Luis Cernuda de la mano de Mozart  

Ensayo de Javier Alfaya Bula

Podemos imaginarnos a Luis Cernuda en Londres. La República española agoniza. Luis Cernuda ha combatido, en aquel julio de 1936, en la sierra de Madrid como un miliciano más contra las tropas fascistas. Luego, como tantos otros, ha pretendido ser útil —a ello se referirá en unas páginas acerbas de Memorial de un libro, que data de 1958 y es el único texto autobiográfico que escribió— y en cierto modo se ha perdido en el torbellino de la contienda. Ha tropezado con sectarismos, con incomprensiones. De modo que ha vuelto a su soledad de siempre. Ha tenido incluso contratiempos. Su bella elegía A un poeta muerto. F.G.L. ha tenido problemas de censura. A los funcionarios de turno no les gustó que aludiera a la pasión homosexual del amigo muerto y el texto apareció incompleto en Hora de España, aquella revista de intelectuales en guerra, la mejor revista cultural que se ha hecho nunca en este país.

El vino del exilio

Así que Cernuda se va a París, reclamado por su amiga Concha de Albornoz, hija de Alvaro de Albornoz. Posiblemente el poeta está íntimamente convencido de que las cartas están ya jugadas. La II República, acosada por enemigos de fuera y de dentro, prácticamente sola, no puede resistir. Es curioso: este gran solitario, este hombre al que tamos pintan escéptico y amargado, conservará hasta el final, con una constancia que se echa de menos en tantos otros, la fidelidad a la causa popular. Uno de sus últimos poemas, titulado 1936, es un homenaje a un combatiente de la Brigada Lincoln al que conoció en San Francisco con motivo de una lectura poética.

Pero todavía Cernuda está en esa Europa que observa, fría y egoísta, cómo se desangra España. Hay una ilusión en todas partes, una ilusión sórdida y comprensible: que las cosas no van a pasar a más, que el nazi-fascismo rampante se va a conformar con vencer en España, con desollar a la República Checoeslovaca. Hoy aquel optimismo, conociendo el verdadero carácter del poder del Eje, nos parece absurdo e irresponsable. Pero entonces no. La Europa burguesa apuraba los restos de la prosperidad de los años veinte, ya bastante contrahecha por el estallido de la crisis económica del 29, y no quería pensar que lo que tenia enfrente era algo distinto a una voracidad imperialista más. Era la encarnación del más siniestro sueño reaccionario que conociera Europa, la cristalización en un demagógico movimiento de masas, del resentimiento, de la frustración, del espíritu de revancha acumulado por los sectores políticos e intelectuales más retardatarios. Y que encontraría su culminación e iniciaría su terrible despliegue a partir de la Revolución Soviética de 1917, cuando por primera vez en la historia del mundo, o al menos una parte del mundo, «cambió de base», como dice la vieja canción revolucionaria.

En Londres Cernuda inicia ese largo peregrinaje que culminará muchos años después, en 1963, en casa de Concha Méndez, en México, cuando caiga fulminado por un ataque cardíaco. Tenía sesenta y un años y nos dejaba la obra poética y critica más rica de la literatura española del siglo XX. Philip W. Silver se ha referido hace poco[1] a la modestia de los cargos académicos que el poeta desempeñó en su larga carrera universitaria. Nunca fue una de las estrellas del hispanismo en los colleges norteamericanos donde impartió clases, ni siquiera en México. En Gran Bretaña, en esa Gran Bretaña de finales de los años treinta, que vive la atmósfera irreal de la phony war, Cernuda inicia su destino como docente. No sabemos qué tal profesor fue. Sí sabemos que el mundo universitario anglosajón, con sus maravillosas bibliotecas, le permitió darse una formación humanística extraordinariamente amplia.

Pero volvamos a Londres. Uno de sus mejores amigos, Rafael Martínez Nadal, ha escrito una espléndida reconstrucción de esos años: Españoles en la Gran Bretaña. Luis Cernuda. El hombre y sus temas[2]. Martínez Nadal, monárquico de ideas democráticas, profesor durante mucho tiempo en el Reino Unido, fue amigo de Lorca y de Cernuda y ha escrito sobre ambos libros fundamentales.

