, los García Marruz y los origenistas. Una vez constituido el grupo alrededor de afinidades selectivas, basadas en la comunidad sentimental (la amistad y el amor), la comunidad literaria (son todos poetas o intelectuales) y la comunidad religiosa (son mayoritariamente católicos), el espíritu de relativa unidad ideológica funcionó a la perfección, gracias al liderazgo de José Lezama Lima, quien afirmaba ya en 1944 que en Cuba solo habían existido tres estados poéticos, tres incursiones utópicas en la historia, dos individuales (José Martí y Julián del Casal) y la revista Espuela de plata, cuya continuación o convivencia natural había sido Nadie parecía y Orígenes (González Cruz 533), lo que significaba a la vez una respuesta personal, de cada uno de los autores, como ubicación en ese estado poético, y una respuesta grupal, comunitaria y asimismo consciente, gracias a la influencia que el maestro de la generación tuvo en los más jóvenes para que se sintieran parte de ese momento histórico protagónico, original, originario y determinante para aventurar una identidad nacional. Fina García Marruz, en su imprescindible trabajo para entender lo que fue y lo que significó Orígenes, declaraba que el grupo se consideraba una familia, que había un verdadero culto a la amistad y que se respiraba una «vocación de coralidad» por parte de todos los pertenecientes al colectivo, entendiendo que ese concepto de familia y de espacio coral no significaba que todos los miembros fueran idénticos; más bien, se podían observar «diferencias en torno a un centro común», asumidas por un sentido común de «catolicidad»: «Decimos catolicidad y no catolicismo, porque ella se identifica más bien con lo que llamara Martí ‘los primeros cinco siglos puros del cristianismo’, es decir, los anteriores a su alianza con el Imperio, y el segundo con el espíritu de ruptura, el versus que abrió la reforma: protestantismo versus catolicismo, iluminismo versus dogmatismo, hasta llegar a los encontrados ismos de las escuelas literarias modernas disputándose el cetro de la atención europea» (García Marruz, La familia 11). Como también señala Rafael Rojas: El énfasis católico en la «participación», un concepto que Lezama, de acuerdo con la tradición tomista, utilizaba como sinónimo de acción o vida en la creación sobrenatural —«sentirse deudor es el preludio carnal de toda participación; presupone que el hombre al actuar, al participar, lo hace con una fuerza desenvuelta desde los orígenes, con el sentimiento aportado por veinte siglos de catolicismo»— hizo que Vitier y otros discípulos de Lezama tradujeran aquella retórica en términos teológico-políticos (Rojas 289). Insiste además Rojas en que, frente al nihilismo de algunos miembros de Orígenes, como Virgilio Piñera o José Rodríguez Feo, hasta la mitad de los años cuarenta, surge una nueva fisonomía en el grupo, un bloque muy compacto liderado por Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz, que trata de consolidar «la creencia en la imagen histórica como forma de neutralización de la nada y como medio de asegurar el renacimiento espiritual de la comunidad» (Rojas 291), apuntando hacia una literatura trascendente, originaria, portadora de gérmenes, en el punto de salida de una tradición generadora. Ahora bien, sobre esta base espiritual y católica, el espacio que ocupa cada uno de los miembros de la corriente es diverso. El catolicismo de Lezama, al decir de Rojas, es «omnívoro o, si se quiere, de una flexibilidad asombrosa, ya que parte de una visión histórica de la poesía que todo lo incluye y registra: el sueño, la herejía, la duda, lo inacabado, lo infinito» (Rojas 319). Lezama cree en la poesía tanto como en la religión, y no le debe más fidelidad a esta que a la otra. Para él, existe una especie de «sobrenatura-leza» que actuaría como bisagra entre la «naturaleza creada» y la «esfera sobrenatural» (Almanza 119), y en la poesía hay un poder que posibilita «la habitabilidad del paraíso» (Lezama ctd. en Vitier 20). Es decir, más que las obras, lo que amerita al hombre es su capacidad de disfrutar de lo sobrenatural a través de la poesía, como ocurre en el cuarto soneto «A la Virgen», en el que el Verbo (Palabra de Dios hecha carne) se convierte en «dicción hermosa» cuando Ella invita a la voz poética a entrar en «su» Paraíso (el del poeta que pronuncia), provocando un «despierto tránsito» por el que «lo feo/ se irá tornando en rostro del Amado» (Lezama ctd. en Esteban y Salvador 71). Hay en el de Trocadero una cierta heterodoxia, justificada