La policía marroquí había asesinado a su novio. Ella, junto con varios más del Congo, Senegal y Malí había logrado esconderse en el bosque.
Al cruzar el Sahara, un grupo que viajaba con ellos intentó violarla, otro grupo lo impidió, así se habían conocido. Así lo comenzó a admirar. Housseino era un maravilloso atleta, jugaba bien a casi cualquier deporte. Aquella noche, cuando sus atacantes iban a producir el daño de forma inminente, apareció volando entre las dunas, llevado por el viento, con sus músculos tensos, con su piel renegrida a prueba de golpes, más rápido que un tren, más fuerte que el acero.
Estaba convencido que sería el próximo fichaje estrella del Real Madrid. Bajo una tormenta de arena le había descrito sus planes, incluso como organizaría su fortuna para ayudar a su pueblo. Conocía otros jugadores subsaharianos, no personalmente, pero sabía sus nombres, eran tratados como ídolos.
Llegaron a la frontera muy débiles, todos menos él. La noche que la policía los acorraló, podía haber escapado, pero volvió a buscarla, abriéndose paso a golpes. Para pararlo tuvieron que matarlo.
Ahora, ella esperaba. Sostenía la punta de una escalera que en esos días los sobrevivientes habían construido con palos, y cuerdas. Se mantenían comiendo basura, vestidos con harapos, habían fabricado calzados con botellas de plástico, ya casi no hablaban, solo a veces planeando como saltar la valla de la frontera en Melilla.
Luego del silencio uno gritó. Salieron corriendo los ciento cincuenta al mismo tiempo, sabiendo que muchos caerían. Pararon la escalera y de inmediato se encendieron las luces. Ella fue la primera en subir, escaló con fuerza, vio llegar las patrullas de ambos lados. Cuando llegó al extremo de la escalera, que ya había comenzado a crujir por el peso de todos, descubrió con horror que faltaban dos metros para llegar. “Es corta”, lloró algo en su interior. Ellos no se enteraron que en esos días Europa había decidido elevar el alambre de púas, a pesar de que como todo saben: cuanto más alta es la valla, más baja es la ética de una nación. Siguió trepando como pudo, aferrándose al alambrado, destrozándose en el alambre de púas, dejándose caer hacia el otro lado. Cayó de espaldas, viendo pasar las sombras de sus compañeros, otros cuerpos, caían por aquí y allá, las patrullas llegaban y los hombres de uniforme los perseguían intentando parar la avalancha.
Miró una estrella, ya no sentía dolor. Se apagaron los gritos y las sirenas.
Despertó a los días en un hospital. Comenzó a recuperarse. Gente amable le hablaba en una lengua que no entendía. Pudo comer bien y enseguida se sintió como nunca. Triste como nunca.
Descubrió en sus brazos las cicatrices de las púas. Sentía que le latían.
Esa noche al soñar se imaginó a su novio jugando en campeonato muy importante, él solo contra miles que no podían pararlo.
Despertó muchas horas después, iba en un avión. Estaba muy mareada producto de fármacos que ni sabía que recorrían su sangre.
No podía pensar, mucho menos reaccionar. Apenas unas lágrimas le recorrían las mejillas cuando la subieron en un autobús con otros que gritaban lamentos que apenas podía descifrar, o quizás se negaba a entender.
Cuando recuperó la lucidez estaba de espaldas al desierto. Estaban en algún lado de la frontera en Argelia, en la otra punta de su sueño, más cerca de las pirámides egipcias que de los estadios de fútbol españoles.
Sabía que no podía seguir, se alejó del grupo, y comenzó a caminar hasta perderse en África., susurrando el nombre de su novio. |