Martínez Nadal reconstruye en su libro la atmósfera de la phony war, de la drôle de guerre, que a Cernuda le tocó vivir en su exilio inglés. En Historial de un libro[3] Cernuda evoca así el aspecto que ahora nos interesa de su estancia en Londres:

«También continué durante esos mismos años formando, en lo posible, mi educación musical. /.../ La música ha sido para mí, aún más quizá que otra de las artes, la que prefiero después de la poesía. En Londres fue donde mejores ocasiones tuve para escuchar música: no olvido una serie de conciertos semanales dedicados a toda la música de cámara de Mozart. Porque Mozart es el artista a quien debo haber gozado del más puro deleite.»

Martínez Nadal anota: «A Cernuda le gustaban aquellos recitales de una hora, sobre todo los de la National Gallery, en particular cuando ejecutaban piezas de los que entonces eran sus compositores favoritos: Vivaldi, Couperin, Schubert, Fauré, amén —claro— de Mozart. Sobre todo si eran interpretados por Myra Hess, entonces en el apogeo de su arte».

Aquí habría que hacer una breve digresión y recordar la mala prensa que ha disfrutado la música entre literatos en la España moderna, signo, por cierto, de los más veraces acerca de la pobreza y aldeanismo de nuestra vida cultural. Algún día quizá alguien emprenda la ingrata pero instructiva labor de acopiar y ordenar cuanto disparate sobre música se ha dicho en España en letra impresa y con ilustre firma debajo desde la Generación del 98 para acá. Hay los exabruptos de Unamuno, hay la acidez de casino provinciano de Baroja, hay las inepcias expresadas en tono solemne y trascendental por Ortega y Gasset. Y hay algo más, hay un ambiente general de desconocimiento pedante, de desprecio indisimulado hacia la música, que revela las insuficiencias de la vida espiritual española. Pero no vamos a insistir en ello. Sí recordemos una última y relativamente reciente perla cultivada de un conocido novelista español contemporáneo, que disparata en un ensayo acerca de que se escucha mucho mejor la música en una grabación fonográfica que en un concierto en vivo. Allá él y los que piensan como él.

Pero volvamos una vez más a Cernuda. Detrás del Cernuda exiliado queda una obra ilustre realizada en España pero que no ha encontrado todavía el reconocimiento que se merece —reconocimiento que crítica y público ha otorgado, sin embargo, a otros contemporáneos suyos llamados Federico García Lorca, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Pedro Salinas. Rotos los vínculos con su patria, Cernuda emprende un camino más solitario que en cualquier momento anterior. Durante años va a ser un desconocido, desconocido en su país, desconocido en el país —USA— donde tendrá que ganarse la vida. La conciencia del aislamiento se exacerba en él. Incomprensión, aislamiento, ignorancia... Sólo al final, muy al final, encontrará su obra el eco que merece. Los últimos años del poeta se verán iluminados por el consuelo de que en España y América una nueva generación de poetas y lectores comienza a interesarse por su obra y a ponerla por encima de la de cualquiera de sus contemporáneos, incluido Lorca.

En esos años errabundos, de college en college, ganándose la vida duramente, Cernuda vuelve una y otra vez hacia la música. Ese amor, sin embargo, apenas encuentra expresión literaria. Hay, si, un poema en prosa. La música, que aparece en el libro Ocnos y que data de 1942. Lo que se evoca en el poema es la atmósfera casi iniciática de una sociedad de conciertos en una ciudad provinciana, la Sevilla natal de Cernuda. Son unos cuantos aficionados los que acuden al «viejo y destartalado coliseo», como «conjurados románticos» y será en ese lugar donde el poeta descubra la música:

«Allí oí por primera vez a Bach y a Mozart; allí reveló la música a mi sentido *‘su puré délice sans chemin” (como dice el verso de Mallarmé, a quien yo leía por entonces).»