por la excelencia y la sublimidad de la palabra poética, que tanto se parece a Dios, en Verbo encarnado. Se trata de una poética de la «transfiguración», entendiendo por tal el evento relatado en los evangelios de Mateo (17, 1-6), Marcos (9, 1-8) y Lucas (9, 28-36) en el que el Cuerpo de Cristo se vuelve radiante, con una luz especial, llamada «tabórica» (en alusión al Monte Tabor, donde se dio el episodio), y se experimenta, por parte de los allí presentes, una especie de éxtasis, cuando la voz del Padre, desde el Cielo, llama «Hijo» a Cristo. Como dice Almanza, esa poética de la transfiguración es «una respuesta a lo encarnado cubano, a la palpitante realidad del hombre que, habitando este archipiélago, está obligado a concebir la vida, la poesía, el ser, justamente como una habitabilidad del Paraíso» (Almanza 120). Vitier exige, sin embargo, una sumisión del arte a la fe, de ahí sus conflictos con la expresión poética cuando se encuentran con el muro de la creencia, que solo se resuelven cuando abraza la teología de la liberación, ya en la época de la comprensión revolucionaria, lo que implica un ensanchamiento de las capacidades absolutas del arte, sin el muro del dogma o la codificación del gran hermano de la fe, que todo lo ve y juzga. Y en Gaztelu, el catolicismo es siempre un catalizador de la poética: no se entiende la creación de belleza sin la referencia a los «transcendentales del ser» procedentes de la metafísica aristotélica cristianizada por Santo Tomás de Aquino en la Summa; es decir, la belleza del arte que los seres racionales producen es un reflejo imperfecto, a escala, de la Belleza divina. No es que el arte se ponga al servicio de las realidades espirituales o de los compromisos de la fe, sino que forma parte de ellos, de un modo natural. La poética de Diego se asoma a este último enfoque, como ya hemos demostrado anteriormente, pero la plenitud declarada por Gaztelu, la armonía del hombre y la naturaleza con el Creador, más propia de un Lezama exultante o unos místicos del Siglo de Oro redivivos, ha desparecido a consecuencia de la pérdida del Paraíso. Hay en Diego un intento de recuperar ese paraíso «por una vía sombrosa: negándose a la visión del caído, intentando mantener en lo posible la mirada del Niño Original, o lo que es lo mismo, jugando», ya que «el hombre adulto es solo una caricatura de su propia persona, y por lo tanto su salvación estaría en jugar como un inocente para aspirar a la inocencia original en la que hallaría su sí mismo verdadero» (Almanza 121). Esa premisa tiene un componente espiritual muy claro, que Eliseo aplica a un lugar, entendiendo por tal un «estado» y un «espacio» «que sea un poco ese de que se habla en la misa: el lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Diego ctd. en Benedetti 152). Su poesía de lo familiar, lo cotidiano, la casa, el sitio en que tan bien se está, el barrio con su parroquia, que es común hasta la década de los setenta, es la constatación de que esa isla pequeña (y sus contornos interiores, círculos concéntricos, como el barrio, la calzada, la finca, la casa, la habitación) está «rodeada por Dios en todas partes» (Diego, Obra 20), como dice en el poema «El primer discurso» de En la Calzada de Jesús del Monte (1949), y lo más distintivo de esta poética civil y a la vez religiosa es «la domesticación lírica de la historia nacional: la transformación de los grandes hitos y héroes de una epopeya histórica en ecos o resonancias de un estertor lejano» (Rojas, 2008, 344). El efecto difuminador de la recurrencia a lo antiguo desde la contemplación de lo actual doméstico dota de cierta ingravidez al discurso de Diego, que hace imposible el rechazo y genera identificación emocional. El tono cercano, no exento de cierto franciscanismo, henchido de afabilidad, fue lo que le granjeó simpatías confesas en el constante careo con el régimen comunista. Reconocido públicamente por la cultura dominante más o menos oficial (Roberto Fernández Retamar, Enrique Sainz, Nicolás Guillén, Raúl Hernández Novás, Aramís Quintero, Mario Benedetti), su aceptación se vio favorecida por el fervor popular pero también por el hecho de que fuera un católico «no problemático» (Rojas 355), autor de una «poesía cortés» (García Marruz, «Ese breve domingo.» 