Pero los homenajes en verso a la música por parte de Cernuda esperarán hasta el último libro de su carrera poética,

Desolación de la Quimera, la obra publicada en 1962, un año antes de la muerte del poeta. Ese libro, donde hay de todo, desde algunos de los más bellos poemas líricos de Cernuda hasta denuestos sin apenas forma poética. Se abre con una composición titulada Mozart, en la que se rinde homenaje al ídolo musical por excelencia del poeta. La primera estrofa de la III sección, final del poema, se abre con una evocación de vagas resonancias personales, donde parece aflorar el eco de sus vivencias recogidas en Historial de un libro:

«En cualquier urbe oscura, donde amortaja el humo

Al sueño de un vivir urdido en la costumbre

Y el trabajo no da libertad ni esperanza,

Aún queda la sala del concierto, aún puede el hombre

Dejar que su mente humillada se ennoblezca

Con la armonía sin par, el arte inmaculado

De esta voz de la música que es Mozart.»

Poema pragmático, donde Cernuda rinde tributo a la cultura del norte de Europa en un tono casi ditirámbico[4]:

«Desde la tierra mítica de Grecia

Llegó hasta el norte el soplo que la anima

Y en el norte halló eco, entre las voces

De poetas, filósofos y músicos: ciencia

Del ver, ciencia del saber, ciencia del oír. Mozart

Es la gloria de Europa, el ejemplo más alto

De la gloria del mundo, porque Europa es el mundo»

Ese «Europa es el mundo», que tan mal sentó a algún poeta engagé, tiene una extraña resonancia que casi parece un plañido. Cernuda escribe esos versos desde bien lejos de esa Europa a la que no iba a volver nunca, desde esa América a la que, como a los otros exiliados del hermoso poema de José Moreno Villa, Le trajeron las ondas. El poema evoca inmediatamente el recuerdo de la Oda a Salinas, de Fray Luis de León. Como en este poema, en Mozart la música es un arte que salva de la abyecta realidad, pero también otra cosa: a través de ella, de su percepción, volvemos a nuestro ser, disperso y atomizado en la vida corriente. La memoria perdida de las cosas se nos devuelve y el mundo se ordena según normas de hermosura y libertad. Y es Mozart esa especie de demiurgo que lleva a cabo el milagro.

Más allá, en el mismo libro nos encontramos con otro poema: Luis de Baviera escucha Lohengrin. El tema es bien distinto. El rey de Baviera, solo en su palco, escucha la música wagneriana y ésta, en su fluir, le devuelve la imagen de sí mismo, o la imagen que se ha construido de sí mismo. Luis de Baviera es otro negador de la miseria de lo cotidiano, aunque en él éste asuma un aspecto rutilante. Lo que quiere es volver a sí mismo para amarse y así amar mejor a esos cuerpos hacia los que se siente inclinado. Y la música de nuevo es quien cumple la función mediadora. Es ella la que otorga al oyente la capacidad de recuperar su ser esencial.

Luis Cernuda tardó años en expresar en sus versos esa honda pasión por la música, que amó casi tanto como a la poesía. Sus dos poemas son como cristalizaciones lejanas, elaborados por el lento movimiento de la memoria, que acumula materiales y los guarda hasta que de pronto emergen en forma de imágenes, que el verdadero poeta, el verdadero escritor atrapa en palabras.

Música de la memoria, pues. En el mundo poético de Cernuda, donde hay tantas reminiscencias de lecturas de Platón, la música es algo que existe antes y después de los hombres: tarea es del genio —de Mozart en este caso— saber escucharla, darle forma, entregársela a los que viven.

Notas:

[1] De la mano de Cernuda Fundación Juan March/Cátedra, Madrid, 1989

 

[2] Editorial Hipcrión. Madrid, 1983.

 

[3] Todas las citas de Cernuda proceden de la edición de Obras (dos volúmenes: poesía y prosa) a cargo de Luis Maristany y Derek Harns. Barcelona. 1974.

 

[4] Es sabido que para Cernuda las tres expresiones más alias de la cultura universal eran la poesía inglesa, la pintura italiana y la música alemana.

 

Ensayo de Javier Alfaya Bula
 

Publicado, originalmente, en: Scherzo revista de información y de investigación musical Año IV nº 37 pág. 74 setiembre de 1989

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