85). La revolución no tuvo que corregirle nada: solo vigilarlo y asentir su discurso público exento de polémica, ajeno al ensayismo político confesional y, sobre todo, conciliador. Eliseo supo defender en el ágora aquellos principios católicos que pudieran ser recibidos con naturalidad por el discurso oficial (el compromiso con los más pobres, la crítica al capitalismo y al dinero, la solidaridad, la valoración positiva de lo autóctono, la riqueza de las cosas pequeñas, cotidianas, no ostentosas, etc.), e incluso acercarse, como una concesión gratuita para ser aceptado por un oficialismo religioso vecino al que Vitier convertiría en el credo revolucionario, a ciertas ambigüedades poco comprometedoras en el ámbito de la ortodoxia católica y del ideal revolucionario. Por ejemplo, en su discurso «A través de mi espejo», evocó a San Agustín y a San Francisco, por un lado, pero también al Padre Camilo «que se fue a guerrear por los pobres de su tierra y les dio la vida, probándose así el mayor de los amigos, cuyas botas de guerrillero no fuera yo digno de atarle» (Diego, «A través.» 394); y por si no hubiera quedado claro que su catolicismo ortodoxo no es incompatible con los supuestos logros solidarios de la revolución, añadía: «Aunque algunos no puedan o no quieran concebirlo, es justamente por mis creencias que he echado mi suerte junto a aquellos que en mi país lo entregan todo al servicio del hambre y sed de justicia —entre los que he tenido el honor de conocer a jóvenes de absoluta pureza junto a los cuales sería morir un privilegio» (Diego, «A través.» 395). Junto con esa defensa de presupuestos cristianos, martianos y «revolucionarios», el poeta también supo soslayar los escollos insalvables entre la dictadura y el catolicismo (la persecución real que hubo contra los católicos, el ateísmo «oficial» del régimen durante las primeras décadas, la total ausencia de libertad de expresión, la negación de la propiedad privada, la existencia de un partido comunista único, el control de las vidas y de las mentes, el fomento de las delaciones anónimas hasta en los niveles familiares, etc.), para sobrevivir e incluso hacer guiños al establish-ment sobre todo a partir de los setenta, escribiendo tres o cuatro poemas complacientes y aceptando homenajes, viajes a la Unión Soviética para leer poemas o celebrar autores del entorno, y constantes publicaciones y antologías de sus obras, admitiendo cargos de mediana relevancia en instituciones oficiales, transigiendo incluso con interpretaciones forzadas de su obra en clave marxista o revolucionaria, como si la desazón por la falta de historia en la época republicana deviniese relación directa con el aprecio por la supuesta entrada en la historia a partir de 1959, como parece sugerir Sainz (1991) en sus apuntes para una interpretación de En la Calzada de Jesús del Monte. Dejando a un lado esas variaciones en zig-zag, para mantenerse incólume ante la presión del control revolucionario, es claro que la poética visible en sus primeras prosas de los cuarenta y en los poemarios desde 1949 hasta finales de los cincuenta, centrada en la aplicación ortodoxa de las interpretaciones tomistas al relato genesíaco sobre la Caída, continuó siendo parte del armazón coherente con el que construyó su obra lírica hasta su fallecimiento en los años noventa, cada vez más preocupado por entender la muerte como una consecuencia natural del estado siguiente al de la perdida de la inocencia original. En uno de sus libros póstumos, En otro reino frágil (1999), hay un poema dedicado al poeta mexicano Carlos Pellicer, del que fue muy amigo, fallecido en 1977. En él trata de inmortalizar una imagen, la última, del poeta, para que el paso del tiempo y el estupor de la contingencia no desemboquen en el olvido. La elección del personaje no es baladí, ya que Pellicer, portador de un pensamiento también católico, intentó, por medio de su poética, descubrir en las cosas corrientes la belleza del mundo, que es reflejo de la Belleza de Dios. Así, en el poema dedicado a su amigo desaparecido, se pregunta si se ha de perder todo aquello que él trató de hacer visible, esa «poesía de las cosas y criaturas/ y el misterio solar de las muchachas». Y concluye, a modo de contestación: No respondes, ni vas a hacerlo nunca. Pero si nada significa nada y todo es un abismo sin sentido, cómo puedes pensarlo, dime, cómo. (Diego, Obra 528). La pregunta del último verso sería una réplica a la posibilidad de que la desaparición física deviniera separación absoluta y definitiva. El narrador se coloca entre este mundo y el otro para dialogar con el poeta fallecido y hacer posible la transcendencia. Algo parecido pasa con la consideración de su propia muerte, a la que añade incluso la distancia de la ironía o la actitud festiva frente a la gravedad del tema. En el último poema escrito por el de Arroyo Naranjo, el día antes de fallecer, titulado «Olmeca», la voz poética declara en los últimos versos: «Es cierto que estoy muerto y que ustedes me miran y están vivos./ Pero yo estoy muerto de risa.» (Diego, Obra 544) La Caída original no impidió al hombre intentar con éxito la recuperación de cierta inocencia a través de la creación artística, de cierta plenitud existencial por medio de la eliminación de los estragos del tiempo gracias a la palabra poética y, sobre todo, manejar los flujos temporales provocados por la expulsión del Paraíso en orden a la restitución de la eternidad que, en sus propias palabras, «por fin comienza un lunes» (Diego, Obra 480). Bibliografía Alberto, Eliseo. La novela de mi padre. México: Penguin Random House Alfaguara, 2017. Almanza, Rafael (2002). «La teología de la poesía en Cuba: cuatro autores del siglo xx», Encuentro de la Cultura Cubana, 24, (2002): 118-124. Bejel, Emilio. «La poesía de Eliseo Diego. Entrevista», INTI, 18, (1983): 43-58. Benedetti, Mario. Los poetas comunicantes. Montevideo: Biblioteca de Marcha, 1972. Darío, Rubén. Poesía completa. Madrid: Verbum, 2016. Diego, Eliseo. «A través de mi espejo». Enrique Sainz (ed.). Acerca de Eliseo Diego. La Habana: Letras Cubanas, 1991: 378-402. Diego, Eliseo. Obra poética. La Habana: Editorial Letras Cubanas/Ediciones Unión, 2001. Diego, Eliseo. Cuentos. La Habana: Ediciones Unión, 2004. Diego, Eliseo. «Esta tarde nos hemos reunido». Josefina de Diego y Antonio Fernández Ferrer (eds.). Flechas en vuelo. Ensayos selectos. Madrid: Verbum, 2014: 27-46. Diego, Josefina de. El reino del abuelo. Madrid: Verbum, 2012. Esteban, Ángel y Salvador, Álvaro. Antología de poesía cubana. Madrid: Verbum, tomo IV, 2002. García Marruz, Fina. (1991). «Ese breve domingo de la forma». Enrique Sainz (ed.). Acerca de Eliseo Diego. La Habana: Letras Cubanas, 1991: 83-89. García Marruz, Fina. La familia de Orígenes. La Habana: Ediciones Unión, 1997. González Cruz, Iván. Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea. Madrid: Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 1998. Huidobro, Vicente. Obras completas. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello, tomo I, 1976. Rojas, Rafael. Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba. Madrid: Editorial Colibrí, 2008. Sainz, Enrique. (ed.). Acerca de Eliseo Diego. La Habana: Letras Cubanas, 1991. Vitier, Cintio. Para llegar a Orígenes. La Habana: Arte y Literatura, 1994. Nota: [1] Profesora Contratada Doctora de la Universidad Internacional de La Rioja. Ha publicado las ediciones de las novelas Las impuras y Las honradas, del cubano Miguel de Carrión, Los cachorros y Los jefes, de Mario Vargas Llosa, Persona non grata, de Jorge Edwards, Soldados de Salamina, de Javier Cercas, El lobo de mar, de Jack London, Los niños del agua, de Charles Kingsley y ha editado la poesía del cubano-americano Gustavo Pérez Firmat y del venezolano Rafael Cadenas. Es autora de numerosos ensayos sobre literatura cubana, entre los que destacan: Lo que el tiempo no se llevó: la narrativa histórica de Julio Travieso Serrano (2013) y Narrativa histórica cubana (2014). Colabora habitualmente en revistas especializadas en literatura y didáctica de la lengua española e inglesa. Pertenece al consejo editor de las revistas Delaware Review of Latin American Studies y LETRAL. Ha realizado estancias de investigación en las universidades estadounidenses de Princeton, Montclair, Columbia y Delaware. Pertenece al grupo de investigación HUM-980, Literatura y Cultura Hispanoamericanas, de la Junta de Andalucía. |
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ensayo de Yannelys Aparicio
Universidad Internacional de La Rioja
Publicado, originalmente, en:
Revista América sin Nombre, 24 (2019): 111-118, DOI: 10.14198/AMESN.2019.24-1.09
La nueva novela latinoamericana sin límites. Lise Segas y Félix Terrones (coordinadores)
Departamento de Filología Española, Lingüística General y Teoría de la Literatura de la Universidad de Alicante (España)
Forma parte de la actividad académica del Centro de Estudios Literarios Iberoamericanos “Mario Benedetti”, sito en la misma universidad.
Link del texto: https://americasinnombre.ua.es/article/view/2019-n24-1-raices-espirituales-filosoficas-y-biblicas-de-la-poetica-de-eliseo-diego
Este trabajo se publica bajo una licencia de Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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